XV

De los sucesos de Toro y otras tragedias

Después de la batalla de Toledo, Pedro quiso hacer una pausa en sus correrías por Castilla antes de proseguir sus acciones contra sus enemigos. Para ello nada mejor que ir a Urueña y reposar a la sombra del amor de María de Padilla, la mujer que siempre le esperaba. No quiso anunciarle su llegada, pues sabía que a ella le agradaba ser sorprendida por sus impensadas visitas. Solo cuando se encontraba con los suyos a la vista de las murallas de la villa, mandó a uno de sus escuderos para que le apercibiera de su proximidad.

María se apresuró a salir a su encuentro y corrió a precipitarse en sus brazos.

—¡Oh, mi rey, mi señor! ¡Qué largo ha sido el tiempo sin vos! —le musitó con voz queda—. ¡Qué feliz soy al volver a veros! ¡Bienvenido seáis, mi rey y señor!

Pedro mantuvo el abrazo de María hasta que esta se separó de él para tomar una de sus manos y cubrirla de enamorados besos.

—Mujer, déjame, que vengo fatigado del cabalgar de toda la jornada y no hay nada que más desee ahora que dejar mi armadura y yacer a vuestro lado.

—Perdón, mi señor, pero la alegría de volver a veros me lo ha hecho olvidar. Venid, que vuestras estancias os esperan. Allí reposareis y repondréis vuestras fuerzas.

María ayudó a Pedro a despojarse de su armadura, a quitarse sus vestidos empapados en sudor y a ponerse una camisola limpia recién sacada del armario ropero que esparcía una fragancia a hierbabuena y romero. Después abrió el embozo de la cama y, cuando Pedro se introdujo en ella, lo arropó con las sábanas. El cansancio del rey era tal que cayó dormido antes de que María terminara de acondicionarle la cama. La mujer se quedó mirándole mientras a su vez se iba despojando de sus vestiduras y, una vez sin ellas, se arrebujó en el lecho junto a él. Así permaneció durante el tiempo que duró el sueño de Pedro. Este, al despertar, encontró junto a sí una amante al mismo tiempo tierna y apasionada, que supo darle el placer entrañable de un encuentro que ella había anhelado largamente.

El monarca permaneció en el castillo de Urueña durante tres días en compañía de su amante y de las tres hijas habidas con ella: Beatriz, Constanza e Isabel, quienes le hicieron olvidarse momentáneamente de sus problemas con los bastardos.

Al caer el tercer día, Pedro anunció a María que al día siguiente saldría de madrugada.

—¿Puedo preguntaros adónde os dirigiréis?

—He de ajusticiar a toda la ralea de los bastardos que me han traicionado y escarmentar a la ciudad de Toro por las humillaciones que me han inferido todos los que en ella habitan.

—Señor, ¿cuándo terminará tanta lucha y tanta muerte? —preguntó María con angustia.

—Yo no las empecé. Más de una vez les he ofrecido a todos esos malditos renegados mi perdón y ellos siempre lo han traicionado. María, olvídate de todas estas cosas tan poco agradables, no son de tu incumbencia.

María de Padilla, al comprobar que el rey había sacado afuera su cólera, bajó la cabeza en actitud sumisa, le besó la mano y se despidió del monarca. Este le dedicó una caricia de despedida y al alba puso su caballo en trote corto y se alejó del castillo rodeado de sus soldados.

Cuando volvió a sus habitaciones, María pidió al alcaide de Urueña que le enviara de inmediato a un escudero. Tomó recado de escribir y para cuando aquel penetró en su habitación, había terminado de redactar un mensaje. Secó su escritura, enrolló el manuscrito y finalmente, lo selló.

—Escúchame bien, pues de ti van a depender muchas vidas. ¿Conoces el camino para llegar a Toro?

—Sí, mi señora.

—Coge el mejor caballo de la cuadra, o mejor todavía, coge los dos mejores. A uno lo ensillas y lo montas; al otro, lo llevas de las riendas a tu lado como reserva del primero. Te servirá de relevo cuando el que hayas montado esté cansado. Vas a ir a Toro lo más aprisa que puedas con este pliego. Escóndelo bien entre tus vestiduras y no lo pierdas por nada del mundo. Es un aval que dice que eres un hombre de mi confianza. ¿Me has entendido?

—Sí, mi señora.

—Cuando llegues a Toro, ve a ver a la reina madre, a doña María de Portugal, y le indicas que el rey se dirige hacia allí con tropas suficientes para arrasar la ciudad y ajusticiar a todos los partidarios de los bastardos. ¿Te has enterado bien?

—Sí, mi señora.

—Pues no pierdas tiempo. Ten en cuenta que el rey ha salido hace una hora y te lleva esa ventaja. Por tanto, no vayas por el camino real sino que debes tomar, al principio al menos, todos los atajos que te parezcan oportunos para llegar antes que él. ¿Me has entendido?

—Sí, mi señora —repitió por tercera vez el escudero.

—Pues entonces ve y que Dios te guíe.

El galope de los caballos permitió al escudero llegar a Toro mucho antes que las tropas de Pedro. No le fue tan fácil franquear las puertas de la muralla y después le fue casi imposible llegar a las estancias de la reina madre. En lo primero tuvo que porfiar mucho con los guardas para convencerles de que quería vender uno de sus caballos y conseguir así dinero suficiente para proseguir viaje a Zamora. Y para llegar a la reina madre, tuvo que emplear la astucia. Tras enterarse de que aquella acudía a diario al rezo de vísperas en la iglesia de Santa María la Mayor, se apostó en el umbral de la puerta de este templo y, cuando ella llegó a su altura, rápidamente cayó de hinojos y le entregó el billete que le había dado María de Padilla.

—Por Dios y vuestra ánima que es preciso que me escuchéis, pues traigo importantes nuevas para vos y los vuestros.

Los soldados de la escolta de la reina madre pugnaban por arrancar al escudero de donde permanecía arrodillado. María de Portugal leyó al momento el papel que le había entregado y ordenó a su escolta que dejaran libre al escudero.

—¿Qué son esas nuevas que decís querer que os escuche?

El escudero miró a su alrededor antes de responder.

—Señora, otorgadme la merced de oírme a solas, pues lo que he de deciros no es para que sea pregonado en público.

La reina madre hizo entrar al escudero en el templo y se retiró con él, acompañada por dos de sus caballeros, a una capilla apartada.

—Bien, habladme.

—Señora, doña María de Padilla, a cuyo servicio estoy, me ha ordenado que me presentara ante vos para avisaros de un peligro que os amenaza. El rey Pedro se dirige hacia aquí con ánimo de entrar en Toro y pasar por la espada a cuantos enemigos encuentre en la ciudad. Naturalmente, el señor de Trastámara y sus hermanos serán los primeros en ser muertos.

—¿Y ella cómo lo sabe?

—No lo sé, mi señora. Supongo que durante la estancia del rey en Urueña este se lo habrá dicho. Nada más salir el rey de allí, doña María me dio este mensaje para vos y me ordenó que os diera el recado.

María de Portugal miró frente a frente la cara del escudero, mientras pensaba que el peligro que este le transmitía tenía que ser cierto. Entraba dentro de las posibilidades de la conducta del monarca, quien en Toro podría aprovechar la oportunidad de desembarazarse de todos sus enemigos de un solo golpe.

—Está bien. Ya has hecho el encargo que se te ha encomendado. Vuelve adonde tu ama y dile que la reina madre le agradece su mensaje.

La reina María convocó a una reunión a todos los rebeldes que se encontraban en Toro con el fin de informarles de las nuevas que había traído el escudero de María de Padilla. Ante el inminente ataque del ejército del rey Pedro, se determinó fortalecer las defensas de la ciudad de inmediato.

No tuvieron mucho tiempo para ello. Dos días más tarde las huestes de Pedro se presentaron a la vista de la ciudad. El rey dispuso enseguida lo necesario para preparar el asalto de la plaza. Las máquinas, las catapultas y todos los artilugios de guerra bombardearon con sus proyectiles las murallas de la ciudad causando abundantes bajas entre los defensores.

Álvaro García de Albornoz, uno de los caballeros afines a Enrique de Trastámara, se acercó a su señor.

—Debéis salir de Toro ahora que aún es posible. Si el rey entra en la plaza y caéis preso, no dudéis que ordenará mataros, si es que él mismo no lo hace con sus propias manos.

Enrique dudaba, pues aquel abandono le parecía una cobardía. Envió una delegación al rey para proponerle unas conversaciones sobre el cese de las hostilidades pero no fue atendida. Antes bien, Pedro le respondió que si la ciudad de Toro no se entregaba no tendría piedad de sus habitantes. Entonces Enrique decidió escuchar a la propia reina madre, que le aconsejó atender los argumentos cargados de razón de Álvaro García de Albornoz. Enrique quiso que su mujer, Juana Manuel, saliera de Toro con él.

—Enrique, ve tú solo. Yo retrasaría tu marcha, sería un estorbo. Me quedaré en Toro. No te preocupes por mí. Estoy bajo la protección de la reina María, y su hijo no se atreverá a hacerme nada. En último caso, para Pedro soy de más valor viva que muerta. —Y agregó con una sonrisa para tranquilizar a su marido—: Conozco Toro como la palma de mi mano y sé que, además del portón de las murallas, hay otros caminos por donde también se puede salir. Procura hacerme saber dónde te encuentras y me reuniré contigo en cuanto pueda.

Enrique logró salir de la ciudad y tomó el camino de Francia acompañado de varios de sus parciales, los que serían después pilares de su futura revolución. Pedro no respetó ni siquiera su palabra de conservar la vida de aquellos que, fiados de ella, se entregaron al ejército real. Doña María de Portugal vio horrorizada cómo los caballeros que se habían rendido eran muertos sin piedad y a duras penas pudo evitar que Pedro quisiera vengarse en la mujer de su hermanastro.

—¿Qué clase de bestia infernal tengo por hijo? —le gritó al verle—. ¿En qué clase de alimaña te has convertido? ¿No estás ya ahíto de sangre? ¿A cuántos más necesitas matar para hartar tu venganza?

Y cuando Pedro quiso replicarle, no se lo permitió.

—¡Calla, lo que estás haciendo no tiene perdón de Dios! Te has convertido en una fiera. Me obligas a maldecir el día que te concebí y al hombre que fue tu padre. Vete de aquí, tu presencia ofende mi vista.

Pero no solo la reina María reprobó la conducta del rey Pedro. Las muertes de los prisioneros cogidos en las ciudades de Toro y Toledo, así como otras represalias que se perpetraron en aquellos días por orden del rey, me desagradaron tan profundamente que, en la primera oportunidad que tuve para hablar con mi padre serenamente, le expresé mi opinión.

—Padre, el rey está cometiendo un sinfín de injusticias y de brutalidades. Ha bañado en sangre cuantas poblaciones ha entrado con su ejército y ha asesinado sin ninguna consideración a muchos de sus habitantes. Cada vez me cuesta más que mi mente permanezca fiel a quien comete tales desmanes. Tú, ¿qué piensas de esto?

A mi padre tampoco le gustaba la vesania del rey y, en su fuero interno, no participaba de la locura homicida que parecía haberse apoderado del monarca.

—Realmente no dejas de tener alguna razón. La severidad del rey está siendo extrema pero creo que los nobles que se han sublevado contra él merecen un castigo.

—Pero, padre, su furia no tiene visos de calmarse. Os lo digo porque sé que no ha hecho caso de la intimidación de los legados papales que le pedían vivir en paz con los nobles y que volviera a la compañía de Blanca de Borbón. Antes bien, al último que llegó de Aviñón lo despachó de mala manera amenazándole con matarlo si volvía a él con aquella embajada.

Mi padre me miró fijamente a los ojos.

—Lo que dices no deja de tener parte de verdad. Pero él es el rey.

Juana Manuel le agrió a Pedro su victoria en Toro. Tal como había pensado ella, comprendió que el valor de la mujer de Enrique era muy superior viva que muerta y ordenó a su madre que la tuviera bajo su cuidado. Dos o tres semanas más tarde, María entró en la habitación que ocupaba Juana.

—Un caballero llamado Fernán Gómez de Luarca ha venido a mí para solicitarme permiso para visitarte. Me ha indicado que es un hidalgo asturiano a quien durante vuestra estancia en Gijón le hicisteis un gran favor y, ahora que te encuentras bajo mi custodia, desea expresarte su agradecimiento.

El nombre de aquel caballero no le decía nada a Juana Manuel, ni recordaba que hubiera hecho a alguien ningún favor especial que ahora le obligara a correr el riesgo de venir a visitarla, pero nada dijo a la reina María y le agradeció que le hubiera facilitado aquella visita. Inmediatamente, la reina María hizo entrar al visitante, un hombre de unos cuarenta años que, por su atuendo, podía ser un hidalgo acomodado. Avanzó hasta las proximidades del lugar donde estaba sentada Juana, quien le alargó una mano que el caballero se apresuró a besar.

La entrevista fue muy corta. Unas frases de agradecimiento pronunciadas por el caballero, que permaneció todo el rato de pie junto a Juana, llenaron el tiempo de la visita. Antes de marcharse, el llamado Fernán Gómez de Luarca volvió a tomar la mano de Juana para besarla como despedida, pero esta vez ella notó que le deslizaba un pequeño objeto duro. La cerró fuertemente y se puso de pie a fin de corresponder a los saludos de su visitante, que ya se retiraba caminando de espaldas a la puerta. En su deambular, tuvo un leve trastabille que sobresaltó a la reina madre, que había permanecido en la estancia. Fue solo un segundo, pero suficiente para que Juana aprovechase la distracción de María de Portugal para guardar aquel objeto en su faltriquera.

Ya en su habitación pudo comprobar que era uno de los anillos de su esposo Enrique acompañado de un pequeño billete en el que pudo leer lo siguiente: «Mañana, a medianoche os sacaremos de aquí. Estad preparada».

A la noche siguiente, Juana oyó abrir sigilosamente la puerta de su cuarto y una figura embozada la llamó con voz queda:

—¡Señora, señora doña Juana! ¿Estáis preparada?

Juana reconoció la voz de Fernán Gómez de Luarca. Se levantó de su lecho, donde esperaba ya vestida, y se dirigió a la sombra recortada en el umbral de la puerta.

—Seamos cautos, señora, que toda precaución es poca.

Pero ninguna contrariedad ocurrió. Juana, de la mano de Fernán Gómez de Luarca, que parecía conocer de memoria los pasillos y las escaleras del alcázar, llegó rauda a una puerta que daba al exterior de las murallas. Salir por ella y encontrarse con dos hombres a caballo que traían otros dos de las riendas fue todo uno.

—Señora, sabemos que sois buena amazona. Hemos traído una yegua corredora para vos —le informó Fernán Gómez de Luarca.

—Está bien. ¿Adónde me lleváis?

—Vuestro esposo se ha encargado de que el rey Pere de Aragón os acoja en su casa. Después, él mismo os facilitará el paso a Francia. Os espera en el castillo de Peyrepertuse, donde aguarda una ocasión oportuna para volver a Castilla.

—Pues no perdamos tiempo y apresuremos el camino.

En cuanto los cuatro hubieron montado, jinetes y caballos iniciaron un galope largo hundiéndose en la noche.

A mí la noticia me salió al encuentro. Fue el señor de Miera quien me la dio apenas llegué al real del campamento.

—Parece que el rey nuestro señor ha vuelto a llevar la justicia a su familia.

—¿Qué me queréis decir con estas palabras?

—El señor Fadrique de Trastámara, el maestre de Santiago, ha sido muerto. La noticia se ha esparcido por toda Castilla como fuego por rastrojo. ¿No os ha llegado a vos?

—No, nada sabía de este asunto. ¿Muerto? ¿Cómo? ¿Por mano airada?

—Sí, mi señor de Ayala. El señor maestre ha sido muerto con la cabeza destrozada por golpes de maza.

—Pero ¿por quién?

El señor de Miera acercó su cabeza a la mía para que no se oyera su susurro.

—Por los ballesteros del rey. Hay quien afirma en voz baja que el rey tramaba desde hacía tiempo la muerte de su hermanastro. En definitiva, se trata ni más ni menos que de una venganza.

No pude ocultar mi gesto de sorpresa.

—No os hagáis de nuevas, señor de Ayala, pues pudisteis ser testigo de la ofensa sufrida por el rey que ahora él ha querido vengar. ¿Acaso no os enterasteis de los amoríos de su hermanastro con la princesa Blanca de Borbón, cuando esta fue escoltada por aquel durante el viaje desde su casa de Vincennes hasta Valladolid? Pues si a vos, que estabais allí, estos amoríos os pasaron desapercibidos, no lo fueron para el señor de Noailles, que también formaba parte del acompañamiento. Parece ser que, en su reciente embajada cerca del rey Pere, el vizconde estuvo muy dicharachero y acabó por denunciar al rey los devaneos que había habido entre su prometida y su hermanastro.

—Han pasado seis años de todo aquello. ¿Ahora se ha enterado el rey?

—No lo creo, señor de Ayala; es más, creo que lo supo desde la noche de las nupcias. ¿No recordáis que el rey la abandonó esa misma noche? Se dijo que era porque ni su padre, el duque, ni su tío, el rey de Francia, habían abonado su dote, pero para mí que fue por ambas cosas a la vez, aunque en aquel momento no quiso pasar por un…

Y colocando ambos dedos índices sobre la frente simulando una cornamenta, esbozó una sonrisa maliciosa.

—Más bien parece que el rey es partidario de que le sirvan frío el plato de la venganza y que sean otros los que se lo cocinen.

No contesté a las palabras del de Miera, por lo que este siguió hablándome en voz queda.

—El rey habló de sus propósitos al infante Juan de Aragón, diciéndole: «Sé bien que el maestre de Santiago os quiere mal y que a mí también. Si me ayudáis a matarlo a él y a su hermano Tello, que también me quiere mal, os cederé todas las tierras de Vizcaya». Don Juan contestó al rey que él mismo llevaría a cabo aquel cometido, a lo que uno de los señores del séquito real le contestó: «Señor, no hace falta que hagáis vos mismo tal labor, pues no faltan ballesteros que lo hagan por unas buenas monedas». Pero al final las cosas se desarrollaron de otra manera y el rey encontró otra forma de acabar con su hermanastro Fadrique, a quien el ser maestre de Santiago no le sirvió para ver la celada que le tendieron.

—¿Tendieron? ¿Quién más está detrás de la muerte de Fadrique?

—Ahora os diré lo que se cuenta por Sevilla referente a este asunto. En aquellos momentos Fadrique gozaba de un periodo de tolerancia por parte del rey Pedro. Sin embargo, un trágico destino le salió al encuentro en esa ciudad. Los rumores más seguros apuntan a Juan Fernández de Hinestrosa, el favorito real.

Intento dejar constancia de esa trama que me trasladó el de Miera. Según él, en uno de los frecuentes encuentros que acostumbraba a tener con el rey, Juan Fernández de Hinestrosa le dijo:

—Ha llegado a mis oídos que varios de los antiguos partidarios de vuestro hermanastro Enrique que fueron perdonados por su Alteza traman una nueva rebelión contra vos.

—¿Qué pretenden estos hijos de una perra? —debió de contestarle el monarca.

—Con motivo de la próxima feria y, conociendo vuestra costumbre de acudir a ella, piensan pagar a unos sicarios para que promuevan un alboroto y aprovechar el tumulto para acercarse a vos y asesinaros.

—¿Quién promueve semejante desmán?

—Según parece, vuestro hermanastro don Fadrique.

—¡Maldito bastardo! ¿Estás seguro de lo que me dices?

—Quien me lo ha asegurado es un hombre de palabra.

En este punto de la narración, interrumpí a Miera.

—¿Quién era ese hombre de bien que así acusó al maestre de Santiago?

—Yo también hice esa misma pregunta a la persona que me contó todo esto, pero no obtuve ninguna respuesta. Si queréis saber mi opinión, no me extrañaría que Hinestrosa, que no ha podido tragar nunca a los bastardos, se inventara un personaje ficticio para acusar a Fadrique.

Viendo que yo no le hacía ninguna otra pregunta, el señor de Miera prosiguió su confidencia.

—Dicen que el rey Pedro guardó silencio durante un minuto, como si no quisiera creer lo que le había contado Hinestrosa. Al final, le dijo a este que convocara inmediatamente a los componentes de la Curia Regia, a quienes sin darles otra opción les comunicó que había hallado a Fadrique reo de traición por comisión de delitos de lesa majestad por los que debía ser muerto.

—¿Y cómo mató a su hermano? —me interesé.

—El rey invitó a Fadrique a que viniera a Sevilla y que le visitara en el alcázar. Fadrique se dirigió primero a las estancias que allí ocupaba doña María de Padilla. Esta, que conocía que el rey le había tendido una trampa mortal, quiso advertirle del peligro. Pero fue en vano, porque Fadrique no cayó en la cuenta de los gestos de la señora. Acto seguido se dirigió a los aposentos del rey, donde encuentra a este jugando a las tablas con un caballero de su séquito. El rey departe durante unos momentos con Fadrique, pero enseguida se pone en pie y grita: «¡Ballesteros, prended al maestre!».

»Fadrique comprende que le han tendido una celada e intenta sacar su espada, pero esta se traba dentro de su vaina. Escapa de aquella habitación y huye por los pasillos, donde es perseguido por los esbirros del monarca hasta que lo acorralan en el patio de mulas.

»El rey desde una ventana vuelve a gritar: «¡Ballesteros, matad al maestre!». Uno de los ballesteros alcanza a Fadrique, que sigue sin poder desenvainar la espada, y le golpea en la cabeza con una maza, para ser después rematado por el resto de sicarios.

Agradecí al señor de Miera su confianza al hacerme semejantes confidencias y, tras prometerle que no comentaría con nadie nada de lo que acababa de oír, me retiré a mi aposento. No pude quitarme de la cabeza la figura del maestre de Santiago, de quien siempre tuve un agradable recuerdo de su trato para conmigo.

Tras el castigo que infligió a la ciudad de Toro y a sus habitantes, el rey Pedro persiguió con saña a sus hermanastros. Profundamente contrariado por la actitud de Tello, encargó al infante Juan de Aragón, que todavía seguía siendo su aliado, que ocupara Vizcaya con una tropa de caballería. Con esta mesnada, el infante atravesó de parte a parte el señorío, llegando hasta la puebla de Ochandiano en el extremo oriental de este territorio, pero no logró vencer a los seguidores del señor de Vizcaya, que, ante la superioridad de sus enemigos, había optado por una táctica de acoso, sin presentar batalla en campo abierto. Aunque daba un respiro a su situación, Tello comprendió que en una guerra abierta y declarada contra su hermanastro tenía las de perder. Los recursos de sus mesnadas eran mucho más reducidos que los del ejército que obedecía al rey Pedro, así que trató de buscar una salida airosa con este mediante una tregua de hostilidades.

Para lograr la reconciliación con Pedro, Tello tuvo que transigir con varias condiciones: reconocer su culpa, mostrar su arrepentimiento y prometer que las Juntas de Vizcaya tomarían el acuerdo de que, «en caso de deservir al rey don Pedro, los vizcaínos tomarían a este por señor mediante juramento de que este mantendrá y guardará las villas y toda la otra tierra de Vizcaya en nuestros Fueros, usos y costumbres e privilegios».

Aquello no calmó el aborrecimiento del rey, quien, a pesar de las promesas recibidas de las Juntas vizcaínas, siguió guardando a Tello un profundo rencor por su negativa a ayudarle a huir de Toro y quedó en espera de una ocasión mejor para castigarle con la muerte. Por ello, cuando Pedro volvió a invadir Vizcaya, Tello huyó temiendo sus represalias, lo que adujo el rey de Castilla para desposeerle de su título de señor de Vizcaya. Una circunstancia que aprovechó el infante Juan de Aragón para su interés.

—Señor, os pido encarecidamente ser el señor de Vizcaya. Me vale el ser el esposo de Isabel de Lara, la hija menor del último señor, Juan Núñez de Lara. Desposeed de este título a quien dice ser su actual señor, el bastardo Tello, un huido de vuestro servicio y de vuestra justicia.

—El nombramiento de señor es cosa de las Juntas de Vizcaya. Pero yo te prometo que les propondré tu nombre para ocupar el señorío y trabajaré a sus miembros para que te lo concedan.

—Señor, ¿no es bastante que Tello haya abandonado vuestra causa para arrebatarle el señorío?

—Indudablemente. Esa será la razón que aduciré ante las Juntas para desposeerle de su cargo.

Pero Pedro ambicionaba el señorío de Vizcaya para él y aquel mismo día hizo llegar una carta secreta a los jauntxos de los linajes de Butrón, Mújica, Leguizamón y Salcedo, indicando su voluntad de que no se hiciera caso de las peticiones del infante Juan de Aragón. Efectivamente, las Juntas Generales manifiestaron al infante que ellas no reconocín a otro señor sino al rey. Entonces el infante Juan acudió al rey para solicitarle explicaciones por la negativa de las Juntas.

—Ve a Bilbao y plantea tu petición al concejo de aquella villa. Esta es la más poderosa de las villas y anteiglesias de Vizcaya y rara vez las Juntas Generales votan en contra de lo que ella decide. Ve allá, que yo te habré preparado el terreno.

En Bilbao, Juan de Aragón no se daba cuenta que el rey lo había metido en una encerrona. Uno de los ballesteros del rey le golpeó la cabeza con su maza. El golpe no fue muy fuerte, Juan no cayó y se revolvió. Juan Fernández de Hinestrosa puso su estoque al pecho del infante, mientras otro de los ballesteros lo remataba. Después el rey ordenó que arrojaran su cadáver por la ventana, mientras gritaba a la multitud que estaba en la calle:

—Catad ahí al señor de Vizcaya, que os demandó ser aclamado como tal.