De las murallas de Nájera a los campos de Montiel
—Habéis conseguido recobrar vuestro trono de Castilla. Ahora, mi señor don Pedro, cuidad de no volver a perderlo, ya que las segundas partes son más costosas de conseguir que las primeras. No seáis riguroso con vuestro hermanastro, ya que en el mantenimiento de los rencores está el germen de iras futuras.
Pero el rey Pedro olvidó pronto las prudentes palabras de Eduardo de Inglaterra. Enterado de que fueron las confidencias de Íñigo López de Guevara las que nos habían propiciado el paso de su campo al de Enrique, el rey ordenó matar a este desgraciado caballero apenas se hubo extinguido el ruido de la batalla de Nájera.
Esta decisión no agradó nada al Príncipe Negro. Aquella fue una de las muchas deslealtades, incumplimientos y malas mañas del rey Pedro que tuvo ocasión de conocer mientras luchó junto a él. Cuando sus tropas llegaron a Burgos, Eduardo reclamó al rey las soldadas debidas a su ejército, pero lo único que consiguió fueron promesas y aplazamientos de unos pagos que no recibió nunca. En vista de ello le abandonó despechado, pesaroso de haber ayudado a quien se había mostrado incumplidor de sus compromisos y violento y sanguinario en su conducta.
En su exilio de Francia, Enrique conoció el abandono en que Eduardo de Gales había dejado a Pedro y, por otro lado, el movimiento a su favor que se generaba en Castilla como reacción a los desmanes de su enemigo. De inmediato convocó a sus leales para la conquista definitiva de Castilla.
—Mandad mensajeros a mis capitanes que quedaron en Castilla. Decidles que se reúnan conmigo en la frontera con Aragón, por donde entraré para reconquistar para siempre mi reino.
Enrique y los suyos penetraron en Castilla por el valle del Ebro. Al llegar a las proximidades de Calahorra y acercarse a sus murallas, observó que por sus puertas salían dos caballeros portando estandartes de paz. Enrique se detuvo y se volvió hacia el caballero que cabalgaba a su lado portando el pendón de Castilla.
—Acércate a esos jinetes que parecen querer parlamentar. Ve y vuelve con lo que quieren.
Aquel picó espuelas y, acompañado de otros dos caballeros y de sus escuderos, se fue en derechura hacia los parlamentarios. Al llegar a su altura recibió el saludo del que parecía ser el de más categoría de aquellos.
—Dios os guarde, mi señor; venimos en nombre del gobernador de la plaza de Calahorra, nuestro señor Hernán Fernández de Tovar, para presentar a don Enrique nuestro reconocimiento como señor y rey de Castilla, ya que no deseamos que haya lucha entre nosotros. Decidle que podéis entrar en la ciudad, donde nuestro obispo os espera en la catedral para consagrar y proclamar como rey de Castilla y León al señor don Enrique, conde de Trastámara.
—Me alegra saber que sois portador de tan buenas nuevas —contestó el portaestandarte.
Enrique recibió con gran alegría haber ganado sin lucha una importante plaza estratégica para dominar las tierras del Ebro medio. No habían exagerado los enviados al anunciar que sería bien recibido en la ciudad por una multitud que cubría las calles entre las murallas y la puerta de la catedral vitoreándole con entusiasmo.
—Sed bienvenido, nuestro señor don Enrique, como portador de la paz para estas tierras, que no la han conocido desde hace muchos años —le saludó el prelado de Calahorra, mientras Enrique besaba su anillo episcopal.
—Os prometo que, en lo que me concierne, no habrá más guerra en estas tierras.
Enrique entró en el templo, en cuyo presbiterio el obispo, rodeado del cabildo catedralicio y de los abades de San Millán de la Cogolla y de Valvanera, cumplió el rito de su proclamación como rey de Castilla y León. Después, nobles y pueblo pasaron ante él mostrándole su pleitesía.
No quiso detenerse mucho tiempo en Calahorra. Enrique deseaba llegar a Burgos, donde en aquellos momentos se encontraba Pedro con sus tropas. Por el camino aseguró para sí la posesión de las plazas de Navarrete y Briviesca.
Pedro recibió en Burgos la noticia de la proclamación real en Calahorra y del avance del ejército de su hermanastro y, viendo que sus efectivos eran muy escasos para resistirle, salió apresuradamente hacia el sur. Unos días después, Enrique entraba en aquella ciudad, donde fue recibido también con gran enardecimiento.
Simultáneamente a estos sucesos, después de pagarle el rescate, el Príncipe Negro nos liberó a Bertrand Duguesclin y a mí de nuestra prisión. Al salir de ella, supimos las intenciones de Enrique por llegar a Burgos, así que nos dirigimos hacia allí.
En el mismo momento en que Enrique entraba en la catedral burgalesa, Bertrand y yo nos acercábamos a ella galopando por el camino de Gamonal. Al llegar a la puerta de la muralla, los guardias del portón nos dieron el alto.
—¡Abrid paso a los caballeros Bertrand Duguesclin y Pedro López de Ayala! —les contestó Bertrand—. ¡Llevadnos inmediatamente ante el señor don Enrique de Trastámara!
Al oír nuestros nombres, el alcaide de puerta se apresuró a salir.
—Sed bienvenidos a Burgos, mis señores. Seguidme y os acompañaré a presencia del rey Enrique, que ha llegado hoy muy de mañana. En estos momentos el señor arzobispo lo recibe en la catedral para ser proclamado. En poco tiempo el alcaide formó una escolta que se encargó de abrirnos paso por las atiborradas calles de Burgos y llevarnos a ambos hasta la presencia de Enrique, quien, en cuanto se enteró de que Bertrand y yo entrábamos en la catedral, se apresuró a salir a nuestro encuentro.
—¡Vive el cielo que el día de hoy es un día grande para Castilla y para mí! —exclamó al vernos—. Os he echado de menos y agradezco a Dios que os veáis libres de vuestra prisión. Con vosotros a mi lado seré capaz de recuperar todo el territorio que aún conserva en sus manos mi hermanastro. Id a descansar, que vendréis fatigados de vuestro viaje. Después hablaré con vosotros sobre los planes que hemos de adoptar.
Tras dejarnos reposar a Bertrand y a mí, Enrique nos propuso a sus caballeros sus planes de batalla, que todos aceptamos sin apenas modificarlos. En aquel momento la situación le era muy favorable, todos augurábamos que el final de la contienda iba a ser un paseo triunfal.
Así fue. En menos de seis meses, casi sin lucha, Enrique se vio dueño de la obediencia de casi todo el reino. Solo Galicia, Sevilla y algunas ciudades y villas aisladas seguían en la obediencia de Pedro. Este, en un rapto de exasperación, había dado muerte a Juan Fernández de Tovar por el simple hecho de ser hermano del gobernador que había entregado Calahorra, y a Diego García de Padilla, el hermano de María de Padilla, hasta entonces uno de sus más fieles partidarios.
Pedro, a quien el rey de Granada había ayudado con siete mil jinetes y mucha infantería, resolvió acudir a auxiliar a Toledo y emprendió la marcha por el camino del norte. Para su desgracia, por el mismo camino pero en dirección contraria, se acercaba el ejército de Enrique. Nuestros exploradores tuvieron conocimiento de que el rey se acercaba y volvieron grupas para avisar a Enrique.
—Señor —le dijeron—, en el camino hemos encontrado las tropas de vuestro hermano. Apenas están a una jornada de camino a buen paso.
—¿De cuántos hombres constan? —preguntó Duguesclin.
—No muchos, señor. Sus tropas no parecen muy aguerridas pues avanzan sin ninguna clase de orden. Nos han dicho que están formadas por los moros que les ha confiado el rey de Granada y algunos judíos de la aljama de Sevilla.
Enrique nos convocó a consejo. Fuimos unánimes en salir a su encuentro y trabar combate puesto que su situación en el campo nos favorecía. Las tropas de Pedro, menos aguerridas, fueron ampliamente derrotadas en los llanos de Montiel. El rey y algunos de sus leales, perseguidos muy de cerca, hallaron refugio en el vecino castillo de La Estrella, donde quedaron sitiados. A los nueve días de asedio, un emisario del rey Pedro se presentó en la tienda de Duguesclin.
—¿Qué deseáis de mí? —le preguntó este.
—Señor, el rey desea entrar en tratos con vos.
—¿Con qué objeto?
—Quiere que le facilitéis la fuga del castillo de Montiel. El rey sabrá ser generoso, muy generoso con vos. Os promete cuarenta mil doblas de oro en dinero.
Duguesclin fingió tomar en consideración la propuesta de Pedro.
—Volved mañana a esta misma hora y tendréis mi contestación.
Nada más salir el emisario, Duguesclin se presentó en la tienda de Enrique
—Señor, he recibido noticias de Pedro. Me ha enviado una propuesta para que le deje escapar.
—Acéptala y dile que venga a hablar contigo a la noche para enterarle del plan de su huida.
—Está bien, señor.
Acto seguido, Enrique me puso en antecedentes de esas conversaciones.
—Estarás presente en las conferencias que tenga mi hermanastro con Duguesclin. Deberéis advertirle que no aceptaré ningún trato que no sea su total rendición y su renuncia al trono de Castilla.
Aquella noche Pedro se encontró con Duguesclin y conmigo en la tienda de este. Pero cuando le trasmitimos el mensaje de Enrique, vimos que no estaba decidido a entregarse.
—Yo he venido aquí a parlamentar las condiciones por las que se ha de favorecer mi huida de Montiel y mi refugio en Granada. Lo demás huelga.
Duguesclin y yo nos miramos durante unos instantes, pues el empecinamiento de Pedro nos cogió por sorpresa. Fui yo quien rompió el silencio.
—Señor don Pedro, no tenemos autorización para acceder a vuestra demanda. Nuestro señor don Enrique solo nos ha autorizado a tratar con vos la forma en que rendiréis vuestras tropas y dejaréis de pelear contra él. Nada más.
—¿Y en qué condiciones quedarán los que hasta ahora han estado a mi lado?
—El rey Enrique está dispuesto a ser generoso con ellos —aseguró Duguesclin.
—¡Rey Enrique, rey Enrique! ¿Quién es el rey Enrique? No conozco a nadie que tenga ese título —gritó Pedro airado.
—Aquel que ha sido reconocido como tal en toda Castilla y al que nosotros representamos —respondió con calma Duguesclin.
—Yo soy el único rey de Castilla; no reconozco a ningún Enrique como tal rey. Y puesto que aquel que os ha enviado tanto desea que se termine esta guerra, volved a él y decidle que estoy dispuesto a hablar con él sobre su rendición.
—Señor —intervino Duguesclin de nuevo—, llevaremos ahora mismo al rey Enrique vuestra proposición. Esperad aquí mismo su respuesta.
Y haciendo una venia, los dos nos retiramos. No perdimos mucho tiempo en llevar a Enrique el resultado de aquella entrevista.
—Volved a mi hermanastro, Duguesclin, y decidle que hablaré con él ahora mismo en mi tienda. Vosotros dos permaneceréis junto a mí hasta que él llegue. Después os retirareis a la estancia adjunta y nos dejareis solos.
Momentos después, Duguesclin volvió a encontrarse con Pedro, a quien dio escolta junto a sus acompañantes hasta el pabellón de Enrique. Hacía años que no se habían visto; la cara de Enrique era inexpresiva, mientras que en la de Pedro se atisbaba un rictus de cólera apenas contenido. Pedro y Enrique quedaron frente a frente mirándose fijamente a los ojos durante unos segundos.
—Salid, señores, y esperad afuera —nos ordenó Enrique, como habíamos convenido—. Lo que se ha de hablar aquí solo a los dos nos interesa.
Algún caballero de la escolta del rey hizo ademán de resistirse a cumplir esta orden, pero fue el mismo Pedro quien corroboró la orden dada por su hermanastro.
—Salid como se os ha ordenado y esperad a que se os llame.
Todos volvimos a la antesala de la tienda. Durante unos minutos no se percibía más que el rumor de la conversación, pero no tardó en subir su tono y oímos voces desaforadas. Aquello nos inquietó hasta el punto de que dudamos sobre si debíamos volver a entrar. Finalmente, el ruido de la mesa y las sillas cayendo al suelo y un alarido que se elevó por encima de aquella batahola hicieron que todos nos precipitáramos al interior.
Allí nos encontramos con Pedro tirado en el suelo, con una daga clavada en el corazón y un puñal en su mano crispada. Enrique, pálido, jadeante y con el rostro desencajado, se incorporaba del suelo pues también había caído.
—Señor, ¿qué ha pasado? —pregunté.
—Discutimos, nos acaloramos y ya conocéis a mi hermano. Desenfundó su puñal y me acometió. Yo me defendí pero él tropezó y cayó sobre mí clavándose la daga que blandía en mi mano para mi defensa.
Un denso silencio que parecía poder cortarse con un cuchillo llenó la tienda. Duguesclin se inclinó sobre Pedro intentando buscar un resto de vida.
—No tiene pulso ni latidos en su corazón. Está muerto —dijo mientras se levantaba.
Los caballeros de la escolta de Pedro permanecían silenciosos y juntos esperando la actitud de Enrique.
—Bien saben Dios y la Virgen que no es este el final que quería para mi hermano. Su muerte ha sido dictada por su destino. Señores, ahora yo soy el único rey de Castilla. Yo os prometo que no perseguiré a cuantos servisteis a mi hermano. Volved en paz a vuestras tierras, pues yo también quiero empezar en paz mi reinado.
—¿Qué haréis con el cadáver? —preguntó uno de estos caballeros.
—Será expuesto públicamente para que nadie tenga duda de que ha muerto. Después se le dará tierra en sagrado de acuerdo a su condición de rey de Castilla.