En el que el rey Juan inicia su reinado y pedro López de Ayala reanuda su labor diplomática a su servicio
Poco después de volver a Burgos, el rey me llamó, ya que deseaba tratar conmigo de forma muy discreta.
—Pedro, durante estos días atrás he estado pensando en el error de los botones y los ojales con el que tu padre comparó la bicefalia pontificia. Voy a encomendarte una misión muy delicada. Como en un momento o en otro tendré que decidir a qué papa va a dar Castilla su obediencia, quiero saber las deliberaciones de los monarcas de los demás reinos cristianos sobre este particular.
—Decidme, señor, en qué consistiría mi misión.
—Visitarás primero a Pere y le pedirás razón de la postura que ha adoptado pero, al mismo tiempo, quiero que averigües qué opinan los prelados de Aragón. Luego quizá te mande también a Francia, a Carlos de Navarra y después, Dios dirá. Si tuviésemos opiniones similares, quizá estaríamos más cerca de solucionar este embrollo.
—Trataré de cumplir vuestras indicaciones, mi señor, pero si me permitís expresarme, empezaré por deciros que este tema no será fácil de arreglar.
—Lo sé, mi buen Pedro; por eso te mando a ti. Ve, y que Dios te ayude. A tu vuelta convocaré una reunión para conocer lo que por ahí fuera opinan sobre este cisma.
No me disgustaba volver a ver al rey de Aragón, cerca del cual ya había realizado varias gestiones. Había simpatizado con aquel hombre que gobernaba su reino con mano firme, pero que al mismo tiempo protegía las letras y las artes de forma tal que su esplendor había contribuido a que la influencia del reino aragonés se extendiera por todo el Mediterráneo.
Pere de Aragón me acogió favorablemente puesto que aún recordaba mis buenos oficios en el enconado asunto entre el señor de Cameros y el vizconde de Rueda.
—Fuisteis un hombre prudente en aquella ocasión, Pedro López de Ayala. Y ahora, ¿nuevamente te manda tu señor a arreglar entuertos por estas tierras?
—De alguna manera, así es, alteza. Mas esta vez lo que él desea es conocer vuestra opinión en el espinoso asunto del cisma papal. Mi señor don Juan quiere saber si vuestra opinión sería favorable para convocar una reunión de hombres prudentes y doctos en las leyes y tradiciones de la Iglesia de todos los reinos cristianos de Hispania para determinar a cuál de los dos papas, el de Roma o el de Aviñón, debe darse obediencia.
—En este asunto yo he seguido el consejo de un santo monje predicador, un hombre a quien además tengo por sabio y prudente, y podéis decir a vuestro rey que me atendré a su palabra mientras no cambien las circunstancias.
—¿Quién es ese monje, mi señor?
—Se trata de fray Vicente Ferrer, de quien posiblemente hayáis oído hablar pues tiene una gran fama como hombre virtuoso y buen predicador. Él me ha indicado que la elección del papa de Roma, Urbano, se hizo con defectos de forma y fondo y sin garantías de libertad para los electores. Por ello, hemos mandado ya nuestros embajadores a Clemente VII de Aviñón ofreciéndole nuestra obediencia. Comunícalo a mi yerno, tu rey, con mis mejores saludos para él.
El rey Juan mantuvo su primera intención de reunir en Medina del Campo a una serie de eclesiásticos para discutir y dirimir definitivamente este asunto, pero estos tampoco llegaron a un acuerdo unánime, aunque la opinión de fray Vicente Ferrer parecía inclinar la opinión favorable a Aviñón. Sin embargo, el rey Juan aún tardó en expresar su obediencia a Clemente VII.
Poco después de todos estos sucesos, el rey de Francia, Carlos V, murió y le sucedió su hijo, también llamado Carlos, que a la sazón tenía doce años. Ante la minoría de edad del nuevo rey, el gobierno de aquella nación se confió a una regencia.
Juan deseaba mantener buenas relaciones con Francia siguiendo la política amistosa que el anterior monarca había observado con su padre. Por ello quiso que Castilla estuviera representada en los funerales del rey francés con un buen número de nobles y caballeros de Castilla, entre los que no dudó en incluirme.
—Pedro, quiero que vuelvas a Francia y que ostentes no solo la representación de Castilla en los funerales por el rey Carlos, sino que permanezcas como mi embajador en aquel país. Tengo noticias de que, durante la minoría del nuevo rey, se establecerá un consejo de regencia formado por sus tíos, los duques de Borgoña, de Anjou, de Berry y de Borbón.
»Por tanto, te espera una labor más difícil que la que te encomendó mi padre. Te daré cartas para el rey y el Consejo de Regencia que te acreditarán ante Francia como un embajador plenipotenciario del reino de Castilla. Quiero que en las entrevistas que mantengas, tanto con el actual rey Carlos como con los miembros del Consejo de Regencia, les manifiestes a todos nuestro más ferviente deseo de amistad.
Antes de tomar el camino de Francia quise pasar algún tiempo en Quejana, que, ante las órdenes del rey, sería tan escaso que difícilmente contentaría a mi mujer y a los míos.
—¡Otra vez a Francia! —exclamó Elvira.
—Sí, vuelvo a Orleans, a la corte del nuevo rey Carlos. Pero no te preocupes, ahora Francia está más quieta que la última vez. Ya no hay luchas y tendré un viaje más sosegado.
—A pesar de lo que tú digas, no deja de ser un país en guerra. Aún no han firmado franceses e ingleses ningún tratado de paz, por lo que en cualquier momento o en cualquier lugar del camino puedes encontrarte en medio de una refriega.
Traté de tranquilizar a mi mujer y hacerle olvidar sus temores. Prolongué todo lo que pude los días destinados a permanecer en nuestra casa gozando de la compañía de mi familia, puesto que temía que, tras los funerales del fallecido rey Carlos, las renegociaciones de los tratados de alianza con la corte francesa serían más prolongadas de lo calculado. Terminados aquellos días que a mí me parecieron muy cortos y a Leonor, mi mujer, mucho más exiguos, volví a ponerme en camino.
Elegí la ruta de Navarra para pasar a Francia, ya que reinaba un compromiso de paz con Castilla que aseguraba un tránsito tranquilo. Tampoco tuve ninguna incidencia desagradable al atravesar las florestas del Poitou. Así que, tras una semana de viaje, llegué a Orleans, donde me apresuré a avisar al rey Carlos de mi llegada.
Este me recibió con la solemnidad correspondiente a un embajador plenipotenciario y extraordinario de un país amigo y aliado. En la gran sala del palacio real de Orleans, Carlos se hallaba rodeado de los duques regentes, los miembros de su Consejo Regio y de otros altos dignatarios de su corte. Cuando hice mi entrada, el rey Carlos no esperó a que llegase hasta su sitial, se levantó, salió a mi encuentro y, abrazándome, no me dejó hacer las venias del ritual.
—Bienvenido seáis, señor de Ayala, nuestro noble amigo. Este es para Francia un gran día en el que nuestro hermano Juan de Castilla os envía a nos como embajador extraordinario.
—Alteza, mi señor, el rey Juan de Castilla encomienda que os exprese sus fraternales sentimientos de amistad y sus deseos de que las buenas relaciones que tuvo con vuestro padre, que Dios haya, no solo no se debiliten sino que sean cada vez más firmes.
—Nos agrada y complace escuchar por vuestros labios las intenciones de amistad de vuestro rey, mi hermano Juan. Sabed que nos guían idénticos sentimientos hacia él y hacia su reino. Es nuestra intención que en cuanto hayáis descansado de vuestro viaje estudiemos sus textos para mejorarlos en todo cuanto haya en ellos y mejorar así nuestras buenas relaciones. Mas dejemos esto para más adelante. Esta reunión es en vuestro honor y tenéis aquí muchos amigos que desean saludaros.
Fueron varios los caballeros franceses que se me acercaron y, entre ellos, el primero, el marqués de Montmélian, quien se fundió conmigo en un estrecho abrazo.
—Su Alteza el rey me había manifestado que se esperaba vuestra llegada. Solo Dios sabe la impaciencia con que he esperado este día para volver a abrazaros.
—Para mí también es venturoso este encuentro. No he dejado de recordaros a vos y a vuestra familia. Espero que tanto vuestra esposa como vuestra sobrina se encuentren bien.
—Ambas están deseando veros de nuevo, señor de Ayala. Esperamos que nos hagáis el honor de vuestra visita.
Entre los corrillos de los caballeros franceses, el duque de Borgoña me vino a buscar para deslizarme en un aparte unas palabras en voz baja.
—Señor de Ayala, las honras fúnebres por el alma de mi hermano difunto, el rey Carlos, a quien Dios salve, serán mañana en la catedral. Concluida esta ceremonia, estaremos dispuestos a repasar con vos todos los asuntos que hay pendientes entre Castilla y Francia. Si os parece, demoraremos dos días más este encuentro. Asentí a la propuesta del duque de Borgoña, quien, al dejarme entre los caballeros franceses que deseaban saludarme, agregó en tono de broma:
—Señores, no atosiguen demasiado al señor de Ayala, pues ha de llegar con mente clara a las discusiones que en breves días deberá mantener para establecer las relaciones entre nuestros dos países.
Las conversaciones que mantuve con los nobles del Consejo de Regencia del rey Carlos de Francia no tuvieron dificultades. Todos estaban de acuerdo en mantener el statu quo que tan bien había funcionado hasta entonces. Nos limitamos, por tanto, a confirmar lo ya escrito y a introducir algunas modificaciones de forma, con lo que su ratificación posterior por los reyes de ambos reinos no halló obstáculos. Con esto, mi labor diplomática podía darse por concluida. Unos días después, pedí audiencia al rey Carlos para despedirme de él. Pero este me guardaba una sorpresa.
—Señor de Ayala, ¿cuando os volvéis a vuestra casa de Castilla?
—Aún retrasaré mi regreso algunos días, pues el marqués de Montmélian desea que le visite en su casa y sería ineducado por mi parte no aceptar su invitación.
—Cuando volváis a ver a vuestro rey, mi buen hermano Juan, además de transmitirle mi satisfacción por nuestra alianza, quiero que le transmitáis un deseo que os incumbe a vos personalmente.
Callé esperando a que el rey desvelara su pretensión.
—Tenéis, señor de Ayala, virtudes que os hacen un buen consejero real. Sois inteligente, discreto y tenéis amplios conocimientos y maneras a la hora de comportaros en cualquier circunstancia, lo que os convierte en un magnífico hombre de Estado. Os preguntaréis qué deseo pediros después de tantos elogios. Pues bien, señor de Ayala, lo que deseo es teneros a mi servicio durante algún tiempo, un año, quizá dos, en funciones de consejero.
Al ver que me había quedado sin habla al oír su inesperada propuesta, el rey Carlos intentó poner un contrapeso.
—No pretendo separaros definitivamente de vuestro país, ni de vuestra familia ni de vuestros intereses en vuestra tierra. En cualquier caso, seréis libre de dar por terminada vuestra estancia en Francia cuando os parezca bien. En cuanto a vuestra remuneración, os aseguro, señor de Ayala, que seré ampliamente generoso con vos.
—Vuestra proposición es muy elogiosa para mí y digna de ser considerada. Pero vos comprenderéis que no es lo mismo que yo me haya trasladado a vuestra corte para discutir y resolver un problema concreto a que yo deje mis asuntos en Castilla por un largo periodo de tiempo.
—Es natural que penséis así. Yo no pretendo que os quedéis aquí hoy y para siempre. No; volved a Castilla, arreglad vuestros asuntos, tomad las decisiones oportunas y después, regresad.
—Alteza, ¿cuánto tiempo me dais para todo esto? ¿Hasta un mes?
—Y dos también. Poned en orden, como os digo, todos vuestros asuntos. Aquí os esperaremos.
Agradecí al rey su propuesta y salí de aquella estancia. En mi cara se quedó un gesto preocupado y en mi interior, una disyuntiva que no sabía resolver. Me preguntaba qué funciones querría el rey que desempeñara junto a él. El término de consejero era un tanto vago y podía esconder múltiples actividades. Por otro lado, él ya tenía en su reino nobles suficientes para cubrir ese puesto.
Al día siguiente, acudí a la casa del marqués de Montmélian. Pensé que el chambelán podía ayudarme a conocer mejor la proposición del rey Carlos. Me recibió con cortesía y muestras de afecto, y aquella excelente disposición me animó a exponerle la propuesta del rey Carlos.
—Conocía, señor de Ayala, por confidencias del duque de Borgoña, las intenciones del rey. Es más, sin querer apuntarme este tanto de forma exclusiva os diré que yo sabía que se os iba a hacer esa proposición ya que tuve la oportunidad de encomiaros al duque como excelente consejero. Fue poco después de vuestra anterior visita cuando se habló en la corte de ofreceros este nombramiento. El duque, sabedor de mi amistad con vos, me hizo partícipe del proyecto, lo que me alegró mucho, y, como supondréis, lo apoyé con todas mis fuerzas.
—Entonces, señor marqués, podréis decirme qué busca el rey en mí cuando quiere confiarme semejante cargo.
—En poco os tenéis, señor de Ayala. Cualquier monarca de la tierra daría la joya más preciada de su tesoro por tener colaboradores como vos. Sois un eficaz diplomático, conocéis a la perfección la historia, no solo de vuestro país sino de todos los reinos vecinos, escribís con estilo elegante y, tras pensar y reflexionar, sabéis aconsejar sobre cualquier asunto. Si a esto agregáis que sois un caballero intrépido y valiente, ¿con qué otras virtudes adornaríais a un consejero real? Lo único que puede estorbar vuestra venida a la corte del rey Carlos es que vuestro rey Juan, temeroso de perderos para siempre, no os autorice a entrar al servicio de Francia.
Me quedé un tanto confundido por los elogios que me había prodigado Montmélian, lo que este aprovechó para seguir hablándome.
—Pero no creo que esto ocurra. En los momentos actuales la política ha unido a Castilla y a Francia como no se había visto en los últimos tiempos. Es, por tanto, muy fácil que vuestra colaboración con Francia se vea como un signo más de la actual buena amistad entre los dos reinos. En cuanto a las cosas concretas que desee el rey Carlos de vos, él mismo os las hará saber. Yo pienso que el rey desea tener la palabra ponderada de un hombre como vos que, no pretendiendo medrar dentro de la estructura política del reino de Francia, es más libre a la hora de encaminar y aconsejar la solución de un problema.
Asentí a las prudentes palabras de Montmélian, agradeciéndoselas en todo lo que valían. Después de ello, nuestra conversación discurrió por otros derroteros.
—¿Cómo veis la guerra contra Inglaterra, señor marqués?
—En estos momentos, está en un momento favorable para nosotros. Recordaréis sin duda la operación combinada que nuestras flotas ejecutaron a finales de agosto, cuando, partiendo de Harfleur por las bocas del Támesis, remontaron el río hasta alcanzar Londres, incendiaron en el camino las poblaciones que se encontraban en sus orillas y llegaron a amenazar a la misma corte inglesa. Esto en el mar. En tierra, vuestro viejo amigo Bertrand Duguesclin protagonizó varias incursiones de castigo en las tierras del duque de Bretaña.
—Desgraciadamente, con esto solo los ingleses no se darán por vencidos y la guerra podrá rebrotar en cualquier momento.
—Sí —asintió Montmélian con expresión seria—, yo también creo que esta confrontación se va a eternizar.
El silencio cayó sobre ambos, hasta que derivé la conversación por derroteros más amables.
—¿Qué sabéis de vuestra sobrina, la señora Agnès de Rochefort?
—¡Qué memoria la mía! Hablando de estos aburridos temas de Estado, había olvidado indicaros que Agnès, sabedora de que estáis aquí, os ruega que, antes de volver a Castilla, honréis con vuestra presencia su residencia de Rochefort.
—¿Dónde está su vivienda?
—No muy lejos. A menos de media jornada a caballo. Estoy seguro de que Agnès os recibirá complacida. Si no queréis cansaros galopando, pondré a vuestra disposición un carruaje. Y, aunque sé que deseáis volver a dar cuenta al rey Juan de vuestras gestiones, pasar antes por Rochefort no retrasará vuestro retorno a Castilla.
No necesité mucho más para aceptar la sugerencia del marqués. Yo también deseaba volver a ver a su sobrina. Dos días más tarde, salí con dirección a Rochefort, donde encontré el cordial recibimiento que se da a la persona a quien se espera con impaciencia.
—Señor de Ayala —me dijo el alcaide—, madame de Rochefort está en su salón de recibir.
—Entonces no la hagamos esperar. Guiadme hasta ella.
Fui conducido a un pequeño aposento adjunto a las estancias personales de Agnès de Rochefort, quien al verme entrar por la puerta se apresuró a salir a mi encuentro y ofrecerme su mano. Yo, tras inclinarme profundamente, deposité un beso en ella.
—Madame, es para mí una alegría volver a veros después de todo este tiempo.
—Yo también celebro el que hayáis aceptado la sugerencia de mi tío Montmélian para venir a visitarme.
Mientras Agnès se acercaba a mí pude comprobar que, en el tiempo trascurrido, aquella mujer no había perdido un ápice de su belleza. Seguía siendo la misma mujer espléndida, llena de energía y de vitalidad, capaz de subyugar en poco tiempo a cuantos hombres tuviere a su alrededor.
Agnès me ofreció un ligero refrigerio y luego quiso mostrarme todas las dependencias de su mansión. Me hizo detenerme en un pequeño aposento en el que la luz exterior entraba a raudales por unos amplios ventanales.
—En este cuarto paso el tiempo cuando deseo estar sola. Aquí tengo todos mis libros y aquí me encanta retirarme para leer cuantos manuscritos caen en mi mano. Como veis, constituye mi refugio personal. Está orientado al occidente y aquí, en los atardeceres de los días despejados, es una maravilla contemplar los rojos, los naranjas y los amarillos de los crepúsculos. Asomaos, señor de Ayala, y decidme si habéis visto en algún lugar de Francia un cielo con un azul tan bello.
—No, es cierto. No me extraña que hagáis de este aposento vuestra habitación favorita.
Agnès también me enseñó los jardines y las tierras colindantes del castillo, donde pude apreciar su extremo cuidado y ornamentación.
—Vuestros jardines me recuerdan a otros que vi hace ya algunos años no demasiado lejos de aquí.
—¿Dónde? —quiso saber Agnès.
—Cerca de Vincennes, en las posesiones del duque de Borbón. Recuerdo que tenía unos jardines con una gran profusión de plantas y flores, algunas muy exóticas, cuyas simientes habían sido traídas de países lejanos.
—¿Puedo preguntaros qué hacíais en aquellas tierras?
—Oh, sí, no tiene ningún secreto. Entonces era muy joven. Aquella fue mi primera misión diplomática, aunque mi papel en la misma fue la de un simple acompañante.
—¿A quién acompañasteis?
—Al entonces maestre de la orden de Santiago, don Fadrique, el hermano gemelo del que fue rey de Castilla, Enrique de Trastámara. Entonces aún no se había declarado la cruel guerra civil entre Pedro, el hijo legítimo del rey Alfonso, y sus hermanos bastardos, que duró tantos años. El rey Pedro nos designó a Fadrique y a mí para escoltar a la princesa Blanca de Borbón durante su viaje a Castilla para casarse con él. Unas bodas que se torcieron desde el principio y que, desgraciadamente, tuvieron unas consecuencias muy trágicas para Castilla, como es posible que vos sepáis.
—Sí, conozco la historia de nuestros respectivos países, sobre todo la de los últimos tiempos, en los que tan ligados han estado ambos.
Me agradó conversar con Agnès, una mujer tan bien informada. Mientras tanto, las luces del día iban amortiguándose por la atardecida. Agnès ordenó a sus criados que encendieran los velones y los candelabros de la habitación.
—Si queréis, señor de Ayala, ordenaré que nos sirvan la cena en esta misma cámara, donde quizá estemos más cómodos que en el salón, que es un poco desangelado para ser ocupado por dos personas solas.
A mí, la idea de mi anfitriona me pareció de perlas, ya que una cena en la intimidad que aquel aposento brindaba era una perspectiva abierta a un sinfín de posibilidades para gozar de una agradable velada.
—¿Os agradaría escuchar un poco de música mientras cenamos? Entre mis servidores tengo a quienes tañen el salterio, la zanfoña y el rabel como los propios ángeles.
—Nada me complacería más, mi señora.
Agnès mandó acercarse al maestresala, a quien deslizó unas palabras en voz baja. Este hizo un signo de aquiescencia y salió de la estancia, volviendo al poco rato seguido por tres músicos portadores de sendos instrumentos de cuerda.
—¿Deseáis escuchar alguna melodía en particular? —preguntó Agnès.
—Elegidlas vos, puesto que conocéis el repertorio de vuestros músicos.
—De acuerdo, señor de Ayala. Espero que perdonaréis a mis músicos que canten en francés, ya que no conocen vuestro idioma castellano. Pero para vos, un perfecto políglota, no os será demasiado difícil entenderles.
El repertorio siguió un programa que tuvo como base las composiciones poéticas del «amor cortés». Sus temas se inspiraban en la «cortesía», fundada en la sublimación de la figura de la dama. Los temas cantados hablaban del juego amoroso entre un hombre y una mujer, donde se cantaba el amor imposible entre la dama ya casada y el joven caballero célibe enamorado.
Las canciones describían a la mujer como bella e inteligente, siempre capaz de envolver con una mirada o una sonrisa al hombre que se le acercara. Este quiere conquistar a la mujer por sus propias cualidades, nunca a la fuerza. Los autores de los poemas de «amor cortés» no indicaban que los amantes llegasen a una relación adúltera, sino que, a lo sumo, mantenían un encuentro pasional que no sobrepasaba los límites platónicos.
Pero aquella noche yo, estimulado por la dulzura de la música de los instrumentos, la armoniosa voz de los cantores y la sugerente letra de los poemas, y sumergido en el dulce ambiente del aposento de Agnès, pedí y obtuve de esta, la verdad sea dicha sin demasiadas dificultades, algo más de lo que los caballeros de los poemas obtenían de sus damas. Ambos tuvimos la oportunidad de vivir una intensa noche de placer que se prolongó hasta que los primeros rayos de sol se anunciaron por oriente.
Al volver a Castilla, de regreso de este viaje a Francia, pasé por nuestra nueva casa de Vitoria, donde a la sazón se encontraban mi mujer y mis hijos junto a mis padres. Era una oportunidad única para estar reunido con toda mi familia y conocer cuanto había ocurrido durante mi ausencia. Pude comprobar que mis hijos mostraban una madurez dentro de su juventud y que mis padres conservaban todavía la claridad de mente que siempre habían tenido.
—Tanto Fernán como Pedro son unos jóvenes magníficos. Han madurado en todos los aspectos —me contó Leonor—. Los dos son capaces de cualquier cosa. Para mí han sido un gran apoyo mientras tú has estado fuera.
—¿Y las chicas?
Aquí mi padre interrumpió a su nuera quitándole la respuesta de la boca.
—Salen unas a su madre y otras a su abuela. No te puedes quejar, por tanto, de tu familia.
Una vez que nuestros hijos se hubieran retirado a sus cuartos a descansar, pregunté a mi padre por los últimos acontecimientos habidos en Castilla.
—Murió la reina madre, doña Juana Manuel, no ha más de unas semanas. Según cuentan, llevaba ya varios meses con una enfermedad que la consumía. En los últimos tiempos permaneció postrada en su lecho sin moverse apenas. Ella, que fue una mujer muy enérgica, tuvo que sufrir mucho al ver que no se podía valer para nada.
—Sí, fue una mujer hecha de hierro forjado. ¿Ha pasado alguna cosa más, padre, que yo deba saber?
—Ha llegado a mis oídos un rumor que habla de la política matrimonial del rey Juan. Es verdad ya que la fuente procede de Pedro González de Mendoza, quien como sabes tiene acceso directo al rey. No creo, por tanto, que esté mal informado ni que quiera engañarme.
—¿De qué se trata?
—De casar a su hijo.
—¡Pues si es un recién nacido!
—Pedro, sabes mejor que yo que un buen matrimonio se prepara desde la cuna. Sí, se trata de hallar mujer al príncipe Enrique. Las cosas van muy avanzadas y ya hay acuerdo en firme.
—¿Y adónde se ha ido a buscar mujer para el heredero?
—A Portugal, lo cual en los tiempos que corren es una buena idea. Se trata de casar a Enrique con la princesa Leonor, la hija del rey Fernando. Hay aquí una maniobra de altos vuelos. Como no se te escapará, se trata de anudar alianza por el oeste, con Portugal, para compensar la influencia que Inglaterra tiene en ese país y que en ocasiones ha creado tensiones.
—No es mala idea asegurar ese flanco. Pero volviendo a los novios, para cuando ese matrimonio quiera consumarse habrán de pasar muchos años. En lo que yo sé, Leonor es una mocita con doce o trece años, mientras que Enrique prácticamente todavía es un recién nacido.
—Ya crecerá y se hará hombre. El caso es que la alianza funcione y no tengamos una amenaza perenne tras la raya de Portugal.
Moví la cabeza con un signo de asentimiento. De todas maneras, pensé para mis adentros, los matrimonios reales se cocían en los espacios reservados al rey.
—¿Alguna cosa más, padre? Porque, si habéis terminado, querría yo también participarte de una proposición que se me ha hecho.
—Sí, dos cosas: una muy buena y otra muy mala. ¿Por cuál quieres que empiece?
—Empezad por la buena; así tendremos fuerza para aguantar después la otra si es tan mala como decís.
—Es sobre algo por lo que tú has luchado cuantas veces has tenido ocasión de informar en la Cámara Regia. El rey ha aceptado crear una flota en los puertos del norte de Castilla. Con ello se reforzará el comercio con las ciudades de Flandes, el mar del Norte y la Hansa. De esta manera tendremos un comercio más seguro con aquellos puertos y mayores y mejores contactos con aquellas gentes.
—Efectivamente, padre, es una buena noticia y me alegro de que el rey y su Consejo hayan puesto en práctica lo que les sugerimos más de una vez. Y ahora, ¿cuál es la mala noticia?
—Te diré que el hermanastro del rey, Alfonso Enríquez, el mayor de los hijos que el rey Enrique tuvo con Elvira Íñiguez de la Vega, anda muy revoltoso por sus tierras de Asturias.
—Parece como si la historia quisiera volver hacia atrás. Otra vez el hijo bastardo se levanta contra su hermano, el hijo legítimo.
—Sí, tienes razón. Por eso no me extraña nada lo que se dice en los mentideros de la corte acerca del rey Juan. Nada más y nada menos que este ha hecho voto de no tener comercio carnal con ninguna mujer que no sea la reina, su legítima esposa, para no tener bastardos que después creen problemas a sus hijos legítimos. Se conoce que la guerra entre su padre y el rey Pedro marcó muy hondamente su vida y ahora su hermanastro le recuerda aquella tragedia. Pero hablemos de ti, que nada me has contado de tu viaje a Francia.
—Me alegra que me hagas esa pregunta pues quiero que me aconsejes en una proposición que se me ha hecho. A Carlos de Francia, en estos momentos de minoría, los hermanos de su padre le asesoran en el gobierno, especialmente, el duque de Borgoña. Carlos es un joven muy simpático y no mal parecido, agradable en el trato y que despierta la confianza en su interlocutor. En todas las ocasiones que ha tenido, me ha tratado con una gran consideración. Tanto que me ha ofrecido que vaya a su corte para desempeñar un puesto de consejero real.
—¡Esa sí que es también una gran noticia! Habrás aceptado, ¿no?
Guardé silencio un momento, mientras no apartaba la mirada de mi mujer.
—Me gustaría hacerlo, pero he de pensarlo muy detenidamente. Además, si me decidiera, antes debería comunicárselo al rey Juan.
—Sí, es una conducta normal por tu parte. Pero o no sé mucho de estas cosas, o creo que al rey le parecerá bien que vayas a Francia. Para él serías un embajador permanente en Francia, donde representarías perfectamente los intereses de Castilla.
Aún hablé un rato más con mi padre hasta que este se despidió de nosotros para ir a acostarse. Cuando quedé solo con Leonor, mi esposa, intenté sondearla.
—No has dicho nada de lo de mi nuevo viaje a Francia. ¿Tú qué piensas?
—Será una separación prolongada y dolorosa, que me hubiera gustado conocer antes para irme haciendo a la idea de tu ausencia. Aunque tu opinión es la que vale, me parece que no tienes más posibilidad que aceptar pues es un servicio a Castilla. Estoy segura de que el rey Juan te animará a ir a Francia.
No se equivocó Leonor en sus deducciones. Cuando llegué a Burgos el rey me recibió muy bien y escuchó atentamente el resultado de mis gestiones ante Carlos de Francia, incluido el cargo de asesor que me había ofrecido.
—Pedro, has aprovechado bien tu viaje a Francia. Te agradezco todas tus buenas gestiones. Naturalmente tienes mi venia para volver cerca de Carlos. —Y añadió con una sonrisa franca—: He decidido compensar tus buenos servicios otorgándoos a ti y tus sucesores la villa de Salvatierra. Con ello los Ayala redondeareis vuestras posesiones en Álava.
Le agradecí al rey Juan aquella concesión que durante largo tiempo había sido profundamente deseada por mi familia.
—¿Cuándo piensas volver a Francia? —me preguntó el rey.
—No antes de unas semanas. Hace mucho tiempo que no paso una temporada con mis hijos y con mi mujer. Tampoco últimamente he dedicado a mis tierras y a mis bienes todo lo necesario. Durante mis ausencias toda esa labor ha estado gravitando sobre mi mujer y es hora de que le alivie al menos en algunos de los trabajos.
El rey asintió a mis razones, pero no me dejó marchar sin antes hacerme unos comentarios sobre mi cometido en Francia.
—Aunque tu nuevo puesto junto al rey Carlos te obliga a mantenerle fidelidad, ello no es óbice para que sepas que no te considero desligado de Castilla. Esto es una suspensión temporal de tu compromiso, que desaparecerá en el momento en que, cumplido con el rey Carlos, regreses de nuevo. Quiero que sepas que mi deseo es que vuelvas. Cuando lo consideres oportuno, pero que vuelvas. Te estimo lo suficiente para pensar en perderte. Tu lugar definitivo siempre estará aquí. Y ahora, estés donde estés, que Dios sea contigo.
Con el plácet del rey, me sentí más aliviado. En aquel momento contaba con el favor de los dos reyes de Francia y Castilla y, estando las relaciones de estos dos países en un momento dulce de su alianza, ambos monarcas me habían hecho expresión explícita de su confianza. Por otro lado, la perspectiva de pasar una larga campaña en Francia alejado de los míos y de mis tierras no dejaba de ser dolorosa.