XXIII

En el que se cuenta cómo el rey Enrique se ganó el título de el de las Mercedes y cómo conjuró los peligros que le acechaban desde los cuatro puntos cardinales de su reino

El rey Enrique sabía que, a pesar de mis palabras sobre la legitimidad de los gobernantes, le iba a costar mucho poder gobernar incluso sin la oposición de los antiguos partidarios de su hermanastro.

Decidió abordar un programa destinado a resolver los problemas presentes y futuros. Lo primero era agradecer a cuantos habían estado a su lado durante aquella larga guerra. No podía permitirse perder los apoyos que había tenido hasta entonces por quienes habían puesto su espada a su servicio. Antes de volver a Francia, hizo conde de Trastámara al condotiero bretón Bertrand Duguesclin, pasándole así el título que él mismo había llevado hasta el momento de proclamarse rey en Calahorra. Pero además le añadió las villas de Soria, Atienza y otras más. También concedió otros señoríos a varios jefes de las Compañías Blancas.

No podía olvidar a su propia familia, y así nombró a su hermano Sancho señor de Alburquerque, Haro y Ledesma. Más dudoso estuvo con su otro hermano, Tello, pues aún no se le había olvidado la espantada que dio en Nájera frente al Príncipe Negro, pero al final Enrique fue generoso y le confirmó los señoríos de Lara, Ágreda y Castañeda, además de ratificarle el título de conde como señor de Vizcaya.

Tampoco olvidó a ninguno de sus partidarios de la primera hora. Todos obtuvieron su premio a la fidelidad, ya que a todos confirmó las promesas de antaño y les añadió nuevas donaciones. Especialmente a Juan Ramírez de Arellano, el que salvara su vida cuando le cedió su caballo para huir tras la derrota de Nájera y a quien recompensó con el señorío de Cameros.

También obtuvimos su favor los que, habiendo estado al servicio de Pedro al principio, acabamos por pasarnos a su lado. De esta manera, Pedro González de Mendoza recibió nuevas dádivas. Yo mismo obtuve una importante concesión en tierras alavesas, que comprendía la villa de Arceniega, los valles de Llodio y Orozco y el monasterio de Respaldiza, que redondearon nuestras antiguas posesiones.

Cuando el privilegio que otorgaba las concesiones reales llegó a mis manos, mi mujer Leonor me comentó:

—Si a ti te ha dado todo esto, y lo mismo o más habrá concedido a otros que, como tú, han estado a su lado, Enrique va a terminar por regalar todo el reino de Castilla.

—Creo que el rey quiere tener una nueva nobleza adicta a su persona. No es tanto un rasgo de generosidad como un gesto político. Gratificar a todos estos nobles indudablemente supondrá un precio muy elevado para el reino. Pero si con ello se asegura que el reino esté libre de algaradas nobiliarias, el precio pagado será más barato de lo que hubiere costado una sucesión indefinida de revueltas.

—La ambición por poseer o por mandar suele ser inagotable. ¿Quién le asegura al rey Enrique que sus nobles no van a insistir en reclamar nuevas dádivas en adelante?

Para esta pregunta de mi mujer yo no tuve respuesta.

En efecto, las «mercedes enriqueñas» habían conseguido para Enrique unos nobles adictos que no le creamos demasiados problemas. Pero, a pesar de haber transcurrido ya un tiempo desde el suceso de Montiel, la situación de Castilla aún ofrecía un panorama inestable. El peligro mayor estaba en que los demás reinos de la Península, es decir, Granada, Aragón, Navarra y Portugal, que tenían cada uno su contencioso particular con Castilla, dieran el paso de aliarse en su contra.

Una idea que por cierto también había bullido en la cabeza de Pere de Aragón, que intentó ponerse en contacto con Muhammad de Granada, Carlos de Navarra y Fernando de Portugal, aprovechando que el primero estaba dispuesto a entrar en pelea con Castilla para recuperar unas fortalezas fronterizas. Pero aquella alianza no fructificó.

Enrique, conocedor del buen sentido de su esposa, le participó sus preocupaciones y Juana Manuel hizo oír sus consejos.

—Debes obrar presto en ir por tus enemigos uno detrás de otro, antes de que ellos se den cuenta de que su fuerza se multiplicaría si actuaran coaligados contra ti. Y además busca aliados que puedan apoyar tu política.

—¿Dónde los encontraré?

—Estoy segura que el papa Urbano está mejor predispuesto hacia ti que lo pudo estar con Pedro. Él tiene que recordar el desprecio que hizo este a sus ruegos. Es seguro que tú, que has protegido a la Iglesia en el tiempo que llevas de reinado, gozas de su simpatía. Pídele que mande legados a los restantes reinos llamando a la concordia a todos los reinos ibéricos.

»Mientras tanto, ofrece a Muhammad un tratado de paz. Dile que él no gana nada entrando en guerra contra nosotros y, en cambio, puede perder mucho. Ofrécele una tregua de tres, cinco o más años, y seguro que aceptará y que nos dejará tranquilos durante ese tiempo.

Enrique hizo caso a su mujer y no tuvo que arrepentirse de ello. En respuesta a las gestiones hechas por Gonzalo Mexía y Pedro Moñiz, los nuevos maestres de Santiago y Alcántara respectivamente, Muhammad se avino a firmar el tratado. Unas semanas más tarde, Carlos de Navarra también se avenía a una tregua. La presión externa sobre Castilla se redujo considerablemente.

Poco después llegó a mis oídos una noticia que pude contrastar como verdadera, por lo que no dudé en reenviarla al rey, quien se encontraba en el alcázar de Sevilla. El mensajero fue recibido por su esposa Juana, quien llamó de inmediato a su marido.

—Ayala nos informa que el duque de Lancaster, Juan de Gante, se ha comprometido matrimonialmente con Constanza, la hija de mi hermanastro Pedro. ¿Sabes lo que esto significa? —Al ver que su mujer no le contestaba, le dijo sonriendo—: Pues que con este matrimonio a Fernando de Portugal le ha salido un rival en su apetencia por el trono de Castilla. Francamente, creo que podemos olvidarnos del portugués.

—¿Por qué?

—El duque de Lancaster es un rival de Fernando muy duro a la hora de pelear por el trono de Castilla. Además, tiene más razones que él para pretenderlo. Luego, si desean pugnar por nuestro reino, antes de desbancarnos a nosotros, tendrán que luchar entre ellos.

—Enrique, no peques de inconsciente. Este pensamiento tuyo no tiene mucho valor, porque todavía hay muchas ciudades y pueblos en Galicia que guardan su fidelidad al espíritu de Pedro y a los que, mientras Fernando de Portugal siga ayudándoles, nos costará dominar. Lo mismo digo de Zamora, que está contra ti desde el principio de tu reinado. Si no consigues dominarla, la lucha perdurará en aquella tierra. Tienes que rendir Zamora.

—Sí, tienes razón. Zamora es importante. Tenemos que tomarla cuanto antes. Bastante tiempo ha estado originándonos problemas.

—Yo iré a Zamora y la tomaré —le dijo Juana a su marido con ademán resuelto.

—¿Tú?

—Sí, yo misma. Acuérdate de mi actitud en Toro. Deja a Pedro Fernández de Velasco que venga conmigo y con aquella parte de tu ejército con la que consideres que es capaz de conquistar Zamora. Malo será si en poco tiempo no puedo entrar en ella.

Enrique puso a Pedro Fernández de Velasco al mando de un fuerte contingente de soldados de a pie, al que dotó de catapultas y otras máquinas de guerra para que de una vez para siempre rindiera Zamora. Pero la resistencia de los zamoranos fue más fuerte de lo que Juana había calculado. Fernando de Portugal introdujo en la plaza abundantes refuerzos que permitieron a los sitiados oponerse con firmeza a cuantos ataques hizo el ejército del rey. Una tras otra los zamoranos rechazaron todas las embestidas que a diario atacaban sus murallas.

El cerco se estaba prolongando. Las catapultas no conseguían demoler las murallas de la ciudad, ya que los sitiados subsanaban sus desperfectos en poco tiempo. Cuantos asaltos se hacían contra las puertas de la muralla eran contestados con una lluvia de piedras, aceite hirviendo y plomo derretido que ahuyentaba a los sitiadores. Tanto Alfonso de Tejada como Fernán Alfonso de Zamora, los comandantes del ejército sitiado, sabían aprovechar en beneficio de su defensa las posibilidades de resistencia del alcázar y de las murallas de Zamora.

Ante la firmeza que ofrecía la plaza, Pedro Fernández de Velasco llamó a su tienda a todos sus capitanes para coordinar nuevas maniobras. Cada uno expresó sus pensamientos, pero nadie tuvo la idea que llevara a una rendición rápida de Zamora. Al final, lo único que prevaleció fue estrechar el sitio y vigilar para que no salieran ni entraran hombres o mercancías que aliviaran la situación de la ciudad.

Poco después de aquella reunión, Juan Núñez de Villacián, uno de los capitanes del ejército, abordó a Pedro Fernández de Velasco con una propuesta.

—Se me ha ocurrido una idea que quizá podría doblegar la resistencia de Alfonso de Tejada.

—Hablad. Todo lo que contribuya a que entremos antes en Zamora es digno de ser oído.

—Veréis, señor. He sabido que Alfonso de Tejada pudo sacar a sus dos hijos de Zamora al principio del asedio y que desde entonces viven en Benavente, con unos deudos suyos. No creo que sea difícil secuestrarlos y utilizarlos como rehenes para doblegar la voluntad de su padre.

—¿Estáis seguro de ello?

—Quien me lo ha dicho conoce de sobra a toda la familia de Alfonso de Tejada.

—Está bien. Dime cómo has pensado que puede llevarse a cabo ese secuestro.

Villacián se lo expuso en pocas palabras. Alfonso de Tejada había confiado sus hijos a una mujer de Benavente que había sido su ama de cría. Normalmente los niños no salían de la casa del ama salvo para ir a misa los domingos, siempre acompañados por esta ama y dos escuderos. Estos solían dejar jugar a los niños en la plaza de la iglesia durante algunos minutos después de misa sin quitarles un ojo de encima. A pesar de ello, Villacián pensaba que unos jinetes, montando al galope en dos rápidos corceles, podrían aprehender a los niños antes de que sus guardianes reaccionaran.

—Señor, conozco a dos hombres que sabrían hacer lo que digo en menos tiempo que se tarda en contarlo.

—Está bien, pero di a los hombres que vayan a llevarla a cabo que quiero a los niños enteros, sin ninguna lesión ni ningún daño.

—Así se hará, señor.

Villacián aleccionó debidamente a sus jinetes. Estos espiaron durante tres domingos los movimientos de los niños y sus guardianes, así como los de la gente del pueblo que acudía a misa, y llegaron a la conclusión de que apoderarse de los chiquillos iba a ser muy fácil. El domingo señalado para llevar a cabo el secuestro de los muchachos se apostaron en la plaza de la iglesia de Benavente en espera de que terminara la misa. Sabían que el ama y los escuderos saldrían de la iglesia los primeros, empujados por los chiquillos, que, hartos del encierro durante toda la semana, acogían aquellos minutos de juego como una auténtica liberación.

Así ocurrió aquel día. Los niños salieron corriendo hacia el pradillo que se extendía delante de la iglesia. Los jinetes no dudaron un instante. Pusieron sus caballos al trote largo y se dirigieron hacia ellos. Al llegar a su altura, se inclinaron, los cogieron al paso por la ropa y, tras colocarlos de través encima de sus monturas, cambiaron el trote de sus corceles por un galope rápido desapareciendo por el camino de Zamora.

De nada valieron ni los lloros ni los gritos del ama, ni la cabalgada de los escuderos que intentaron perseguir a los captores. Estos ya llevaban adelantado el tiempo y espacio suficientes para no poder ser alcanzados y, cuando llegaron al campamento del ejército sitiador de Zamora, entregaron los niños a Juan Núñez de Villacián, quien los hizo guardar en una de las tiendas, vigilados estrechamente por un pelotón de la tropa.

Comunicó a Pedro Fernández de Velasco que los niños ya estaban en su poder. Este, tras verles y comprobar que se encontraban bien, se apresuró a enviar un heraldo a Zamora.

—¡Ah, de la guardia! —gritó este al llegar a las murallas.

—¿Qué queréis? —respondieron desde dentro.

—Parlamentar con don Alfonso de Tejada.

—Decidnos para qué le queréis.

—No sois quienes para recibir un mensaje que es para vuestro jefe. Decidle que salga, que le va en mucho lo que tenemos que comunicarle.

No se atrevió el jefe de la guardia de la puerta a insistir, sino que dejando el puesto a su teniente, se encaminó al alcázar para dar cuenta de todo aquello a Alfonso de Tejada. Acudió este a la muralla y preguntó al heraldo:

—¿Qué mensaje es ese que tenéis para mí?

—Nos encarga el señor Pedro Fernández de Velasco que os digamos que rindáis la plaza y el alcázar de Zamora a las tropas de su alteza el rey Enrique garantizándoos que no se tomará represalia alguna contra ninguno de los combatientes que estén en Zamora y que…

—Id y decid al señor de Velasco que Zamora no reconoce al que llamáis rey Enrique y que aún tiene sobrados recursos para defenderse y aún más para derrotaros en campo abierto.

—Os aconsejo, señor de Tejada que rindáis la plaza como se os pide, si no queréis ateneros a las consecuencias.

—Id, os digo, al señor de Velasco y decidle que Zamora no se rinde, ni se rendirá…

—Esperad, señor, esperad y ver esto. Quizá después modifiquéis vuestra decisión.

Y tomando un cuerno que traía colgado al cuello lo hizo sonar dos veces. Al oír esta señal, salieron del campamento sitiador dos jinetes, llevando cada uno de ellos a uno de los pequeños sujeto a la grupa. Cuando llegaron donde se encontraba el heraldo, este volvió a dirigirse a Alfonso de Tejada, con voz amenazadora.

—¿Reconocéis a vuestros hijos, señor de Tejada? Sabed que su vida es el precio de vuestra actitud. Rendid la plaza y el alcázar y vuestros hijos os serán devueltos, pero si no… —El heraldo se pasó una mano de canto por el cuello en un elocuente gesto y añadió—: Ya lo sabéis, señor de Tejada. Tenéis de tiempo para entregar la plaza hasta la puesta del sol. Si no lo hacéis, ateneos a las consecuencias.

Y a un gesto suyo, el heraldo con los jinetes que llevaban a los niños dieron media vuelta y se volvieron a su campamento, perseguidos por los insultos y los gritos de rabia de cuantos desde las almenas habían sido testigos de aquel cambio de palabras.

Las horas que faltaban hasta el ocaso fueron para todos los defensores de Zamora las más terribles desde que se inició el sitio de la ciudad. Alfonso de Tejada vivió aquel tiempo en una angustia creciente debatiéndose entre el cumplimiento de su deber de soldado y su sentimiento de padre. En esta situación de zozobra, llamó a su escudero y le pidió que buscara a su lugarteniente.

—Gonzalo, llama a Fernán Alfonso. Quiero que esté a mi lado en estos momentos.

Sin embargo, el escudero no pudo encontrar a Fernán Alfonso y, acompañado de uno de los sirvientes de este, así se lo hicieron saber a Alfonso de Tejada.

—Señor —le dijo el escudero de Fernán Alfonso—, mi señor ha ido a parlamentar en el campo enemigo.

—¡Parlamentar sin mi permiso! ¿Qué es lo que iba a parlamentar?

—Señor, no os ha dicho nada porque sabía que si os lo decía, no le hubierais dejado salir. Ha ido en dirección del campo enemigo sin armas y acompañado por un escudero para ofrecerse como rehén en vez de vuestros hijos.

Alfonso enmudeció. El rasgo de fidelidad de su lugarteniente consiguió arrasar sus ojos. No queriendo que nadie le viera llorar, se retiró a una estancia desde donde divisaba el campamento trastamarista, para esperar. ¿Esperar a qué? Alfonso no se hacía ilusiones de la conducta de Núñez de Villacián o de Pedro Fernández de Velasco, quienes no retrocederían en su decisión de matar a sus hijos si no rendía Zamora. Tampoco esperaba nada de la decisión de Fernán Alfonso, que lo único que había demostrado era su lealtad a él llevada hasta sus últimas consecuencias, pues sabía que entraba dentro de lo probable que pagara junto a sus hijos su fidelidad con su vida.

El sol iba cayendo sobre el horizonte. Las nubes del cielo se habían tornasolado en rojo vivo. Parecían haberse teñido de sangre, de la sangre de sus hijos todavía no derramada, pero que no tardaría en brotar de sus cuerpos infantiles si Villacián mantenía sus funestas promesas.

Alfonso miraba el disco solar sin poder retirar la vista de él como si hubiera sido embrujado. El astro rey se hundía inexorablemente ante su vista tras la línea del horizonte. Ya no quedaba más que la mitad de él y su luz alargaba sobre la superficie parda de la tierra las sombras de todos los objetos. Un silencio tenebroso lo envolvía todo, pues hasta los vencejos, otrora ruidosos en sus revoloteos, se habían retirado dando al cielo un aire de desolación.

Había hundido la cara entre sus manos, mientras apoyaba los codos en el alféizar, y así permaneció inmóvil hasta que una sensación de frío le provocó un temblor. Levantó la vista y pudo ver el tenue resplandor del cielo que había quedado tras la puesta del sol.

Nuevamente dirigió la vista hacia el lejano campamento. Minutos más tarde pudo ver cómo dos jinetes salían del mismo y a galope tendido se dirigían hacia las murallas. Bajó a ellas precipitándose por las escaleras de la torre hasta el corredor de las almenas. Mientras tanto pudo reconocer a los jinetes que se acercaban. Eran Fernán Alfonso y su escudero, que mantenían entre sus brazos unos cuerpos inanimados.

Bajó al patio de armas, ordenó abrir el portón y tender el puente levadizo. Salió corriendo al encuentro de los jinetes. Al llegar junto a ellos, Alfonso oyó la voz rota de Fernán.

—Señor, no lo he conseguido. Vuestros hijos…

Y Fernán y su escudero depositaron en sus brazos los cadáveres de los dos niños.

El sitio de Zamora se alargó durante algunos meses más. Al final, diezmada por el hambre y las pestilencias, la ciudad agotó todas sus resistencias y Alfonso de Tejada tuvo que rendir el alcázar y la plaza.

No se olvidó Enrique de la espina que tenía clavada en Andalucía, la resistencia de Carmona a rendirle acatamiento. Llevaba bastante tiempo en rebeldía y significaba un obstáculo a sus proyectos, ya que la ciudad tenía un importante interés económico: allí se encontraba depositada la mayor parte del tesoro de Pedro I.

Carmona está situada en plena llanura sevillana, en una elevada meseta de fácil defensa estratégica, prácticamente infranqueable por lo escarpado de sus laderas, más una muralla que abarcaba todo su perímetro y por puertas fortificadas. Pedro había restaurado el antiguo palacio musulmán del alcázar reforzándolo con una nueva barbacana y dos grandes torres cuadradas. Además mandó construir otro fortín, el alcázar de la Reina, al otro lado de la Puerta de Córdoba. El primero fue una de las residencias favoritas de Pedro y, durante este sitio, constituyó el principal bastión de la custodia de la ciudad. La defensa de Carmona estaba encomendada a Martín López de Córdoba, maestre de Alcántara y Calatrava, quien contaba con un millar de lanzas y un importante contingente de ballesteros. Con ellos apuró hasta el último extremo las posibilidades de defensa, pero al final hubo de entrar en conversaciones para rendirla. En ellas le prometieron que se respetaría la vida de todos los defensores de la plaza, pero los trastamaristas, una vez ocupada Carmona, ejecutaron a todos los prisioneros que habían cogido en el asalto de las murallas del alcázar y, con ellos, al mismo Martín López de Córdoba.

Eliminados estos dos focos, Enrique pudo dedicarse a sofocar los últimos núcleos existentes en Galicia y neutralizar así definitivamente las intromisiones del rey de Portugal.

Fue durante una estancia de Pedro González de Mendoza en Quejana cuando me enteré de las terribles circunstancias en las que se habían resuelto los cercos de Zamora y de Carmona. Ante aquel cúmulo de fierezas, no pude reprimir una sensación de horror.

—¿Estás seguro de que todo ocurrió como dices? Me parecen horribles tales crueldades —pregunté incrédulo.

—No tengas duda de ello. Todo ocurrió como os lo he contado.

Cuando quedé solo con Leonor, mi mujer notó la seriedad de mi semblante. Me preguntó qué me ocurría y, aunque yo me resistía a hablar, al final le conté cuanto mi cuñado me había transmitido.

—Pensar que, por las bestialidades como estas que cometió el rey Pedro, yo abandoné su campo para pasar al de Enrique…

Leonor estaba impresionada y no sabía qué contestarme, así que la conclusión de mi posible error la hice para mi coleto: «Verdad es que el hombre es el peor de los lobos para sus enemigos vencidos. ¡Ay de estos!».