XIII

En el que aparecen las primeras consecuencias políticas del abandono de la princesa de Borbón

El rey Pedro no contaba, cuando le encargó que custodiara a su esposa en Medina Sidonia, con que en el ánimo de la reina madre fuera apareciendo una no disimulada simpatía por la suerte de su nuera, que había sabido ganarse su aprecio ya en Valladolid. Y es que María de Portugal, al ver que su hijo repetía la odiosa conducta de su marido, cuando Alfonso la postergó a ella por su concubina, se vio retratada en Blanca y se puso a favor de ella.

Tal como mi padre y yo temíamos, la situación de Castilla cambió vertiginosamente. Algunas ciudades se amotinaron contra el rey y, para justificar su actitud, hicieron bandera de Blanca de Borbón. En realidad, no hacía falta la prisión de la princesa francesa para soliviantar a algunos nobles. Dos años antes, Alfonso Fernández Coronel, fiel servidor de Leonor de Guzmán, la favorita del padre de Pedro, se había rebelado en su villa de Aguilar. Pedro llegó con sus tropas, lo venció y lo ajustició cruelmente, con lo que se granjeó la animadversión de todos los allegados de Coronel.

Cuando Enrique de Trastámara huyó a Asturias en actitud levantisca, otras ciudades y nobles también tomaron como excusa a Blanca de Borbón para echarse al campo reclamando viejos derechos no concedidos y reparaciones de pretendidos antiguos agravios por parte del rey. En este grupo se encontraba el antiguo primer ministro Alfonso de Alburquerque, dolido por el despojo real de que había sido objeto.

También Fadrique se encontraba en una situación de franca oposición a Pedro I de Castilla. Después de dejar a Blanca en Valladolid, el maestre de Santiago se había retirado a las tierras que su orden tenía en Segura de la Sierra, enclave fronterizo entre la región de Murcia, Castilla y el reino de Granada concedido a la orden santiaguista por Fernando III como premio a su ayuda en la conquista del reino de Murcia. En aquellos momentos este enclave tenía un vasto conjunto de encomiendas que se extendía por todo el sudeste peninsular, así como una serie de castillos que servían de salvaguarda ante las posibles invasiones moras. A pesar del alejamiento de la corte en que se encontraba Segura de la Sierra, a Fadrique le llegaban con prontitud las noticias de Castilla.

Blanca de Borbón seguía muy presente en el pensamiento de Fadrique, que al conocer la insistencia de su hermanastro en mantenerla encerrada en Medina Sidonia, tuvo la idea de liberarla.

El castillo de Medina Sidonia estaba construido sobre un cerro que dominaba toda la población. Rodeado por gruesos muros de piedras de sillería, formaba uno de los conjuntos más formidables de la arquitectura militar medieval de España. Fadrique conocía muy bien su disposición así como los menguados medios de que disponía: era imposible tomarlo en un ataque directo. Su plan para liberar a la princesa consistía en un rápido y certero golpe de mano. Contaba con no tener dificultades para entrar en el recinto, cuya guarnición había sido confiada a las órdenes militares de los caballeros de Santa María y a los santiaguistas de las encomiendas de Andalucía Occidental. Temeroso de que una indiscreción echara sus planes por tierra, se trasladó desde sus tierras de Murcia hasta Medina Sidonia sin que nadie, ni siquiera sus hermanos, supiera las causas de su viaje ni el trazado de su itinerario. Eligió a sus más fieles para una escolta muy reducida, y tampoco les reveló sus intenciones ni dijo nada para justificar aquella excursión, durante la que evitó asimismo entrar en Córdoba ni en Sevilla.

Debía entrar en Medina Sidonia, ganar la confianza del alcaide santiaguista de la fortaleza y convencerle para que le confiara la custodia de la princesa de Borbón. El único obstáculo era la presencia de María de Portugal, pero Fadrique, conocedor de la simpatía que Blanca había despertado en ella, contaba con vencerlo sin dificultad.

Sin embargo, en Medina Sidonia a Fadrique le esperaba una desagradable sorpresa. Cuando entró en el recinto, después de recibir la bienvenida del alcaide, este quiso saber el motivo de su presencia.

—Presentar mis respetos a la princesa de Borbón, a quien ya sabréis que tuve el honor de servir de escolta durante su viaje desde Francia.

—Lo siento, señor maestre, pero no podréis hacerlo.

—¿No? ¿Por qué?

—La princesa de Borbón no se encuentra en Medina Sidonia. Salió en compañía de la reina madre María con destino a Arévalo.

Fadrique no pudo reaccionar ante esa desagradable noticia que desbarataba todos sus planes. Interrogó al alcaide en demanda de más datos sobre aquel inopinado traslado, y este le refirió que unos días antes se había presentado ante él uno de los fieles del rey Pedro, el caballero Íñigo Ortiz de las Cuevas, con órdenes reales precisas para que el alcaide le trasladara la custodia de Blanca de Borbón.

En realidad, Pedro de Castilla se había apercibido de la benevolente conducta de su madre con su esposa y decidió cortarla rápidamente. La orden dada a Íñigo Ortiz de las Cuevas fue terminante.

—Irás a Medina Sidonia y presentarás este escrito a la reina madre, en el que le digo que te haces cargo de la guarda de la princesa de Borbón, a la que llevarás al castillo de Arévalo dejándola al cuidado de su alcaide. A este le entregas esta carta con instrucciones sobre su comportamiento. Una vez que la dejes allí alojada, volverás y me darás cuenta de tu viaje.

Al conocer la noticia de que Fadrique se había presentado en Medina Sidonia tres días después de que la princesa de Borbón fuera trasladada a Arévalo, Pedro sospechó que su hermanastro volvería a intentar liberarla de su cautiverio. Por ello, temiendo que Arévalo no fuera un lugar suficientemente seguro, ordenó un nuevo traslado de prisión, esta vez al alcázar de Toledo, donde dispuso fuertes medidas de vigilancia.

A pesar de ello, Blanca encontró en Toledo la ayuda inestimable de una de sus dueñas, Guiomar de Saldaña.

—Señora —le había sugerido—, ¿por qué no dais cuenta al arzobispo de esta ciudad de vuestra situación y solicitáis su auxilio? Escribidle una carta, y yo me encargaré de que le lleguen por correos tan seguros que no puedan ser interferidos por el rey.

—Creo que has tenido una buena idea.

—Pues no os demoréis. En vuestro escritorio tenéis papel, plumas recién cortadas y todo el avío para escribir.

El arzobispo no tardó en presentarse en el alcázar.

—Señora, si es que teméis por vuestra integridad, yo me encargaré de que salgáis del alcázar para refugiaros en la catedral, donde seréis bien acogida. Dentro del recinto sagrado estaréis más segura y tendréis más libertad de comunicación.

Blanca aceptó la proposición del arzobispo, quien además le sugirió que escribiera al papa Inocencio VI. Guiomar de Saldaña se encargó de hacer público el contenido de la carta enviada a la corte papal. Enterado el pueblo toledano, este se sublevó contra el rey poniéndose del lado de Blanca.

Guiomar añadió nuevas insinuaciones a su señora.

—¿Por qué no pedís a micer Samuel Leví, el tesorero real, que os entregue el dinero para los gastos de vuestra casa? Tenéis derecho a ello.

Las entregas que hizo efectivas el tesorero sirvieron a Blanca para subvencionar sus gastos. Para defenderla frente al rey, los nobles toledanos delegaron en Fadrique, que acudió con setecientos caballeros y tomó asiento en el mismo alcázar.

Apenas se había acomodado en la plaza, no tardó Fadrique en ir al encuentro de Blanca. Ella le recibió con muestras de alegría mientras volvían a su memoria los recuerdos del viaje que hicieron juntos.

—Lamento encontraros en estas circunstancias —le saludó Fadrique, mientras se inclinaba para besar su mano.

—Me dijeron que habíais estado en Medina Sidonia a verme. Yo también lamento que no me encontrarais. ¿Por qué vinisteis?

—Deseaba libraros de la prisión a que os redujo Pedro. Pero aquel intento no salió bien. —Tras un momento de silencio, agregó—: En estos últimos tiempos nada ha salido bien. Y a vos tampoco se os han cumplido vuestros deseos sobre cuanto se proyectó a la hora de hacer vuestras capitulaciones.

—Sí, es cierto; nunca pensé que nada más llegar a Castilla me iba a encontrar malcasada y utilizada como bandera de una guerra civil. Yo hubiera querido que todo hubiera sido de otra manera. Lo malo, señor don Fadrique, es que me siento impotente para enderezar esta situación. Noto que estoy siendo manejada y zarandeada ora por el rey, ora por sus contrarios, como una astilla de madera en medio de aguas turbulentas.

—¿Puedo hacer algo por vos?

—Temo que nada o muy poco. A vos, vuestros partidarios os han encargado que guardéis el alcázar y mi persona en esta guerra sin fidelidades. Como las veletas que giran según sopla el viento, la dirección que señala los acontecimientos es tornadiza. Los aliados de ayer son los hostiles de hoy y quien puso su consorcio con unos ve que mañana están desunidos. Hoy estáis aquí para protegerme, pero ¿quién me dice que, dentro de no muchos días, no os habréis marchado donde el viento de la guerra os haya querido llevar?

—No —protestó Fadrique con energía—, yo os prometo que, estéis donde estéis, yo trataré de estar siempre cerca de vos.

—No dudo que así lo creéis ahora, pero… Me alegra volver a veros y, asimismo, oíros decir palabras similares a aquellas con las que me despedisteis en Valladolid. Me congratulo de ver que al menos persisten vuestros deseos. Creo que es lo único constante que he encontrado en Castilla.

—¿Podré volver a veros?

—¿Acaso no sois el guardián del alcázar y de todo lo que contiene? ¿Quién os puede prohibir venir a verme? Mas espero que estéis de acuerdo conmigo en que ya no estamos en Perpiñán y lo que entonces nos pareció posible ahora ya no lo es. En Toledo soy la reina, reina sin corona, sin rey y sin trono, pero hasta el final de mis días seré reina de Castilla. Y a una reina le están vedados muchos contentamientos.