En el que Pedro López de Ayala, por consejo de su padre, atiende a la conveniencia de tomar matrimonio
Las hostilidades entre las facciones del rey Pedro y la de sus hermanastros se encontraban en un periodo de calma. Después de las terribles batallas de Toledo y Toro parecía que los contendientes, agotados, habían decidido tomarse una tregua.
Sin embargo, las gentes de Castilla se preguntaban si aquella ilusión por una paz definitiva no iba a romperse en mil pedazos por el galope de los caballos de ambos ejércitos sobre una tierra que ya no recordaba la época en que se sembraban las mieses en otoño para recogerlas en el verano siguiente, nueve meses más tarde.
Aprovechando este periodo de calma, yo había vuelto con mi padre a nuestras tierras de Ayala. Él esperaba resolver diversos problemas de nuestra casa, postergados por deberes militares. Para mí, volver a Quejana tras los largos periodos de ausencia motivados por la guerra era retornar a la tranquilidad de los años de infancia, a la compañía de mi familia, a los pequeños problemas cotidianos, lejos de las luchas dinásticas.
En aquella ocasión me esperaba una trascendente proposición de mi padre, que había decidido que ya era la hora de que su primogénito asegurara la supervivencia de la familia de Ayala.
—Pedro, has llegado a la edad precisa para pensar en tu matrimonio. Bien es cierto que hasta ahora la lucha entre el rey Pedro y sus hermanastros no nos ha permitido plantear con tranquilidad este asunto, pero ya hemos esperado demasiado.
—¿Y en quién habéis pensado para ser mi mujer?
—Durante los últimos tiempos he estado ponderando varias posibilidades.
—Seguro que ya tendréis decidida cuál de todas ellas es la más conveniente para la casa de Ayala.
—Bueno, sí, pero tú eres el mayor de mis hijos, el que ostente el mayorazgo. Por eso no deseo forzarte a hacer un casamiento sin que sepas quién es la mujer que tienes destinada.
—Padre, estoy seguro de que vuestra elección será buena.
—Bien, Pedro, te diré en quién he pensado en primer lugar. Se trata de Leonor de Guzmán y Mendoza, la hija de mi gran amigo Pedro Xuárez de Toledo y de su mujer, María Ramírez de Guzmán, a cuya familia conoces desde hace años. Yo sé que a ellos les encantará emparentar con nosotros puesto que te consideran un buen partido. Leonor es una joven que reúne muy buenas cualidades y su padre ha reservado para ella una buena dote tanto en dinero como en tierras. Además, y no es menos importante, forma parte de una familia donde las mujeres soportan muy bien las molestias de los embarazos y los partos, y dan hijos sanos y robustos a sus maridos.
Yo conocía desde hacía tiempo a Leonor. Todavía en vida del rey Alfonso, con motivo de una convocatoria a Cortes, mi padre había decidido que le acompañara a ellas porque consideraba que era el mejor escenario para conocer a muchas personas importantes de Castilla ya fueran de la nobleza, del clero o de las ciudades. En aquella ocasión, Pedro Xuárez de Toledo había buscado el apoyo de mi padre y de otros representantes para presentar sus estipulaciones, que a la postre fueron aceptadas.
—Os agradezco vuestro apoyo, señor de Ayala —le dijo Pedro Xuárez de Toledo en cuanto quedó a solas con él—. Creo que con vuestra ayuda he podido arrastrar el voto de otros compromisarios que al comienzo de la sesión estaban indecisos y al final, gracias a vuestra influencia, apoyaron mis propuestas.
Mi padre le indicó que el mérito debía achacarlo también a todos los procuradores que habían aportado otras razones coincidentes.
—Habéis de venir a honrar mis tierras de Toral de la Vega con vuestra presencia —nos invitó el de Toledo—. Es más, ¿por qué no hacéis en mi casa un alto en el regreso a la vuestra? Nunca estaréis más cerca de mis posesiones que ahora.
Mi padre no encontró argumentos para negarse a la invitación, y como, por otro lado, el castellano le había caído simpático, aceptó que nos desviáramos unas leguas. Como genealogista, mi padre siempre había sentido la curiosidad por indagar las estirpes, las progenies y las castas, así que por el camino sacó este tema en su conversación con Pedro Xuárez de Toledo.
—Vuestros apellidos están bastante extendidos por Castilla. ¿Dónde se encuentra el origen de vuestra familia?
—Según unos viejos pergaminos que conservo en mi casa parece que en el castillo de Abiados, en el antiguo reino de León. De allí, nuestro mayorazgo pasó a Toral de la Vega, cuyo señorío se otorgó a nuestra familia hará ya unos cuatro siglos, en tiempos del rey Alfonso, el conquistador de Toledo. Y de allí se extendió, como muy bien habéis dicho, por toda Castilla.
—Podéis presumir de abolengo, a fe mía.
Pedro Xuárez de Toledo sonrió al oír este halago.
—Bueno, eso sin hacer caso a un tío abuelo mío que se propuso llegar hasta orígenes más remotos y quiso emparentarnos con un tal conde Gundemaro de Piniolis, personaje legendario que, según él, fue un noble godo aliado del conde Pelayo, el primer rey de Asturias, quien le dio como feudo unas tierras en aquellas montañas. Lo que sí parece cierto es que el tal Gundemaro fue cabeza de una estirpe muy prolífica porque, como os decía antes, no se pueden recorrer en estas tierras unas pocas leguas sin encontrar a un señor de cualquier lugar que no sea de nuestro linaje.
Cuando llegamos a Toral de la Vega fuimos cordialmente acogidos por toda la familia Xuárez de Toledo, compuesta por María, la esposa de Pedro, sus tres hijas, Leonor, Teresa y Guiomar, y un hijo varón, Gonzalo, aún de poca edad.
Teresa y Guiomar eran aún muy pequeñas. Las recordaba como unas niñas graciosas con ojos muy grandes que no dejaron de admirar los trajes de corte que nos habíamos puesto para estar en el salón con la familia. En contraste con ellas, Leonor era una preciosa jovencita rubia, bien dotada de gracia por su voz cantarina, una sonrisa pizpireta y unos ojos reidores y azules. En fin, tal era el donaire de la niña que acabé comiendo en su mano.
Durante los tres días que duró nuestra visita, todo mi horizonte se circunscribió a la donosura palpitante de Leonor, quien adoptó conmigo el tono de una juvenil familiaridad.
Leonor era, además, una mocita curiosa. Cuando le conté que había acudido a la escuela del obispo Barroso, se le escapó una queja de marcado sabor feminista.
—¡Qué suerte tenéis los chicos que podéis ir a una escuela y aprender todas esas cosas que os enseñan! Nosotras estamos condenadas a tener una aguja en nuestras manos toda la vida que si no es para coser, será para bordar. Si me hubieran dado a elegir, yo habría querido ser hombre y hacer cuantas cosas hacéis vosotros. Montar a caballo, esgrimir la espada, tirar con arco y con ballesta. Pero las mujeres no podemos ni siquiera protestar de nuestra suerte en voz alta.
Yo le respondí que no todo era tan divertido como la monta a caballo o la esgrima. El estudio de la retórica y del latín eran asaz aburridos sobre todo si el que departía la lección era maese Juan de Aranda, un viejo dómine que no tenía precisamente el don de la elocuencia y a quien a menudo se le iba el santo al cielo, olvidándose de cuanto había hablado y repitiendo una y otra vez las palabras que había pronunciado medio minuto antes.
A esto Leonor repuso que, a pesar de todo eso, le parecía que ir a la escuela era mucho mejor que estar haciendo pespuntes y vainicas desde la mañana hasta la noche sin más variaciones que las escasas visitas de algún señor vecino o las de algún fraile peregrino cuando, al paso, solicitaba la hospitalidad del castillo. Ello significaba tener que oír a este describir lejanos horizontes y a aquel, todas sus hazañas militares.
Por ello, alojar en su casa a un doncel heredero de una casa de Castilla era una oportunidad más rara que un perro verde. También a mí me resultó muy grata la visita a Toral de la Vega, tanto que cuando mi padre me advirtió que al día siguiente reanudaríamos nuestro viaje a casa, tuve la sensación de que me había despertado de un agradable sueño.
La víspera de la marcha, después de la cena, mi padre se vio abordado por Pedro Xuárez de Toledo en un aparte.
—He observado atentamente a vuestro hijo Pedro. Parece un muchacho muy galán y se le nota que ha aprovechado muy bien las enseñanzas del obispo Barroso. Me ha impresionado su discreción en el hablar y razonar y su compostura en todo momento.
—Gracias, mi señor don Pedro, por vuestros elogios para mi hijo. Tanto su madre como yo hemos procurado darle una formación de acuerdo a los tiempos que corremos y a la posición de nuestra familia.
—Eso se nota, mi señor de Ayala. Por ello, desearía preguntaros si ya habéis hecho planes de matrimonio con respecto a él.
—No; lo cual no significa que no haya pensado en ello, pero ni mi esposa ni yo hemos tomado ninguna decisión.
—Me alegro de ello. Es el tipo de muchacho que todo padre desearía para esposo de su hija.
—¿Me estáis proponiendo un matrimonio con alguna de vuestras hijas?
—Guiomar es todavía una niña. Aunque sea algo pronto para que Leonor y, sobre todo Teresa, hayan de tomar estado, estaba empezando a pensar en una buena alianza matrimonial. No soy partidario de los compromisos muy tempranos, pero tanto vuestro hijo Pedro como nuestra Leonor están en edades muy cercanas a las que se acostumbran en Castilla para concertar los matrimonios. Yo os propondría que ambos consideremos, sin prisa, la posibilidad.
A mi padre el ofrecimiento de Pedro Xuárez de Toledo le pareció muy puesto en razón. Uno y otro se prometieron que no adoptarían ninguna decisión definitiva sin antes participarlo a la otra parte y dándose en todos los casos mutua preferencia.
Así que cuando mi padre me propuso a Leonor de Guzmán y Mendoza como mi futura esposa, me pareció que volvía de golpe al sueño interrumpido del castillo de Toral de la Vega. Ninguna ligazón seria con mujer alguna se había cruzado en mi vida, solo salpicada por amoríos fugaces que habían desaparecido sin secuelas. Le hice partícipe a mi padre de estos buenos recuerdos en respuesta a su proyecto.
—Hoy será ya una mujer, pero si responde a lo que entonces prometía, no me arrepentiré de vuestra elección.
—Según mis noticias, Leonor es ahora una mujer de gran valía.
—Padre, si de algo estoy seguro de vos, es de que sabéis valorar a las personas y las circunstancias. Nunca he tenido nada que oponer a vuestros proyectos con respecto a mí. Siempre habéis acertado. Esta vez también lo haréis.
—Entonces mandaré un mensajero a Pedro Xuárez de Toledo para indicarle que estaremos dispuestos a establecer las respectivas capitulaciones.
La respuesta no se hizo esperar. Con el mismo mensajero nos llegó la invitación a visitar su casa y sentar el acuerdo más oportuno para ambas familias.
—Pedro —me anunció mi padre—, ha llegado el momento de que conozcas formalmente a tu futura mujer. Nos pondremos en camino cuanto antes; mejor mañana que pasado. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, padre, en el momento que vos digáis.
—Antes habremos de pensar en las arras que deberás entregar a tu futura mujer como muestra de tu compromiso.
Al día siguiente, mi madre entró en mi habitación con un envoltorio en la mano. Su sereno semblante venía adornado con una amplia sonrisa, más dulce cuando me besó en la frente.
—Pedro, tu padre me ha comunicado el cambio de mensajes que ha tenido con Pedro Xuárez de Toledo por el que se ha planeado tu matrimonio con su hija Leonor. Estoy muy contenta, pues tenemos las mejores noticias de esa joven.
Abrió el envoltorio y sacó un collar de perlas que me entregó.
—Pedro, este collar ha formado parte desde hace varias generaciones del conjunto de las arras con las que el primogénito de nuestra familia simbolizaba su compromiso con su futura esposa. Ha llegado el momento de que de nuevo cumpla su cometido.
Partí con mis padres, mi hermano Diego y mis tres hermanas mayores hacia el solar de los Xuárez de Toledo, quienes en cuanto avistaron nuestra comitiva bajaron al patio del palacio para recibirnos con gran hospitalidad.
Ese patio lucía espectacular: estaba conformado como un bello claustro, cuyas arcadas en la planta baja habían sido engalanadas con tapices y colgaduras para realzar el evento.
Tras despojarnos de nuestra polvorienta ropa de viaje, los pajes nos condujeron a la gran sala principal y unos sirvientes nos ofrecieron bebidas refrescantes que todos aceptamos, mientras que la conversación con nuestros anfitriones se generalizaba.
En el trajín de la bienvenida ya había podido constatar que mi prometida respondía con creces a mis mejores recuerdos, y aproveché ese refrigerio para acercarme a Leonor.
—Cuando hace años en esta misma vuestra casa nos vimos por primera vez, no podía suponer que hoy iba a encontrarme de nuevo junto a vos, pero esta vez no como una encantadora compañera de juegos, sino como la mujer que me ha sido destinada para ser mi esposa.
La respuesta de Leonor fue interrumpida por su madre cuando se dirigió a la mía.
—¿Os agradará, señora, ver el ajuar de nuestra hija?
—Naturalmente.
—Acompañadme entonces.
Tras contemplar el espléndido menaje que había sido preparado para Leonor, saqué el collar que me había dado mi madre y se lo entregué a mi prometida.
—Este collar ha sido llevado desde hace años por las esposas de los primogénitos de los señores de Ayala. Para mí constituye una alegría que, según la tradición de nuestra familia, ahora vos seáis la portadora de esta joya.
Puse el collar en el cuello de Leonor y, mientras trataba de cerrar el broche por detrás, oí las palabras de su madre dirigidas a la mía.
—Es una joya preciosa, señora. Me habréis de decir el nombre y lugar de vuestro joyero.
—Es muy antiguo. Yo lo recibí de manos de mi esposo en una ocasión similar a la que celebramos hoy, con motivo de mi boda con él.
—Mi señora doña Elvira, lo que me decís da un valor sobreañadido al collar que habéis regalado a mi hija. Os lo agradezco de verdad.
Durante la velada, que se prolongó durante un buen rato, Diego se me acercó para hablarme en voz muy baja.
—Tu prometida es muy guapa pero su hermana Teresa también lo es. ¿Por qué no le dices a padre que se entere de si está libre de compromisos?
Miré sorprendido a mi hermano y la expresión ligeramente anhelante de su cara me hizo comprender que la contestación era muy importante.
—No, aún no está comprometida. Padre tiene muy buena amistad con don Pedro Xuárez de Toledo como para que este no se lo hubiera dicho. Así que si quieres cortejarla, tienes todo el campo libre. Por otro lado, ella misma te lo hará saber de una forma discreta.
A partir de aquel momento Diego no dejó sola a Teresa ni a sol ni a sombra. Naturalmente no pude saber qué le dijo en aquella velada mi hermano, pero el semblante alegre y las sonrisas no dejaron de iluminar la cara de Teresa. Al terminar aquella jornada, mi hermano Diego pidió a nuestros padres que solicitaran a los Xuárez de Toledo la mano de Teresa.
La celebración de mi matrimonio tuvo lugar dos días más tarde en la iglesia del cercano monasterio de San Pedro de Arlanza, oficiada por el abad del mismo, fray Justo de Santa María. Acudieron todos los titulares de los señoríos circundantes que habían sido invitados, para los que Pedro Xuárez de Toledo y su esposa no escatimaron atenciones durante el banquete.
El maestresala cumplió perfectamente las instrucciones de sus señores y yo nunca supe de qué medios se había valido Diego para que su puesto en la mesa estuviera al lado de Teresa, ni qué recursos desplegaba para que la sonrisa de aquella damita no dejara de florecer durante todo el tiempo que duró nuestra fiesta de desposorios.
También los Xuárez de Toledo quisieron que los habitantes de Toral de la Vega participaran de la boda y habilitaron un lugar donde se sirvió otro banquete para todo el que deseara acudir. Ningún habitante de Toral de la Vega ni de los lugares vecinos quiso perderse oportunidad semejante para comer y beber gratis.
Ya hacía tiempo que se había puesto el sol y que las primeras estrellas habían aparecido en el firmamento cuando Leonor me expresó quedamente su deseo de retirarse a las habitaciones que nos tenían preparadas. Aunque para mí no iba a ser esta la primera vez que me acostaba con una mujer, comprendía que nuestra noche de bodas nada tenía en común con mis experiencias sexuales anteriores.
Durante mi viaje a Toral de la Vega, me había venido a la memoria la confidencia que había tenido Blanca de Borbón con Fadrique, en la que esta le contó la dura experiencia que supuso para su amiga Camille de Blanchard su noche de bodas y lo impresionada que ella había quedado por aquel doloroso primer encuentro con su esposo.
Por ello, decidí que Leonor tendría durante toda su vida el mejor recuerdo de su primer encuentro amoroso conmigo, en una dulce conjunción de cariño y deseo, consiguiendo que ella se sintiera atraída hacia mí, no solo por la fogosidad de un hombre ansioso de placer sino también por la dulzura del amor que había sabido despertar en mí.