Castilla se hunde en la guerra civil
En el año de 1354 se iniciaron las hostilidades de forma franca y abierta entre el rey Pedro y sus hermanastros. Esta guerra civil tuvo como escenario toda Castilla, cursando con extremadas muestras de cainismo y crueldad en las sangrientas represalias de las que ambos bandos hicieron objeto a sus enemigos. Una de las primeras fue la muerte de Alburquerque, ocurrida en Medina del Campo aquel mismo año, poco tiempo después de que este formalizara su alianza con los bastardos. Este fallecimiento ocurrió en circunstancias tan extrañas que hicieron pensar que había sido envenenado por su físico por orden del rey.
Apenas iniciada la rebelión, Pedro reemplazó a todas las autoridades nombradas por Alburquerque por miembros adictos a su persona y allegados de la familia de María de Padilla. Durante esta fase de la contienda, mi padre permaneció fiel al rey y yo me mantuve a su lado.
—Seguiremos al rey Pedro. Él es el rey de Castilla y a él debemos obediencia —me contestó cuando le pregunté su parecer sobre el dilema.
El rey mantuvo la prisión de la princesa de Borbón alejada de la guerra, para lo que la hizo peregrinar de castillo en castillo, según fuera el escenario de la lucha. El obispo Barroso intervino en nombre del Papa varias veces a su favor.
—Señor, permitidme volver a suplicaros que consideréis volver a reuniros con la reina Blanca, librándola de la prisión donde ahora se encuentra y restituyéndola a su condición de vuestra esposa y, por tanto, de reina de Castilla.
—Por Dios, que sois canso y porfiado. Ya os contesté en cuantas veces anteriores vinisteis a mí con embajadas semejantes que ese asunto está cerrado. Ya sabéis que os prohibí que volvierais con la misma monserga.
—Señor, ¿no reconsiderareis vuestra decisión? Ved que en estos momentos vuestra situación con la mujer con la que convivís es irregular y…
La referencia del prelado a su concubina enfureció al rey, que, hecho un basilisco, se levantó de su sitial.
—¡Basta, obispo, basta! ¿Quién eres tú para decir a tu rey si su vida es regular o no?
—Soy legado de Su Santidad el Papa Inocencio y son sus palabras las que pronuncio en su nombre. He aquí la bula que las contiene.
Pedro arrebató a Barroso el pergamino que le ofrecía y, sin leerlo, lo rasgó en mil trozos.
—Id y decid al Papa que os ha ordenado darme esto que… Mejor dicho, obispo, no voy a daros la oportunidad de ir con vuestros recados al Santo Padre.
De inmediato el rey llamó a uno de sus nobles.
—Llevad al obispo al castillo de Aguilar de Campoo y encerradlo con guardia permanente a la vista. Allí tendrá tiempo para ilustrarse de cómo no se puede intervenir en la vida de su rey y aprenderá a ser más comedido en su lenguaje.
Así Blanca perdió a otro de sus valedores dentro de la corte de Castilla. Como respuesta a la prisión de este prelado y a las cartas enviadas anteriormente por Blanca, el Papa declaró el entredicho para Castilla. Con esta medida el pontífice prohibía la celebración de actos de culto en las iglesias y capillas de todo el reino.
De esta manera el Papa forzó al rey Pedro a recibir a un segundo enviado para tratar de la situación de su matrimonio y de la prisión de Gómez Barroso. El rey, temeroso de las consecuencias civiles que se pudieran desprender del entredicho, liberó al obispo. Pero este no se fio de él y huyó a Aviñón, donde poco tiempo después fue nombrado para ocupar el obispado de Coimbra.
En aquel mismo año de 1354, Pedro de Castilla contrajo nuevo matrimonio, esta vez con Juana de Castro, hija de Pedro Fernández de Castro, señor de Monforte de Lemos. Juana había quedado viuda de Diego López de Haro, un descendiente en segunda generación de su homónimo, el fundador de Bilbao. Ella al principio se resistió por considerar que el rey ya estaba legítimamente casado con Blanca de Borbón y que la propuesta la conducía a un matrimonio con un bígamo.
Solo después de que los obispos de Ávila, Sancho Blázquez Dávila, y de Salamanca, Juan Lucero, estudiaran detenidamente a petición del rey las condiciones en que se había celebrado el casamiento con Blanca de Borbón y que, a la vista de sus conclusiones, lo declararan nulo, Juana consintió en unirse al rey Pedro.
Los casó el obispo de Salamanca en Cuéllar y ella tomó el título de reina. También al día siguiente de su boda, el rey la abandonó, pero esta vez momentáneamente a causa de las noticias que había recibido sobre el agravamiento de la rebelión nobiliaria.
La resolución de los obispos de Ávila y Salamanca no gustó al Papa, quien comisionó a Beltrán, obispo de Cesena, para que les formase proceso canónico por consentir y autorizar el nuevo matrimonio. Pero los prelados, hombres muy versados como moralistas, recibieron las argumentaciones expresadas por el enviado papal y no se retractaron de su decisión. Antes bien, le hicieron una exposición tan convincente que Inocencio VI no tomó ninguna medida represiva contra ellos.
Esto no fue obstáculo para que el papa Inocencio cejara en su protección a Blanca de Borbón. Hizo nuevas advertencias al rey con amenaza de decretar las condenas establecidas para estas ocasiones, no solo contra él mismo, sino también contra todos cuantos colaboraran con él, fuesen arzobispos, obispos, cabildos, monasterios, duques, condes, vasallos, castillos o lugares. En sus escritos, el Papa reprochaba al rey Pedro con duras frases sus delitos contra la pública honestidad y el olvido de los deberes de su rango, esperando que al fin recapacitara, abandonara a Juana y volviera a convivir con su legítima esposa.
A Juana de Castro se le creó un problema de conciencia de difícil solución. A pesar de las seguridades que le había dado monseñor Juan Lucero, el obispo de Salamanca, de que el primer enlace con Blanca de Borbón era nulo de derecho y que, por tanto, el suyo iba a ser totalmente válido de acuerdo con las normas de la Iglesia, Juana cada vez se encontraba más confusa.
—Monseñor, yo tengo dentro de mí la sensación de vivir constantemente en pecado desde que acepté al rey Pedro en matrimonio.
En vano el obispo Lucero le explicaba los argumentos en los que él y su colega de Ávila se habían fundado para determinar la nulidad. Sus palabras parecían convencer a Juana, pero en su soledad sus escrúpulos volvían a atormentarla.
Un día Juana oyó a una de sus doncellas hablar de las virtudes oratorias de un fraile dominico, fray Domingo de Sahagún. Al contrario de otros oradores, que describían con todo lujo de detalles los diabólicos tormentos de los condenados al infierno, fray Domingo predicaba con sencilla elocuencia para confortar a todos los atribulados que acudían a escucharle. Juana pidió a la doncella que acudiera a él en su nombre y para solicitarle que tuviera a bien visitarla.
Fray Domingo accedió sin perder tiempo. Era un hombre pequeño cuyos ojos brillaban de manera apacible. Sus maneras denotaban una enorme sencillez y sus palabras, una gran sinceridad. A Juana le trasmitió confianza desde el primer momento de su entrevista y le abrió el cofre de sus escrúpulos. El fraile la escuchó con paciencia, le hizo unas breves preguntas para precisar su relato, desmontó todas las ideas de culpa que Juana pudiera tener y finalmente entró de lleno en el problema que la atosigaba. Su recomendación fue que Juana solicitara al rey que se separara de ella.
El dominico no veía impedimento para que la Iglesia concediera aquella separación, ya que era evidente que Juana había ido forzada al matrimonio, lo que de por sí era motivo de nulidad. Pero antes de pedir la separación, fray Domingo quiso saber si la unión había tenido consecuencias. Juana le contestó afirmativamente: esperaba un hijo del rey para dentro de unos meses. El embarazo de Juana daba un derrotero distinto a aquel asunto, por lo que el fraile solicitó la colaboración de monseñor Lucero. El obispo quiso convencer a Juana de que siguiera junto al rey, pero tras comprobar su firme voluntad, le prometió interceder ante el monarca.
En contra de lo que podía suponerse, teniendo en cuenta su violento carácter, Pedro optó por aceptar la separación de su esposa y además le dejó todas las tierras y rentas del señorío de Dueñas que había recibido de él en dote. A cambio, el hijo o hija de Juana se quedaría en la corte al cumplir los siete años. Juana aceptó la decisión y se retiró a sus tierras de Dueñas, donde vivió sin dejar nunca de titularse reina de Castilla.
Juan de Castilla y Castro, el hijo nacido de Juana y Pedro, fue designado por su padre heredero de la corona, en caso de que no pudieran heredarle los hijos habidos con María de Padilla. Nunca pudo considerarse esa oportunidad pues el niño falleció pocos años después.
Durante todo el tiempo que duró este conflicto con Juana de Castro, el rey había abandonado sus relaciones con María de Padilla. Esta pensó en retirarse a un convento y había pedido al Papa licencia para fundar un monasterio de monjas clarisas en alguna población de la diócesis de Palencia con el ánimo de retirarse a aquel cenobio en el futuro. El alejamiento del rey Pedro, tanto de Juana de Castro como de ella misma, favoreció sus deseos y María de Padilla fundó, no mucho después, el monasterio de Astudillo.
Pero al poco de que Pedro concediera la separación y la libertad a Juana de Castro, convenció a María de Padilla para que volviera a vivir con él. El rey regresó al castillo de Urueña y permaneció junto a María definitivamente.
Mientras tanto, los partidarios de Blanca habían reclutado a los infantes de Aragón, Fernando y Juan, con la madre de estos —Leonor, la viuda de Alfonso IV de Aragón—, la poderosa familia Castro y otros muchos nobles que se sumaron a la causa ya asumida por los hermanastros del rey. Incluso la reina madre, María de Portugal, se había unido a los que exigían, con las armas en la mano, que Pedro volviera con Blanca de Borbón.
Por ese entonces, mi padre y yo nos encontrábamos formando parte del ejército del rey estacionado en tierras de Zamora.
—¿Cederá el rey a todas estas presiones? —le pregunté al conocer esos movimientos políticos.
—No lo sé. Creo que para muchos de los que están hoy frente al rey, Blanca solo es un pretexto. Si no existiera esa excusa o en el caso muy improbable de que el rey cediera a sus deseos, ellos buscarían otro pretexto para continuar su insurrección. Esta rebeldía no terminará hasta que una de las partes sea derrotada por la otra anegada en su propia sangre.
—¿Y no habrá manera de que se arregle de otra forma?
—He sabido que la coalición de los nobles quiere celebrar una conferencia con el rey. Al menos parece que ambas partes vamos a parlamentar, y digo «vamos» porque hemos sido elegidos para formar parte de las conversaciones.
—¿Dónde habrán de celebrarse?
—En Toro. Ya conoces el sitio, cerca de Zamora, por lo que no tendremos que desplazarnos demasiado. El rey nos ha ordenado formar parte de su séquito.
—¿Servirá para algo práctico? Ya antes el rey conferenció con la liga de los nobles, mas no se llegó a ningún acuerdo.
—No lo sé, hijo. Iremos y lo veremos. Me alegra que me acompañes. Ya le he dado al rey las gracias por autorizar tu presencia.
Pensé que aquella iba a ser una oportunidad para conocer a todos los hombres importantes de las facciones enfrentadas. Toro había sido elegida como sede de esa conferencia por ser una de las villas de realengo que pertenecía a María de Portugal, la reina madre, esperando que esta razón diera al rey suficiente confianza para acudir. Enrique de Trastámara había dado orden a sus parciales de que en todo momento respetaran la integridad y la seguridad de su hermanastro.
—Tratad a mi hermanastro con el acatamiento que se debe al rey de Castilla —fue su orden estricta.
En efecto, cuando el monarca entró en Toro, los nobles le trataron con consideración y respeto. Mi padre y yo tomamos parte en esa recepción como miembros plenipotenciarios reales, junto a Gutierre Fernández de Toledo, como primer representante real. Nosotros éramos sus agregados, y yo por primera vez me veía metido en aquellos quehaceres diplomáticos. A Enrique le acompañaban cuatro de sus más fieles caballeros, además de su mujer, Juana Manuel, cuyas opiniones tuvieron gran peso a la hora de capitular con el rey.
Sin embargo, cuando Pedro quiso tener también a su lado a Diego Pérez de Padilla, el hermano de su amante, María de Padilla, que había substituido a Alburquerque como primer ministro, los partidarios de Enrique pusieron todo tipo de rémoras para cumplir sus instrucciones. Lo mismo ocurrió cuando expresó su deseo de tener con él a otros allegados a su partido.
Con esas limitaciones a sus deseos, el rey Pedro se percató de que Toro se había convertido para él en una cárcel, ya que sus movimientos y la posibilidad de reunirse con los suyos se veían muy mermados. Por ello, decidió cambiar de conducta. Aparentando obrar de acuerdo a sus captores, fingió rendirse y discutir los términos de una capitulación en la que concedió cuantas reclamaciones le presentaron los nobles y los representantes de las ciudades. En su pensamiento estaba no cumplir ninguno de los pactos que le habían hecho firmar en cuanto recuperara su libertad. Y enseguida buscó a su alrededor a quien pudiera ayudarle a escapar de Toro.
Pensó ganarse a Tello, el más lábil de sus hermanastros, tan conocido por su volubilidad. Se dirigió al mayordomo del palacio donde había sido alojado y le pidió que trasmitiera a su hermanastro que deseaba hablar con él de forma inmediata.
En cuanto le vio entrar en su habitación, Pedro le recibió con aparentes demostraciones de gran afecto. Se levantó rápidamente del sitial y corrió a su encuentro, le abrazó estrechamente y le hizo sentarse a su lado.
Tello estaba casado con Juana, la hija mayor de Juan Núñez de Lara, quien tras la muerte de su hermano Nuño se había convertido en la heredera del señorío de Vizcaya. Pero aquella también había fallecido y Pedro sabía que su hermanastro quería mantener la posesión de este territorio. Así que jugó con este deseo para intentar atraérselo.
—Tello, creo que no debemos mantener entre nosotros un día más esta lucha fratricida que está arruinando Castilla. Debemos recordar que tenemos la misma sangre de nuestro padre. Dejemos, pues, de derramarla y haya paz entre nosotros. Quiero hacerte una proposición que espero que aceptes.
—Tú dirás —le contestó Tello con un deje de desconfianza.
—Estoy dispuesto a dejarte todo el señorío de Vizcaya que conquisté en buena lid a tu suegro, Juan Núñez de Lara, cuando aprovechando mi enfermedad él me quiso traicionar, postulándose como heredero de Castilla.
Tello no quiso discutir con su hermanastro la legalidad de las circunstancias con las que en su día se había hecho la invasión y apropiamiento de Vizcaya y dejó que siguiera hablando.
—Si favoreces que pueda escaparme de Toro, cumpliré mi promesa. En cuanto me vea libre, convocaré Cortes en Burgos y de forma solemne reconoceré ante ellas tus derechos al señorío de Vizcaya por siempre jamás.
A la memoria de Tello vinieron otras situaciones en las que el rey no había cumplido las solemnes palabras que había pronunciado y no quiso comprometerse con su hermanastro en aquel momento. Para negarle toda ayuda efectiva y darle largas, se escudó en que debía hablar antes con sus hermanos.
Pedro no desesperó en poder quebrantar el cerco al que estaba sometido. Un día, uno de sus partidarios, Juan Fernández de Hinestrosa, pudo acercarse a él.
—Señor, mañana se proyecta una montería a la que vuestro hermanastro os permitirá acudir. He sobornado a los soldados que os habrán de vigilar y he conseguido que no pongan impedimento a vuestra huida. Es más, se agregarán a nuestras fuerzas. Así que mañana tendremos la puerta franca y podremos dejar Toro para siempre.
—Gracias, Juan Fernández. No olvidaré lo que has hecho por mí.
Al día siguiente, una hora después de que se iniciara la partida de caza, Juan Fernández de Hinestrosa, que ya se había proporcionado unos soldados como escolta, se acercó al puesto que ocupaba el rey.
—Ya estamos dispuestos, señor. No perdamos tiempo y huyamos cuanto antes.
El rey salió de Toro con sus leales y no paró hasta refugiarse en Segovia, ciudad que hasta entonces siempre le había sido fiel. Tras descansar en ella unas jornadas, se dirigió a Burgos, en donde tenía previsto reunir a las Cortes y obtener los subsidios suficientes para emprender una campaña para someter a los rebeldes.
Deseaba ardientemente vengarse de cuantos en Toro le habían tenido preso, por lo que pensó en tomar aquella ciudad. Pero entonces llegaron noticias de que Toledo se había sublevado a favor de Blanca de Borbón. A las puertas de esa ciudad se desarrolló una dura batalla entre los partidarios del rey y los nobles sublevados en la que estos fueron derrotados. Pedro entró triunfante en Toledo al frente de los suyos. Como represalia a la resistencia ofrecida, mandó decapitar a dos caballeros y veintidós vecinos de la ciudad que se habían distinguido en la lucha contra él.
Cumplidas estas condenas a muerte, Pedro no podía dejar a Blanca en la situación de semilibertad de la que gozaba en la catedral de Toledo, así que llamó nuevamente a Íñigo Ortiz de las Cuevas.
—Ve a la catedral y ordena a Blanca de Borbón que salga inmediatamente de las estancias que ocupa, pues es mi voluntad que la lleves inmediatamente a Sigüenza y la dejes encerrada en su castillo bajo la custodia de su obispo.
—¿No deseáis verla?
—No —respondió secamente el rey.
Íñigo Ortiz de las Cuevas no osó añadir una palabra más y se trasladó a la catedral para dar cumplimiento a la orden.