XIX

En el que el rey Pedro pierde el más sincero y limpio de sus apoyos

A sus últimos crímenes, Pedro de Castilla agregó el rapto de una mujer casada, María de Hinestrosa, esposa de uno de sus caballeros, Garcilaso Carrillo, quien en venganza se pasó al partido de Enrique de Trastámara. No fue él solo; los asesinatos de los rehenes que mantenía prisioneros y otros atropellos de toda índole fomentaron las deserciones y abandonos y el consiguiente engrosamiento del partido de Enrique.

Este pensó que era una magnífica oportunidad para invadir las tierras de Castilla con sus tropas. Penetró por el valle del Ebro derrotando a los partidarios del rey, a quien arrebató enseguida la ciudad de Nájera. Esta pérdida enfureció sobremanera a Pedro, quien no dudó en asesinar a quienes consideró responsables de aquella derrota.

No tardó en devolver la pelota a su hermanastro. Hizo levas y, con un ejército con diez mil infantes y cinco mil jinetes, plantó batalla a Enrique en la Rioja Alta. Acampó cerca de la ciudad de Santo Domingo de la Calzada y esperó a que amaneciera el nuevo día para acometer a su hermanastro. Pedro se encontraba hablando dentro de su tienda en compañía de uno de sus caballeros, cuando oyó un tumulto de voces en el exterior.

—Ve y mira a qué se deben voces tan desaforadas.

El caballero salió a cumplir la orden del rey.

—Señor, hay fuera un cura de la catedral de Santo Domingo que dice que debe hablar con vos, puesto que Dios y Santo Domingo se lo han ordenado. No ha querido aclarar qué mensaje debe daros puesto que, como mensajero de Dios, solo os lo comunicará a vos. He intentado convencerle de que no podéis verle ahora, que estáis descansando y que habéis dado orden de que nadie debe molestaros.

—¿Y qué os ha respondido?

—Ha repetido que no podéis despreciarle, puesto que es un mensajero de los cielos, que él permanecerá esperando todo el tiempo que hiciere falta y que, si no le recibís, os sobrevendrán todos los males del infierno.

Su primer impulso fue mandar a sus escuderos que mataran a aquel impertinente, pero el rey tenía un fondo supersticioso y temió que caería sobre él alguna desgracia desconocida.

—Mandadle pasar, veamos lo que quiere y terminemos de una vez con este incordio.

El cura era un hombre de entre cuarenta y cinco y cincuenta años, de cuerpo magro, cubierto por una raída sotana y calzado con unas viejas alpargatas de esparto. En su rostro destacaban unos ojos saltones, brillantes, vehementes, que al hablar parecían salir de sus órbitas. En contraste, su voz sonó campanuda y un punto solemne.

—Señor, mi santo Patrón me ha mandado que os anuncie que os guardéis de vuestro hermano Enrique y os advierte, en nombre de Dios, que si no hacéis enseguida las paces con él os hará matar por sus propias manos.

El rey se levantó del sitial encolerizado, arremetió contra el cura y le golpeó con la hoja de su espada, mientras le increpaba furiosamente con insultos y maldiciones. Cuando se hubo cansado de golpearle, llamó al jefe de su guardia y mandó quemar al clérigo en una hoguera delante de sus tiendas para que sirviera de castigo ejemplar.

Al alba del día siguiente, dio la orden de ataque contra Nájera y libró junto a sus muros un combate en el que a Enrique y sus tropas no les quedó otro remedio que replegarse y encerrarse en la ciudad. Durante unos días, Enrique esperó que las tropas de Pedro asaltasen Nájera, pero sin motivo aparente este abandonó el cerco sin acometer las defensas de las murallas y regresó a Sevilla, donde ordenó la muerte de las tripulaciones de cuatro galeras aragonesas que habían sido apresadas en aguas de Tarifa.

Por entonces firmó con el rey de Portugal un pacto para la mutua entrega de las personas refugiadas en sus reinos. El rey castellano hizo matar a todos los que le fueron entregados, entre ellos, Pedro Juan García de Villagera, padre de Leonor Núñez de Guzmán, la amante de su padre.

A pesar de que no faltó la leña en las chimeneas de las habitaciones en el castillo del alcázar de Sevilla, aquel invierno fue especialmente duro para sus habitantes. María de Padilla no se encontraba bien. Como decía Constanza, su doncella de confianza, se le había metido el frío en los huesos y, cuando esto ocurría, no volvía a salir hasta que los primeros renuevos de primavera hicieran aparición en los jardines del alcázar. Pero, ni aun entonces, María recobró el buen ánimo que había tenido siempre. Constanza, preocupada por el desmejoramiento que se iba apoderando de su señora, se desvivía por atenderla.

—Doña María, mi señora, ¿acaso el palomino que os he servido no estaba a vuestro gusto? —le preguntó una noche, preocupada al ver que el plato de la cena había sido devuelto casi intacto.

—No, no; es que no tengo apetito. Aún tengo aquí —añadió señalándose el estómago— la comida de mediodía.

—¿Queréis que llame a vuestro físico?

—¿Para qué? Ya sé lo que me va a decir. Que tengo el intestino sucio, que me purgue con calomelanos y que me ponga un par de lavativas. Para eso no merece la pena.

Pero doña María no mejoraba. A la falta de apetito se agregó cansancio, deterioro físico y una laxitud que acabaron por postrarla en la cama.

—Señora, ¿queréis que demos noticia de vuestro estado a nuestro señor el rey? —le preguntó la dueña de más edad de las que tenía a su servicio al comprobar que persistía el mal estado de María.

—No, dejadle; bastantes problemas tiene en Castilla. No le preocupéis sin más ni más.

Pero la dueña no se quedó tranquila y, unos días más tarde, aprovechó que por fin viniera el físico a visitarla para preguntarle por su señora. Al momento percibió la preocupación reflejada en su semblante.

—Está en muy mal estado. Creo que solo un milagro del cielo podrá dar a doña María una vuelta a la vida.

—¿Qué pensáis de avisar al rey?

—Creo que el rey desearía que se le notificara su estado. Hablad con el alcaide para que le mande un mensajero.

Avalada por la opinión del físico, la dueña dictó al escribano una carta para el rey.

—¿Dónde he de buscarlo? —preguntó el mensajero.

—Hasta hace dos semanas estaba en Villa Real[6]. Corred allá y preguntad al alcaide de su ciudadela. Id deprisa y que Dios os guíe.

Partió el mensajero por la vía del puerto de Despeñaperros, donde Dios y san Cristóbal tuvieron piedad de él, pues no tardó en encontrarse sobre los pasos del rey, alcanzándole al tercer día de su viaje. Tras leer las noticias, Pedro pidió sus corceles más veloces y, acompañado de una pequeña escolta, forzó el galope de sus caballos hasta Sevilla. Al cabo de tres días se encontraba junto a María.

Al verla, el rey recibió una impresión muy fuerte, ya que la enfermedad había hecho mucha mella. Su mirada, hasta entonces alegre y reidora, se había apagado; sus facciones se habían demacrado hasta componer una cara de rasgos muy afilados con un tinte céreo. La voz, tenue y entrecortada, acentuaba su apariencia de extrema debilidad. Solo la esperanza de recibir al rey, cuya visita se le había anunciado, parecía mantener la vida en aquel cuerpo agotado, cuyas respiraciones entrecortadas anunciaban que eran los últimos suspiros de la enferma.

Aún vivió María tres días, tiempo durante el que el rey Pedro no quiso apartarse de la cabecera de su cama. No dejaba de ser patético que aquel hombre que con tanta crueldad había tratado a sus enemigos desplegara tales muestras de delicadeza con aquella mujer que, durante años, se le había entregado en cuerpo y alma.

Durante sus últimos días, María fue sumergiéndose en un tranquilo sopor, en el que solo se notaba el débil hálito de su respiración y un cada vez más imperceptible latido de su corazón. Al fin, uno y otro cesaron mansamente y María se durmió en el irreversible sueño de la muerte.

Pedro permaneció sentado a la cabecera de su cama, con su mano entre las suyas durante un largo rato, como queriendo restituirle el calor corporal que iba perdiendo tras su último suspiro. Ni siquiera sus deudos osaron interrumpir el silencio del rey. Habían pasado más de veinte minutos cuando doña Inés de Pontejos, la dama de confianza de María de Padilla, se le acercó.

—Señor, doña María…

—¿Qué me queréis decir?

—Que ya ha muerto, señor. Ahora debemos rezar por su alma, que está ya en presencia del juicio de Dios.

—Dios no juzga a los ángeles. Son ellos los que interceden por los hombres y las mujeres de la tierra —replicó con voz dolida el rey.

Inés de Pontejos calló un momento antes de proseguir con las disposiciones prácticas.

—¿Dónde se ha de dar tierra sagrada a doña María?

—Que se prepare todo para llevarla cuanto antes al monasterio de Astudillo, que tan querido era para ella. Allí estará hasta que busque el sitio más adecuado en el que descanse definitivamente.

La dueña se retiró, sin duda elucubrando sobre cuál sería ese lugar reservado para ella. Pero en el pensamiento de Pedro se estaba madurando ya su proyecto. Fue en las Cortes que se celebraron en Sevilla al año siguiente donde el rey hizo una declaración sorprendente.

—Es mi voluntad que el cuerpo sin vida de mi muy amada esposa, doña María de Padilla, quien reposa en el monasterio de Astudillo en Palencia, sea trasladado, con las ceremonias que corresponden a una esposa del rey, a la catedral de Sevilla como…

—¿Esposa del rey?, ¿de vos? —se le escapó al arzobispo de Toledo.

—Sí, señor arzobispo, mi esposa verdadera ha sido doña María de Padilla, pues ha tiempo que en secreto contraje matrimonio con ella una vez que mis anteriores uniones con doña Blanca de Borbón y con doña Juana de Castro fueron debidamente invalidadas.

Y tomando de manos de uno de sus secretarios un pergamino que tenía en las manos, lo entregó a las Cortes.

—He aquí el acta matrimonial firmada por los caballeros Diego García de Padilla, maestre de Calatrava; Juan Fernández de Hinestrosa; Juan Alfonso de Mayorga, canciller del Sello de la Puridad y secretario del rey, y Juan Pérez de Orduña, abad de Santander y capellán real, a los que ordeno ahora que renueven el juramento que hicieron en su día de ser testigos de la verdad de cuanto he dicho aquí y ahora.

Todos los citados, que se hallaban presentes en aquella sesión, ratificaron solemnemente cuanto había dicho el rey y las Cortes de Castilla aceptaron su juramento y reconocieron como herederos del rey a los hijos habidos con María de Padilla, Beatriz, Constanza, Isabel y Alfonso, declarando a este futuro rey de Castilla y León.

Mientras tanto, Pedro de Castilla no había olvidado que seguía en guerra con Pere de Aragón. Y planteó una nueva estrategia con su ministro Diego García de Padilla y otros varios caballeros.

—Para dar buen fin a los conflictos con Aragón, me parece oportuno establecer un acuerdo con el rey Eduardo de Inglaterra.

—Lo haremos —convino García de Padilla—, pero también debemos asegurarnos la neutralidad del rey Carlos de Navarra.

—¿Por qué os parece conveniente? —planteó un caballero.

—Navarra detenta la mayor parte de la frontera occidental con Francia. Afirmándonos en su amistad, nos aseguramos de que no haya ninguna invasión por esa parte.

Para sellar esa neutralidad, Pedro se citó en Soria con el rey Carlos y ambos salieron firmantes de un tratado de mutua colaboración en el que se prometieron toda clase de ayuda en cuantas guerras emprendiesen ambos reinos.

—Ahora es cuando vamos a meter en cintura al aragonés y le haremos pagar caro todo el apoyo que ha prestado a los bastardos —le comentó el rey a Diego García de Padilla—. ¿Se sabe dónde está el rey de Aragón en estos momentos?

—Según uno de nuestros confidentes, está visitando las provincias aragonesas del otro lado de los Pirineos. Por precisar más, al salir de Barcelona manifestó que tenía intención de permanecer algún tiempo en Perpiñán.

—¿Qué tropas lleva consigo?

—Apenas una escolta.

—Perfecto. Mañana mismo invadiremos su reino por el valle del río Henares. Quiero que toméis todos los castillos que tiene el de Aragón en la frontera. Una vez que hayan caído en nuestras manos, hacernos con Calatayud será cosa muy sencilla.

Calatayud, en la confluencia de los ríos Jalón y Jiloca, era desde la época musulmana una plaza fuerte rodeada de murallas que no se dejaría apresar como las pequeñas ciudades que fue ocupando Pedro de Castilla. Pero, a pesar de utilizar todas las máquinas pesadas de guerra que tenía en su ejército, Calatayud se defendió con éxito de los ataques castellanos.

Fue allí donde mi hermano Diego perdió la vida. En uno de los asaltos al frente de sus hombres, subía por una de las escalas que los sitiadores llevaron para tomar el adarve de las murallas cuando uno de sus defensores empujó la escala y la hizo caer al vacío. En la caída Diego murió instantáneamente. En cuanto pudimos lograr una breve tregua para retirar los cadáveres del campo de batalla, recogimos el cuerpo de mi hermano para llevarlo a nuestro panteón de Quejana.

Pedro, ante las dificultades que presentaba la conquista de Calatayud, nos convocó a una reunión para organizar un nuevo ataque. Pero no todos compartíamos la opinión de seguir la lucha. Mientras Juan de Hinestrosa y Diego García de Padilla apoyaban al rey, otros éramos más partidarios de renunciar aduciendo que Calatayud estaba muy bien abastecida para resistir nuestro cerco y que su asedio iba a suponer un alto precio en vidas humanas.

Costó convencer al rey, empecinado en el valor estratégico de Calatayud, pero pudimos persuadirle de que, teniendo en su poder los pueblos vecinos, el valor de aquella plaza había disminuido bastante.

—Está bien —dijo al fin con semblante adusto el rey—, transijo por esta vez, pero quede muy claro que al año que viene volveremos de nuevo para escarmentar al rey aragonés y conquistar todas sus tierras.

Sin agregar una palabra más, volvió a Sevilla con su ejército.

Por aquel tiempo Pere de Aragón celebró dos tratados, uno con Francia y otro secreto con Enrique de Trastámara. En este se estipulaba que el aragonés ayudaría al pretendiente a conquistar Castilla, y que Enrique le cedería en compensación la sexta parte de todo el terreno que ganasen. El matrimonio entre su hija Leonor y Juan, el hijo mayor de Enrique, supondría la garantía de esta alianza.

Cuando Enrique participó a su hijo el trato que había hecho con Pere para casarlo con Leonor de Aragón, Juan quiso saber qué cualidades tenía su prometida.

—Nuestros embajadores en Aragón me han dicho que es una joven agraciada y con grandes virtudes. Me han proporcionado un retrato de ella para que al menos la conozcamos en efigie. Lo tengo aquí. Tómalo.

Juan cogió el retrato que le alargaba su padre y contempló con curiosidad a la joven en él representada. Vio la figura de una joven, casi adolescente, a la que el pintor había representado con un lujoso traje de corte. En su cara, enmarcada en una leve toca de seda, destacaban unos ojos negros profundos, una nariz ligeramente respingona y unos labios entreabiertos en una sonrisa ligera que completaba una cierta expresión de travesura infantil. Viendo Enrique que su hijo Juan permanecía absorto en la contemplación de aquel retrato, rompió su silencio con una pregunta.

—Vamos, hijo, ¿qué te parece?

—Parece una joven con mucho donaire y una sonrisa muy agradable. ¿Has cerrado ya el trato con el rey Pere?

—Sí, es una boda que conviene a todos. Estaba seguro de que mi proposición te iba a gustar.

—¿Y cuándo la conoceré?

—Espero que tengamos un momento propicio para poder trasladarnos a Aragón.

—Entonces, aún no habéis fijado la fecha del matrimonio.

—No, aún no. Pero una vez que os hayáis conocido, la boda no será mucho más tarde.

—Padre, creo que has acertado al elegirme a Leonor de Aragón como mi futura esposa.

—Me alegro. Espero que el tiempo de la espera no se te haga muy largo.

—No, padre; Leonor merece esperar a que las circunstancias sean más favorables.

—Claro es que si la espera se te hace muy larga, siempre podrás…

—¡Basta, padre, no! Si me estás sugiriendo que, mientras llega el día de mi boda con Leonor, me busque un amorío, gracias pero no. No engendraré bastardos que después me creen problemas a mí y a Castilla. Ya tenemos bastante ahora con las andanzas del díscolo de mi hermanastro Alfonso en Asturias.

Se ensombreció la faz de Enrique ante las duras palabras de su hijo, que le recordaban su desvío con Elvira de la Vega. Se acercó a él y, por un momento, pareció que iba a levantar la mano para cruzarle la cara, pero pudo contenerse y acabó por contestar a su hijo con unas palabras teñidas de enojo.

—Sea como tú quieras.

Así terminó la entrevista con su hijo y salió violentamente de aquella estancia.

El rey Pedro no había olvidado su promesa de que al año siguiente volvería a la guerra. Encargó a Diego García de Padilla que, con las tropas de Portugal y Navarra, volviera a Aragón e irrumpiera por sorpresa en el campo de Borja. Logró ocupar Tarazona y algunos pueblos aledaños y enseguida avanzó por los valles de los ríos Huerva, Jiloca y Linares, tomando las plazas de sus orillas y ocupándolas con sus tropas. En todo momento se mostró feroz e inhumano, no dudando en pasar por la espada a los prisioneros que hacía. Pero, al llegar a Valencia, su ejército había perdido su capacidad operativa al ir dejando tropas en los pueblos ocupados. Por ello, a pesar de su empeño, no pudo ocupar la ciudad.

Una vez más el espíritu pacificador de Inocencio VI volvió a mostrarse activo. Envió a su nuncio, monseñor Juan de la Grange, en misión de paz y consiguió que esta se ajustase entre castellanos y aragoneses en Murviedro. Según ese nuevo tratado, Calatayud, Tarazona y Teruel entrarían a formar parte de Castilla. En vísperas de salir para Murviedro, Pedro de Castilla llamó al señor de Aranda, su plenipotenciario, para negociar la paz, y le dio instrucciones secretas.

—Decid en mi nombre al rey de Aragón que, si desea que nuestro acuerdo tenga valor, deberá anular los esponsales de su hija con Juan, el hijo de Enrique, y matar al traidor del infante Fernando de Aragón y a Enrique, el bastardo. Ve e informa al rey de Aragón de mis deseos y vuelve con este cometido cumplido puntualmente.

El infante fue efectivamente asesinado poco después, con lo que Pedro de Castilla se desembarazó de uno de sus más fervientes enemigos y de un peligroso pretendiente para ocupar el trono de Castilla. La noticia del asesinato de quien había sido mi condiscípulo en la escuela del obispo Barroso me llegó mientras me encontraba pasando una corta estancia en mis tierras de Quejana para conocer a mi segundo hijo, Pedro, que había nacido mientras estaba enfrascado en las campañas de Aragón y Valencia.

Aunque reconocía que el infante había sido uno de los más pertinaces enemigos de Pedro de Castilla, y que la inquina entre ambos no tenía una fácil solución pacífica, no dejé de considerar que ya eran muchos los cadáveres que jalonaban el camino del rey. No quise comentar con mi padre esta nueva muerte. Sabía que él volvería a hablarme de las traiciones del infante. En mi ánimo prevalecía el recuerdo de nuestra juventud, cuando ambos aprendíamos esgrima con su maestro de armas y nos corríamos nuestras jaranas en la taberna del Curvo en Valladolid.

No pudiendo en aquella ocasión sincerarme con mi padre, me acerqué de nuevo a Pedro González de Mendoza, del que sabía que me hablaría con sinceridad y sin tapujos.

—Creo, Pedro, que ya convinimos en que el rey está a punto de cruzar el límite de la tiranía.

—¿No crees que lo ha sobrepasado ya?

—Esa es una pregunta que espero que no hayas hecho muchas veces.

—No. Es la primera vez y no la haré a nadie más. Conozco de sobra tu discreción.

—Entonces, como sé que eres también discreto, te diré que, si lo creyera, pensaría muy en serio que no es digno de que un Mendoza ponga su espada y su vida a su servicio. —Me miró con su cara más seria y agregó—: Estoy seguro de que tú piensas lo mismo.

Ante su sinceridad no pude más que hacer un signo de asentimiento.

Tras un año de paz inestable, se renovaron las hostilidades con Aragón. Pedro de Castilla penetró esta vez por el sur del reino de Valencia, sembrando el terror en aquellas tierras y apoderándose de Alicante, Elda, Gandía y otras poblaciones. En su correría llegó hasta la zona de El Grao de Valencia, donde, en un descuido por su parte, estuvo a punto de ser apresado por las tropas aragonesas, lo que le obligó a retirarse una vez más a sus tierras de Castilla.

Enrique de Trastámara había recibido un correo secreto de Pere de Aragón, en el que este le explicaba cómo el rey de Castilla había obligado a incluir en las cláusulas de su tratado la anulación de los esponsales de Leonor de Aragón con Juan de Castilla. El aragonés daba al de Trastámara toda clase de explicaciones y, aunque le dejaba en libertad para considerar nulas sus conversaciones sobre el matrimonio de los dos jóvenes, dejaba una posibilidad a su reanudación.

Si, en adelante, Dios quisiere que vuestro hermanastro, el rey Pedro de Castilla, diera su brazo a torcer y se anulara esta imposición que, contra mi voluntad, en estos momentos me ha obligado a aceptar, nada me alegrará más que celebrar esa hoy imposible alianza matrimonial entre nuestras casas.

Mientras tanto, señor de Trastámara, sabed que quedáis libres, tanto vos como vuestro hijo Juan, de los compromisos que en su día adquiristeis y que en ningún momento os reprocharé las disposiciones que adoptaseis en beneficio de vuestro hijo Juan.

A Enrique se le hizo muy cuesta arriba participar a su hijo de la imposición que su hermanastro había hecho al rey aragonés. Conocía los sentimientos de Juan con respecto a Leonor y que ambos jóvenes estaban profundamente ilusionados por contraer matrimonio.

Tal como presentía Enrique, cuando entró en el aposento de su hijo para darle tan mala noticia, la reacción de este fue de un gran dolor y trató de consolarle.

—Las palabras de la carta que me ha enviado Pere de Aragón dejan un amplio margen para la confianza de que vuestro asunto pueda arreglarse. Contestaré a su misiva con el ruego de que mantenga secreto el compromiso de Leonor contigo durante todo el tiempo que haga falta. Porque estoy seguro de que el viento del destino volverá a soplar a vuestro favor.

Aquel mismo día el escudero de confianza de Juan partía hacia Aragón portando una carta dirigida a Leonor, en la que el joven, tras prometerle que su amor se mantendría inquebrantable, no solo ante aquel obstáculo que se había presentado sino ante cualquiera que viniera en el futuro, terminaba así:

Tened la seguridad, mi señora doña Leonor, de la firmeza de mi amor por vos. Sabéis que él nació en el primer momento en que os vi, que desde entonces soy vuestro amador y que mi fidelidad hacia vos os acompañará siempre. Sois la primera mujer de mi vida y seréis la única. Confiad en mi amor, que se mantendrá eterno hacia vos durante toda la vida que tenga.

Vuestro para siempre,

JUAN