XXX

De las cosas que ocurrieron en Castilla mientras los Ayala volvían de Francia

Mi mujer se encontraba en una de las estancias de nuestra casa de Burgos. Estaba dirigiendo a las doncellas que confeccionaban el ajuar de Elvira, nuestra hija, que, catorce años antes, desde el momento de nacer, había sido prometida al primogénito del conde de Atienza.

Leonor tenía su atención dividida entre la vigilancia que ejercía sobre las costureras y sus propios pensamientos, que la llevaban muy lejos de allí, más allá de las montañas que separaban los reinos hispánicos de Francia, allí en la corte del rey Carlos donde, a la llamada que este me hizo hacía ya dos años, nuestro hijo Fernán y yo habíamos acudido a su servicio.

La fecha de la boda de nuestra hija Elvira se iba aproximando y, aunque aún faltaba algún tiempo para la ceremonia, Leonor la esperaba con impaciencia, no tanto por ella misma sino porque Fernán y yo nos encontraríamos otra vez junto a ella. Sé que mi esposa pedía además a Dios que el rey no nos requiriera para otro difícil servicio diplomático en cualquier reino de la cristiandad.

La consulta de una de sus costureras, sobre si uno de los bordados en los que estaba trabajando debía ir con realce o no, la sacó de su ensimismamiento. Al final de la tarde, cuando el capellán terminó de dirigir el rezo del ángelus, Leonor despidió a sus servidores deseándoles que pasaran buena noche. El capellán se quedó el último y, cuando todos hubieron salido de la sala, se acercó a la señora pidiendo permiso para hablarle.

—¿Qué tenéis que decirme, fray Pablo?

—Antes de venir aquí he estado en la catedral para la hora de completas junto al cabildo de los canónigos. La ha dirigido el señor deán, como siempre, pero luego ha añadido una oración particular por la reina de Castilla, doña Leonor de Aragón.

—¿Qué motivo ha tenido para dedicarle esa oración extraordinaria?

—Según ha dicho el señor deán, la reina se encuentra enferma desde hace una semana y parece que sus físicos no encuentran remedios para curarla. Nuestro rey, su esposo, no se ha separado de su lado en todo el tiempo que está durando su padecimiento. Baste decir que en este tiempo no ha salido de caza, y vos sabéis lo aficionado que es a las batidas y los ojeos.

—¿Intuisteis inquietud en el señor deán?

—No en el tono que empleó, pero sí vi en su cara rasgos de preocupación.

Leonor agradeció al capellán la información y se despidió de él hasta la misa del día siguiente. No pudo conciliar el sueño esa noche. Las palabras de fray Pablo, hombre discreto y poco dispuesto a repartir alarmas sin razón, la habían preocupado. Leonor había comprobado que la reina de Castilla era una mujer muy reservada en su trato, pero sin que ello supusiera manifestar despego ni distancia hacia los que tenía a su alrededor, ya que las personas que habían logrado su confianza hablaban incluso de su cercanía en el trato diario. Ella misma pudo notarlo con ocasión de la visita que hicieron los reyes a su casa de Vitoria, algún tiempo atrás, donde tuvo ocasión de patentizar que las palabras de agradecimiento de la reina Leonor por las atenciones recibidas en la casa de los Ayala no tenían ninguna afectación. Un poco antes de conseguir que el sueño cerrara sus ojos, su pensamiento voló de nuevo junto a nosotros: «Pedro, creo que en estos momentos ya deberías estar aquí».

La salud de la reina languidecía en la residencia real en Cuéllar, donde se había retirado Leonor. El mal que la acosaba había sido etiquetado por los físicos como una consunción, sin que ninguno de los términos con que trataron de nominar su mal impidiera su progreso. El rey Juan pasaba prácticamente todo el tiempo en la habitación de la enferma, de donde a duras penas conseguían sacarle para presidir la Curia.

Durante todos los años de su reinado, Juan había guardado fidelidad a su esposa y no se permitió ninguna relación extramatrimonial. Esta conducta había sido fuente de constantes comentarios no solo en la corte castellana, sino en todas las chancillerías europeas.

—¿Tan poco hombre es el rey de Castilla? —dicen que se atrevió a preguntar un conde polaco, al salir de la audiencia que nuestro rey le había concedido.

Y es que el rey Juan, a sus veinticinco años, parecía más joven, con un físico propio de un efebo.

—No hagáis juicios temerarios, conde —le contestó su interlocutor—. El rey Juan es un experto jinete y maneja hábilmente todo tipo de armas. Sabe esgrimir como simples plumas todas las lanzas, espadas, hachas y martillos que tiene en sus armarios. Lo ha probado en cuantos torneos y justas se celebran en la corte. Puedo aseguraros que todavía nadie ha conseguido desmontarle de su caballo ni derrotarle en las luchas cuerpo a cuerpo. La desafección por tener otros amoríos, señor, es porque el rey Juan ha tenido a su esposa, la reina Leonor, un gran amor desde que, siendo unos chiquillos, se vieron por primera vez.

Aquella tarde, movido por un presentimiento, el rey Juan no quiso alejarse de la cabecera de su mujer. Algo le decía que su amada vivía sus últimos momentos. Por ello ordenó que le pusieran un sillón junto a su cama para velarla. Hizo cerrar las ventanas para que la luz que entraba por ellas no hiriera sus ojos inflamados. ¡Qué corta había sido la felicidad de ambos! Primero, sus ilusiones rotas por la oposición de Pedro de Castilla a los proyectos de boda firmados y refrendados por su padre y el de su mujer, ya que, en un momento de debilidad, su suegro, el rey de Aragón, se vio abocado a romper aquel compromiso, transigiendo con la imposición del castellano contra su matrimonio con Leonor.

Después, la pérdida de dos embarazos hicieron muy problemática la descendencia y, cuando al fin ella consiguió dar a luz a su hijo Enrique, el aspecto delicado del niño les había hecho vivir en un sobresalto temeroso de que aquel chiquillo también se malograra. Ahora, cuando la serenidad y la calma parecían darles un mayor tono de dulzura, la vida de su mujer se escurría entre sus dedos.

En un momento de aquella tarde, Leonor, que hasta entonces había mantenido los ojos cerrados, los abrió y cruzó su mirada con la de su esposo. Sus labios dibujaron una tenue sonrisa y después se movieron queriendo articular algunas palabras.

—Dime, Leonor, dime.

Ella había asido sus ropas con la mano y con sus débiles fuerzas le atraía hacia ella. Después, con un hilillo de voz balbuceante, musitó al oído de su esposo.

—Juan…, mi amor…, gracias por tu vida… junto a mí.

El murmullo que salía de la boca de la reina se apagó. Leonor no pronunció más palabras. Un acceso violento de tos, que la dejó totalmente exhausta, las había interrumpido. Poco después Leonor, princesa de Aragón y reina de Castilla, moría apaciblemente.

Después de nuestra intervención en la batalla de Roosebecke no permanecimos mucho tiempo más en Francia. Los asuntos allí comenzaron a complicarse. El rey Carlos empezó a presentar signos evidentes de alteraciones epilépticas. La regencia de los duques mantenía su tutela y, aunque nuestra relación con ellos era cordial, comprendí que mi papel como consejero del rey ya no tenía razón de ser.

—Creo que nuestro tiempo en Francia se acaba, Fernán. Hay que volver a casa.

—¿Cuándo quieres que salgamos? —me preguntó mi hijo.

—Cuanto antes. Hemos pasado dos años en Francia y dos años sin volver por nuestra casa es mucha ausencia. Pienso en que tu madre estará penando por falta de noticias de nuestro regreso. Por otro lado, tenemos próxima la celebración del matrimonio de tu hermana Elvira con el hijo del conde de Atienza.

—Entonces, hagamos ya el equipaje y volvamos cuanto antes. Por cierto, padre, en este viaje no hemos visto a aquellas gentes que salvaste de los bandidos en uno de tus viajes anteriores. ¿Qué ha sido de ellos?

Las palabras de Fernán me trajeron una sonrisa al recordar mi aventura galante con Agnès de Rochefort.

—Sí, tienes razón. El marqués de Montmélian, que era el chambelán del padre del actual rey Carlos, solicitó la venia real para retirarse a sus posesiones, pues una serie de achaques le habían dejado inválido. No pudo disfrutar mucho tiempo de su retiro, ya que falleció enseguida. En cuanto a su sobrina, la condesa viuda de Rochefort, sé que ha contraído nuevo matrimonio con el conde de la Charente y desde entonces apenas se la ve en la corte, ocupada como está en vigilar la administración de la hacienda de su nuevo marido.

Nos despedimos del rey y del Consejo de Regencia, quienes nos colmaron de obsequios y nos desearon un feliz regreso. Abandonamos Chinon camino de la frontera. Las primeras jornadas transcurrieron con monotonía: a una mañana y una tarde de cabalgada, seguía una noche de descanso; siempre teníamos un lugar adecuado para ello, bien fuera una abadía, un monasterio o la residencia de un noble hospitalario.

Durante el viaje de regreso, Fernán reanudó sus pesquisas sobre mis experiencias pasadas.

—Padre, habéis tenido una vida muy agitada al servicio de los reyes de Castilla. ¿A cuántos habéis conocido?

—He conocido personalmente a tres: al rey Pedro, a su hermanastro Enrique y al hijo de este, el actual rey Juan. Al rey Alfonso, padre de Pedro y Enrique, no lo vi nunca pero, a través de lo que me contó mi padre, casi puedo decir que le conocí.

—Puesto que tratasteis a cuatro reyes, ¿nunca habéis pensado en escribir sus vidas?

—¿Cómo hizo en la antigüedad Tito Livio en sus Décadas?

—Sí, algo así. Vos sois hombre observador y tenéis un juicio muy recto. Haríais un servicio a quienes vinieran detrás de nosotros para que conocieran bien esta época tan convulsa.

Quedé silencioso tras la sugerencia de mi hijo. Escribir las crónicas de los reyes de Castilla era uno de los proyectos que iba dejando para cuando tuviera un tiempo más sosegado.

—No creas que no se me ha ocurrido. De hecho, en nuestra casa de Quejana tengo unos borradores redactados. Pero mientras el rey me mande como embajador suyo por las cortes de Europa, me faltarán el reposo y la tranquilidad suficientes para hacerlo. Por ahora, me limito a tomar apuntes de los acontecimientos que, por ser importantes, no deseo que se me olviden.

—Y a vuestro juicio, padre, ¿quién de todos los reyes que has conocido ha sido el mejor?

—¿El mejor?, galana pregunta es la que me haces. No es fácil contestarla.

—¿Por qué, padre?

Por un momento pasaron por mi mente todos los recuerdos que tenía de los monarcas castellanos con quienes había coincidido en el devenir de mi vida: Alfonso, que quiso cerrar para siempre el estrecho a las invasiones moras del norte de África; su hijo Pedro, quien desde el principio de su reinado estuvo marcado por la venganza de los desprecios que su madre, María de Portugal, esposa legítima de su padre, sufrió durante toda su vida; Enrique, cuya vida giró dentro de la órbita de la guerra civil que estalló desde el mismo momento de la muerte de su padre Alfonso entre sus hermanos, los bastardos de Leonor de Guzmán, y el único hijo legítimo, el rey Pedro, y que acabó con la muerte de este en su tienda de los campos de Montiel; y finalmente Juan, a la sazón reinante en Castilla y a cuyo servicio me encontraba en aquel momento.

—No es fácil en materia como esta hacer un juicio sereno, ni tampoco es sencillo encontrar las medidas por las que se va a juzgar el comportamiento de los reyes. Respóndete tú mismo, sabiendo que el buen regir del que gobierna es el que entiende y defiende el buen vivir de aquellos a quienes gobierna en paz y con sosiego, el que los guarda de guerras y de alteraciones, el que mantiene la justicia sobre sus tierras y sus gobernados, que es por lo que estos suspiran y gimen; quien no sobrepasa los pechos y tributos que sus súbditos deben pagar, quienes frenan a los procuradores para que hagan justicia, y así todo lo demás.

Le tocó ahora a Fernán quedarse caviloso, viendo que las condiciones que le enumeraba hacían la búsqueda del mejor rey más difícil que la de aquel filósofo antiguo que andaba por el ágora de su ciudad, en pleno día, con un candil encendido buscando a un hombre verdadero entre la multitud que le rodeaba.

—Difícil será, mi señor padre, encontrar entonces, no solo entre los últimos reyes de Castilla, sino entre todos aquellos que gobernaron pueblos a lo largo de la vida del mundo, uno solo a quien pueda llamar un buen rey.

Apenas habían transcurrido los días de luto decretados para la corte de Castilla por la muerte de la reina Leonor, en las cortes europeas se iniciaron movimientos para ofrecer sus princesas en matrimonio al rey. Juan comisionó a Pedro González de Mendoza, para que se hiciera cargo de cuantas proposiciones llegaran para examinarlas y mostrarle la más conveniente. Durante las semanas siguientes, se recibieron cartas y embajadas de reyes y nobles de todos los países en las que se le indicaban las prendas de las candidatas a ocupar el vacío dejado por la reina Leonor. Un día en que Juan había salido de caza con ánimo de huir de los problemas de la corte, le preguntó a González de Mendoza.

—¿Ya tienes conocimiento de con quién quieren casarme?

—Señor, no os debe preocupar la posibilidad de elegir. Parece que un clarín hubiera tocado a rebato en toda Europa. La verdad, mi señor, es que vuestra decisión no será fácil si queréis ver con detenimiento cuantas pretensiones han llegado. Y si hacemos caso a las recomendaciones con que vienen acompañadas, todas son un dechado de virtudes.

Sonrió el rey Juan al oír el irónico tono de voz de González de Mendoza.

—Pues si son tantas, empecemos por ver algunas y así encontramos la rara avis que más nos convenga. ¿Por quién empezamos?

—Señor, si os parece, por la hija del duque de Berry. Nos la presentan como una joven virtuosa e inteligente.

—A ver, enséñame su retrato. Sí, tiene un aire gracioso.

Juan se detuvo un momento mirando sus facciones, mientras González de Mendoza le hacía un resumen de las virtudes de la joven. Después, el rey le pidió que pasara a la siguiente.

—Clotilde de Mecklenburgo.

—¡Una alemana!

—Sí, mi señor don Juan.

—Pero ¿habla la lengua de Castilla?

—No, mi señor, latín tan solo, aparte del germano.

—Mal papel haremos los dos si no podemos comunicarnos. Necesitaríamos tener un intérprete hasta para meternos en la cama.

—Sí, señor, tenéis razón. Ved ahora a Mary de Forth, hija del conde de Edimburgo. Esta joven sí parece que domina el latín, al menos.

—¿Inglesa?

—No, mi señor, escocesa.

—Bien, siempre puede ser un alivio.

—Roselyn de Westmoreland, señor, la hermana del duque del mismo título.

—Pero ¿no está casada?

—Viuda, mi señor, viuda del duque de Sandorf. Apenas convivió con él, pues fue muerto en una de las batallas de la guerra con Francia.

—No me parece oportuno casarme ni con una escocesa ni con una inglesa cuando, como aliados de Francia, prácticamente estamos en guerra con ellos desde hace unos años. Pedro, descarta totalmente esas posibilidades.

Durante las tres horas siguientes, rey y mayordomo estudiaron todos los ofrecimientos que se habían recibido en la chancillería de Castilla.

Efectivamente, González de Mendoza no le había engañado al indicarle las dificultades que pudiera encontrar para dar con la mejor candidata para ser la futura reina de Castilla. Al final, Juan quiso meditar a solas el estudio exhaustivo realizado por su mayordomo.

—Pedro, al fin y al cabo no tengo prisa en volver a matrimoniar. Aún no he olvidado, y creo que no olvidaré jamás, mi vida junto a mi amada esposa Leonor. Tampoco el cuerpo me pide una coyunda con urgencia, así que esperemos, esperemos hasta que lo vea todo más claro.

El rey quiso volver a su habitación y terminar el día con los últimos rezos del Oficio Divino. Tomó su libro de horas del anaquel donde se encontraba y, al sacarlo, cayó al suelo un objeto depositado al lado. Se agachó para recogerlo y, cuando lo tuvo en sus manos, lo reconoció como el medallón con el retrato de la prometida de su hijo Enrique, la princesa Beatriz de Portugal, que, en los días de las negociaciones matrimoniales con ese país, le había sido entregado por el embajador portugués.

Juan se quedó examinando las delicadas facciones de Beatriz, plasmadas en aquella miniatura. Correspondía a una jovencita de unos catorce años, con toda la belleza que prometía una adolescencia en flor. Durante unos minutos la contempló en todas las posiciones, mientras en su cabeza germinaba una idea.

No hacía demasiado tiempo, en aquel mismo año de 1382 que había arrancado al rey Fernando I las cláusulas derivadas del tratado de la paz de Elvas, en la que se acordó el matrimonio de la hija de aquel, Beatriz, con Enrique, su heredero. Pero ahora, la muerte de su esposa Leonor de Aragón abría nuevas posibilidades.

Dado que Enrique tenía solo tres años, mientras que Beatriz le sobrepasaba en doce, ¿por qué no modificar el tratado y ser él mismo, que no pasaba de los veinticuatro años, el prometido de Beatriz? En este caso, la diferencia de edad era mucho más aceptable y el matrimonio podía celebrarse sin dilaciones. Eso sin tener en cuenta que en el acuerdo de Elvas se establecía que si Fernando de Portugal moría sin haber tenido hijos varones sería Beatriz, su única hija, quien heredara el trono.

Durante toda la noche, Juan no dejó de cavilar sobre la idea de ese matrimonio y, cuando las primeras luces del día amanecieron por oriente, hizo llamar a Pedro González de Mendoza.

—Pedro, tengo ya decidida quién va a ser mi mujer. No es ninguna de las que examinamos ayer por la tarde. Nos ha pasado como al gañán que buscaba su sombrero sin darse cuenta de que lo llevaba puesto.

—¿Y a quién habéis elegido?

—A Beatriz de Portugal.

—¿La prometida de vuestro hijo Enrique?

—Sí, ya buscaremos para él otra mujer más adelante, que tiempo tendremos. Ahora encárgate de comunicar mis deseos a Fernando de Portugal. Espero que ese viejo cornúpeta no ponga ningún inconveniente. Al fin y al cabo cambia un yerno, que por ser infantil no lo tendrá sino dentro de un plazo largo, por otro adulto e inmediato.

No tardó Pedro González de Mendoza en despachar embajadores para la corte de Lisboa con las cartas en las que Juan, como rey de Castilla, expresaba su petición de la mano de la princesa Beatriz. La reacción en Lisboa no fue unánime. Mientras el viejo rey Fernando expresó su disgusto ante el temor de que aquel matrimonio supusiera a la larga o a la corta la absorción del reino de Portugal por el de Castilla, a su esposa, la reina Leonor Téllez, el cambio del hijo por el padre como candidato para la mano de su hija Beatriz le pareció de perlas.

Eran muchos los portugueses que temían la absorción por Castilla y la pérdida de su independencia. Por ello, varias facciones buscaron otros candidatos a la sucesión de Fernando de Portugal, entre los que encontraban Juan de Borgoña y Castro, hijo de Inés de Castro, y también João, el maestre de Avís, dos bastardos del anterior rey, Pedro de Portugal.

El rey Fernando dejó la elección a su mujer, que se inclinó por Juan de Castilla. Para evitar las suspicacias de los portugueses, Juan no hizo cuestión propia de la unión de las dos coronas. Para tratar sobre las consecuencias políticas que para ambas naciones suponía aquel enlace, se convocaron en Pinto conversaciones entre embajadores. Allí se decidió que Enrique, el primogénito de Juan I, heredara el trono de Castilla y que los hijos que Juan tuviere con Beatriz fueran reyes de Portugal.

Estas conversaciones fueron muy laboriosas. Tanto que a veces Juan se impacientaba. Sin embargo, la reina Leonor Téllez estaba exultante por la forma en que se iban desarrollando aquellos acuerdos y así se lo expresó a su amante João Fernandes de Andeiro. Era este un caballero portugués que había sustituido al rey Fernando como acompañante de la reina en su cama ante la debilidad orgánica del esposo.

—João, creo que Beatriz hace un buen negocio con el cambio de prometido que nos viene desde Castilla —le comentó la reina.

—Sin embargo, mi señora, debéis preveniros de que ese matrimonio se deshaga.

—¿A qué te refieres?

—A que, siendo Beatriz una adolescente, Juan de Castilla diga que no ha podido consumar el matrimonio y os la devuelva.

Beatriz Téllez quedó silenciosa, como si hubiere sido cogida en una pequeña trampa.

—Eso es imposible, Beatriz es ya mujer para esas cosas.

—Señora, eso lo decís vos. Mas, si llegada la noche de bodas, el rey Juan no obtiene satisfacción con ella, podrá echaros en cara que le habéis engañado. Mi consejo es que, antes de que este matrimonio fracase, os cercioréis de que lo que decís es verdad.

—¿Y cómo?

—Haced que la examine uno de nuestros físicos, o mejor aún, ¿no va a bendecir el matrimonio el cardenal Pedro de Luna, el enviado papal? Pues ahí tenéis la persona más adecuada para testificar que Beatriz puede ser bien casada. Pedidle al cardenal de Luna que os ceda a su físico para que haga este examen y someteos a lo que él dictamine.

Aceptó la reina Beatriz el parecer de Fernandes de Andeiro y así se lo transmitió al cardenal. Aquel mismo día, dos comadronas bajo la supervisión del físico del legado papal examinaron a Beatriz y este emitió su dictamen.

—No penéis, señora, por este asunto. Vuestra hija es perfectamente capaz de asumir el papel de esposa del rey Juan y, si Dios quiere, darle una copiosa descendencia.

Tranquilizada la reina, se dedicó a organizar las ceremonias del matrimonio de su hija. Ella misma llevó las conversaciones con Pedro González de Mendoza, que actuó en nombre de Juan de Castilla para redactar las capitulaciones matrimoniales. Estas incluyeron las cláusulas reales discutidas anteriormente en Pinto y se fijó la ceremonia matrimonial para el 17 de mayo del año siguiente, 1383, en la catedral de Badajoz.

En esa fecha, Juan de Castilla estaba convaleciente de una afección respiratoria aguda que le había dejado algo maltrecho. Pedro González de Mendoza se acercó al rey unos días antes para preguntarle si se seguía adelante con el protocolo de la ceremonia.

—¿Por qué no? —preguntó el rey.

—Señor, tenéis muy reciente la fluxión de pecho que habéis padecido. ¿No pensáis en demorar algunos días la ceremonia?

—No, no. Sería una desatención para mi futura esposa. Sigamos con lo proyectado.

Las comitivas reales partieron simultáneamente de Elvas y Badajoz para encontrarse en la frontera entre ambas naciones. A pesar de sus esfuerzos por aparentar buen estado de salud y de su traje de gala, el aspecto de Juan era el de un hombre desmedrado, cansado y alicaído. Tanto era así que a la reina Leonor Téllez se le escapó su decepción.

—Esperaba que el hombre fuera más hombre.

A la catedral de Badajoz acudieron todos los nobles de Castilla y Portugal, además del cardenal Pedro de Luna, legado papal de Clemente VII. Este, la víspera de la ceremonia, en un aparte que tuvo con el rey de Castilla le hizo entrega de los documentos donde constaban las declaraciones del físico y las comadronas sobre la aptitud de la reina Beatriz para consumar el matrimonio.

Hasta el último momento se esperó que llegara Fernando, el rey de Portugal, pero su salud era tan frágil que se temía que el viaje terminara con su vida. El rey Fernando venía arrastrando una enfermedad consuntiva pulmonar con gran dificultad para respirar, frecuentes accesos de tos seguidos de emisiones de sangre, todo lo cual le dejaba terriblemente agotado.

—Ese viejo chocho no vendrá —le había dicho la reina Leonor a su amante Fernandes de Andeiro—. En primer lugar, porque este matrimonio no le ha gustado nunca y, en segundo lugar, porque está hecho unos zorros, que no puede ni con sus propios calzones.

La ausencia del rey de Portugal no restó brillantez a la boda. Las tres naves góticas de la catedral de Badajoz relumbraban con las luces que colgaban de sus arquerías. En la nave principal, dejando pasillo en medio, se situaron los nobles de ambos países. No faltó nadie por parte española, aunque sí hubo ausencias por parte de los más afectos al rey luso, que veían en aquel matrimonio la rendición del reino portugués a la órbita castellana.

Durante la ceremonia, Juan intentó cruzar alguna mirada con su esposa, pero su semblante infantil estaba marcado por la gravedad de la ceremonia. En vano trató de deslizarle unas palabras en voz queda. Beatriz tenía el aspecto de un pajarillo asustado y únicamente en el intercambio de anillos pudo sentir Juan el atisbo de los ojos de su esposa.

Tras la ceremonia se procedió al homenaje del besamanos. Se colocaron dos tronos en la parte delantera del presbiterio, donde se sentaron ambos esposos para recibir a los presentes, que desfilaron cumpliendo esta muestra de respeto. Durante el tiempo que duró este acto, Juan trato de encontrar con su mirada la de su joven esposa pero esta mantuvo su semblante serio, casi tenso, sin que en ningún momento una sonrisa aliviara la gravedad de su rostro.

En cuanto desfiló la última persona, Juan ayudó a Beatriz a levantarse del sitial y ambos bajaron las gradas del altar dirigiéndose por el pasillo de la nave central con paso lento hacia la puerta de salida al atrio. Allí les esperaba una muchedumbre impaciente que empezó a aplaudir, vitorear y dar gritos de entusiasmo. Respondió Juan agitando su mano izquierda para corresponder a aquellas manifestaciones mientras retenía con su otra mano la de su esposa.

—Saluda y sonríe a estas personas que han pasado de pie muchas horas esperándonos a la puerta de la catedral.

Beatriz saludó agitando la mano y ofreciendo una tenue sonrisa a aquellas gentes que no olvidarían nunca que un día vieron casarse a un joven rey con una bella princesa.

Tras el banquete nupcial, la fiesta. Trovadores, bardos y poetas conmemoraron en romances aquel día tan señalado cantando la belleza de la novia; saltimbanquis y funámbulos demostraron su agilidad con saltos y piruetas a cual más atrevida. Aquel fue todo un espectáculo de colorido y animación.

Juan observó cómo su esposa seguía con atención las evoluciones de los artistas, que lograban despertarle una tímida sonrisa, lo que animaba el gesto de su cara, pero no conseguía llenarse de animación dentro de aquella fiesta.

—¿Cómo os encontráis? ¿Estáis contenta? —le dijo Juan tras inclinarse hacia ella.

—Sí, mi señor. Muy contenta.

—¿De verdad? Os he visto sonreír tan poco durante este día…

—Perdonadme por ello, mi señor. Pero…

—Espera, Beatriz, dejemos esta charla para luego, para la intimidad de nuestra alcoba.

Se sonrojó Beatriz ante estas palabras de su esposo, a las que contestó con una tímida sonrisa. Juan llamó a Pedro González de Mendoza y le habló en una voz tan baja que solo él pudiera escuchar.

—Pedro, ordena a las doncellas que lleven luces a nuestra alcoba y ordena a las dueñas que salgan todas de la antealcoba. Diles que no quiero a nadie dentro de nuestras habitaciones pues es mi deseo estar a solas con mi mujer esta noche. Te lo repito. No quiero a nadie, dueña, doncella, paje o escudero rondando a nuestro alrededor. ¿Me has comprendido, verdad?

—Completamente, señor. Descuidad, que se hará según vuestros deseos.

Salió Pedro González de Mendoza a dar las órdenes oportunas a los servidores y unos minutos después volvió al rey.

—Ya están cumplidos vuestros deseos. En vuestra cámara y en vuestra antecámara no hay ya nadie, solo están las luces que habéis ordenado poner.

—Gracias, Pedro. —Y se volvió hacia su esposa—: Creo que es hora de que nos retiremos a nuestra estancia.

—Como gustéis, señor —contestó ella.

Beatriz apoyó su mano en el antebrazo de él. Juan notó un temblor apenas perceptible que quiso calmar cubriéndola con su mano contraria durante unos instantes. De esta guisa ambos dieron una vuelta a la estancia para despedirse de los invitados, quienes inclinaban la cabeza a su paso. Al llegar a la puerta del salón, ambos se volvieron para responder a los saludos. Después, precedidos por un paje portador de una antorcha, recorrieron los pasillos del palacio hasta llegar a su habitación. El sirviente abrió la puerta y dejó pasar a la pareja. Después la cerró suavemente.

Juan acompañó a su esposa al lecho nupcial y la hizo sentarse en el borde. Después se sentó a su lado. Ella echó una mirada a su alrededor y, al ver que se encontraban solos los dos, mostró su extrañeza.

—¿Dónde están mis doncellas?

—Beatriz, espero que no te moleste la determinación que he tomado. No he querido tener ningún testigo de todo cuanto ocurra en esta primera noche que hemos de pasar juntos. Por ello les he ordenado que se retiren. He supuesto que, al menos por esta noche, podrás pasar sin ellas. Mira, te propongo que te despojes de tus vestidos de corte en esta habitación mientras yo hago lo mismo en la antealcoba.

—¿He de desnudarme del todo para recibiros? —preguntó Beatriz con un hilillo de voz.

Juan miró a su mujer, que había bajado la cabeza para plantear aquella cuestión. Se acercó a ella y con toda suavidad la tomó del mentón y elevó su cara hasta encontrarse con sus profundos ojos negros frente a los suyos. Acarició sus mejillas con las yemas de los dedos mientras esbozaba una sonrisa que deseaba que derramara tranquilidad en su mujer.

—No sé lo que te han referido de lo que naturalmente le ocurre a una recién casada en la noche de bodas. Muchas veces la primera noche con el esposo para una mujer núbil no se parece en nada a lo que cuenta el poeta en los versos del «Cantar de los Cantares» de la Biblia. Tengo la impresión de que alguien te ha asustado contándote las experiencias dolorosas de alguna recién casada. Durante todo el día he sentido en ti el miedo que te atenaza ante algo que te han descrito como duro y violento. ¿Me equivoco?

Por primera vez en el día, Beatriz levantó la cabeza y fijó una mirada franca en su marido.

—¿Cómo lo sabéis?

—No es difícil intuirlo. Y ahora, yo os pediría que me refirierais lo que sobre las noches de boda os han dicho. Si he de ser vuestro esposo, desearía conoceros para saber cómo debo trataros y cómo debo amaros.

—Señor y mi rey, yo ya sabía cómo son las noches de boda y qué significa la entrega de su cuerpo que hace la mujer a su marido. Pero fueron las palabras, los gestos y, sobre todo, los modos con que las comadronas del cardenal de Luna examinaron mis formas de mujer para saber si era o no era buena hembra para casarme y tener hijos de vos las que me causaron todo el mal del mundo. Durante el rato que estuve con ellas me miraron una y otra vez, me tocaron de tal manera que me sentí más un animal semental que una mujer que iba a casarse. Mientras tanto, a ambas se les escaparon palabras que no pude entender bien pero que me parecieron que eran sarcasmos y burlas dirigidas a mí, pues me miraban y luego parecía que reían entre ellas.

Las palabras de Beatriz encendieron la ira de Juan.

—¡Vive el cielo que les haré pagar caro semejante ultraje! Te prometo que las haré despedazar por cuatro caballerías en la plaza mayor.

—No, mi señor. No hagáis nada. No manchéis nuestra boda con la sangre de esas mujeres. Si lo hicierais, su recuerdo me seguiría toda la vida.

Aún rogó más Beatriz a su marido, quien al final pareció calmarse.

—Sea como queráis, mi señora y esposa mía. Nada puedo negaros en esta noche. Menos si es un ruego que os sale de dentro y que revela vuestra suprema bondad. Ahora, Beatriz, escuchad mi proposición. Si creéis mejor que esta noche os respete y que no me acerque a vos como hombre a su mujer, no tenéis más que decírmelo ahora y esta noche la pasaré junto a vos en la forma en que dice la Biblia que la pasó Tobías junto a su esposa Raquel.

Beatriz miró a su esposo con una franca sonrisa en la que se veía que ya no quedaba ningún resabio del miedo que le había atormentado durante todo el día y soltó una risa alegre, de quien se ve liberado de un gran apuro y de un gran miedo.

—Gracias, mi esposo y rey don Juan. Soy vuestra mujer desde el día de hoy, como os he prometido en la catedral, para lo bueno y para lo malo. Os agradezco que estéis dispuesto a ser Tobías, mas esta noche prefiero que seáis mi esposo Juan.

Cuando a la mañana siguiente los amantes despertaron de su sueño, ambos mantenían en sus cuerpos una intensa sensación del gusto y la dulzura que para ambos había supuesto su primer y amoroso encuentro como hombre y mujer.