En el que el nuevo rey, Juan de Castilla y León, fija su residencia en la ciudad de Burgos y, después de ser coronado, cumple su antigua deuda de visitar Vizcaya para jurar sus fueros
Juan, el hijo y heredero de Enrique II y de Juana Manuel, había nacido en 1358, en Épila, localidad aragonesa donde sus padres se habían refugiado durante la guerra civil habida con Pedro de Castilla. Cuando murió su padre en el otoño de 1379, sus primeros actos como nuevo rey de Castilla fueron las honras fúnebres y el traslado del cadáver del rey desde Santo Domingo de la Calzada hasta Burgos y de allí a Toledo, donde recibió sepultura en la capilla de los Reyes Nuevos de la catedral.
Al día siguiente de celebrar los funerales, el rey Juan reunió a los miembros de la Curia Regia, a quienes transmitió las primeras disposiciones de su reinado.
—Señores, deseo ser coronado como rey de Castilla y León en la iglesia del Real Monasterio de Las Huelgas de Burgos. Quiero que sea así, ya que vengo a disponer el fijar en esta ciudad la residencia habitual de la corte. Por tanto, cumplid esta mi instrucción inicial cuanto antes, pues también deseo asumir cuanto antes mis funciones de monarca de Castilla y León. Necesito que me sirváis con toda la dedicación de la que seáis capaces. Necesito vuestra fidelidad y entrega, mejor si cabe de lo que lo hicisteis con mi padre, el rey Enrique.
Después se dirigió a quien había sido su ayo y a mí.
—Pedro González de Mendoza, serás el mayordomo mayor de mi casa. Te encomiendo su gobierno y cuanto atañere a la misma. Y a ti y a Pedro López de Ayala os doy poder para que, en las próximas Cortes que se celebrarán aquí en Burgos, recibáis el juramento de los procuradores a fin de que acepten y declaren como heredero de Castilla y León a Enrique, mi hijo primogénito.
En este momento pedí al rey la venia para hablar.
—Gracias, mi señor, por vuestra confianza. Deseo llamar vuestra atención a que, como señor de Vizcaya que sois desde que vuestra madre la reina Juana Manuel os cedió este título, tenéis pendiente vuestro viaje a aquellas tierras para que sus naturales os acepten como tal señor, tras comprometeros con ellos a gobernarles de acuerdo a sus antiguos usos y costumbres, como vuestros antecesores lo hicieron. Los vizcaínos están deseando recibiros, tal como os lo han hecho saber en muchas ocasiones.
—No se me ha olvidado este asunto que, como bien dices, está pendiente desde hace ya bastante tiempo. Es más, deseo ir a Vizcaya a cumplir ese grato compromiso en cuanto haya sido proclamado rey de Castilla y León. Así que puedes empezar a hacer los preparativos para ese viaje.
Manifesté al rey mi alegría por su decisión y le prometí mandar inmediatamente un mensaje a las Juntas Generales de Vizcaya para notificárselo.
—Puedes decirles que será de mi agrado el que un representante de las Juntas esté presente en Burgos en mi coronación.
Hacía ya unos seis años que Juan llevaba desempeñando el señorío vizcaíno. Y aunque no había cumplido el requisito del juramento de los Fueros, durante este tiempo no dejó de atender a varias embajadas de las Juntas Generales y cumplir sus obligaciones para con los vizcaínos. Así, en los últimos cuatro años, Juan había dado carta de fundación a las villas de Munguía, Larrabezúa y Rigoitia, cuyos habitantes deseaban verse libres de las disputas y luchas entre los banderizos cercanos a estas poblaciones, que impedían su desarrollo comercial y económico. Igualmente había ordenado un mandamiento para que todos los malhechores que asolaban Vizcaya fueran castigados con duras penas cuando cometieran crímenes contra las personas, robos y destrucciones de cosechas y propiedades.
También, en razón de sus relaciones comerciales con la villa de Bilbao, permitió a los vecinos censuarios de las anteiglesias de Galdácano, Zarátamo y Arrigorriaga que lo solicitaran que pudiesen considerarse vecinos de Bilbao.
El monasterio de Las Huelgas, de las monjas bernardas, era una espléndida construcción románica donde se habían desarrollado páginas enteras de la historia de Castilla. Era también panteón de reyes e infantes. En aquel magnífico marco, la coronación fue una ceremonia espléndida. El rey Juan fue armado caballero por una estatua de Santiago cuyos brazos articulados permitían reproducir los gestos de este rito. Con ello, Juan quería expresar que el rey recibía la dignidad de caballero no de un hombre, sino de un apóstol de Cristo. Dos días más tarde, en otra ceremonia, Juan quiso armar caballeros a cien miembros de la nobleza castellana.
A estas ceremonias no faltaron las delegaciones de todos los reinos vecinos, algunos de ellas encabezadas por sus propios monarcas, como en los casos de Carlos de Navarra, Muhammad de Granada y Carlos de Francia. También acudió Juan, príncipe heredero de Aragón, representando a su padre, el rey Pere.
En la corte se había planteado previamente una espinosa situación a la hora de invitar a un representante papal, estando como estaba dividida la obediencia de la Cristiandad entre Roma y Aviñón. Para resolver el problema de protocolo que podría provocarse, Juan acudió a mí.
—Pedro, ¿qué aconsejas que haga? No me agradaría empezar mi reinado teniendo problemas de procedimiento con Roma o con Aviñón.
—Sí, es una situación difícil —respondí con expresión dubitativa—. A mí se me ocurre que se puede invitar a ambos notificándoles los nombres de las personas a las que se ha invitado incluyendo, claro está, tanto al Papa de Aviñón como al de Roma. De esta forma, lo más probable es que ni uno ni otro acudan por no encontrarse aquí con su respectivo oponente. Claro es, mi señor, que también es posible que los dos se enfaden con vos, por lo que devendrá ser peor el remedio que la enfermedad. Pero, puesto que el arzobispo de Burgos será el oficiante de la coronación, decretad que sea él el representante de la Iglesia.
Así ocurrió y toda la ceremonia se resolvió sin incidentes diplomáticos. Con posterioridad a ella, nos reunimos todos los miembros de la nobleza, el alto clero y los representantes de los señoríos y las ciudades, entre los que no faltó por parte de las Juntas Generales de Vizcaya la presencia de Jacobo de Ibargüen, acompañado de un grupo de junteros de la villa de Bilbao. Cuando al final de la ceremonia, el rey Juan se acercó a los vizcaínos para saludarles, Ibargüen les señaló a sus acompañantes.
—Errege Juan jauna[7], estos junteros de Bilbao son, y quieren algo importante decirte.
—¿Qué es lo que queréis de mí?
—Deseamos, señor —dijo el representante de Bilbao—, proponeros una reforma de la Carta Puebla que vuestros antepasados, don Diego López de Haro, aquel que llamaron el Intruso, y su sobrina doña María nos dieron a los de la villa de Bilbao. En este escrito os proponemos, si tenéis a bien leerlo, unas reformas de aquella carta. No es este el momento de discutir, pero sí de pediros que las tengáis en cuenta y, si os parecen de acuerdo a vuestro criterio, las aceptéis y, si no, que nos propongáis otras que a vos mejor os cuadren.
Juan recogió el manuscrito que le tendían.
—Os prometo que os tendré en consideración y que, como he de ir a Guernica a jurar vuestros Fueros, antes tendréis mi contestación.
—La esperaremos, errege Juan jauna.
Jacobo de Ibargüen inició la cordial despedida.
—Recuerda, pues, que en Vizcaya te esperamos.
—Ya lo sé, amigo mío. Puedes anunciar a las Juntas que acudiré a Vizcaya antes de terminar el verano —contestó el rey.
Juan de Castilla no quiso demorar más realizar los oportunos juramentos en las Juntas Generales de Guernica para que se le considerara el señor de Vizcaya. Desde el primer momento en que ostentó el título, Juan había decidido reordenar el régimen de los señoríos que detentaba.
Así separó los destinos del señorío de Vizcaya del de Lara, que, en época posterior, concedería a su segundogénito, el futuro infante Fernando de Antequera, y adscribió el de Vizcaya a su persona y descendientes directos. Así, Juan colocaba Vizcaya en un lugar parejo al señorío de Molina, uniendo a ambos en la relación de los títulos reales con la que se iniciaban los documentos que debían redactarse y firmarse por el rey.
La palabra que había dado a Jacobo de Ibargüen en Burgos fue seguida de una carta dirigida a las Juntas Generales, en la que les informaba de su disposición a trasladarse a Guernica para cumplir sus compromisos con el señorío de Vizcaya. A tal efecto señaló la fecha en la que se presentaría en aquella villa para hacerlos efectivos. Por ello, apenas apagados los ecos de la coronación, Juan me llamó de nuevo.
—Pedro, es hora de ir a Vizcaya. Hace mucho tiempo que debía haberlo hecho. Ahora otro retraso podría ser tomado como una afrenta por aquellas buenas gentes.
—¿Y cuándo queréis emprender ese viaje?
—Mejor mañana que pasado, Pedro. Ordena a Mendoza, mi mayordomo, que nos prepare el avío para un viaje que puede durar bastante tiempo, teniendo en cuenta que Vizcaya está donde está y que, por ser el primero que voy a hacer allí, quiero aprovecharlo para conocer bien aquel país. Naturalmente, tú me acompañarás. Puesto que conoces el país tu presencia me será muy útil.
»Deseo llevar una buena escolta, que los vizcaínos me vean acompañado por los hombres más importantes de mi corte. Que Pedro González de Mendoza informe a todos los componentes de la Curia Regia que deberán acompañarme. Informa a Jacobo de Ibargüen que, en cuanto esté en Vizcaya, deseo recibir a todos los jefes de sus linajes que acudan a Guernica, ya que quiero oír cuanto tengan que decirme.
—Descuidad, mi señor.
Cuando Juan se retiró a sus habitaciones al final de aquella jornada, recordó que entre los libros que tenía en sus aposentos se encontraba la relación de un viaje por las tierras del norte de Navarra y Castilla escrita por un capellán francés llamado Aymeric Picaud, canciller del papa Calixto II y de sus dos sucesores, que las había atravesado con motivo de una peregrinación a Santiago de Compostela. Mandó que se la buscaran y no tardó en tenerla en sus manos. Se trataba de un conjunto de cinco libros donde, además de otros escritos litúrgicos, podían leerse unas crónicas que describían las diversas rutas que había para llegar a Compostela. Aquellos libros, en parte escritos por Picaud, en parte recogidos de otras fuentes, habían sido compilados por él en una obra a la que dio el nombre de Codex Calixtinus, por atribuirse su redacción a este Papa.
El último volumen, llamado Libro de las Peregrinaciones, era una descripción prolija de las tierras y habitantes de Navarra y Vasconia. Ya que Juan era señor de una de las regiones descritas, lo leyó con gran interés, pensando que no estaría de más conocer lo que otros habían escrito sobre ella. Pero el autor de aquellas páginas no tenía muy buen recuerdo de navarros y vizcaínos, a los que describió como unos pueblos bárbaros, colmados de maldades: perversos, pérfidos, desleales, lujuriosos, ladrones, asesinos, viciosos, es decir, gentes desprovistas de toda virtud e iniciadas en todos los vicios e iniquidades.
«¿Y de esta gente voy yo a ser señor?», se preguntó a sí mismo Juan, como me confesaría más tarde.
Cerró el libro y lo dejó encima de una mesita vecina. No le había gustado cuanto en él había leído y pensó que su madre le había dejado una herencia envenenada. Quedó sumido en estos pensamientos hasta que le anunciaron que yo deseaba estar con él. Me indicó que pasara a su estancia inmediatamente. Entré en ella y Juan apenas me dejó saludar.
—¿Conoces lo que este libro dice de navarros y vizcaínos?
Miré el libro que me indicaba y leí su título.
—Naturalmente, mi señor; aunque lo leí hace tiempo aún no se me han olvidado las fuertes palabras que empleó en su lenguaje.
—Pero ¿es cierto cuanto dice?
Evidentemente, me di cuenta de que el texto de Aymeric Picaud había conturbado a mi joven rey, por lo que empleé un tono de voz que quería ser tranquilizador.
—En primer lugar, mi señor don Juan, Picaud escribió ese libro cuando recorrió el camino de Santiago hace más de doscientos años. Desde entonces hasta ahora navarros y vizcaínos se han acostumbrado a ver pasar peregrinos por sus tierras y tanto los reyes de Navarra como los de Castilla así como los mismos papas han dictado leyes para protegerlos de las posibles asechanzas que pudieran encontrar en el Camino.
»No voy a decir, mi señor, que Aymeric mienta en todo cuanto dice de sus viajes en el Códex Calixtinus, ni tampoco he de negar que actualmente en los lugares más recónditos de aquellas tierras haya personas como las que él describe. Pero tampoco creo que ni siquiera entonces se pudiera generalizar como él lo hace. Desde que la Santa Madre Iglesia ha introducido allí las enseñanzas de la religión, aquellas gentes han aprendido a vivir con más arreglo a la ley de Dios. A pesar de ello, también he de confesaros que a muchos de sus jauntxos les gusta hostigarse mutuamente en rencillas que cuestan sangre y muertes. Pero esto, mi señor, también ocurre en otros lugares. En cuanto a los vizcaínos, os encontrareis con gentes muy distintas a las descritas en el Codex. Ellos extraen de las minas el hierro que luego trabajan en las ferrerías haciendo con él toda clase de objetos: anclas, espadas, arados con los que después comercian, no solo en los mercados vecinales, sino más allá de los mares. En estos puertos hay astilleros, donde se hicieron muchos de los barcos que hoy forman la flota de Castilla. Tendréis ocasión de comprobar eso y también la expansión de su comercio, que no se limita a los mercados comarcales sino que mantiene Casas de Contratación en Amberes y en Brujas.
»En fin, mi señor, pronto vuestras preguntas y vuestras dudas tendrán las respuestas adecuadas, que los mismos vizcaínos os darán cuando les conozcáis personalmente.
Juan se mantuvo callado mientras repasaba cuanto le había expresado. Después dio a sus palabras cierto matiz interrogativo.
—Gracias, Pedro de Ayala. Te recuerdo que deseo tenerte a mi lado durante este viaje.
—Sí, mi señor. Ya en vida de vuestro padre, el rey Enrique, él me lo ordenó así. Os acompañaré con sumo gusto en este recorrido, en el que también espero que me daréis la ocasión de visitar el solar de los Ayala en una de sus etapas.
Pocos días después de que yo tranquilizara al rey Juan diciéndole que no toda Vizcaya era una cueva de jauntxos pendencieros y levantiscos, salimos de la Corte para Guernica, donde los procuradores vizcaínos habían indicado que se llevaría a cabo la ceremonia juradera.
Acompañamos al nuevo señor de Vizcaya y rey de Castilla yo mismo, Pedro González de Mendoza, Álvaro García de Albornoz y Gómez Manrique, el arzobispo de Toledo, amén de media docena de caballeros con su séquito de escuderos. Al planear aquel itinerario, se estableció que en la linde entre Álava y Vizcaya la comisión de recepción de las Juntas de Guernica esperara la llegada del rey Juan y todo su séquito. Allí fue el encuentro del nuevo señor con los principales de su señorío y allí se confirmó el protocolo que iba a seguirse para la jura de los Fueros.
Antes de ir a Guernica, quiso Juan pasar por Bilbao para dar respuesta a las propuestas que había recibido de ellos en Burgos el día de su coronación. Los bilbaínos querían hacer expresas algunas matizaciones en su Carta Puebla de fundación. Deseaban constar que el nombramiento de los cargos de jueces, merinos, alcaides y escribanos debía recaer en vecinos de Bilbao y querían, por otro lado, reformar las normas penales en los casos de homicidio para que fueran perseguidos por jueces y alcaides.
En la reunión con los bilbaínos los acuerdos alcanzados terminaron con contento de estos. Después, llegados a Guernica, todos los acompañantes del rey Juan nos trasladamos a la iglesia juradera de Santa María para celebrar el acto de la solemne promesa del monarca de defender los Fueros, usos y costumbres de Vizcaya. Un tanto se extrañaron los vizcaínos al ver la juvenil figura de su nuevo señor, pero cuando le oyeron hacer con voz firme, sin titubear en ningún momento, todos sus juramentos, un sentimiento de simpatía llenó a aquellos jauntxos. Este sentimiento fue mayor cuando el rey Juan recibió con afabilidad y cortesía a cuantas personas quisieron acercarse a hablar con él, encargándose Jacobo de Ibargüen de ser traductor para los que solo sabían expresarse en el idioma vasco.
Aquello alargó más de la cuenta la ceremonia, pero el rey en ningún momento dio muestras de cansancio. Antes bien derrochó simpatía en aquellos sus primeros contactos con las gentes de su señorío. Cuando al final de la jornada, el rey Juan, acompañado por Pedro González de Mendoza y por mí, se retiró al aposento que Jacobo de Ibargüen le tenía preparado, le oímos a este decirle en voz baja al rey usando la peculiar sintaxis de los vascoparlantes al hablar en castellano:
—Errege Juan jauna, todo el pueblo os habéis ganado. La vida os darían hoy, si les pidierais.
La visita a Vizcaya había producido una gran satisfacción al rey Juan, sobre todo, por darse cuenta de que en nada se parecían sus habitantes a los descritos por el Codex Callistinus.
Por mi parte yo había programado que, en la primera etapa del regreso a Burgos, Juan se hospedara en Quejana, ya que tanto mi padre como yo deseábamos obsequiar al rey y a los caballeros de su séquito con la hospitalidad de nuestra familia en su paso por el señorío de Ayala.
La casona solariega de los Ayala se había acondicionado sobre la base del primitivo monasterio de las monjas jerónimas allí existente, donde mi padre Fernán, ya retirado del ejercicio activo de las armas, vivía dedicado a sus estudios e investigaciones, volcado sobre los libros documentales que hablaban de la historia, los usos y las costumbres del valle de Ayala.
Mi padre, además de demostrar hasta no hacía mucho tiempo ser un valiente soldado en el campo de batalla, llevado de su afición a las leyes y a las letras, realizó profundos estudios históricos, adquiriendo cumplida fama de hombre culto. Como colofón a sus investigaciones y estudios, había escrito la genealogía de la nuestra familia y había dado forma documental al Fuero de las Tierras de Ayala.
Avisado de la visita del rey de Castilla, desde una semana antes había atosigado a todas las personas del servicio para darle una digna acogida. Mandó engalanar todas las estancias que iban a ocupar tanto el rey como sus acompañantes y él mismo supervisó todo para que en ningún lugar de la casa faltara ningún detalle.
Cuando Martín de Arceniega, mi escudero, que se había adelantado a la comitiva real, llegó a Quejana para advertir que el rey estaba ya cerca, toda nuestra familia, mi esposa, mis padres, mis hijos y mis hermanos Fernán y Mencía, se aprestó a recibirle al pie de la portalada.
—Sed muy bienvenidos, mi señor don Juan y nobles acompañantes —dijo mi padre mientras se adelantaba hacia el rey para hacerle la venia protocolaria que el rey se apresuró a impedir para darle un fuerte abrazo.
—Para mí hoy, mi buen Fernán, es día de alegría por volver a verte después de tanto tiempo, y de agradecimiento a ti y tu familia por acogernos en tu casa de Quejana.
Tras estas palabras el rey cumplimentó a mi mujer, mi madre y mis hermanos, mientras yo me hundía entre los brazos de Leonor y de mis hijos, y después de mis padres y mis hermanos.
Durante la cena el rey sentó a mi padre a su derecha.
—Fernán, además de un buen guerrero, eres un hombre versado en letras y tienes un buen sentido ante la vida. Me agradaría escuchar tu opinión en un tema espinoso no solo para Castilla, sino también para el resto de los países cristianos. Es una cuestión delicada y créeme que no sé qué postura debo adoptar.
—Vos diréis, señor.
—Verás; como tú sabes hoy los cristianos tenemos no uno, sino dos papas. Dice el Evangelio que no se puede servir a dos señores, y yo creo que, en el terreno de la autoridad papal, menos aún. Si uno es el papa, el otro será el antipapa. Para ti, ¿cuál de los dos es el papa de verdad?
Mi padre, sorprendido por lo inesperado de aquella pregunta del rey, trató de salir del paso mientras pensaba una respuesta más adecuada.
—Mi rey señor don Juan, esa es una pregunta destinada a frailes versados en teología, no a un pobre guerrero como yo.
—Sí, probablemente. Pero el caso es que los hombres doctos en teología no se ponen de acuerdo. Veo que personas de ilustre pensamiento se encuentran en la obediencia de uno u de otro papa. Por ello quiero hacer mi pregunta a hombres que, aunque no tengan la teología en sus cabezas, sean como tú, gentes de buen sentido. Creo sinceramente que, en temas de iglesia, a veces los hombres de pensamiento sencillo pueden llegar a la verdad por caminos más derechos que los más doctos.
Todos los presentes habían acallado sus conversaciones al oír el diálogo del rey con mi padre y esperaban su respuesta con gran expectación.
—Señor, a mi pobre entender, cuando un asunto se enreda como este, lo que hay que hacer es remontarse al principio, ver en qué piedra se tropezó, para retirarla y dejar el camino expedito. Claro que es posible que, quitada esa piedra, más adelante encontremos un gran peñasco que no podamos remover.
—Pues vayamos a ese principio.
—En lo que yo sé, en la Iglesia hay un cisma que, si no se soluciona pronto, acabará como con los ortodoxos de Oriente, con la Iglesia fragmentada en pedazos. Todo empezó cuando murió en Roma el papa Gregorio. A su muerte el ambiente previo a la elección papal no era muy tranquilo. Había algaradas en Roma y se buscó a alguien que no estuviere en el colegio cardenalicio y se encontró al arzobispo de Bari, monseñor Bartomeo Prignani. Pero su carácter era también duro e irascible, por lo que los mismos cardenales que le eligieron le retiraron su obediencia y, en su lugar, nombraron al cardenal Roberto de Ginebra, que tomó el nombre de Clemente VII. Y así es como tuvimos dos papas.
—Bien —dijo el rey Juan—, y ahora, ¿qué se debe hacer?
—¿Os habéis abrochado alguna vez una prenda con los botones cambiados de ojal? En estos casos no hay más remedio que volver atrás, desabrochar todos los botones mal puestos y volverlos a abrochar en orden. Aquí, mi señor, el enredo está más enmarañado que en el asunto de los botones. Volver a desabrochar los botones mal abrochados significa volver al cónclave de Roma y examinar si algo de lo que entonces ocurrió pudo hacer inválida la elección del papa Urbano. Esto significa dejar en suspenso la elección del Papa de Aviñón. Después pedir al Espíritu Santo que ilumine a los cardenales para que elijan con conciencia limpia al Papa de la Iglesia.
—Esto se me antoja difícil, pues los enfrentamientos entre Roma y Aviñón han llegado ya muy lejos.
—En efecto, señor, yo creo que ambos se han excomulgado mutuamente. El alud de nieve que resbala por la ladera de la montaña se hace cada vez más grande y no parará hasta llegar al valle. Esperemos que en su camino su masa no nos sepulte y preparémonos a tener dos papas durante tiempo. Lamento no tener una solución más a mano que ofreceros.
El rey Juan hizo un gesto con la mano dando a entender que comprendía la posición de mi padre y cambió la conversación hacia temas menos transcendentes.