De cómo el rey Enrique conjuró los peligros interiores y asentó el reino de Castilla de acuerdo a su buen parecer
En aquel año de 1375 un aura de paz, la llamada pax ibérica, sopló sobre todos los reinos de la Península, entre los que Castilla se había colocado en lugar preeminente gracias a las hábiles diplomacias de Enrique, aconsejado en todo momento por la Curia Regia.
En el interior, el rey mejoró la administración de la justicia y saneó la hacienda. En el primer ámbito, se prohibió condenar a un reo sin darle la oportunidad de defenderse ante el tribunal que le juzgare. En el segundo, estableció una política destinada a subsanar el déficit del tesoro real, entre las que la necesidad de devaluar la moneda no fue la menos importante.
Enrique convocó a Cortes con mayor frecuencia que en reinados anteriores. En Toro, las ciudades pidieron al rey la exclusión de los judíos del ejercicio de todos los oficios, la prohibición de participar en las rentas reales y su alejamiento de las poblaciones, confinándolos en barrios propios, las juderías. Todas estas pretensiones indicaban el profundo sentir antisemita del reino, que provocó varios incidentes violentos. Enrique era proclive a mantener una tolerancia con este pueblo y tuvo que frenar los desmanes acaecidos en Andalucía y otras partes. Fue en esta ocasión cuando, en medio de una de las sesiones del Consejo Regio, el rey me preguntó:
—Pedro, ¿hay aljamas judías en tu señorío de Ayala?
—No, alteza, pero sí hay una comunidad hebrea en la ciudad de Vitoria y varias familias judías en algunos de los pueblos de La Llanada.
—¿Y tenéis problemas con ellos?
—No, mi señor. Hemos conseguido que vivan tranquilos en el barrio que precisamente se llama de la Judería, dedicados a atender sus tiendas sin que nadie les moleste.
—¿A qué se dedican?
—En sus comercios pueden encontrarse las mercancías más variadas, aunque en general son tejidos y sedas de Oriente y también lanas de Castilla, como los paños de Segovia. En Vitoria el físico más afamado es un judío que aprendió su profesión en Oriente, concretamente en la ciudad de Bagdad. Tiene fama de sanador y goza de la confianza de las muchas familias importantes que le han llamado a la cabecera de sus parientes enfermos.
—Entonces, no tenéis ningún problema de relación con ellos.
—No, alteza. Su género de vida entre nosotros cumple uno de los textos del profeta Isaías.
—¿Y qué dice tal texto?
—Lo leí hace mucho tiempo y me gustó tanto que me lo aprendí de memoria.
—A ver, recítamelo.
—Con mucho gusto, mi señor. Isaías dice así:
Y convertirán sus espadas
en rejas de arados
y sus lanzas en hoces:
no alzará espada
nación contra nación,
ni se ensayarán más
para la guerra.
El rey Enrique escuchó mi breve recitativo sin hacer ningún comentario. Tampoco lo hicieron los restantes miembros del Consejo. Finalmente, fue Pedro González de Mendoza quien rompió el silencio reanudando la discusión sobre el resto del temario que quedaba pendiente. Cuando terminamos nuestra reunión, Pedro González de Mendoza tomó mi brazo por el codo.
—¿Desde cuándo tenías preparado ese pasaje de la Biblia?
—Sabe el cielo que no me aprendo los versículos de las escrituras para hacerlos caer para adornar mis conversaciones tanto si vienen a cuento como si no. Pero en esta ocasión, como le he dicho al rey, al hablar de las condiciones de vida de los judíos de Vitoria, me han venido a la memoria y, puesto que el rey ha querido oírlos, se los he dicho. La cosa es así de sencilla.
Para cumplir todo el programa de su gobierno, Enrique se apoyó en la llamada «nobleza de servicios», es decir, en los que habíamos recibido sus favores en los primeros tiempos de su reinado, integrada por hombres como Pedro González de Mendoza o yo mismo. Fuimos también nosotros los que apoyamos la alianza con Francia frente a Inglaterra en las sesiones de la Curia. La razón era obvia y me tocó a mí realizar su exposición.
—Señores, en estos momentos el Consejo Real inglés ha reconocido como rey de Castilla al duque de Lancaster, Juan de Gante, casado con Constanza, una hija del anterior rey Pedro. Esta decisión se ha visto reforzada por el matrimonio de su hermano Eduardo de York con Isabel, la hermana de Constanza.
»También sabemos —agregué— que el duque de Lancaster ha desembarcado con sus tropas en Calais con intención de atravesar Francia de norte a sur y entrar en Castilla.
—¿Por dónde? —preguntó uno de los reunidos.
—Posiblemente a través de Navarra, apoyándose en la entente que el rey Carlos mantiene con Lancaster. Pero tampoco hay que olvidar que también puede hacerlo por Aragón.
—Bien —intervino Enrique—. Pensemos cómo vamos a responder a estos movimientos. Salvo que tengáis una mejor resolución, formaré una flota aliada con nuestros barcos y los franceses para atacar a los navíos ingleses que están en el puerto de La Rochela. Si con ello conseguimos desbaratar su flota, dejaremos a los ingleses sin poder salir de su isla y tendremos expedito el mar para que nuestros barcos sigan comerciando con los puertos del norte de Europa. Y por tierra situaremos un ejército en La Rioja, cerca de Bañares, dispuesto a parar al de Lancaster tanto si entra por Navarra como por Aragón.
El rey se dirigió a mí con una sonrisa.
—Pedro, me agradaría seguir a Isaías en las palabras que recordaste de él hace unos días, sobre todo en las que aconseja convertir las espadas en rejas de arados y las lanzas en hoces, pero por ahora no puede ser.
Los planes de Enrique salieron con exactitud matemática. La flota coaligada de franceses y castellanos derrotó a la inglesa, hundiendo y destruyendo la mayoría de sus barcos, haciendo un gran número de prisioneros y apoderándose del tesoro inglés que llevaba la nave capitana. En cuanto al ejército del duque de Lancaster, en su camino de Calais hasta Burdeos desertó más de la mitad de sus efectivos, lo que le obligó a desistir de su empeño y a volverse a Inglaterra.
—Bien, bien —dijo Enrique al saber esta última noticia—. Pere ha perdido uno de sus puntales, veremos ahora cuál va a ser su próximo paso.
El rey aragonés, sin el apoyo de los ingleses y con las reticencias con que le contestó Carlos de Navarra, pensó en aquellos momentos en acudir a Roma en petición de apoyo, pero el Papa le aconsejó que hiciera las paces con Castilla. Ante las puertas cerradas del resto de los reinos hispánicos, Pere hizo de tripas corazón y anunció a Enrique de Castilla el envío de dos compromisarios para discutir la forma de eliminar, o al menos atenuar, las diferencias de ambos reinos.
Al recibir esta misiva, Enrique nos encomendó a Álvaro García de Albornoz y a mí para recibir y estudiar las propuestas que traían los emisarios del rey aragonés y tratar de llegar a un principio de acuerdo. Nuestro rey también deseaba terminar con aquella interminable contienda que estaba arruinando a ambos países y causando demasiadas muertes. Una vez nombradas ambas comisiones se acordó que nos reuniríamos con los aragoneses en Soria.
Unos días antes de encontrarnos con ellos, Enrique nos dio sus instrucciones señalando hasta dónde estaba dispuesto a negociar con Pere de Aragón.
—Decid a los aragoneses que estoy dispuesto a fijar unas líneas fronterizas inamovibles entre nuestros dos reinos y que, salvo Molina y Requena, que siempre han sido castellanas, no reclamaré nada más, que firmaré con él una paz indefinida y que ofrezco que se celebre el matrimonio de Juan, mi hijo y heredero, con Leonor, la hija del rey Pere como garantía de estos pactos, con la esperanza de que esta unión sea una ratificación de la paz entre ambos reinos.
—Señor —quise advertir al rey—, vos recibisteis ayuda del rey Pere de Aragón en tiempos pasados, cuando estabais en guerra con vuestro hermanastro. Esta es una deuda que el rey de Aragón pretenderá cobrar. De hecho, ya la ha reclamado más de una vez.
—Sí, es cierto. Trasmitid a los delegados aragoneses que estoy dispuesto también a tratar y finiquitar este asunto, incluso ahora mismo, si ellos traen poderes de su rey para negociar el importe de aquella deuda.
Las discusiones dieron lugar a debates muy amplios ya que ni unos ni otros deseábamos dejar nada pendiente. Por fin, llegamos a un acuerdo.
—Señor —le dije al rey—, Pere de Aragón acepta devolver a Castilla para siempre jamás Requena y Molina, dejando así trazada la línea divisoria entre ambos reinos, y se compromete a no hacer más reclamaciones territoriales si vos estáis conforme con este señalamiento de límites.
—Está bien, seguid.
—En cuanto a la antigua deuda existente entre vos y el reino de Aragón —intervino García de Albornoz—, el rey Pere solicita la entrega de 380.000 florines de oro. De ellos, 200.000 corresponderían a la devolución de vuestra deuda con él y el subsiguiente pago de intereses, y los otros 180.000, por importe de los territorios anejos a las villas que retornan a Castilla y el pago de algunos gastos por obras realizadas recientemente en los bastiones de la villa de Molina.
—Me parece que en estas cifras a Pere se le ha pasado la mano un tanto. Pero las aceptaremos. Prefiero pasar por un poco tonto si termino así las luchas entre nuestros dos reinos.
—También nos proponen establecer una amplia libertad de comercio entre ellos y nosotros, con disminución de portazgos y alcabalas para las mercancías que se trasiegan entre ambos reinos.
—Bien, este es un asunto que nos obligará a detallar la menta y el comino en nuestras cuentas, sobre todo en las ocasiones en que las diferencias entre los flujos de mercancías sean muy abultados. Pero a ambos nos conviene terminar todos estos asuntos en paz. De todas maneras, daremos nuestro refrendo a reserva de discutir los detalles más adelante.
—Los compromisarios aragoneses venían también con la propuesta de confirmar el enlace matrimonial entre Castilla y Aragón a través de Juan, nuestro príncipe heredero, y la infanta Leonor de Aragón. Apuntan la posibilidad de que el matrimonio se celebre en la ciudad de Soria por ser la población castellana más cercana a su reino. Esto es todo, señor.
Enrique se levantó de su asiento y nos tomó por los hombros a los dos.
—Os agradezco la forma con que habéis llevado estas negociaciones. Ahora he de encomendaros otra negociación no menos importante.
—Vos diréis, señor.
—En estos momentos, hechas las paces con Aragón, solo queda resolver los problemas con Navarra para terminar todas las diferencias con nuestros vecinos. Carlos de Navarra es mucho más torcido que Pere de Aragón. A este se le ve venir, sea en paz sea en guerra, pero Carlos es de otra pasta y nunca puedes saber si está delante o detrás. ¿Se os ocurre qué debemos hacer con él?
—Se trataría de hacerle comprender —intervine— que, una vez en paz Castilla con todos los demás reinos, entrar en guerra con Navarra sería para él una derrota segura, ya que nuestros ejércitos son superiores al suyo.
—¿Estás de acuerdo con Ayala? —preguntó el rey a Álvaro García de Albornoz.
—Sí, esa es también mi opinión. Carlos de Navarra es capaz de pactar una vez más con el duque de Lancaster y dejarle pasar por su territorio para atacar a Castilla.
—Si pensáis así los dos, merecerá la pena utilizar la diplomacia y dejar por esta vez las armas quietas. Así que id a ver al rey Carlos y decidle que deseo estar en paz con el reino de Navarra, por lo que deberá dejar libres de la presencia de sus soldados las ciudades de Vitoria, Salvatierra y Logroño, que nos pertenecen. Que le serán entregadas 20.000 doblas de oro por las costas de las labores que ha empleado en estas ciudades y que, para sellar esta paz, le propongo la alianza matrimonial de su hijo y heredero, el príncipe Carlos, con mi hija Leonor, a la cual le tengo asignada una dote de 100.000 doblas de oro.
Con este trato, fruto de una política de treguas con todos los reinos vecinos, el rey Enrique encontró la paz para su reino de Castilla.
Durante el año siguiente, la paz se mantuvo entre los reinos hispanos. Las relaciones de Enrique de Castilla y Pere de Aragón eran, si no cordiales, al menos atentas. Con Portugal, Enrique siguió la política matrimonial que tan buen resultado había tenido en Aragón y Navarra. Se comprometió con el rey de Portugal a casar a sus dos hijos bastardos, Alfonso y Fadrique, habidos en la larga relación que mantuvo con Elvira Íñiguez de la Vega, con las infantas Isabel y Beatriz de Portugal. El portugués aceptó, aunque dada la escasa edad de los futuros contrayentes, ambos matrimonios se pospusieron durante unos años más.
Los contactos con Inglaterra se mantenían en una entente por ambos lados, a pesar de que unos barcos ingleses habían apresado en el mar del Norte las naves Santa María de Bilbao y la San Nicolás de Ondárroa, procedentes de Flandes. El incidente se zanjó con unas explicaciones por parte de los ingleses. El clima entre ambas naciones mejoró lo suficiente como para que durante unos años los navíos castellanos e ingleses tuvieran libertad para entrar y abastecerse en los puertos de ambos reinos.
Pero las circunstancias de la guerra entre Francia e Inglaterra cambiaron las tornas. El reino francés atrajo a Castilla para unir sus naves a una flota formada por barcos franceses y portugueses. Después, embarcó en ellas un ejército de seis mil hombres, con los que atacó las costas meridionales inglesas, donde destruyeron algunos pueblos costeros y saquearon varias ciudades volviendo sin apenas pérdidas a sus puertos de partida. Al año siguiente la flota francocastellana asaltó la isla de Wight y varios puertos sin que la flota inglesa pudiera impedirlo.
Aquel mismo año, llegó a la corte de Castilla una noticia que tuvo una gran repercusión en todos los reinos de la cristiandad.
Desde hacía más de cuarenta años, a raíz de la elección como papa del arzobispo de Burdeos, la sede pontificia se había trasladado a Aviñón, en Francia, donde se levantó un palacio fortaleza como residencia de los papas. Se había justificado este traslado por el clima de revueltas nobiliarias al que estaba sometida la ciudad de Roma. A este periodo se le conoció como «el cautiverio de Aviñón», en paráfrasis del destierro de los judíos en Babilonia.
No faltaron voces que se dirigieron al Papa para que restituyera su domicilio en Roma abandonando la larga provisionalidad de Aviñón. Quizá la voz más autorizada fue la de la monja Catalina de Siena, que consiguió con sus ruegos que el papa Gregorio XI retornara a su residencia romana, traslado que el rey de Francia y los cardenales de esta nacionalidad no vieron con buenos ojos, ya que supondría una pérdida de la influencia que los cardenales franceses habían tenido hasta entonces en la política de la Iglesia.
A la muerte de Gregorio XI, la elección del cónclave, presionado por el pueblo romano, que no quería otro Papa francés, recayó en el arzobispo de Bari, Bartolomeo Prignani, que tomó el nombre de Urbano VI. Esta elección, realizada en una tensa situación por los disturbios que vivía Roma, hizo que algunos cardenales declararan su elección nula y que, en una nueva votación, nombraran papa al cardenal Roberto de Ginebra, quien tomó el nombre de Clemente VII. Este ordenó la retirada de la obediencia a Urbano, quien respondió excomulgando a Clemente y a sus seguidores, que habían establecido su sede papal en Aviñón.
Ambos papas reclamaron para sí la obediencia de las cortes cristianas de Europa. De ellas, el Sacro Imperio y los reinos de Hungría, Polonia, Suecia, Dinamarca e Inglaterra, y los ducados de Bretaña, Flandes e Italia confirmaron su obediencia a Urbano, mientras que los reinos de Francia y Nápoles abrazaron la causa de Clemente.
Los enviados de ambos llegaron a Castilla y presentaron a Enrique los argumentos por los que Castilla debía acatar la autoridad del pontífice que les había enviado. Enrique, antes de tomar una posición, quiso aconsejarse. A tal efecto llamó a consultas a los prelados de Burgos, Sevilla y Valladolid, así como a los abades de Silos, Arlanza y Santa María de Huerta. A este conjunto de eclesiásticos, Enrique quiso agregar a varios nobles eligiéndonos para tal efecto a Pedro González de Mendoza, a Álvaro García de Albornoz y a mí.
Primero, el arzobispo de Burgos expuso, en nombre de los eclesiásticos presentes, los argumentos en que uno y otro papa se apoyaban para que prevaleciere su autoridad. Entre los pareceres que tuvimos la ocasión de escuchar fue la del anciano prior de Silos la que me pareció más puesta en su punto.
—Señor, no va a ser fácil acertar en esta elección. Desgraciadamente en la Santa Madre Iglesia hay veces que se adoptan decisiones que no corresponden del todo al mejor servicio de Dios. No conozco a los cardenales que han elegido como pontífice de la Iglesia a Urbano, ni a los que se han inclinado por Clemente, pero temo que unos y otros electores estaban condicionados por razones que nada tienen que ver con el mejor servicio al pueblo de Dios. Dudo de que no hayan influido factores de procedencia y de poder político en ambos grupos. Creo que el ser italiano o francés ha podido ser determinante y también el deseo de obtener la protección del poder terrenal, sea de los reyes o del mismo emperador. Perdonadme, alteza, por no poder daros un consejo claro en estas circunstancias, pero en verdad os digo que para mí mismo no lo tengo.
Como ninguno de los demás monjes y prelados tampoco se definieron con claridad, pedí al rey oportunidad para hablar a la concurrencia.
—Si nuestros doctores de la Iglesia no pueden dar una opinión sobre esta situación que atañe precisamente a su propia disciplina interna, sería muy imprudente que nosotros, los caballeros de Castilla, nos inclinemos por una u otra obediencia sin tener una base más sólida. Señores, si aceptáis mi consejo, guardemos nuestra opinión hasta que la situación en la cabeza de la Iglesia se aclare un poco más y podamos ver, según el desarrollo de los acontecimientos, cuál debe ser nuestra decisión.
—Entonces, ¿qué contestación debemos dar a los que han venido en nombre de uno y otro pontífice? —me preguntó Álvaro García de Albornoz.
—Que deseamos estudiar y meditar más y mejor este asunto, que se nos presenta confuso y enmarañado. Que rogamos a Dios por que los cardenales de la curia hallen cuanto antes una solución pues la prolongación de esta bicefalia nada beneficia a la Santa Iglesia.
Cayeron bien mis palabras entre todos, pues vi gestos de asentimiento en muchas de las caras de los eclesiásticos y también en el rey Enrique, que cerró la asamblea.
Después, en un aparte, el rey me dedicó un elogio.
—Me ha parecido muy prudente tu resolución, Pedro López de Ayala, y, tal como has dicho, así se hará saber desde Castilla a cuantas embajadas llegaren de Roma y de Aviñón y, mientras no nos lleguen mejores argumentos, también al resto de los reinos cristianos de Europa.
Mi labor diplomática no terminó aquí. En aquel año, 1376, se había abierto un contencioso entre dos personalidades muy importantes, una del reino de Castilla y otra del de Aragón. El primero era el señor de Cameros, Juan Ramírez de Arellano, muy querido del rey Enrique. Y el otro, Francisco de Perellós, a quien Pere de Aragón había cedido las poblaciones de Épila y Rueda en premio a la ayuda recibida frente al ejército de Pedro de Castilla. Tanto uno como otro acudieron en súplica a sus respectivos señores. El ambiente estaba enconado como para prever que ambos consideraran la situación como un casus belli. Entonces el rey me volvió a llamar.
—Pedro, vuelvo a necesitar que emplees tus buenos oficios ante Pere de Aragón. ¿Tú conociste a Juan Ramírez de Arellano?
—Sí, mi señor. Un navarro tenaz y tozudo, pero un valiente donde los haya. Recuerdo que en Nájera peleó como un bravo y que os cedió su caballo para poneros a salvo.
—Sí, así fue. Pues bien, en estos momentos Arellano tiene un contencioso con Francisco Perellós, el vizconde de Rueda. Hace un tiempo me pidió que intercediera en su favor cerca del rey Pere, pero su oponente ya había pedido el favor del rey de Aragón. Traté de recurrir ante este, pero rechazó sin contestar las cartas que le mandé en demanda de intercesión y, lo que es peor, cuando quise insistir me contestó utilizando unas palabras y tonos inadmisibles.
—¿Qué queréis que haga, señor?
—Yo sé el buen concepto en que te tiene Pere desde que Fadrique y tú le visitasteis en Barcelona durante el viaje de la princesa Blanca de Borbón a Castilla. Estoy seguro de que te recibirá, si no con alegría, pues al fin y al cabo vas a ir en mi nombre, al menos con cortesía. Aprovecha esta circunstancia para tratar de llegar a una avenencia en este asunto.
Me pareció algo peliaguda la embajada, sobre todo cuando Pere de Aragón no había hecho caso de sus primeras cartas, pero me apresuré a ir a la corte aragonesa.
Al llegar a Barcelona encontré alguna dificultad en conseguir que el rey me recibiera pero insistí y conseguí una audiencia con él. Percibí que, antes de exponerle mi cometido, debía vencer su aversión.
—Alteza, mi señor el rey Enrique me ha enviado para rogaros vuestra mediación entre el señor de Cameros y el vizconde de Rueda. Os ruega que fijéis vuestra atención en un hecho que les une. Los dos sirvieron a vuestras altezas en la larga guerra que mantuvisteis frente al anterior rey de Castilla. Ambos os prestaron buenos servicios entonces y ahora, desgraciadamente, están enfrentados. Estoy seguro, mi señor, de que no sería demasiado difícil llegar a un punto de acuerdo y evitar un enfrentamiento entre ellos.
—¿Te crees capaz de llegar a una avenencia entre ambos?
—Dejádmelo intentar al menos, señor.
El rey Pere me miró largamente y yo también mantuve clavados mis ojos en los suyos.
—Sea, puesto que lo quieres así. Quedas autorizado para ver a ambos cuantas veces lo consideres necesario. Yo me encargaré de que os reciban con buenas maneras. Id y participadme el resultado de vuestras gestiones.
Las predisposiciones de los caballeros no eran las más acordes con una solución negociada. Tuve que ir muchas veces de Roma a Santiago y de Santiago a Roma antes de sentar a los adversarios a la misma mesa y, cuando lo conseguí, aún tuve que templar muchas gaitas para encontrar una salida honrosa para ambos. Aquel difícil paso puso a prueba mis buenos oficios, pero al fin pude evitar el peligro de unas graves diferencias entre ambos reinos.
Una vez terminada mi misión, quise despedirme del rey Pere de Aragón, mas este no me dejó marchar sin antes mostrarme su agradecimiento por la mediación.
—¿Tenéis mucha prisa por volver a vuestra casa? —me preguntó el rey.
—La necesaria para dar a mi señor don Enrique cuenta del cumplimiento de mis gestiones.
—No os entretendré mucho, señor de Ayala. Dentro de unos días se celebrarán unas justas en las que participarán los mejores caballeros de Aragón. ¿No os gustaría presenciarlas?
No tuve inconveniente en retrasar el regreso, ya que rechazar la invitación hubiera sido desairar al rey. Además me apetecía mucho presenciar aquel espectáculo. Y desde luego no me penó haberme quedado, pues los festejos fueron muy brillantes y las justas y torneos celebrados demostraron la preparación y destreza de los caballeros catalanes.
En el segundo día de los torneos tuve una sorpresa. Me había retirado ya a mi aposento tras presenciar las lizas cuando Martín de Arceniega, que me había acompañado en aquel viaje, me anunció que tenía una visita.
—Es un caballero francés que me dice llamarse don Martin d’Etang.
—¡Santo Dios, qué sorpresa! Hazle pasar enseguida —le contesté mientras me dirigía a la puerta a esperar a mi visitante, a quien recibí con los brazos abiertos.
Martin d’Etang era un caballero bearnés, miembro de las Compañías Blancas, que había peleado codo con codo conmigo en la segunda batalla de Nájera y con el que había compartido prisión a manos del Príncipe Negro.
—¿Qué os trae por aquí?
—He sabido de vuestra presencia y he querido hablar con vos, amigo mío. Desde mi país hasta aquí he pasado por Navarra, más concretamente por Pamplona, para resolver cuestiones que aquí no vienen al caso. En esta ciudad estuve alojado en la casa del conde de Obanos. Este me invitó a cenar y me obsequió con un excelente vino tinto de sus viñas. Pude apreciar que el conde es quizá el mayor consumidor de sus propias cosechas, lo cual por otra parte le honra como degustador, ya que todas las botellas que se abrieron fueron excelentes.
—Me alegra que un caballero francés sepa apreciar los caldos de nuestros reinos.
—Por supuesto que los aprecio, así como sus efectos. Porque al final de la cena el conde estaba muy inclinado a las confidencias. Me confesó que el rey Carlos de Navarra está preparando la invasión de La Rioja para anexionarse Logroño y que ya había pedido a Pere de Aragón su ayuda o, al menos, su neutralidad. Y algo hay de verdad en esta revelación, ya que al venir hasta aquí he comprobado que en todas las ciudades de la orilla navarra del Ebro se veía más gente de tropa de la habitual en un tiempo sin beligerancias.
Yo recordé que el rey Enrique había definido a su homólogo navarro como un hombre del que nunca puede saberse si estaba delante o detrás.
—Cuando regrese a Castilla, informaré al rey Enrique, amigo mío. Deberé citar vuestro nombre cuando me pregunte cuál ha sido la fuente de esta noticia.
—Naturalmente. He pensado que la Providencia me ha guiado para encontrarme con vos, aquí, en Barcelona y no he querido dejar que regresarais sin tener la oportunidad de hablaros.
—Amigo mío, os agradezco esta información que haré llegar a mi rey cuando vuelva.
Las fiestas aún durarían dos días más y yo había prometido al rey Pere quedarme en Barcelona hasta que terminaren. Pero como deseaba que Enrique estuviera avisado cuanto antes, le envié a Martín de Arceniega con una carta.
—No me coge desprevenido lo que nos cuenta Ayala en esta carta —comentó el rey Enrique a Pedro González de Mendoza, que estaba presente en el momento de recibir mi mensaje—. Menos mal que tenemos nuestras orillas del Ebro bien guarnecidas. No va a ser difícil contrarrestar las maniobras del rey de Navarra. Nos adelantaremos a sus planes y si la sorpresa no nos falla, en vez de que se apodere él de Logroño, nosotros ocuparemos Viana y Los Arcos.
Enrique reunió con urgencia a la Curia Regia, a la que hizo oír las confidencias que el caballero francés me había trasmitido.
—Como veréis, señores, el rey de Navarra se olvida otra vez de todos los tratados de paz y todas sus promesas de reconciliación que ha firmado con nosotros. Deseo deciros que esta vez le sentaremos nuestras manos y no pararemos hasta que su derrota le deje la evidencia de que no se pueden traicionar los tratados con Castilla.
Enrique confió a su hijo Juan el mando de un ejército que se había reforzado por cuatro mil lanzas y muchos hombres de a pie, entre ellos, ballesteros y lanceros de Vizcaya, Álava y Guipúzcoa. Todas estas tropas invadieron Navarra, arrasaron sus comarcas y ocuparon Pamplona causando a Carlos una completa derrota que le obligó a pedir el cese de la guerra.
Para lograr la paz con Carlos de Navarra hizo falta hacer encajes de bolillos. A Enrique había llegado la noticia de que Carlos de Francia tenía como rehén al hijo del rey navarro. También en aquella situación Enrique me encargó actuar como mediador.
—Si conseguimos que Carlos de Francia libere al heredero navarro podríamos obligar al de Navarra a aceptar más fácilmente nuestras condiciones para firmar la paz, ¿me entiendes?
—Perfectamente, mi señor.
—Entonces irás a Francia. Te daré cartas mías para su soberano, el rey Carlos, con mi ruego de que libere al hijo del rey de Navarra. Espero que también logres convencer a este.
—Lo intentaré, mi señor, y creo que no será más difícil que con Pere de Aragón.
—Me alegro, porque en cuanto lo consigas te presentarás a Carlos de Navarra, a quien entregarás a su hijo y le indicarás que a cambio de nuestra gestión quiero que nos firme un tratado de paz definitivo, sin ninguna restricción. Le pondremos unas condiciones tales que se le va a olvidar para toda su vida volver a tomar las armas contra nosotros, y mucho menos aliarse con ningún otro reino ni cristiano ni musulmán de la Tierra para volver a atacarnos.
—¿Pensáis pedirle rehenes?
—No, no quiero a nadie de su familia para ese papel. Sería capaz de dejarle desamparado por volver a las andadas. Le pediré las más importantes plazas fronterizas con Castilla, lo que seguramente tendrá más en cuenta que si nos dejara a su propia madre en prenda. Toma nota, Pedro. Le pedirás que nos deje en rehenes Tudela, Los Arcos, Viana, Estella y Lerín, y si se te ocurre alguna más, la pides también. Quiero establecer con estas plazas un cinturón de protección entre Navarra y Castilla para que se le olvide de una vez para siempre la idea de ponerse en guerra con nosotros. No rebajes ni un adarme de lo que te digo.
—Descuidad, señor, que así lo haré. ¿Dónde queréis firmar con él este acuerdo?
—Cualquier pueblo importante de la ribera castellana del Ebro servirá perfectamente para el caso. Proponle que le esperaré en Briones.