De cómo Pedro López de Ayala volvió a Francia a servir a su rey Carlos y de las cosas que allá acaecieron
Regresé a Francia tras ordenar los asuntos de mi casa y dejarlos al cuidado de mi mujer. Yo le había ofrecido que me acompañara en mi viaje, pero Leonor declinó mi invitación.
—No puedo ir contigo, Pedro, y bien sabes que lo siento, pues me hubiera agradado acompañarte, mas comprenderás que no es posible. ¿Quién iba a cuidar de nuestros hijos pequeños si yo no me quedo aquí? Eso sin contar que nuestras haciendas deben vigilarse. Sin embargo, me parecerá bien que lleves contigo a Fernán, nuestro hijo mayor. Una estancia fuera de casa, en una de las cortes más importantes de Europa y a tu lado, le dará ocasión para asomarse al mundo exterior y le servirá más que dos años en la Universidad de Salamanca.
No me pareció mal esta idea, y Fernán la consideró de perlas.
—Gracias, padre —me dijo entusiasmado cuando le anuncié que preparara lo necesario para aquel viaje—. Hacía tiempo que deseaba conocer las tierras de Francia.
—Tendrás ocasión de conocer todo el país hasta llegar a Chinon, que es donde está ahora la corte francesa. Ello sin contar con que quizá tengamos ocasión de que algunos bandidos prueben cómo los caballeros de Castilla saben hacer uso de sus armas.
—¿Tan peligroso es atravesar los bosques de Francia?
—En aquel país llevan mucho tiempo en guerra y en estas circunstancias a algunos les resulta más rentable hacer la guerra por su cuenta que formar parte de los ejércitos regulares.
Creo que Fernán se quedó con el deseo de conocer más cosas de Francia pero, como yo no dijese más, pensó que durante el camino tendría tiempo de sobra para hablar largo y tendido conmigo.
Fijé la partida para unos días más tarde para no hacerla más dolorosa con postergaciones sin fin. Salimos de madrugada, nos volvimos en el primer recodo del camino para despedirnos de los nuestros y tomamos la ruta del norte.
—Fernán —le anuncié a mi hijo—, entraremos en Francia por Navarra, con quien en estos momentos Castilla está en paz y concordia. Espero tener un camino tranquilo y hacer un viaje apacible.
—Padre, tú viviste muy de cerca aquella alianza entre sus reyes, pero no te he oído nunca contarlo con detalle. ¿Por qué no lo haces ahora, que tenemos tiempo tú para hablar y yo para escucharte?
—Bien, como tú quieras —contesté halagado por verme objeto de la atención de mi hijo—. Desde tiempos inmemoriales ha habido disputas entre Castilla y Navarra a cuenta de los territorios limítrofes. En concreto, las comarcas más occidentales, ocupadas por los vascones, y las tierras del Ebro, habitadas por los riberos, han sido siempre objeto de ambición por ambos reinos.
—¿Tú conoces al rey Carlos de Navarra? ¿Es tan malo como dicen?
—La fama de malo se la dieron los franceses por algunas intervenciones en las plazas donde entonces mantenía su dominio. Yo no te lo puedo confirmar taxativamente; el rey Carlos ha hecho cosas buenas y otras no tan buenas. Ha sabido tratar muy bien a la nobleza de Navarra, en la que se ha apoyado siempre para gobernar, y ha administrado muy bien el dinero de los tributos, para lo que creó la Cámara de Comptos con una ordenanza exclusiva para manejarlos, lo cual le permitió sanear los tesoros de Navarra. Esto lo hizo bien.
—Entonces, ¿qué ha hecho mal?
—Navarra es un pequeño reino encerrado entre otros tres más grandes: Castilla, Aragón y Francia. Ante la apetencia de todos ellos, Carlos ha tratado de mantenerla viva ya que su diferencia de tamaño y potencial de guerra le dejaban a merced de las ansias de anexión que tuviera cualquiera de los tres reinos.
»Para salvaguardar su independencia, trató de interferir en la política de estos tres reinos sin contar con que sus fuerzas eran muy pequeñas para semejante labor. En un momento de fricción entre Castilla y Aragón, en la llamada Guerra de los dos Pedros, quiso mediar entre ambos reyes, pero cuando hace treinta años en Castilla estalló la lucha entre el rey Pedro y sus hermanastros, Carlos se alió unas veces con aquel y otras con estos, buscando su propio provecho con oscuras maniobras. Pero sus previsiones fallaron y a la postre acabó viéndose enfrentado con ambos. La muerte del rey Pedro dejó ver su doble política y Carlos se encontró con que había perdido. Tuvo que devolver a Castilla las plazas que había ocupado en La Rioja durante aquella guerra, y en Francia tuvo que renunciar a algunas posesiones que tenía más allá de los Pirineos.
—En algún momento, vos tuvisteis una intervención cerca de Navarra.
—Sí, aquello fue un poco complicado. Carlos de Navarra mandó a Francia a su hijo heredero para que negociara con el entonces rey de Francia, el padre del actual monarca, pero temiendo que aquello podía ser una turbia maniobra del navarro, Carlos de Francia optó por encarcelar al joven príncipe sin atender a su estatus como embajador de buena voluntad.
—Aquello fue una mala maniobra del francés.
—Es cierto. Como sabes, el rey Juan me envió a Francia para conseguir la libertad del príncipe, cosa que obtuve del rey francés de una forma diplomática. Desde entonces se mantiene la paz.
—Ad multos annos —contestó Fernán.
Le miré sorprendido por estas palabras.
—Como veis, padre, no he perdido el tiempo en las clases de latín.
De las rutas que atravesaban las tierras navarras camino de Francia, elegí la que tenía en el hospital de Roncesvalles la puerta de entrada por estimarla más segura. El Mediodía francés se había librado de las batallas de la guerra así como de la presencia masiva de tropas mercenarias.
Pensé en visitar al rey de Navarra y a tal efecto nos encaminamos a Pamplona, pero al llegar pudimos comprobar que no se encontraba allí. En su lugar, fuimos recibidos por su hijo, el príncipe Carlos, quien nos acogió con toda cortesía.
—Señores, para mí es un honor recibiros en nombre de mi padre. Él sentirá mucho no veros, pero en estos momentos se encuentra en Tudela. No importa, se os tratará con el honor que merecéis.
El infante navarro quiso contar a mi hijo los esfuerzos que tuve que hacer para que el rey de Francia, sin apenas costas, le dejara libre, y también cómo le escolté durante su regreso a Navarra. Carlos ahora tenía veinticinco años y tanto su exterior como su espíritu correspondían a los de un caballero ideal. Ducho en el manejo de las armas y en las artes de la guerra, no había descuidado las enseñanzas de las letras, que le habían convertido en un príncipe ilustrado.
Nos instó a esperar la llegada de su padre, pero adujimos que se nos esperaba en la corte francesa. Comprendió nuestras razones y, tras obsequiarnos cuanto pudo en el poco tiempo que permanecimos con él, nos despidió con todos los honores.
—Parece una gran persona el príncipe de Navarra —me comentó Fernán al salir de Pamplona.
—Sin duda. Que Dios le dé su gracia cuando llegue su hora de reinar.
Al pasar el puerto de Roncesvalles, Fernán hizo una observación.
—Llevamos la contra a los peregrinos que van a Compostela, ¿no es así?
—Sí, pero enseguida nos alejaremos del Camino. Más allá son territorios que ocupan los ingleses. No me apetece tener un encuentro con ellos.
Durante toda la mañana cabalgamos con un trote sostenido por los caminos del sur francés. El día estaba bonancible, con una brisa suave y un cielo azul, en el que unas nubes algodonosas mitigaban el calor al cubrir de vez en cuando los rayos de un sol que empezaba a hacer sentir su calor. Al mediodía, hicimos un alto. Nos sentamos al pie de unos árboles y dispusimos de las alforjas para tomar un refrigerio.
Fernán apenas había dicho dos palabras durante aquella jornada, por lo que le inquirí acerca de aquel silencio prolongado.
—Siempre he oído hablar de las guerras en Francia durante los últimos años, pero nadie me ha explicado cómo se iniciaron y por qué se mantienen actualmente con tanta crudeza.
—La guerra se inició como un pleito dinástico o, dicho de una forma más llana, por una cuestión de herencia que no se ha resuelto en más de cuarenta años.
—¿Cuarenta años? ¿Tanto tiempo?
—Sí, tanto tiempo. Cuando hace ya cuarenta y tantos años murió Luis X, no tuvo ningún hijo como heredero, por lo que el trono pasó sucesivamente a sus hermanos, primero a Felipe y luego a Carlos. Pero ellos tampoco tuvieron hijos.
—¡Ya fue casualidad que tres hermanos no dejaran descendencia! —exclamó Fernán.
—En Francia hay quien piensa que todo ello fue a resultas de una maldición —le dije a mi hijo con una sonrisa.
—¿Maldición? ¿Por parte de quién?
—Es una historia muy larga y tiene que ver con la desaparición de la orden del Temple.
—¿Os la sabéis? ¿Por qué no me la contáis?
—Como ya te digo, es una historia muy larga que empezó años antes de las muertes de estos reyes de Francia.
—Tenemos mucho tiempo hasta llegar a Chinon.
Mi hijo ya había dispuesto sobre unos manteles nuestra comida: carne fiambre, una hogaza mediana de pan y frutos secos. Además, sacamos de las alforjas un pequeño pellejo de vino castellano que sirvió para aliviar la sequedad de las viandas. El viaje nos había abierto el apetito, por lo que no tardamos nosotros y los hombres de nuestra escolta en dar cuenta del almuerzo. Al terminar, mi hijo me recordó la narración que le había prometido.
—Verás, los caballeros del Temple aparecieron hace doscientos años para proteger a los peregrinos que iban a Tierra Santa de los salteadores que les acechaban en los caminos que unían el puerto de Jaffa con los lugares santos de Palestina. Un monje, Bernardo de Claraval, dictó sus reglas y los reyes cristianos de Jerusalén los protegieron. Se consideraban, bajo las órdenes del Papa, mitad monjes mitad guerreros. Llevaban espada para defensa de los justos y castigo de los malvados, sobre todo cuando se convocaba cruzada en tierra de infieles.
—Pero en algún momento iniciaron su decadencia, por lo que he estudiado.
—Durante muchos años cumplieron su misión, pero ya en los tiempos de Saladino su poderío militar se había debilitado lo suficiente para verse derrotados en varias batallas; la más importante, la pérdida de Jerusalén. Después perdieron San Juan de Acre, lo que les llevó al desprestigio.
»Hace algo más de setenta años, Jacobo de Molay, el último maestre del Temple, vino a Francia para reclutar tropas para la orden y adquirir abastecimientos para ellas. El rey Felipe, que gobernaba entonces Francia, deseoso de hacerse con el poder y los tesoros de la orden, maquinó muchas falsedades contra Jacobo y el Temple. Les acusó de soberbia y orgullo, de que renegaban de Cristo, de introducir en la Santa Misa prácticas obscenas, ejercer la sodomía, adorar ídolos e incluso de que se habían enriquecido con procedimientos oscuros. Finalmente, apresó por sorpresa a todos los templarios a su alcance.
—¿No los defendió el Papa?
—Molay le solicitó a Clemente V que comprobase la falsedad de estas acusaciones. Y así se lo comunicó el pontífice al rey Felipe. Pero este le desobedeció y, aprovechando la presencia del maestre de los templarios en unos funerales en París, lo arrestó y encarceló con todos sus subordinados, a lo que añadió la confiscación de todos sus bienes.
—¿No reaccionó Clemente V exigiendo obediencia al rey?
—El rey ensartó calumnia tras calumnia a cual más ignominiosa contra la orden. Y sí, el Papa envió a dos cardenales para reclamar los presos y sus bienes, pero los prelados franceses, que debían su nombramiento a Felipe, convencieron a Clemente V de que el rey obraba de buena fe. Y consiguieron que le cediera el poder de juzgar a los templarios y, sobre todo, de confiscar sus bienes.
—¿Y con qué pruebas los juzgaron?
—La Inquisición obtuvo mediante tortura y malos tratos las confesiones que quiso. Clemente V ordenó un proceso en todas las diócesis de la cristiandad, mandando crear comisiones presididas por los obispos para escuchar la defensa de los templarios. Este trato benigno favoreció que muchos templarios enjuiciados se desdijeran de sus autoinculpaciones forzadas y las gentes se pusieron a su favor al ver su inocencia.
»Felipe logró que el Papa convocara un concilio ecuménico para juzgar a los templarios, pero sin terminar de escuchar sus alegatos, el rey dictó las sentencias definitivas que condenaban a muchos a la hoguera. Todos murieron invocando a Dios y proclamando su inocencia. Estas condenas se efectuaron en toda Francia por orden de los obispos o del gran inquisidor de París, todos ellos vendidos al rey.
—Pero, padre —interrumpió Fernán—, parece como si el rey cazara a pajarillos indefensos. ¿Cómo se dejaron coger los templarios, que, según decís, era el ejército mejor dotado de Europa?
—La verdad es que casi todos los que había en Francia eran veteranos retirados destinados, pues los más jóvenes estaban en Chipre, adonde habían ido para rechazar una invasión de los mamelucos. Después, el Concilio de Vienne anunció la supresión del Temple, con el Papa apoyado por franciscanos y dominicos, que se distinguieron por su animosidad hacia los acusados. Y estos no hallaron quien los defendiera ante sus detractores.
»Confirmada la bula de supresión, Clemente V confinó en monasterios para toda su vida a los templarios que se retractaron y otorgó sus bienes a los caballeros hospitalarios de San Juan de Jerusalén, pero no pudo evitar la rapiña del rey Felipe, quien no solo robó el dinero del Temple sino que se presentó cínicamente ante los hospitalarios como su acreedor y estos hubieron de darle además 200.000 libras tornesas.
—El final de Molay fue espeluznante.
—A los máximos dirigentes del Temple se les reservó el juicio más severo. Dos años después, al maestre Jacobo de Molay y a cuatro de sus colaboradores se les comunicó la pena de cadena perpetua. Pero mientras los delegados pontificios leían los crímenes y herejías, los cinco representantes de la orden se dirigieron abiertamente a las gentes de París. Jacobo de Molay exclamó con voz alta y firme, ante todo el mundo: «¡Nos consideramos culpables, pero no de los delitos que se nos imputan, sino de nuestra cobardía al haber cometido la infamia de traicionar al Temple por salvar nuestras miserables vidas!».
»Aquel mismo día, en la isla de los Judíos, situada en el Sena, los cuatro fueron llevados a la hoguera. Antes de morir, Jacobo de Molay emplazó al rey y al Papa ante el tribunal de Dios para antes de que transcurriera un año, con las palabras: «Dios conoce que se nos ha traído al umbral de la muerte con gran injusticia. No tardará en venir una inmensa calamidad para aquellos que nos han condenado sin respetar la auténtica justicia. Dios se encargará de tomar represalias por nuestra muerte. Yo pereceré con esta seguridad».
—Esa es la maldición de la que hablabas…
—Por casualidad o porque realmente se cumplió el juicio de Dios instado por De Molay, antes de un año fallecieron tanto Felipe IV como Clemente V, este de un dolor insufrible que le mordía el vientre y aquel al chocar con un árbol cabalgando en los bosques de Fontainebleau.
—¿Fueron los templarios realmente tan culpables como para merecer un castigo tan terrible, padre?
—Estuvo todo muy enmarañado desde el principio. Yo creo que, aun ahora, será difícil hacer un juicio imparcial, porque los procesos en los que se les metió fueron alevosamente parciales, nulos de pleno derecho, y los templarios, completamente inocentes. Quizá lo único que pueda acusárseles fue por sus ansias de ganar dinero y poder. Pero no traicionaron ni a la Iglesia ni al rey, sino a ellos mismos, a los ideales de su origen.
Se había hecho la hora de volver al camino. Se colocaron las alforjas sobre las ancas de los caballos y todos montamos en ellos. La tarde era apacible; soplaba una brisa suave que hacía muy agradable transitar los caminos cubiertos de vegetación. Al occidente, un tornasol de rojos, amarillos y naranjas iluminaba el horizonte por donde el sol debía ocultarse. Apuramos la luz natural antes de hacer alto para pasar la noche en una pequeña mansión, donde fuimos acogidos por sus castellanos.
Tras haber descansado y despedirnos de nuestros hospedadores, nos pusimos de nuevo en marcha. Fernán, deseoso de seguir escuchándome, me recordó que había dejado a medias el relato de las causas de la omnipresente guerra entre Francia e Inglaterra.
—Bueno, si difícil fue entender el asunto de los templarios, desbrozar la guerra que desde hace sesenta años se mantiene entre ingleses y franceses, y además con sus respectivos aliados, como castellanos, aragoneses y flamencos, es algo más abstruso todavía.
—Quedamos en la muerte de Felipe IV de Francia en el mismo año de la ejecución de los templarios.
—Pues le sucedió el mayor de sus tres hijos, Luis, que murió a los pocos meses dejando a su esposa embarazada. El niño recién nacido iba a ser coronado con el nombre de Juan pero, ante su corta edad, se nombró regente al hermano mediano de su padre, llamado también Felipe, pero el niño murió enseguida. Así que le correspondió sentarse en el trono a su tío. Y este rey Felipe murió cinco años después. Le sucedió entonces su hermano pequeño, Carlos, el tercer hijo del rey Felipe el Hermoso, quien también falleció sin herederos. Con lo cual, tras cuatro reinados que entre todos duraron apenas catorce años, la dinastía de los Capetos se había extinguido.
—¡Santo Dios, parece que las palabras de Jacobo de Molay se cumplieron totalmente! —exclamó con vehemencia Fernán.
—Sí, así lo creyeron muchos. El caso fue que cuando murió Carlos, el último capeto, dos candidatos, primos entre sí, se disputaron el trono de Francia. Uno, un sobrino del rey Felipe por línea paterna de la rama de Valois, también llamado Felipe, y otro, el rey Eduardo de Inglaterra, que era también nieto del rey Felipe pero por línea materna. Este fue rechazado en virtud de la ley sálica, por lo que Felipe de Valois fue coronado como nuevo rey en 1328 con el título de Felipe VI.
—¿Fue reconocido por Eduardo de Inglaterra?
—A Eduardo, que deseaba unificar ambas coronas bajo su mando, no le gustó nada esta solución. Pero sí, reconoció a Felipe como rey, aunque la situación fue deteriorándose por otros conflictos entre ellos. Y así, cuando el rey francés intentó hacer efectiva su soberanía feudal sobre la Guyena, exigiendo las apelaciones de los juicios que en ella se producían, Eduardo respondió pidiendo, por primera vez, su derecho a ocupar el trono de Francia.
—He sabido que los ingleses intentaron ocupar este país.
—Desembarcaron en Normandía y llegaron a las puertas de París. Pero no disponían de un ejército capaz de ocupar todo el territorio francés, ni tenían apoyo en el interior. Su mejor arma estaba formada por los arqueros dotados con un arco largo con el que podían disparar muy rápido y a gran distancia. Cuando en Crécy y en Poitiers los franceses trabaron batalla con los ingleses, comprobaron en sus propias carnes la eficacia y el daño que les ocasionaban las nubes de flechas que inmovilizaban las cargas de la caballería.
»Los ingleses capturaron al rey Juan II y a su hijo Felipe, quienes fueron conducidos a Londres. Cuatro años más tarde, se firmó un tratado de paz en Brétigny, por el que el rey inglés renunciaba al trono de Francia a cambio de ocupar la llamada Gran Aquitania, es decir, toda la tierra comprendida entre el Loira, los Pirineos y el Macizo Central, así como el puerto de Calais y sus alrededores. El rey Eduardo impuso a Juan un rescate de tres millones de escudos de oro, cantidad muy importante y fuera de su alcance en aquel momento. Para verse libre tuvo que dejar que sus hijos Juan y Luis marcharan a Londres a ocupar su lugar. Luis huyó de la prisión, por lo que el rey tuvo que volver y entregarse, cumpliendo con el código de honor. Murió pocos meses después. Así empezó una guerra que ya dura veintitrés años.
—Juan II debió de ser un rey permanentemente sin fondos —observó Fernán—. No me extraña que le faltara el dinero para pagar la dote de su sobrina Blanca de Borbón, la prometida del rey Pedro. ¿Y después?
—Algunas de las tropas que habían guerreado en Francia se quedaron ociosas y asolaban el país en sus correrías, mientras otras llevaron sus armas a otros terrenos. De hecho, no hubo diferencia entre las Compañías Blancas de Bertrand Duguesclin y los contingentes del Príncipe Negro, que vinieron a ayudar los primeros a Enrique de Trastámara y los segundos al rey Pedro.
—Y ahora, padre, ¿cómo siguen las cosas en Francia?
—A pesar de llevar sin guerra abierta varios años, la paz se mantiene inestable y en cualquier momento puede romperse en cien mil pedazos. Cuando murió el Príncipe Negro, los ingleses perdieron la iniciativa y los franceses fueron recuperando el territorio que habían cedido anteriormente. Hoy aquellos no conservan más que una estrecha franja costera formada por los territorios vecinos de los puertos de Calais, Cherburgo, Burdeos y Bayona.
A nuestra llegada a la corte francesa, el rey Carlos se apresuró a presentarme en la primera ocasión como nuevo miembro de su Consejo Regio. En mis primeras actuaciones traté de ser muy discreto. Era el único extranjero en aquel cónclave y no quise que mis intervenciones pudieran pasar por impertinentes, por lo que determiné usar más de los oídos que de las palabras.
Pero no tardaron en solicitar mi participación activa en aquel ágora. Se discutía la situación producida por la rebelión de los flamencos contra su señor, el duque Luis de Flandes, y su posterior alianza con las tropas inglesas. Tanto el rey como los duques regentes consideraron el peligro que suponía para Francia que se abriera un nuevo frente.
Reunido el Consejo Regio, las opiniones eran tan dispares que no se conseguía llegar a un compromiso válido. Fue en aquellas circunstancias cuando el duque de Borgoña se dirigió a mí.
—Vos, señor de Ayala, habéis estado silencioso desde el principio de esta reunión. Puesto que habéis escuchado lo que todos hemos dicho, ¿podéis indicarnos cuál es vuestra opinión?
—Creo que sí, señor duque de Borgoña. La rebeldía de los flamencos está dirigida en este momento por el caballero Van Artevelde, el cabecilla de los ciudadanos de Gante, enfrentado al conde de Flandes, que es vasallo del rey. Es un individuo con una gran valentía personal o, mejor quizá, gran temeridad. Artevelde se ha envalentonado después de haber sublevado toda la región de Gante y haber vencido al conde Luis de Flandes en el asalto a la ciudad de Brujas, obligando a este a refugiarse en Rijsel. Además, ha reconocido a Eduardo de Inglaterra como monarca de Francia. Bien, en mi opinión es la hora de pasar a la ofensiva. En primer lugar, tenemos en las aguas del canal de la Mancha a la flota de Castilla que manda el almirante Fernando Sánchez de Tovar. Creo que, si este nos proporciona las galeras necesarias para bloquear los puertos flamencos más cercanos a la costa inglesa, dejaremos a los rebeldes sin posibilidad de recibir el auxilio inglés.
—¿Y después?
—Atacaremos a Artevelde. Según mis noticias, se encuentra en las cercanías de la montaña de Goudberg, donde ha acuartelado sus tropas.
—Un terreno fácil de atacar y donde nos sería relativamente sencillo planear una ofensiva en regla —me apoyó el duque de Borgoña.
—Pues entonces, mi primo y señor de Borgoña, dejemos de hablar y hagamos lo que tenemos que hacer —dijo el rey Carlos.
Se mandaron correos al puerto de Ostende, de donde partió un patache en busca de la flota de Tovar. Este, una vez estudiado el plan que yo había propuesto, aceptó poner unas galeras en orden frente a las costas de Flandes para bloquear las tropas de los flamencos insumisos y, por otro lado, apoyar a las fuerzas de Carlos VI de Francia.
Los rebeldes se habían acuartelado en Roosebecke, en la montaña de Goudberg. El ejército real francés dispuso sus tropas desplegadas en una doble pinza, cercando a los rebeldes flamencos, y durante más de tres horas la infantería francesa les acometió duramente.
Entonces aconsejé al rey que fueran los hombres de la propia retaguardia francesa los que rodearan el campo de batalla cortando la retirada a los flamencos.
—Puesto que la idea es tuya, toma el mando y lleva a buen término lo que has propuesto.
Acepté el encargo, hice una seña a mi hijo Fernán para que me siguiera y nos dirigimos juntos hacia la retaguardia. Ponerse al frente de la misma y ordenar la maniobra de aquella estratagema fue cosa de poco tiempo. Al verse copado, Van Artevelde quiso retirarse ordenadamente y refugiarse tras las murallas de Gante, pero sus tropas escaparon a la desesperada del campo de batalla mientras los franceses les acosaban.
Fernán vio cómo un grupo de caballeros se intentaba retirar a Gante. Sin pensarlo demasiado, seguido de otros caballeros franceses, fue hacia ellos y entabló una lucha cuerpo a cuerpo. Al observar que varios flamencos estaban protegiendo a otro que parecía ser su jefe, Fernán, embrazando su escudo, se abrió camino entre su escolta y se dirigió contra él. La lucha entre ambos fue aterradora. Los golpes que ambos combatientes se daban con sus armas eran terribles y, a pesar de sus armaduras y de sus escudos, no se libraron de pagar su tributo de sangre en aquella lucha. Finalmente, con un fuerte mandoble, Fernán alcanzó a Van Artevelde, que cayó muerto a los pies de su caballo.
Su muerte fue el signo de la derrota de los flamencos. Estos buscaron salvarse en la huida pero los franceses les acosaron hasta el final. El cadáver de Artevelde fue colgado en la muralla de Gante, para que su exhibición disuadiera a los rebeldes de más aventuras.
Carlos de Francia no se olvidó de quiénes le habían facilitado aquella victoria. Como agradecimiento a nuestra ayuda, a mí me nombró su camarero personal y me otorgó una pensión vitalicia de mil monedas de oro; y a Fernán, otra por valor de quinientos. En un acto posterior nos armó caballeros.
La victoria de Roosebecke tuvo como consecuencia el restablecimiento de la ruta de las lanas castellanas desde los puertos del Cantábrico a todos los mercados de Flandes, así como un fácil tránsito hacia las poblaciones del mar del Norte.