En el que a Pedro López de Ayala el rey de castilla le siguió confiando las relaciones diplomáticas con el reino de Francia
Me apresuré a ponerme en camino hacia Orleans, donde a la sazón se encontraban la corte y el rey de Francia. Elegí la ruta con mucho cuidado y, entre el camino de Burdeos, por el que atravesaba tierras del rey de Inglaterra, o buscar el camino navarro, me incliné por este último.
«Al fin y al cabo voy a trabajar en beneficio del soberano de esta tierra», me dije a mí mismo al considerar que, como castellano, también tenía la enemiga de Carlos de Navarra. «Espero que las cartas que llevo para el rey de Francia en las que se pide la libertad de su hijo, me sirvan de salvoconducto si me veo apurado».
Nada ocurrió mientras mis acompañantes y yo atravesamos la Baja Navarra. Pero al adentrarnos después en las tierras del Poitou, el abad del monasterio de Saint Sulpice, donde habíamos pernoctado, nos advirtió.
—Tened cuidado en vuestro viaje a Poitiers. Antes de llegar a esta ciudad atravesareis un bosque donde merodean prófugos de las antiguas compañías de mercenarios que, al licenciarse, se dedican a hacer la guerra por su cuenta. Es verdad que cada vez son menos pues van cayendo en manos de las milicias del rey, pero no dejan de ser peligrosos. Aunque, yendo como vais con una buena escolta, es de esperar que no se atrevan a atentar contra vos.
—De todas maneras, señor abad, tendremos cuidado. Os agradecemos vuestra advertencia.
Nada sucedió al atravesar las campiñas cercanas a la orilla izquierda del río Loira. El relieve llano del camino, sin apenas alturas que salvar, facilitaba una marcha rápida a nuestras cabalgaduras. Sin embargo, algo más adelante, el camino se introdujo en una floresta con una espesa vegetación en la que las ramas altas de los árboles apenas dejaban ver el cielo.
—Este debe de ser el bosque que nos mencionó el abad —le comenté a Martín de Arceniega, que cabalgaba junto a mí—. Advierte a todos que cabalguen juntos y que nadie se separe ni se rezague. Si hemos de toparnos con esos bandidos, que nos encuentren preparados.
No llevábamos una hora recorriendo el bosque cuando oímos ruidos de entrechocar de aceros y algunos gritos de socorro.
—Parece que alguien se ha topado con los bandidos —les dije a los míos—. Vayamos a ver qué pasa, pero mantengámonos juntos.
Puse mi caballo al trote largo y nos dirigimos hacia el lugar de donde venía el ruido de las armas. Allí, en un claro del bosque, estaba detenido un coche de caballos defendido por dos caballeros que a duras penas podían mantener a raya los ataques de cuatro salteadores. Estos, al vernos llegar, salieron huyendo todo lo deprisa que les permitían sus piernas hacia la espesura de la floresta.
El caballero que denotaba más edad de los dos se dirigió a mí aliviado.
—Señor, Dios os ha guiado hasta aquí. Nunca vuestra presencia ha sido más providencial. Os damos las gracias por la oportunidad de vuestra ayuda. Permitidme que nos presentemos. Soy el marqués de Montmélian, chambelán del rey de Francia. —Indicó con la mano al otro caballero más joven—: He aquí a Guillaume du Lac, mi escudero. —Después se refirió a dos damas que, al ver que el peligro había pasado, habían descendido del coche—: Mi esposa Marie y mi sobrina Agnès de Rochefort.
Yo me acerqué a cumplimentar a las damas.
—¿A quiénes debemos la feliz coyuntura de vuestra presencia, señor?
—Mi nombre, señor marqués, es Pedro López de Ayala y me alegro de haber podido ser útil a vos y a vuestra familia. Me dirijo a la corte de vuestro rey Carlos con un mensaje de mi soberano el rey Enrique de Castilla.
—Gracias, señor de Ayala, pero dejemos para más adelante esta conversación, si os parece. Esos canallas pueden volver con más gente y ponernos en un aprieto.
Proseguimos el viaje de inmediato ya que, por fortuna, los asaltantes no habían tenido tiempo de soltar los caballos y el coche conservaba íntegro el tiro. Al comprobar que todos teníamos como destino la ciudad de Orleans, me ofrecí a acompañarles hasta allí, cosa que el marqués de Montmélian me agradeció efusivamente.
En la conversación con el noble francés supe que este había sido llamado por el rey Carlos de Francia para incorporarse a la corte. Por ello se hacía acompañar por su esposa y su sobrina Agnès.
Era esta hija de su hermano menor, quien había sido muerto en una de las múltiples batallas de aquella larga guerra entre ingleses y franceses cuyo final aún no se entreveía. En el mismo encuentro un arquero inglés también había conseguido dar muerte con una flecha certera al marido de su sobrina. Desde entonces, esta se había refugiado en la casa de sus tíos.
Agnès de Rochefort era una mujer de una belleza espléndida. En el óvalo perfecto de su cara brillaban dos ojos negros y en la comisura de sus labios se formaban dos pequeños hoyuelos que se acentuaban al sonreír. Llevaba su cabello azabache recogido por una cofia de terciopelo recamada en oro y pequeños diamantes, de la que asomaban dos largas trenzas.
No tuve muchas oportunidades de departir con ella pero supe que Agnès era una infatigable lectora que no solo conocía el Roman de la Rose, sino también gran parte de la poesía de los trovadores provenzales de la época.
Al saber de mis inclinaciones literarias, Agnès quiso conocer mis obras.
—Me temo, mi señora, que mis escritos sean mucho más aburridos que aquellos que vos habéis leído en vuestra lengua. No soy poeta como Guillaume de Lorris o Jean de Meung, que tan bellos versos escribieron en su Roman de la Rosa. Soy escritor de prosa, pero de prosa aburrida, como son todos los cronicones de las guerras que se hayan escrito en cualquier país.
—¿No os habéis asomado a la poesía en ningún momento, señor de Ayala?
—Os confieso que en alguna ocasión he intentado escribir una trova, pero rara vez me ha dado contento lo que he escrito. Yo mismo me doy cuenta de que mi poesía es asaz seca y desabrida, y de que no sé trasmitir las emociones con la sensibilidad suficiente.
Cuatro jornadas más tarde entramos en Orleans, la corte de Carlos de Francia. El marqués se presentó en ella al día siguiente para dar a conocer su regreso al rey y también quiso anunciarle mi presencia, agregando el extraordinario servicio que le habíamos proporcionado. El rey Carlos me recibió inmediatamente.
—Nos hemos sabido de vuestro denuedo y valor en el desagradable encuentro habido con los bandidos de la floresta de Poitou. Os estamos profundamente agradecidos por haber salvado a mi chambelán y su familia y nos sentimos vuestros deudores.
Comprendí que la ayuda prestada a la familia del marqués iba a ayudarme en la misión que me había encargado Enrique de Castilla. Por ello, en aquel mismo momento hice saber al rey Carlos con qué pretensiones había sido enviado por mi rey.
A pesar del buen pie con que entré en la corte de Orleans, tuve que desarrollar todo mi buen saber y entender diplomático en unas delicadas conversaciones para conseguir que Carlos de Francia aceptara el ruego de liberar a Carlos, el heredero de Navarra. Aunque por fin pude llegar a un acuerdo aceptable.
—No puedo menos que complacer a nuestro hermano Enrique, vuestro rey. Yo también deseo una paz duradera con Navarra. Me parecen oportunas y acertadas las precauciones que Castilla quiere tomar. Y espero y deseo que Carlos de Navarra no dé más motivos de inquietud a nuestros reinos. Por tanto, en el momento en que penséis regresar a Castilla, se os hará entrega de Carlos, el príncipe de Navarra, y se os confiará su escolta hasta el reino de su padre.
Terminada con éxito la gestión que se me había encargado, quise volver inmediatamente a Castilla, pero hube de transigir con el marqués de Montmélian, que deseaba agasajarme en su palacio.
—He rogado a mi sobrina Agnès que os atienda en cuanto pueda mientras estéis aquí. Ella se encargará de mostraros cuanto de interesante tiene Orleans, que no es poco.
A Agnès de Rochefort no pareció importarle el encargo de atenderme durante la estancia en su casa. Así que mientras permanecí en Orleans ella y yo, unas veces solos y otras acompañados de nuestros escuderos, paseamos por las amenas orillas del Loira, bien a lomos de nuestros caballos, bien llevando las monturas por las bridas. Durante nuestras largas conversaciones se deslizaron sus muy amplios conocimientos en cuantas materias formaron parte de nuestros parlamentos. Pero fue en los asuntos relacionados con la olítica del reino de Francia donde Agnès me sorprendió con sus juicios atinados y certeros. En uno de los momentos en que habíamos descabalgado, Agnès me abordó directamente.
—¿Qué opinión tenéis, señor de Ayala, de esta interminable guerra que está asolando los campos de Francia? ¿No creéis que es tiempo de que tanto Carlos como Ricardo busquen un medio de resolver sus cuestiones de forma menos sangrienta? Esta guerra está arruinando los campos de Francia; la gente de las aldeas no tiene qué comer ya que, cuando las cosechas están a punto de recolectarse, no falta una incursión de los ingleses que arrase las tierras y destruya las mieses antes de ser recogidas.
—Yo creo, madame de Rochefort, que han sido varias las paces y las treguas que han jalonado estas guerras. Realmente tenéis razón cuando clamáis por una solución definitiva negociada entre ambos reyes. Lo malo, mi señora, es que nunca estas paces y estas treguas se han asentado de forma sólida.
—A veces me da por creer, señor de Ayala, que existen turbios intereses en quienes pudieren conseguir una paz duradera, y que estos intereses les hagan preferir que la lucha perdure tiempo y tiempo. Una época duradera de paz permitiría licenciar a las Compañías Blancas y utilizar sus hombres para repoblar las tierras abandonadas y reconstruir las aldeas y ciudades desbastadas. Pero me temo, señor de Ayala, que hay personas muy altas y poderosas a las que interesa que siempre haya guerras, pues sacan de ellas pingües beneficios, mientras que las gentes llanas del pueblo mueren en las batallas de las guerras o en la miseria del hambre que estas acarrean.
Quedé silencioso tras oír las palabras de Agnès, mas esta no había terminado aún su exposición, que continuó en un tono en el que parecía dirigirse más a ella misma que a mí.
—Creo, señor de Ayala, que, en lo que se refiere a la miseria en que viven muchos de los pueblos del reino, la culpa la tienen los desmanes de los señores que, rodeados por malos consejeros, solo miran por su propio enriquecimiento, para lo que no dudan en torcer a la justicia en su propio favor en vez de aplicarla de acuerdo a lo que es justo y necesario. Mas también resultan estos males derivados de la probada avaricia de los mercaderes que, ansiosos por atesorar monedas, no dudan en dar gato por liebre en sus chalaneos y burlan a cuantas personas se ponen a su alcance.
—Para eso, mi señora, están los letrados y los jueces, a los que se debe recurrir en demanda de sentencias justas que pongan cada cosa en su sitio.
—De las mentiras de unos y de la falta de conciencia de los otros, líbreme el Cielo —me contestó Agnès con un punto de fogosidad—. Desgraciadamente, jueces, alcaldes o regidores han olvidado su deber de proteger a los pobres en vez de despojarlos. Y aún tenemos más, señor de Ayala. Tampoco la Iglesia se libra de culpa. Hoy tenemos dos papas, uno en Roma y otro en Aviñón. Las naciones de Europa dudan a quién de los dos, a Urbano o a Clemente, deben dar obediencia. Todo sería más fácil si bajo ese problema de disciplina eclesiástica no existiera el afán de atesorar riquezas y también el de engrandecer el poder de los príncipes de la Iglesia y de los abades de los grandes monasterios. Todo lo que los obispos y clérigos realizan fuera de las reglas del buen gobierno, todo lo que es contrario a la tranquilidad de los pueblos, está fuera de la ley cristiana.
—¿Dónde habéis aprendido estas cosas que decís?
—Aprendí a leer desde muy niña y, aunque en mi casa no había muchos libros, si poseía los suficientes para no olvidar lo que había aprendido. Señor, las mujeres de hoy no tienen más horizonte que un matrimonio en el que su aceptación estará subordinada a la conveniencia de una alianza entre las casas de los contrayentes. Os confieso que siempre me he rebelado contra esta imposición, aunque nunca se lo he confiado a nadie antes que a vos en este momento.
—¿Y por qué a mí tal primicia?
—Señor de Ayala, intuyo en vos un hombre inteligente y fuera del común de los caballeros de Francia y, aunque no conozco vuestra tierra, entreveo que en Castilla, además de ser hombre de armas, también lo sois de letras. Vuestra conversación me agrada, fundamentalmente porque no tratáis de imponer vuestras ideas a la persona con la que habláis. Escucháis y dejáis hablar y eso no es frecuente en estos tiempos cuando los caballeros hablan con una mujer.
Le agradecí el cumplido con que me había obsequiado, que, como hombre, no dejó de agradarme, sobre todo viniendo de una mujer tan sensible e inteligente como Agnès de Rochefort.
Mi estancia en Orleans tocaba a su fin. Los asuntos que me habían llevado a la corte del rey de Francia se habían resuelto con toda satisfacción. Carlos, el príncipe heredero de Navarra, había sido liberado por el rey francés. En aquellos momentos esperaba emprender el regreso a su país en cuanto terminaran mis conversaciones con el rey de Francia pues habíamos acordado salir juntos, ya que así cabalgaría protegido por mi escolta.
La víspera de abandonar la corte de Orleans entregué a Carlos de Navarra la carta para su padre de parte del rey Enrique.
—Alteza, debéis saber que esta coyuntura en la que habéis salido de Francia sin graves costas es la última oportunidad que mi señor, el rey Enrique, da a vuestro padre, el rey de Navarra, para establecer una política de paz con Castilla. Hacédselo saber en cuanto estéis con él. A mi regreso a Castilla, yo pasaré por vuestro castillo de Olite para expresarle cómo podría desarrollarse una política de concordia entre ambos reinos
—Así lo haré, señor de Ayala. Por si no tengo más adelante ocasión para manifestarme, decid al rey Enrique que valoro en mucho cuanto ha hecho en esta ocasión por mí, y a vos, señor, el haber sido quien ha llevado a efecto esta su resolución.
Como despedida de la ciudad de Orleans, quiso el rey Carlos agasajarme con una comida a la que asistieron los personajes más importantes de la corte francesa. Antes, al comienzo del banquete, el rey tuvo un aparte conmigo para puntualizar los últimos detalles de los problemas que afectaban a nuestros dos reinos.
—La flota castellana, señor de Ayala, es una de las mejores, si no la mejor de las que surcan los mares de Europa. En el encuentro con los ingleses en La Rochelle, todos sus barcos tuvieron un excelente comportamiento muy superior al de los enemigos, lo que hizo muy fácil la victoria. He de reconocer que Castilla tiene la mejor flota marinera de la cristiandad.
—Gracias, señor, por vuestras palabras de encomio. Estoy seguro de que el rey Enrique las sabrá apreciar en lo que valen viniendo como vienen de vos.
—No lo dudo, señor de Ayala, mas dejemos de lado las finezas y sentémonos ya a la mesa. He indicado a madame Agnès de Rochefort que se siente a vuestro lado para haceros los honores. Espero que mi elección sea de vuestro agrado ya que, como habéis tenido ocasión de comprobar, es dama de agradable y culta conversación.
Si hubo o no una doble intención en las palabras del rey Carlos no lo pude saber, pues su atención se vio requerida por el maestresala, que le pedía la venia para iniciar el servicio de la comida.
Agnès estaba espléndida con el atavío que vestía siguiendo la moda que los reyes europeos, a imitación de los carolingios, habían decretado como traje de corte. Llevaba una vestidura larga que cubría su figura hasta los pies y una sobretúnica sujeta por un cinturón y engalanada con adornos en el cuello, las mangas y el bajo. A ello agregaba un manto hasta los pies, sujeto en el cuello bajo el mentón, y un ligero velo de seda que celaba su cabello. Me levanté de mi asiento al notar la presencia de Agnès, a la que recibí con una profunda reverencia.
—Así es que volvéis a Castilla, ¿no es así? —fueron las palabras de saludo de la dama.
—Sí, mi señora. Dentro de dos días, de madrugada saldré de Orleans. Me llevo de aquí gratos recuerdos de mi estancia, en los que vos habéis ocupado un importante lugar.
—No serán menores los que dejáis aquí. Ni mi familia ni yo olvidaremos nunca vuestra intervención en Poitou. Dios sabe si no nos librasteis también de la muerte.
—Creo, señora, que aquel es un asunto que ya no merece ser citado.
—Jamás podré olvidarlo, señor de Ayala. Lo recordaré siempre, siempre, mientras viva —afirmó Agnès con palabras fogosas, y tomó mi mano entre las suyas—. Estas cosas, mi señor de Ayala, jamás se olvidan.
No retiré mi mano, gustando por breves segundos de la suavidad y el calor de su piel. Después ella misma me la dejó libre, a pesar de mis deseos de prolongar aquel agradable contacto.
—¿Cómo volveréis a Castilla?
—El viaje de retorno será más largo que el de venida, pues he de pasar por Navarra para saludar a su rey, el padre del infante Carlos.
—Veo, señor de Ayala, que definitivamente lo vuestro es la diplomacia. Os movéis en ella a gusto, como un pez en el agua. Tenéis la virtud de saber tocar sus resortes para conseguir vuestros objetivos.
—No dejo de reconocer que en la pugna con quienes se encuentran frente a mí prefiero valerme antes de las razones que de las armas. Aunque, cuando no he tenido más remedio, nunca en mi vida he renunciado a empuñar mi espada.
—¿Volveréis algún día?
—No desperdiciaré esa ocasión cuando se me presente. Pero solo Dios sabe cuándo la tendré.
Mientras los dos nos sosteníamos las miradas, me pareció percibir un pequeño deje de ansiedad en su cara.
—Mi señor don Pedro, os agradecería que no me rechazaseis una pequeña muestra de mi gratitud para con vos —me dijo mientras sacaba un anillo del dedo medio de su mano derecha y me lo ofrecía—. Perteneció a mi padre. Creo que, si él viviera, se sentiría muy satisfecho de que lo llevéis en vuestra mano a partir de ahora como un signo de gratitud.
Como yo quedara sorprendido ante aquel gesto, Agnès tomo mi mano derecha, depositó el anillo en la palma y cerró mis dedos sobre la joya.
—A pesar de todo, seguiré siendo vuestra deudora.
Abrí la mano, contemplé el anillo un momento, lo puse en mi dedo meñique y besé su gema.
—Lo llevaré siempre conmigo, señora —correspondí un tanto confundido.
El retorno a Castilla transcurrió sin incidentes. Tuve sobradas ocasiones para hablar y tratar al heredero de Navarra. Había nacido en Nantes, cerca de París, diecinueve años antes. Era un apuesto joven en el que aprecié una serie de virtudes poco comunes y cuyo carácter nada tenía que ver con el de su padre.
Había sido retenido por Carlos de Francia, aprovechando un viaje que el joven hizo a su corte para parlamentar sobre las posesiones que Navarra tenía en suelo francés. El joven Carlos ignoraba las intenciones de su padre para arrebatar la ciudad de Logroño a Enrique de Castilla y cómo este, alertado por el rey francés, había invadido los terrenos meridionales de Navarra para obligar a su padre a entablar negociaciones.
Apenas iniciado el viaje de vuelta, el infante navarro me expresó su agradecimiento por las gestiones que había realizado para su liberación.
—No tiene importancia, señor.
—Sí la tiene, señor de Ayala. Pero creedme si os digo que lo más importante de estos momentos, en los que yo soy libre y en camino de mi tierra, es que en adelante haya unas nuevas relaciones entre Castilla y Navarra de manera que no vuelvan a dar lugar a estos incidentes. ¿No os parece, señor? Porque si no es así, ¿para qué sirve que yo sea el yerno del rey de Castilla si a la postre sus vasallos y los de mi padre andan a la greña?
En aquel tiempo no era frecuente el lenguaje pacífico en los que mandaban. Miré la cara del joven Carlos y aprecié un rostro franco en el que no parecía esconderse ningún signo de doblez.
—Mi liberación ahora, como debió en su día ser mi matrimonio con mi amada esposa Leonor la hija del rey Enrique, debería poner fin a los conflictos entre nuestros dos reinos y crear una relación de amistad que continúe para siempre.
—Vuestras palabras, señor infante, son tan atinadas que, si me permitís, las haré llegar a mi rey don Enrique. Y ahora, ¿puedo haceros una pregunta?
—Naturalmente, señor de Ayala.
—Mi servicio a mi rey no termina con sacaros de Francia y entregar vuestra persona al rey de Navarra, vuestro padre. Al pasar por Olite, donde creo que está ahora, mi misión será establecer y confirmar un tratado de paz entre nuestros dos reinos. Dentro del ánimo en que os habéis expresado, ¿estaríais dispuesto a tratar de influir sobre vuestro padre para que acepte las condiciones de paz que le ofrece mi rey Enrique de Castilla?
—¿Son muy onerosas?
—Yo no las calificaría de onerosas, a pesar de que puedan parecerlo. Es cierto que pedimos a Navarra la cesión en rehenes de diversas plazas de la frontera, pero vos mismo, señor infante, sabéis que en más de una ocasión las tropas de vuestro padre se acantonaron allí como puntos de partida para invadir La Rioja. Por ello deseamos que haya un cinturón de plazas desmilitarizadas entre Navarra y Castilla que dé a ambos reinos la seguridad de no ser atacados.
—Señor de Ayala, en su momento os daré mi opinión definitiva, pero estoy dispuesto a ejercer mis buenos oficios cerca del rey de Navarra, mi padre.
Cumpliendo las órdenes recibidas, entregué el infante Carlos a su padre, el rey de Navarra, en Olite. Este agradeció mis gestiones pero lo hizo con el lenguaje de quien recibe algo que le es debido, como si yo fuere un criado obligado a servirle en cuerpo y alma sin recibir nada a cambio. No me dejé intimidar con su fría cortesía puesto que tenía que cumplir el segundo de mis cometidos.
Yo noté que, a medida que su vista avanzaba por las líneas del escrito que contenía la propuesta de paz, su cara iba reflejando una cólera creciente. Por un momento pensé que iba a estallar y que de su boca saldrían toda clase de improperios contra mí y contra mi rey, pero Carlos pudo hacer el esfuerzo preciso para contener su ira. Por ello me adelanté a la que hubiere de decirme.
—Mi rey desea tener con vos una reunión para acordar definitivamente la paz entre los dos reinos y os propone reuniros con él en la villa de Briones, que reúne las condiciones apropiadas.
Me miró con ojos que querían taladrarme y, tras un momento, me habló muy secamente.
—Sea como vuestro rey desea. Decidle que nos veremos en la villa de Briones. Que marque el día y yo acudiré a su cita.
Se fijó la fecha de la reunión entre Carlos y Enrique. Este, a pesar de encontrarse con un fuerte dolor producido por su mal de piedra, se puso en camino a Briones, y al llegar a Santo Domingo de la Calzada se alojó allí para esperar que le comunicaran la llegada del rey Carlos a Briones. Pero sus males se agravaron impidiéndole firmar el tratado de paz acordado.
—Juan —le dijo a su hijo—, irás tú a Briones para recoger la firma de Carlos. Cuida de que acepte todas las condiciones acordadas. Supongo que las sabes.
—Sí, padre y señor mío. El rey Carlos deberá comprometerse a abandonar la idea de invadir La Rioja, no podrá dejar pasar por Navarra a ningún ejército de ningún otro reino que deseara hacerlo para combatir a Castilla, y nos dejará en rehenes las villas de Los Arcos, Viana, Estella y Lerín, que serán guardadas por guarniciones castellanas. ¿Deseáis algo más?
—Quiero que sepas que he nombrado a Pedro López de Ayala como merino mayor de Guipúzcoa en agradecimiento por su excelente gestión en la liberación del infante Carlos de Navarra y de su reunión con su padre. Cuida de que este nombramiento llegue cuanto antes a sus manos. Nos ha servido muy bien y es de justicia agradecérselo cumplidamente.
En Briones, el príncipe Juan no se salió del guion marcado por su padre y advirtió con firmeza a Carlos de Navarra que estaba obligado a cumplir todo lo pactado. En virtud de ese tratado, Navarra quedaba sometida a la política exterior castellana.
Durante todo el tiempo en que se llevaron a cabo las gestiones de paz con Carlos de Navarra, Enrique apenas se movió del lecho. Hacía algunos años que presentaba dolores muy fuertes en los nudillos de las manos, en los dedos de los pies y en los tobillos. Cuando montaba a caballo, los simples movimientos de afianzarse sobre los estribos, esgrimir la espada o empuñar la lanza le producían dolores muy vivos, semejantes a millares de alfileres que se clavaran en las junturas de sus huesos. Si bien estos dolores no eran nuevos, en aquellos momentos la violencia con que los padecía sobrepasaba a los anteriores, ya que ahora eran más frecuentes, más dolorosos y tardaban más tiempo en aliviarse. Sus físicos le habían aconsejado el empleo de sinapismos de harina de mostaza en agua tibia, pero su efecto era muy fugaz.
En las últimas semanas, sus sufrimientos se agravaron. Los dolores se hicieron terebrantes, se iniciaban en las zonas lumbares y se extendían hacia delante y abajo, hasta llegar hasta las mismas bolsas escrotales. En ocasiones orinaba sangre, cuando sus dolores culminaban en fuertes alfilerazos a todo lo largo de su meato urinario y únicamente se aliviaban al expulsar con la orina algún pequeño granito duro, parecido a cristales del tamaño de un grano de mijo. La primera vez que expulsó uno de ellos, lo puso en la palma de su mano y se lo enseñó a su físico al mismo tiempo que le preguntaba.
—¿Qué es esto?
Este lo examinó cuidadosamente, palpándolo con las yemas de los dedos, notando su superficie rugosa, erizada de pequeñísimas excrecencias con aristas puntiagudas.
—Es una piedra renal, mi señor. No es extraño que os quejéis. Tocadla vos mismo y notaréis que está cubierta de unas púas pequeñísimas y muy afiladas. Ellas son las que, al pasar por los conductos por los que se expulsa la orina, los rasgan y os producen ese dolor, semejante al corte de una cuchilla afilada.
Calló un momento el físico mientras seguía examinando el pequeño cálculo que mantenía en la palma de su mano. Después se dirigió de nuevo al rey Enrique.
—Señor, tenéis con toda seguridad una predisposición gotosa.
—Explícamelo para que yo lo entienda.
—Vuestra orina es incapaz de expulsar los malos humores que se forman en vuestro cuerpo. Ellos se condensan alrededor de vuestras junturas de los dedos de las manos, de los pies y de los tobillos, formando en estos sitios los nudos que os duelen tanto. También vuestros malos humores se concentran en vuestros riñones y se concretan en estas piedrecillas.
—No he comprendido mucho de tu jerigonza, pero en lo poco que os he entendido llego a la conclusión de que no puedo expulsar los malos humores que se han apropiado de mí, ¿es así?
—Más o menos, mi señor.
—Te he mandado venir para que, además de darme tus explicaciones, me apliques los mejores remedios. ¿Qué vas a mandarme hacer?
—Señor, tomaréis baños calientes por la mañana y por la noche mientras tengáis los dolores que os aquejan y os aplicaréis sinapismos de mostaza con pimienta negra también dos veces al día. Y, por otra parte, os privareis de alimentos que sean fuertes y fibrosos.
—¿Y cuáles son esas comidas?
—Las de todos los animales tanto de pelo como de pluma.
Pero la enfermedad del rey no se atemperó, antes bien al contrario; sus síntomas fueron cada vez más intensos. La deambulación se le hizo imposible y apenas podía calzarse por el daño que le producían sus zapatos. Únicamente conseguía hacer descansar sus pies doloridos calzando unos borceguíes de seda bordados con hilos de plata y oro que el rey de Granada, enterado de sus males, le había enviado.
Ya a última hora, sus riñones fallaron y apenas excretaban una mínima cantidad de orina de color rojizo. La piel adquirió una tonalidad pálida, terrosa, y apareció una hinchazón dura en sus miembros e incluso en su abdomen. Perdió las fuerzas y apenas comía. Solo toleraba pequeñas cantidades de agua. Gran parte del tiempo lo pasaba sumido en un sopor inquieto, como si le atormentaran terribles pesadillas. Su respiración se volvía más fatigosa y su corazón latía cada vez con menos fuerza. La noche víspera de su muerte, su hijo Juan, viendo que a su padre no le quedaba mucha vida, no se apartó de su cama. Se sentó a la cabecera y mantuvo entre sus manos las de su padre, cada vez más frías. En algún momento de esta vigilia, Juan se percató de que el enfermo quería hablarle y acercó su oído a los resecos labios de su padre.
—¿Qué queréis, señor y padre mío? Decidme, que os escucho.
—Quiero que cumplas mi último deseo, que yo no voy a poder desempeñar.
—Decidme, que yo lo haré en vuestro nombre aunque me cueste la vida.
—No, Juan, no será tan costoso. En Castilla hay todavía cautivos procedentes de Navarra, Aragón y Portugal. Déjales libres sin que medie rescate alguno, y además ayúdales con viáticos para el camino, sobre todo a los que tengan sus casas en tierras lejanas. No quiero presentarme ante Dios sin haber soltado a todos los prisioneros de guerra que penan en mi reino de Castilla.
—Confiad en mí, padre mío. Hoy mismo daré órdenes para cumplir vuestros deseos.
Finalmente, en la madrugada de aquella larga noche que tan costosa se le hacía al rey Enrique, este cayó en un profundo sopor y su corazón, cansado de latir, se paró suavemente. Aquello ocurrió en la ciudad de Santo Domingo de la Calzada, el día 24 del mes de septiembre del año del Señor de 1379.