XVII

En el que el rey encarga a Pedro López de Ayala tomar las armas en la guerra contra Pere de Aragón y lo que después pasó a su servicio

Mi primera estancia de recién casados junto a Leonor, mi mujer, se me hizo muy corta. Menos de dos meses después de haber vuelto a nuestra casa, tuvo lugar un incidente en Sanlúcar de Barrameda. Nueve galeras catalanas, mandadas por Francisco de Perellós, llegaron a ese puerto andaluz y se apropiaron de la carga de dos navíos de Génova, ciudad que a la sazón se encontraba en guerra con Aragón. El rey Pedro de Castilla, que se encontraba en aquella ciudad, quiso reaccionar contra este expolio, pero Perellós fue más rápido.

—Señor, las naves catalanas ya han escapado del puerto con el botín obtenido.

—¿Y hacia dónde se han dirigido?

—Según creemos, hacia Inglaterra.

El rey ordenó que cuatro galeras que estaban en Sevilla zarparan en su persecución, pero la ventaja con que habían partido los barcos catalanes no permitió a los castellanos alcanzarles. El rey de Castilla dirigió una reclamación al de Aragón, su homónimo Pere, quien no le ofreció ninguna satisfacción adecuada y provocó en el castellano un terrible acceso de furor y cólera. Con este estado de ánimo, llamó a uno de sus caballeros, Gil Vázquez de Segovia, a quien le encomendó la misión de pedir personalmente a Pere de Aragón explicaciones más satisfactorias.

—Si el rey de Aragón no te diera razones más sólidas, le entregas este escrito de desafío.

El rey de Aragón no atendió a Vázquez de Segovia como este esperaba, por lo que le entregó el cartel de desafío que le había dado Pedro de Castilla.

—Mi señor don Pedro os reta a duelo puesto que vuestras palabras no son satisfactorias. Ya que os concede el que haya de celebrarse en tierra de vuestro reino, junto a las murallas de la ciudad de Valencia, fijad vos mismo la fecha del encuentro.

—Vuestro rey es muy considerado conmigo —contestó irónicamente Pere de Aragón—, mas decidle que si hemos de hallarnos en el campo del honor, prefiero celebrar ese encuentro en la villa de Nules. Id a vuestro rey, decidle mi decisión y volved a comunicarme la suya.

Las palabras de Pere, fielmente trasmitidas por Gil Vázquez de Segovia, no fueron aceptadas por el rey castellano, ya que Nules se encontraba en un terreno más alejado de la raya de Castilla que Valencia y en aquella villa era más fácil exponerse a que los aragoneses dieran un golpe de mano sobre su persona.

—¿Vuelvo con vuestra contestación a Aragón, señor? —preguntó Gil Vázquez de Segovia.

—No. Los desplantes de Pere de Aragón esconden una declaración de guerra. Le responderemos de forma más contundente.

La guerra entre Aragón y Castilla fue un hecho. En las primeras semanas las hostilidades se limitaron a una serie de escaramuzas fronterizas, pero después, Pedro de Castilla planeó bloquear los puertos aragoneses del Mediterráneo, especialmente el de Barcelona. Para ello armó una escuadra en los puertos del golfo de Cádiz que se concentró en Sevilla. Desde allí salió un convoy de cuarenta galeras, ochenta naos, tres galeones y cuatro embarcaciones, con los que se internó en el Mediterráneo.

Poco antes, el rey me había confiado la capitanía de esa flota y el mando directo de una de sus galeras, la Uxel, con instrucciones claras y precisas.

—Te encargo la misión de dirigir mis barcos contra el rey aragonés. Bloquearás todos los puertos alicantinos. Veremos qué hace cuando asfixiemos sus comunicaciones y su comercio.

La orden del rey me cogió de improviso ya que nunca había guerreado en el mar e ignoraba cómo se manejaba una embarcación, pero el rey Pedro hizo un gesto para quitar importancia a mis objeciones.

—Para patronearlos contarás con los más expertos maestres de nao que disponemos en Castilla, a los que ya he dado mis instrucciones. A ti te quiero para que dirijas las tropas cuando desembarquéis para atacar a los aragoneses.

Durante unas semanas, recorrimos las costas meridionales del reino aragonés en busca de las naves que hacían el comercio con los puertos del Imperio bizantino. En aquellas correrías pudimos apresar a dos navíos, que llevé cautivos a Cartagena. Aunque nuestro objetivo principal era atacar y cerrar la ciudad y el puerto de Barcelona, nuestra flota no solo hostigó a lo largo de la costa levantina a los navíos aragoneses y a cuantos barcos entraban o salían de los puertos mediterráneos sino que también atacamos e hicimos incursiones en las poblaciones costeras.

Barcelona tenía el puerto protegido por las mejores naves de la flota de Aragón. Nuestros barcos pretendieron forzar la entrada, pero no lo conseguimos en las dos ocasiones en que lo intentamos. En vista de este fracaso, cambiamos los planes por la invasión de Ibiza, pero al saber que el monarca aragonés nos iba a atacar con una escuadra mucho mayor que la nuestra, nos refugiamos en Almería.

En esta guerra entre los dos reinos participaron los caballeros castellanos de Enrique de Trastámara, que se habían refugiado en la corte aragonesa. Enrique aprovechó la buena entente con el rey de Aragón para afianzarla mediante el enlace matrimonial de su heredero con una princesa aragonesa.

—Señor y amigo mío —le dijo el de Trastámara—, he tenido ocasión de conocer a vuestra hija Leonor. Me ha impresionado profundamente, ya que es una joven muy bella, como puede apreciarse desde la primera mirada, y también discreta e inteligente. Permitidme preguntaros si la habéis prometido en matrimonio a alguna persona.

—No, aún no —reconoció Pere de Aragón.

—Me alegra saberlo pues me da pie para haceros una proposición de matrimonio a favor de Juan, mi hijo mayor y heredero. He de deciros, señor, que sé que a él no habría cosa que más le agradara que comprometerse con vuestra hija.

—No esperaba ahora que me hicierais esta proposición, señor de Trastámara. —Su leve sonrisa indicaba su sorpresa—. Pero he de deciros que no me disgusta. Yo también he conocido a vuestro hijo Juan y he de reconocer a un cumplido caballero en él.

—Si queréis, señor don Pere, pensad durante el tiempo que consideréis oportuno la conveniencia de esta unión para vuestra casa. Tiempo tenemos para ponernos de acuerdo en las condiciones en que celebraríamos sus esponsales.

—No soy hombre de dejar pendientes los asuntos importantes. ¿Os parece que volvamos a hablar de este asunto dentro de un mes?

Pocas semanas más tarde se celebraban los esponsales, en los que se estipuló que, dado que la novia era aún muy joven, el matrimonio se fijaría más adelante.

Al volver de la campaña marítima del Mediterráneo, el rey me abordó con urgencia.

—Si te ordenara invadir las tierras de Aragón, ¿por dónde entrarías?

—Sin dudarlo un momento, por la frontera que limita el territorio de Soria. Es la zona menos guarnecida de toda la linde con Aragón. Solo el castillo de Bijuesca puede ofrecer resistencia, mas si lo tomamos, tendríamos la ciudad de Tarazona al alcance de nuestra mano y el valle medio del Ebro totalmente libre de obstáculos para avanzar y ocupar Zaragoza.

—Me parece muy bien. Es un buen consejo.

Aquella guerra fue también una querella familiar. Uno de sus protagonistas, mi compañero de estudios el infante Fernando de Aragón, se había decantado por Pedro de Castilla. Fernando era primo hermano simultáneamente de ambos reyes Pedro, ya que Alfonso, el padre del primero, y Leonor, la madre del segundo, eran hijos del rey Fernando de Castilla.

En la lucha, Pedro de Castilla contó con el apoyo de la pequeña nobleza y de las ciudades castellanas. Este conflicto entre Castilla y Aragón duró, con intermitencias más o menos largas, unos trece años, y tuvo sus repercusiones en el resto de los reinos peninsulares, que alternaron la neutralidad complaciente hacia uno u otro contendiente con la beligerancia activa.

Siguiendo mi consejo, Pedro de Castilla entró en Aragón por Soria y penetró con éxito aprovechando la indefensión de aquellas tierras. Levantar el ejército que atacó Aragón supuso muchos gastos para el erario real. Para sufragarlos el rey Pedro acudió a un procedimiento que algunos nobles castellanos reprobamos profundamente. Recordó que al morir tanto el rey Alfonso el Sabio como su esposa, la reina Violante, habían sido enterrados con diversas joyas. Pedro no dudó en mancillar sus sepulcros y arrancar a los cadáveres las coronas que portaban en sus cabezas, los collares que llevaban al cuello y los anillos de sus dedos.

El papa Inocencio VI no desesperaba de conseguir la paz entre los dos Pedros y que, además, el rey castellano volviera con su legítima esposa. Para ambas embajadas, delegó en el cardenal Guido de Boulogne. Pero este no tuvo ningún éxito en el cometido de convencer al rey para que volviera con Blanca de Borbón. Pedro desoyó las recomendaciones del Papa y siguió conviviendo con María de Padilla.

En cuanto a conseguir el cese de las hostilidades, el cardenal tuvo que templar muchas gaitas, yendo de un Pedro a otro con sus propuestas y contrapropuestas. Al final consiguió que firmaran una tregua de un año.

Pedro de Castilla no salió contento con esta pausa ya que el pacto le había impedido obtener la victoria completa que creía tener al alcance de la mano. Esta frustración le provocó otro fuerte acceso de ira, que descargó en cuantas personas le inducían desconfianza. Así, se ensañó con la familia Coronel, emparentada con Leonor de Guzmán, la amante de su padre: hizo ejecutar a Juan Alfonso de la Cerda, cuñado de Alfonso Fernández Coronel, señor de Aguilar de la Frontera, a quien había decapitado por sospechas de ser partidario de los Trastámara y de promover revueltas contra él. No contento con ello, violó a Aldonza, una hija de Alfonso, y quiso igualmente violentar a María, hermana de esta y viuda del ejecutado De la Cerda, pero en esta ocasión se vio burlado.

María Coronel se retiró a un convento para escapar del asedio del rey. Como aun así no se sintiera a salvo, abrasó su cuerpo para que las cicatrices de las quemaduras lo deformaran y desanimaran la lascivia del rey. Poco después, María fundó en Sevilla el convento de Santa Inés, del que fue su primera abadesa y donde, a su muerte, fue enterrada. Se afirma que en su cuerpo incorrupto aún pueden apreciarse los rastros de su autoagresión.

El rey Pedro siguió adelante con su venganza. Ordenó matar a la reina Leonor, la viuda de Alfonso de Aragón y madre de los infantes Fernando y Juan, que estaba presa en Castojeriz, y a los más pequeños de sus hermanastros, Juan y Pedro, de diecinueve y quince años de edad, que en nada habían intervenido en aquella guerra.

Mi padre y yo nos encontrábamos en aquellos momentos en Sevilla. Al enterarme de todos aquellos trágicos sucesos se me revolvieron las tripas, pues eran ya muchos los asesinatos que había ordenado el rey. Así que cuando pude, me acerqué a mi padre.

—El rey está cometiendo desmán tras desmán. Esta vez, con la madre de los infantes de Aragón y con sus hermanastros más pequeños.

Pero mi padre siempre tenía una palabra de excusa para Pedro de Castilla.

—El rey tiene que castigar ejemplarmente a sus enemigos cuando los nobles se rebelan. A no ser que quiera que entre todos acaben con él.

—¡Padre, no digáis que era necesario matar a dos niños! ¿Acaso ellos se habían alzado en armas contra él? ¿Y la reina Leonor? ¿Son necesarias tantas muertes para ejercer la autoridad real? Creo que en todas estas muertes el rey no tiene fundamento necesario.

—Pedro, él es el rey y sabe lo que hace. Nosotros no tenemos por qué discutir sus decisiones.

Callé una vez más, pero la conducta del rey Pedro cada vez me parecía más inhumana. Comprendía que su conducta debía ser firme y, en ocasiones, drástica. Pero lo que estaba ocurriendo en Castilla ahora sobrepasaba todos los límites de lo permisible.

Al verme cabizbajo, mi padre quiso remachar sus argumentos.

—Como podrás observar tú mismo, desde hace mucho tiempo hay una lucha entre el rey por imponer sus leyes y los nobles, mientras estos y las ciudades pretenden defender sus privilegios. El problema es que los privilegios nobiliarios los otorgan los reyes, que los cambian o suprimen según su voluntad. Para evitar los desafueros que en esta lucha cometen unos y otros, leyes y privilegios deberían mantener un equilibrio regido por la justicia, pero desgraciadamente no es así. Ya te habrás dado cuenta de que aquel que ha conseguido unas prerrogativas, al cabo del tiempo ya no se conforma y ansía aumentarlas, y el que hizo estas licencias, en el mismo lapso, cree que se ha excedido en su dádiva y quiere reducirla. Y así, con unos exigiendo y con otros negando, lo habitual es que no se convenzan y acaben sacando sus espadas para tratar de conseguir por la fuerza lo que no obtuvieron de buen grado.

—Entonces, ¿cómo llamas tú a todas estas muertes que el rey está dando a todos cuantos no están en su campo? ¿No son crueldades más propias de una fiera que de un hombre?

—No; el rey Pedro es justiciero, como su padre; pero no creo que sea un hombre cruel.

—Si vos lo decís así, así tendrá que ser. Pero, señor padre, con todo el respeto que os tengo, a mí me parece que el rey está matando por matar, y eso no es ser justiciero sino más bien carnicero.

Esta vez fue mi padre quien quedó en silencio al escuchar mis palabras, ya que por primera vez en mi vida le manifesté mi total desacuerdo con él.