XXIV

De cómo los señoríos de Vizcaya y Lara recayeron por herencia en los reyes de Castilla

Al año siguiente de proclamarse Enrique rey de Castilla, murió su hermano Tello, señor consorte de Vizcaya, sin sucesión legítima, aunque había tenido dos hijos, Juan y Alfonso, procedentes de sendas bastardías con dos mujeres de la nobleza media de Castilla. Tello había dejado a Enrique como heredero de los señoríos de Vizcaya y Lara, pero este sabía que Tello no había sido su verdadero propietario, sino que los había regido como consorte de Juana Núñez de Lara, señora de Vizcaya a la muerte de su hermano Nuño.

Enrique no quiso seguir el ejemplo de su padre Alfonso ni de su hermano Pedro, quienes en algún momento de su vida ocuparon militarmente el señorío de Vizcaya y se autoproclamaron señores de ese territorio. Por tanto, decidió buscar la persona con mayor derecho al que pudiera corresponderle. Aquel mismo día comentó con su mujer este asunto.

—Juan Núñez de Lara y Fernán de Ayala mantuvieron siempre buenas relaciones personales —le recordó Juana Manuel—. Llama a Pedro López de Ayala, que es hombre versado en letras y en leyes. Estoy segura de que te resolverá este acertijo.

El rey me llamó al día siguiente.

—Pedro, muertos todos los descendientes de Juan Núñez de Lara, ¿podrías decirme a quién corresponde ostentar los señoríos de Lara y Vizcaya?

—Creo que sí, mi señor, mas dejadme estudiar antes la genealogía de ambas casas para daros una respuesta cierta. Desde ahora puedo afirmar que el heredero de ambos señoríos es la misma persona, ya que ambos títulos correspondieron en vida a Juan Núñez de Lara. Como ya no hay descendientes directos, habrá que indagar quién tiene en estos momentos el mayor derecho a ostentar esos señoríos. El rey me dio las gracias y acordó conmigo que, en cuanto hubiera terminado el estudio, le llevaría el resultado de mis investigaciones. No tardé en hallar la solución al problema que se me había confiado y le rogué que asistiera la reina para escuchar lo que hubiere de decirle.

—Entonces, ¿sabes ya a quién corresponde la herencia de Juan Núñez de Lara?

—Sí, mis señores. Aunque las genealogías parecen muy confusas al que se asoma por primera vez a ellas, espero tener la virtud de dejarlas claras a vuestros ojos.

Mientras hablaba, desplegué un pergamino donde había anotado mis hallazgos y rogué a los reyes que se acercasen a examinarlo.

—Vayamos al siglo XIII. Es señor de Vizcaya Diego López de Haro II, alférez mayor de Castilla en la batalla de Las Navas de Tolosa. Este tuvo dos hijas, Urraca y María, que casaron con dos hijos de la casa de Lara, Álvaro y Gonzalo. Un nieto de este último fue el primer Juan Núñez de Lara, quien se casó con Teresa, hermana de Diego López de Haro V, aquel al que llamaron el Intruso por haber usurpado el señorío de Vizcaya.

—¿No te has ido muy lejos?

—Esperad, mis señores, un momento, que todo se andará —repuse—. Juan Núñez de Lara y Teresa Díaz de Haro tuvieron un hijo, el segundo Juan Núñez de Lara, quien volvió a emparentar con la casa de Haro al casarse con su prima María Díaz de Haro, que no fue ninguna de las Marías que ocuparon el señorío, sino una hija del dicho Diego López de Haro que también se llamaba así.

—Bien, sigue hablando.

—Llego al final. Una nieta de Juan Núñez de Lara y de María Díaz de Haro fue doña Blanca de la Cerda y Lara.

—¡Dios mío, esa es mi madre! —exclamó Juana Manuel.

—Exactamente, señora, quien casó con vuestro padre, don Juan Manuel, y de la que sois heredera. Señora, permitidme ser el primero en presentar mis respetos a la primera reina de Castilla que es a la vez señora de Vizcaya y de Lara.

—¿De Lara también? —preguntó el rey con una sonrisa en su cara.

—Sí, mi señor. Blanca de la Cerda y Lara es heredera de todos los títulos de Juan Núñez, ya que la estirpe masculina de este está extinguida al morir todos sus hijos sin descendencia.

Mi declaración había terminado dejando en Enrique una sonrisa entre divertida y complaciente y en Juana, un gesto de sorpresa. Al ver que los reyes no parecían querer añadir nada, pedí venia para retirarme y abandoné la sala.

—¿Qué impresión tienes al ser heredera de los dos señoríos más importantes de Castilla? —le preguntó Enrique a Juana, que no había hecho más comentarios.

—No lo sé; no sabía que pudiera tener tales derechos. Las palabras de López de Ayala me han cogido de sorpresa.

Juana quedó callada meditando el alcance que aquel descubrimiento suponía para ella. Luego se dirigió a su marido.

—Ser señora de Vizcaya en estos momentos sería una carga para mí. Estoy muy cansada y no me encuentro con las fuerzas suficientes para adquirir esa preocupación.

—Puedes hacer como tu sobrina Juana de Lara. Descuidar tu trabajo en tu consorte.

—¿En ti? Sí, sería una solución, pero estoy pensando en otra. Nuestro hijo Juan será llamado en su momento a ser rey y heredará Castilla y estos señoríos. Ese día deberá desempeñar bien el papel de rey. Pues bien, que lo aprenda siendo señor de Vizcaya.

Así fue como el infante Juan adquirió, con trece años, el señorío más antiguo de Castilla. Se enviaron mensajes a las Juntas de Vizcaya para comunicar la solución a la acefalia del señorío desde la muerte de Tello. Jacobo de Ibargüen, pariente mayor de las Juntas, aceptó la propuesta real y pidió que se confirmara en el acto de hacer «los juramentos y prometimientos confirmando sus privilegios e usos e costumbres e franquezas e libertades e fueros e tierras e mercedes».

Tras acordar con el rey la cesión de Vizcaya a su hijo, la reina Juana me llamó.

—Pedro, necesito que nos hagas un gran servicio. Como sabes, he cedido mis derechos sobre Vizcaya a mi hijo Juan. Es muy joven y, aunque tiene una gran disposición, necesita que alguien le oriente. Tú nos has demostrado que conoces muy bien el terreno y me agradaría que fueras su consejero y mentor más directo hasta que termine de madurar y pueda emplear su criterio con sensatez.

—Está bien, mi señora. Os agradezco vuestra confianza. ¿Qué es lo que esperáis de mí?

—Muéstrale, tú que lo conoces bien, cómo es el señorío que va a detentar y acompáñale a ir allá a prestar los preceptivos juramentos.

—Seréis complacida, mi señora.

—Gracias, Pedro López de Ayala; sabía que podía confiar en ti.

Juana quedó sola en su habitación. Hacía tiempo que ya no se encontraba bien, había perdido el apetito, no tenía las fuerzas ni los ánimos de otrora y se encontraba cansada al más mínimo esfuerzo. Ya no tenía la energía de aquellos momentos en los que acompañaba al rey en sus galopadas por Castilla. Aunque la reina Juana había prometido a Jacobo de Ibargüen que iría a Guernica con su hijo a cumplir los protocolos necesarios para que fuera jurado y aceptado, su salud se agravó y después, su muerte, ocurrida en Toledo, fue causa de que se retrasara el cumplimento.

Dos años más tarde, ocurrió un incidente que comprometió la solución que yo había expresado a los reyes. Un caballero francés llegó a Burgos y pidió audiencia al rey Enrique para entregarle un escrito.

—Señor, me envía la señora María de Lara, condesa viuda de Alençon, hija de don Fernando de la Cerda y de doña Juana de Lara, hermana por tanto de don Juan Núñez de Lara, el último señor de Lara y de Vizcaya, quien, como veréis en el presente escrito, reclama para sus hijos esos señoríos.

Enrique tomó los documentos que le entregaba el caballero y comenzó a pasar su vista por ellos.

—Señor, la carta de la señora condesa viuda de Alençon tendrá la atención que se merece. Yo os prometo que haré examinar este escrito y que os daremos una pronta respuesta.

El caballero aceptó las palabras del rey y se retiró. Inmediatamente Enrique me hizo llamar para hacerme entrega de aquella reclamación.

—Pedro, necesito que me indiques si tienen alguna razón suficiente para que yo los tome en consideración, pues esto contradice lo que dijiste hace un tiempo y deseo estar seguro para tomar una determinación.

Un tanto escocido por el tono de la voz del rey, estudié cuidadosamente los escritos que ponían en tela de juicio mis conclusiones. María de Lara, condesa viuda de Alençon, casó en primeras nupcias con el conde Evreux, con quien tuvo un hijo que sucedió a su padre en ese título. Posteriormente casó en segundas con el conde de Alençon, hermano del rey Felipe de Francia, al que dio muchos hijos que se dedicaron al ejercicio de las armas o al servicio de la Iglesia.

María de Lara justificaba su demanda detallando la línea sucesoria en razón de una mayor proximidad de linaje. Es decir, una vez desaparecida la descendencia directa de Juan Núñez de Lara y puesto que sus hermanas Blanca y Margarita habían muerto, correspondía la sucesión no a la descendencia de Blanca, casada don Juan Manuel, o sea a Juana Manuel, mujer de Enrique, sino a la de María, condesa viuda de Alençon. Sin embargo, esta forma chocaba con el derecho de sucesión que se seguía en Castilla, donde siempre era preferida la línea directa de padres a hijos a la colateral de hermano mayor a hermano menor. Seguro del terreno que pisaba, así se lo hice ver al rey Enrique.

—Como siempre, Pedro, me has sacado de apuros. Ahora daré la contestación adecuada a este caballero para que se la lleve a su señora. ¿Puedo preguntarte cuál sería en tu opinión la más acertada?

—Teniendo en cuenta que vuestra esposa tiene todo el derecho a ostentar los señoríos de Lara y Vizcaya y, por otro, las pretensiones de la duquesa de Alençon, emparentada con el rey de Francia, con el que Castilla tiene buenas relaciones, creo que sería mejor dar una contestación política que no una solución judicial.

—¿A qué llamas tú una solución política?

—Muy fácil, mi señor. Si os parece, proponed a la señora condesa de Alençon que mande a dos de sus hijos establecerse en Castilla y que, una vez probada su firme decisión de ser castellanos, permaneciendo en el reino de Castilla el tiempo que se les indicare, el rey daría a uno la casa de Lara y al otro la casa de Vizcaya.

El rey Enrique no salía de su sorpresa.

—Mi señor, ninguno de los hijos de la señora condesa de Alençon vendrá a Castilla, ya que todos tienen grandes heredades en Francia, pues ostentan los tres condados más importantes de aquel país, Étampes, Alençon y Perche. Y los que sirven a la Iglesia son los prelados de las archidiócesis de Lyon y de Rouen, las más importantes de Francia.

Entonces sí encontró Enrique atinada mi respuesta. De hecho, cuando se la hizo llegar al caballero enviado por la condesa de Alençon, este se quedó un tanto desorientado, pero prometió al rey que haría llegar a su señora su propuesta. Fuera porque a la condesa de Alençon le convencieran los argumentos de Enrique, fuera porque ninguno de sus hijos deseaba abandonar sus posesiones en Francia, o quizás porque no se atrevieran a venir a Castilla a plantear una discusión sobre unos derechos no muy claros, el caso es que ni doña María de Lara ni ninguno de sus hijos volvieron a insistir y el señorío de Vizcaya quedó de esta manera integrado en la corona de Castilla de forma definitiva en la persona del príncipe Juan.