XXII

En el que el rey Enrique, segundo de este nombre en Castilla, inicia su reinado

La mañana del día en que el rey Pedro cayó muerto en el campo de Montiel en la lucha con su hermanastro Enrique, este estaba solo en su tienda entregado a sus pensamientos cuando uno de sus escuderos interrumpió sus meditaciones.

—Mi señor, hay fuera tres personas que piden ser recibidas por vos.

—¿Qué desean?

—No me lo han dicho, señor; me indican que el asunto que les trae es expresamente reservado para vos, y que solo a vos os lo dirán.

—¿Son caballeros?

—No lo parecen; ninguno lleva ceñidas armas al cinto, ni espada, ni daga.

—Está bien. Di a los señores de Ayala y Mendoza que vengan. Luego vosotros estad ojo avizor con los movimientos que hagan esos tres hombres cuando estén en nuestra presencia.

Entraron los tres hombres de Montiel en el pabellón real, encabezados por un hombre mayor, de cabello y barbas blancas que traspiraba dignidad en su porte. Los otros dos eran de menor edad y entre ambos trasportaban una arqueta de mediano tamaño que llevaban cogida por las asas laterales. El primero, tras inclinarse ante el rey, gesto que fue imitado por los otros dos, indicó a estos que dejaran la arqueta a los pies de Enrique.

Antes de que este preguntara qué significaba aquello, el mayor se dirigió a Enrique con voz respetuosa y le entregó un grueso cuaderno que parecía ser un libro de cuentas.

—Señor, soy Juan López de Paredes y estos hombres son mis criados. He sido el bolsero del rey Pedro, quien hace tiempo me confió esta arqueta que contiene las joyas y los dineros procedentes del tesoro real que Pedro llevó siempre consigo. Ahora que sois vos el rey de Castilla, a vos corresponde su mejor uso. Os entregamos también el libro de cuentas, en el que se han apuntado cuidadosamente las entradas y salidas que, de esta parte del tesoro, ha habido desde que Pedro me confió su custodia hasta el día de ayer mismo.

Enrique intercambió una mirada con Mendoza y conmigo antes de dirigirse a Juan González de Paredes.

—Te agradezco este servicio que me proporcionas y la fidelidad que en este momento me demuestras. —Luego se volvió hacia Mendoza—. Que el tesorero real se haga cargo de lo que Juan López de Paredes nos ha entregado hoy y que los dos juntos revisen el libro de cuentas y el contenido del cofre.

Cuando el bolsero del rey Pedro salió acompañado por el señor de Mendoza, Enrique se dirigió a mí.

—Si cuantos hay hoy en mi reino de Castilla se comportaran como lo ha hecho este ministril, pocos quebraderos de cabeza iba a tener en su gobierno. Desgraciadamente, supongo que no todos los problemas que me esperan se solucionarán con tanta facilidad.

La muerte violenta del rey Pedro abría un cambio de dinastía y colocaba al de Trastámara en el trono de Castilla. El nuevo rey heredaba las consecuencias de una guerra de más de diecisiete años. Por ello no quiso dejar pasar el tiempo sin resolver las dificultades que le llegaban anejas con la corona.

Enrique comprobó que estas alcanzaban un amplio abanico. En el exterior, debía proteger las fronteras, amenazadas por la animosidad de los reinos vecinos y, en el interior, apagar los focos de rebeldía que aún no le habían reconocido como rey de Castilla, hacer frente a la bancarrota del erario público, recompensar a las personas que había tenido a su lado durante los años de la guerra civil y convocar las Cortes para darles cuenta de la situación actual del reino. Para hablar de esto, nos reunió en el alcázar de Sevilla a Pedro González de Mendoza, Álvaro García de Albornoz, Bertrand Duguesclin y a mí.

—Quiero convocar las Cortes de Castilla. Como sabéis, mi hermanastro durante su reinado solo las reunió dos veces, o quizá deba decir que solo una. La primera, en Valladolid, cuando fue proclamado rey a la muerte del rey Alfonso. En aquella ocasión se repasaron y resolvieron muchas cuestiones pendientes. La segunda vez se hizo aquí, en Sevilla, pero legalmente esta no debe considerarse válida pues su convocatoria tuvo graves deficiencias y defectos de forma. Además faltó un gran número de procuradores. En ella solo se trató, por imposición del rey, la legitimación de su matrimonio con María de Padilla y de sus hijos con ella.

—Participo de vuestra idea, señor, sobre la convocatoria a los tres estados cuanto antes, ya que son muchas y graves las cuestiones pendientes —intervino primero Álvaro García de Albornoz—. Pero lo más urgente, es tranquilizar y sosegar al país.

Todos nosotros asentimos a ese parlamento.

—En efecto, debemos apagar los fuegos de guerra que Castilla aún tiene abiertos. En estos momentos son tres: Carmona, donde está depositado el tesoro real, el cerco de Toledo, y Zamora, que ha salido proclamando rey de Castilla al rey portugués Fernando. Hay otros más, pero son de pequeña enjundia y desaparecerán cuando sofoquemos estos tres más importantes.

—Señor, ¿cuál es la situación de nuestras relaciones con el rey Pere de Aragón? ¿Habrá que entregarle el reino de Murcia por la ayuda que os prestó contra vuestro hermanastro? —preguntó González de Mendoza.

Enrique sonrió ante esta pregunta, a la que contestó con voz firme.

—En primer lugar os diré que bajo ningún concepto estoy dispuesto a desmembrar los territorios del reino de Castilla. No cederé a nadie, sea quien sea, la menor parte de él. Ninguna región ni villa, ni pueblo, ni lugar. Nada.

Su intención era muy clara. Quería mantener una política de hechos consumados frente a todos los reinos de la Península y había decidido empezar a ponerla en práctica con Aragón. Los asistentes estábamos impresionados por el tono decidido que el rey había empleado, y que mantuvo en su reflexión.

—En tiempos pasados, Murcia fue tema de negociación entre el rey Pere y yo como una circunstancia más a la hora de determinar nuestras mutuas ayudas. El de Aragón desea quedarse con aquellas tierras, mas yo pienso que lo que se dijo entonces no puede prevalecer ahora. Murcia fue conquistada a los moros por mi antepasado el rey Alfonso. Es verdad que fue ayudado por el rey Jaime, el conquistador de Valencia, pero este nunca pasó factura por sus servicios. No es cosa de que Pere de Aragón venga con reclamaciones después de cien años.

Después se dirigió a Álvaro García de Albornoz.

—Saldrás mañana mismo para Murcia y dirás a sus gentes que, ni ahora ni en el futuro, serán moneda de trueque con Aragón. Decidlo allí alto y claro para que nadie se llame a engaño. Nos os seguiremos por si hiciera falta nuestra presencia para corroborarlo.

Luego le habló a Pedro González de Mendoza.

—Irás a socorrer Requena y el castillo de Cañete, pues corren peligro de caer en manos del aragonés y, si así fuera, nuestra posición en Murcia sería mucho más difícil.

—¿Y qué se va a hacer en Toledo? —preguntó Álvaro García de Albornoz.

—Seguiremos cercándola y esperaremos. Su arzobispo, Gómez Manrique, es hombre poco violento y dado al acuerdo para dilucidar asuntos espinosos. O mucho me equivoco, o no tardarán los toledanos en pedir que entremos en tratos con ellos.

—¿Y con Zamora, mi señor? —le planteé yo.

—Zamora en estos momentos es un caso más peliagudo, ya que alrededor de ella hay varias poblaciones leonesas y gallegas que no me aceptan como rey de Castilla y que, como os he dicho, han buscado al rey Fernando de Portugal como sucesor de mi hermanastro.

—¿Qué títulos tiene el rey de Portugal para pretender ser rey de Castilla?

—Su abuela Beatriz, que fue casada con el rey Alfonso de Portugal, era hija de mi abuelo, el rey Fernando, cuarto de este nombre, de Castilla. En este punto sí que deseo oír lo que pensáis.

Fui yo quien primero se dirigió al rey.

—Señor, Fernando de Portugal es un hombre ambicioso a quien, en estos momentos, guían dos pretensiones: una, vengar la muerte de vuestro hermanastro, con quien tuvo buenas relaciones; y la segunda, con toda seguridad, unir bajo su corona los reinos de España y Portugal. Es muy fácil, señor, intuir que el rey Fernando intentará entrar en Castilla a través de Galicia y que, además, no dudará en emplear su flota para abrir un frente en el sur de España, bloqueando bien el puerto de Cádiz, bien la desembocadura del río Guadalquivir e, incluso, atacar esta ciudad de Sevilla.

—¿Qué pensáis vosotros? —preguntó Enrique.

—Señor, debemos estar precavidos —intervino Pedro González de Mendoza—, pues Fernando es muy astuto y no solo sabe situar muy bien sus fuerzas en el campo de batalla, sino que es capaz de utilizar otras armas que, sin ser espadas y lanzas, son tan dañinas como estas.

—¿Como cuáles?

—Inundar Castilla con moneda falsa o con menos ley que la legal.

La seguridad con que González de Mendoza hizo esta afirmación nos dejó en silencio a todos. Incluso el rey permaneció absorto hasta que, al final, levantó la cabeza y nos lanzó una mirada circular a todos los asistentes.

—Os agradezco a todos vuestras palabras. Seguiremos hablando otro día.

Parecía que el rey Enrique había dado por terminada la reunión. Algunos asistentes iniciábamos ya un movimiento para levantarnos del asiento, cuando nos interrumpió.

—¿Cómo se ha tomado en Castilla el cambio de rey?

Y es que, aunque al vencedor rara vez se le pide que justifique sus actos, a Enrique le preocupaba cómo darse a sí mismo unas razones convincentes de su legalidad tras lo sucedido en Montiel. La pregunta nos sorprendió a todos y yo acepté el reto de contestarla.

—Señor —dije—, para juzgar a todo mando que se ejerza sobre un país, se verá lo primero si es legítimo o no. La legitimidad se da de dos formas. La primera aparece cuando en su origen se dio por quien tenía la suprema autoridad y se transmitió después de acuerdo a las leyes promulgadas y aceptadas como buenas. A esta se le ha llamado la legitimidad de origen.

Hice una pausa durante la que pude apreciar que el silencio de los presentes podía cortarse con un cuchillo.

—Pero, mi señor, hay otra legitimidad de no menor condición que esta primera, que es la legitimidad de ejercicio, aquella que sobreviene en tiempos de tiranía cuando el poder está ejercido por un tirano contra el que es lícito luchar para derrocarle. Y si el que gobierna tras él defiende bien a su pueblo, ese es el rey verdadero y debe arrojarse fuera al otro. Ya, señor, en tiempos de los godos se tomaba por rey a quien se entendiera que podría gobernar bien.

Enrique hizo un signo de asentimiento. Después, todos salimos y él quedó a solas.

Durante las semanas siguientes, fueron varios los partidarios de Pedro que reconocieron a Enrique como rey de Castilla. Con ello, este empezó a sentir mayor seguridad de que sus disposiciones se obedecerían en un clima más estable.

De acuerdo con ello, planteó licenciar las Compañías Blancas. Su presencia se había convertido en una carga muy gravosa y, en varias ciudades, sus representantes expusieron a Enrique sus quejas y pidieron quedar libres de su presencia. Enrique prometió que resolvería aquel problema y llamó a Bertrand Duguesclin.

—Señor, mandaré que se investigue cuantos desmanes se hayan producido y tened la seguridad de que sus culpables serán castigados severamente. De todas maneras, mi señor, no habrá más desagradables sucesos. El rey de Francia me ha hecho llegar la petición de que regrese. Vuelven a soplar vientos de guerra entre Francia e Inglaterra y es posible que las Compañías Blancas sean de nuevo bien recibidas allí.

—Bertrand, me alegro de que así sea. Daré orden a mi tesorero para que os liquiden vuestras soldadas hasta el último maravedí. De todas maneras, hay algo que yo no podré pagaros nunca, aunque poseyera las minas de oro de Safir y Saba. Es el servicio que tú y tus Compañías habéis dado a Castilla durante todos estos tiempos que ha durado la guerra.

Enrique se congratuló de que la providencia hubiera dispuesto una salida airosa para las Compañías. Llamó al tesorero real y le ordenó que dispusiera el dinero suficiente para liquidar sus mesadas a los hombres de Duguesclin.

—Señor, lamento indicaros que en el tesoro real apenas hay oro y plata —le informó el tesorero—. Después de hacer los últimos pagos, el remanente de estas monedas apenas llegará para abonar la mitad de los compromisos que el reino tiene con micer Bertrand Duguesclin.

—¿Y qué solución me ofreces?

—Señor, abonar los pagos pendientes con moneda de vellón. Podemos acuñar moneda con liga de plata y cobre en cantidad suficiente para cubrir esa deuda. Pero debéis saber que de esta forma la moneda se abajará y ello tendrá sus repercusiones en la economía del reino.

—¿De qué manera?

—Al tener la moneda menos valor, los precios subirán, lo que obligará a subir también los impuestos y los salarios, con lo que se dará forma a una espiral que no será fácil contener.

Enrique no tardó en tomar una decisión.

—Lo importante es salir del paso. Haz lo que has dicho, ya tomaremos otras medidas más adelante.

Unas semanas más tarde, las Compañías Blancas salieron de Castilla, dejando el tesoro real sin blanca, pero Enrique se quedó con la tranquilidad de quien se quita una gran fuente de desabrimientos de encima.

Solucionado el pago de las Compañías Blancas, recordé al rey que era momento de convocar las Cortes de Castilla.

—Bien, Pedro. Que la Curia Regia se encargue de convocarlas en Toro para el próximo mes de diciembre.

El anuncio tuvo una favorable contestación, sobre todo por parte de las ciudades y de las villas, que eran las que más habían padecido los horrores de la larga guerra civil y que reunían las listas más abultadas de peticiones. Enrique estaba dispuesto a escuchar todas las instancias y atender las conclusiones que las Cortes quisieran proponerle. Ninguno de los tres estados se quedó corto a la hora de plantear sus problemas.

Los asuntos que las Cortes trataron fueron tantos y tan variados que no bastó con la sesión del primer año. Las discusiones se prorrogaron durante dos años más, primero en Medina de Campo y luego otra vez en Toro. Las ciudades y villas plantearon crudamente el bandolerismo que ahogaba las comunicaciones. Fueron los comerciantes y los arrieros los que más presionaron para que se tomaran medidas contra los salteadores que pululaban por las calzadas de Castilla.

Otra medida importante tomada por las Cortes fue fijar el precio de los artículos de primera necesidad, el pan y el vino sobre todo. Desgraciadamente, estas medidas se revelaron de muy poca utilidad dada la situación económica planteada con la depreciación de la moneda castellana. Por otro lado, en esta misma dirección, Pere de Aragón libraba su particular batalla económica introduciendo en Castilla importantes partidas de moneda falsa.