En el que entre Pedro y Enrique intervienen otras fuerzas que acaban por dar un nuevo sesgo a sus hostilidades
Persistía en Europa la prolongada guerra entre Francia e Inglaterra motivada por las disputas de sus soberanos por su derecho al trono francés. Las repercusiones de esta guerra salpicaron a todos los reinos cristianos de España, especialmente a Castilla y a Aragón, con quienes ingleses y franceses establecieron sus alianzas. Si, por un lado, el príncipe de Gales lo hizo con Pedro de Castilla, enfrente se había formado un ejército integrado por aragoneses y mercenarios franceses que ayudaban a Enrique de Trastámara en sus pretensiones al trono de Castilla.
Ante el avance del bastardo, Pedro de Castilla abandonó la ciudad de Burgos a su merced, circunstancia que aprovechó Enrique para, junto con sus caballeros, entrar en ella. La pérdida de Burgos señaló el inicio del declive de la fortuna del rey, que a partir de entonces vio mermar día en día el número de sus partidarios, hastiados de sus crueldades y cansados de una lucha que parecía eternizarse. Sus enemigos aprovecharon todas estas desafecciones en el campo de Pedro para proclamar en Calahorra a Enrique rey de Castilla.
Esta noticia le llegó a Pedro a través del nuevo maestre de Santiago, Garci Álvarez de Toledo, quien no le ocultó que su situación era cada vez más comprometida.
—Señor, debemos tomar presto remedio a cuanto acontece. Cada día que pasa vuestros partidarios disminuyen, tenéis menos aliados y proliferan las deserciones. En resumen, señor, nos encontramos cada vez más solos. Debemos buscar otros aliados que nos puedan ayudar.
—Ya lo había pensado. Aunque en estos momentos de peligro no nos será fácil encontrar nuevos amigos. De todas maneras, iré a Portugal para hablar con su rey Pedro. Veré si está dispuesto a renovar las buenas relaciones que su padre mantuvo siempre con Castilla.
Pedro se dirigió al vecino reino, mas su soberano no estaba inclinado a embarcarse en la embarullada aventura dinástica castellana. No se desanimó y, habiendo llegado hasta él la fama de excelente guerrero que tenía Eduardo de Woodstock, el hijo heredero del Eduardo de Inglaterra, se dirigió a Aquitania, a la sazón territorio de dominio inglés, donde este gobernaba por delegación de su padre, para solicitar el apoyo de sus milicias.
Eduardo, llamado el Príncipe Negro, debido al color de su armadura habitual, tenía fama de ser, además de un excelente guerrero, fiel a su palabra, un cumplido caballero, generoso y compasivo con los débiles y vencidos. En Francia había acaudillado con éxito gran número de batallas, como la de Poitiers, donde había conseguido tomar como prisioneros nada menos que al mismísimo rey Juan de Francia y a su hijo Felipe.
Cuando la solicitud de ayuda de Pedro de Castilla llegó a sus manos, Eduardo le citó en su posesión del castillo de Bayona. En el inicial intercambio de saludos, Pedro le hizo entrega, como regalo personal, de varias piedras preciosas de gran valor. Eduardo agradeció aquel obsequio, pero no perdió mucho tiempo en los prolegómenos.
—Queréis que os ayude a aseguraros vuestro trono de Castilla, que en estos momentos os disputa vuestro hermanastro Enrique de Trastámara. Bien, ¿qué estaríais dispuesto a pagar por alcanzarlo?
—Fijad vos mismo vuestras demandas.
—Lo que me proponéis es una misión difícil que exigirá una fuerte inversión en hombres y bastimentos.
Eduardo hizo una pausa calculada mientras dirigía a Pedro una mirada inexpresiva y jugueteaba con los dijes del collar que llevaba al cuello, antes de formalizar su demanda.
—Si os parece, mi señor, concretaré el costo de nuestra intervención en vuestra contienda. Yo calculo que solo las soldadas de mis gentes alcanzarán una partida muy fuerte, digamos unos 500.000 florines, calculando por lo bajo.
Ante tan abultada cifra, Pedro hizo un gesto de agobio que no pasó desapercibido al inglés, que se aprestó a continuar hablando antes de que Pedro pudiera interrumpirle.
—¿Os parece una cantidad muy elevada? Permitidme deciros que no estamos en el mercado de frutas y verduras de Londres, y que aquí el regateo no se usa. Os lo digo porque, si mis condiciones no os gustan, tiempo y ocasión tendréis para buscaros otro aliado.
—He venido a vos porque sé de vuestra fama de ser el mejor combatiente. Seguid hablando, señor —le dijo Pedro.
—Prosigamos pues. Como sabéis, hace doscientos años Gascuña y la Guyena estuvieron ya dominadas por los duques de Aquitania y, desde hace cien, pasaron a la soberanía de mis antecesores, los reyes de Inglaterra, que adquirieron el derecho sobre estas tierras. Ahora, señor don Pedro, que mi padre, el rey Eduardo de Inglaterra, me ha confiado el gobierno de esta región, me agradaría extender mis dominios al otro lado de los Pirineos, por lo que, si volvéis al trono de Castilla, me cederéis las tierras de Vizcaya, Álava, Guipúzcoa, Logroño y Calahorra.
Pedro se quedó estupefacto ante la desmesurada exigencia del inglés y apenas pudo balbucear unas palabras pidiendo a Eduardo tiempo para meditar su respuesta.
—Naturalmente, mi señor don Pedro. Estos tratos deben madurarse bien —contestó el inglés con una punta de ironía—. Esta noche seréis mi invitado y os puedo asegurar que no hay en Burdeos ni en toda Francia quien haga los asados con más maestría que mi cocinero.
El príncipe Eduardo no escatimó atenciones con el rey Pedro y, durante la cena, tuvo con él cuantas delicadezas le permitía su ruda educación. Al terminar, le deseó una feliz noche sugiriéndole que, si deseaba tener una agradable compañía nocturna, su mayordomo estaba en condiciones de proporcionársela con la seguridad de que quedaría totalmente complacido. Pero a pesar de la reconocida lascivia de Pedro, la negociación con Eduardo le había quitado todo impulso libidinoso, por lo que declinó el ofrecimiento de su anfitrión y se retiró a pasar la noche en el aposento que se le había destinado en el castillo.
Al día siguiente, Pedro, que no había podido dormir dando vueltas a cómo iba a reunir la cuantiosa cantidad que debía dar a Eduardo y qué iba a contestar a este, decidió liarse la manta a la cabeza y aceptar la proposición del inglés. Ambos extendieron un documento con los compromisos mutuos.
Mientras firmaban, se puede adivinar que Pedro pensara en que lo importante era que ya había logrado su ayuda, y después ya vería cómo pagarle…, si es que llegaba a hacerlo.
Al volver de Bayona, Pedro dio cuenta sucinta a sus caballeros de sus gestiones con el inglés y, naturalmente, se guardó el detalle del precio. Pero se le escapó el compromiso de ceder los terrenos del norte de Castilla. Como ninguno de los caballeros que rodeaban a Pedro estaba dispuesto a despertar sus iras, todos tuvieron mucho cuidado en no expresar su opinión.
Sin embargo, entre ellos estaba un caballero al que las gabelas aceptadas por el rey Pedro no dejaron indiferente. Se trataba de Íñigo López de Guevara, un noble castellano de estirpe alavesa que aún mantenía intereses y tierras en esa región y a quien nada apetecía que sus posesiones cayeran bajo el dominio de Eduardo de Inglaterra. Inmediatamente pensó en nosotros, los Ayala, ya que nuestras tierras, al igual que las suyas, también pasarían a la jurisdicción de Eduardo si el tratado se llevaba a cabo.
Íñigo López de Guevara aprovechó la cercanía que brindaba Bayona para venir a Quejana y comentarnos las consecuencias de la alianza con el Príncipe Negro.
Cuando se retiró el rey Pedro a Sevilla, yo hice un viaje relámpago a Ayala para estar junto a los míos. En la campaña de Calatayud, las tropas ayalesas no fueron mandadas por mi padre ya que su salud se había resentido más que un tanto y me había confiado su mando. Su deficiente salud era motivo de preocupación para mí y justificaba de sobra un viaje para acudir a su lado y comprobar su estado.
Por otro lado, Fernán se había propuesto terminar totalmente el proyecto acariciado desde hacía muchos años de construir y dotar una nueva casa en Vitoria, ciudad situada sobre el eje de las rutas que unían Francia y Navarra con Castilla, en el lugar más equidistante de nuestras posesiones. Mi padre destinaba a este proyecto un carácter de vivienda suntuaria y reservaba a nuestra casa de Quejana un papel más familiar e íntimo.
Mi padre se encontraba cansado de los avatares de su prolongada vida de soldado tras participar en todas las fatigas de las batallas de Castilla de los últimos cuarenta años y, de mutuo acuerdo con mi madre, decidió preparar nuestra casa de Quejana como lugar de su próximo recogimiento. Como complemento a su idea, había ampliado la comunidad religiosa del monasterio, con el ánimo de hacer de Quejana su futuro mausoleo familiar.
Durante mi viaje intenté imaginarme el aspecto que ya tendría el cuerpo infantil de mi hijo Fernán, al que deseaba abrazar tanto como a su madre. Calculé que ya sabría andar solo, tras mis meses de ausencia, con esos andares torpes y desmadejados que hacen a los infantes tropezar con cuantos objetos encuentran a su paso. También dediqué pensamientos anticipados para mi segundo hijo, Pedro, que aún no me suscitaba tanto interés pues seguía siendo un bebé de pañales.
—Quizás hayas tenido razón durante este tiempo atrás cuando me indicabas las crueldades del rey. Veo que hemos estado sirviendo hasta hoy a un hombre indigno de tenernos a su servicio. Si sus represalias podían estar justificadas como actos de castigo a sus enemigos, lo que ahora pretende es una traición a quienes le hemos sido fieles en todo momento.
Con estas palabras me recibió mi padre, y la expresión apesadumbrada de quien debe reconocer que se ha mantenido en un grave error durante su vida.
—Pedro, tienes toda la libertad del mundo para ir a ver a Enrique de Trastámara y, si te parece, ofrecerle tus servicios. Puedes decirle que yo ya no volveré a colocarme en las filas del rey Pedro. De tal modo están sucediendo las cosas que todo lo que de ellas salga irá en contra de este. Bien sabe Dios, hijo, que me cuesta hablarte en contra del rey, pero su crueldad le ha colocado muy lejos de merecer el servicio de los buenos caballeros e infanzones de Castilla. Que Dios le perdone el mal que ha hecho durante estos tiempos.
Yo no quise ahondar su herida y me quedé mirándolo con cierta compasión, hasta que terminó.
—Considérate libre de todo compromiso que te ha atado a mi voluntad en los últimos tiempos y actúa según tu leal parecer.
Guardé estas últimas palabras pronunciadas por mi padre en mi recuerdo durante toda mi vida. Me mostré de acuerdo con su dolorosa decisión y preparé mi encuentro con Enrique de Trastámara, al que encontré con su ejército en las cercanías de Calahorra.
Cuando le anunciaron mi presencia, salió para acogerme con muestras de alegría.
—Pedro de Ayala —me dijo—, sé bienvenido a nuestro lado. Me congratulo de que hayas dado este paso. Siempre te he valorado en mucho. Como se dijo del Cid, de ti también puede decirse «qué buen vasallo si hubiere buen señor». Yo espero serlo para merecerte.
Ya en aquella primera conversación Enrique y yo dejamos zanjadas las diferencias que pudiere haber pendientes entre ambos. Tan bien impresionado debió de quedar el de Trastámara que terminó su entrevista con mi nuevo nombramiento.
—El puesto de alférez mayor de la orden real de la Banda está vacante desde la muerte de su anterior titular. Quiero que ocupes su lugar. Mañana en la sesión de la Curia comunicaré esta decisión. Serás presentado a todos sus componentes, entre ellos, al caballero francés Bertrand Duguesclin, nuestro nuevo aliado.
Bertrand Duguesclin era hijo de una noble familia de la Bretaña y debía su fama de gran militar a las batallas ganadas a los ingleses al frente de un ejército de mercenarios, que se conocía como las Compañías Blancas. Era contrahecho de cuerpo y malencarado, apenas sabía leer ni escribir, pero estaba dotado de tal fuerza que la maza que él manejaba con soltura apenas podía ser levantada por otro hombre.
En una de aquellas innumerables treguas que salpicaron la eterna guerra entre Francia e Inglaterra, todos los mercenarios de las Compañías Blancas quedaron sin ocupación. El rey de Francia pidió a Duguesclin que las licenciara, pero la llamada de Enrique de Trastámara para que le ayudaran en su lucha contra su hermanastro motivó su venida a Castilla.
Desde el primer día formé parte de los caballeros del Consejo Real, donde fui bien acogido. En aquella reunión Duguesclin pidió que se fortaleciera la ciudad de Nájera, pues a su juicio era probable que fuera atacada de nuevo por las tropas del rey Pedro, ya que había sabido por un desertor del rey de Castilla que este había ido a la Guyena con ánimo de establecer una alianza con el Príncipe Negro.
Y así era, en efecto. Mientras Enrique celebraba consejo con sus caballeros, el príncipe Eduardo y el rey Pedro cruzaban Navarra, previa aquiescencia obtenida de su rey Carlos, para invadir Castilla. Con las tropas inglesas venía, además del Príncipe Negro, su hermano, el duque de Lancaster. Estas tropas acamparon en Navarrete, villa próxima a Logroño. Allí, Eduardo de Inglaterra, haciendo honor a su caballerosidad, escribió una carta a Enrique de Trastámara.
[…] que, cuando el rey don Alfonso, su padre, murió, todos los de los reinos de Castilla y de León le recibieron pacíficamente y tomaron por su rey y Señor, entre los cuales fuisteis vos uno de los que así le obedecieron.
[…] que vos, con gentes y fuerzas de diversas naciones, entrasteis en sus reinos y se los ocupasteis y os llamasteis rey de Castilla y de León; y le tomasteis sus tesoros y sus rentas y le tenéis su reino así tomado y forzado y decís que lo defenderéis de él y de los que le quisieren ayudar. Por lo cual, estamos muy maravillados de que un hombre tan noble como vos, hijo de rey, hicieseis cosa tan vergonzosa contra vuestro rey.
Después le hizo un recuerdo a los lazos de alianza y de familia que unían a ambos países y en virtud de los cuales su padre, el rey de Inglaterra, aceptó ayudar a Pedro de Castilla. Pero que él antes que guerrear con Enrique estaba dispuesto a ser mediador de paz.
[…] Os rogamos y requerimos, de parte de Dios y del Mártir San Jorge, que, si os place que nós seamos buen medianero entre el dicho rey Don Pedro y vós, que nos lo hagais saber y nós trabajaremos para que vós encontréis ventajas en sus reinos y en su buena gracia y merced, para que, honrosamente, podáis vivir holgadamente y gozar de vuestro estado y condición. Y si algunas otras cosas tuviese que aclarar entre él y vos, con la merced de Dios, procuraremos ponerlas en tál estado que vos quedéis bien satisfecho.
A esta carta contestó Enrique en forma igualmente caballerosa pero también con lenguaje firme para expresarle al príncipe Eduardo que no estaba bien informado de las circunstancias por las que hasta entonces se había desarrollado la disputa entre los dos hermanastros.
[…] todos los de los reinos de Castilla y de León, con muy grandes trabajos, daños y peligros de muertes y de mancillas, sufrieron las malas obras que él hizo hasta aquí; pero ya no las podían encubrir ni sufrir más; tantas malas obras, que serían muy largas de contar.
[…] que todos los de los reinos de Castilla y de León, tuvieron por ello un gran placer, seguros de que Dios les había enviado su misericordia para librarlos de un señorío tan duro y tan peligroso como tenían.
[…] que todos los de los dichos reinos vinieron, de su propia voluntad, a tomarnos por su rey y su señor, tanto Prelados, como Caballeros y Fijosdalgos, como Ciudades y Villas.
Tras este cruce de cartas no hubo más posibilidades de paz. La diplomacia cedió el paso a la confrontación armada, por lo que las tropas se aprestaron a la batalla.
El ejército aliado de ingleses y castellanos se había situado en Navarrete. Por su parte, Enrique dispuso sus fuerzas en una línea apoyada en las murallas de Nájera, llegando por la izquierda hasta Haro y por la derecha hasta cerca de Santo Domingo de la Calzada.
En el consejo que se celebró al conocer las posiciones de los ingleses y de las tropas del rey, Duguesclin y yo aconsejamos a Enrique que no presentara batalla al príncipe de Gales, ya que su ejército era muy superior al nuestro. Tratamos de convencer a Enrique de que podíamos aguantar dentro de Nájera e ir entreteniendo a nuestro enemigo hasta que sus provisiones y los dineros destinados a las pagas de los mercenarios se les agotaran, momento en el que aquel ejército se disolvería como un terrón de azúcar.
—Eso no haré yo. Antes bien deseo que mis tropas y las del enemigo vean que a mis hombres les guía un rey valeroso que no tiene miedo. Así que mañana atacaremos a mi hermano y los ingleses sabrán cómo nos portamos en la batalla.
De esta manera, Enrique renunció a la ventajosa posición que ocupaba, atravesó el río Najerilla y avanzó hasta encontrarse con el ejército del Príncipe Negro.
Este, al ver que Enrique enfilaba directamente contra él, se sorprendió de veras.
—¡Verdaderamente son bravos estos hombres! —Y se dirigió al rey Pedro para agregar—: Señor, hoy sabréis si sois rey de Castilla o no sois nada.
Los dos ejércitos se acometieron con furia. El ala derecha, mandada por Duguesclin y formada por los caballeros de la orden de la Banda, hizo retroceder a los ingleses. Presintiendo Enrique que por aquel lado estaba la victoria, apoyó con los suyos en aquella dirección haciendo recular aún más al enemigo.
Pero el ala izquierda, que Enrique le había confiado a su hermano Tello, no solo no atacó sino que su líder, al ver delante a las tropas de Armagnac y Guyena mandadas por el príncipe Eduardo, tuvo uno de sus ataques de cobardía y salió huyendo, dejando una brecha abierta por donde ingleses y franceses penetraron nuestra retaguardia e hicieron en ella un gran número de muertos y prisioneros.
A pesar de los gritos de ánimo y de los esfuerzos personales de Enrique por reorganizar sus líneas, estas se hallaban deshechas, por lo que dio orden de volver grupas y refugiarse en Nájera, objetivo que solo consiguieron los que pudieron escapar a caballo. Los peones, perseguidos por los hombres del Príncipe Negro, fueron empujados hacia las orillas del río Najerilla y, como este venía crecido, los que no fueron hechos prisioneros se ahogaron al intentar vadearlo.
En aquella malhadada batalla, Enrique pudo escapar tomando el caballo que le cedió Juan Ramírez de Arellano. Así, acompañado de unos pocos caballeros, pudo llegar hasta Aragón de paso para Francia, donde se refugió esperando épocas mejores.
Duguesclin peleó a mi lado valerosamente durante toda la batalla, en la que yo portaba la bandera de Castilla como alférez mayor de la orden de la Banda, pero ambos fuimos envueltos por los ingleses y hechos prisioneros. Cuando nos vimos acorralados, Duguesclin se dirigió al príncipe de Gales a gritos.
—Solamente a vos, señor, entregaremos nuestras espadas pues habéis demostrado ser el mejor caballero de esta jornada.
Durante seis meses fuimos prisioneros de los ingleses. Eduardo de Gales nos retuvo hasta que logramos pagar un fuerte rescate por nuestra libertad. En su haber pudimos decir que en todo momento su trato fue muy considerado.