De la contrariedad que causó al rey Pedro no recibir la dote de Blanca de Borbón
A su llegada a Valladolid, Blanca de Borbón fue recibida en la corte de Castilla por Pedro, la reina madre —María de Portugal—, Juan Alfonso de Alburquerque y los nobles y prelados del reino, a los que fue presentada como la futura reina de Castilla. Como tal recibió de todos los presentes su primer acto de pleitesía.
Aquella misma tarde el rey nos llamó a Fadrique y a mí para solicitarnos los 25.000 florines del segundo pago de la dote de Blanca. Le trasmitimos las excusas del duque de Borbón, que tuvieron la virtud de provocar en Pedro una explosión de ira. El monarca llenó de improperios e insultos al rey de Francia y al duque de Borbón, a quienes motejó de ladrones y salteadores de caminos.
Después se dirigió a Juan Alfonso de Alburquerque y a su madre, también presentes, con un barboteo airado.
—No fijaré la fecha de la boda hasta que no se haya efectuado la entrega de la dote acordada para la Navidad pasada. Hacédselo saber así a esos franceses que han venido con vosotros y que se vayan enhoramala a contárselo a su rey.
Después, lleno de despecho, se marchó al palacio de Urueña, donde había fijado su residencia María de Padilla.
En esta situación de ausencia pasaron varias semanas más. En vano Juan Alfonso de Alburquerque le instaba a confiar en la palabra del duque de Borbón, ya que las capitulaciones matrimoniales estaban bien especificadas y contenían las cláusulas específicas de la dote, firmadas solemnemente por Juan de Francia, así que podía considerarse que su cumplimento era un asunto seguro. Sin embargo, Pedro siguió negándose en redondo a señalar fecha para su boda. A principios del mes de abril, su madre, la reina María, se unió a la insistencia de Alburquerque.
—Pedro, es momento de que establezcas el día de tu boda con Blanca de Borbón. La princesa lleva tres meses aquí en una situación en la que no es ni soltera ni casada.
—Madre, sabes perfectamente que el duque de Borbón no ha enviado la dote apalabrada. Y de esto hace ya más de tres meses. Hasta que no la reciba, no decidiré si hay boda o no.
—En estos momentos solo tienes dos opciones. O celebras el matrimonio con la princesa de inmediato o la devuelves a su padre sin esperar un día más.
Ante el ultimátum de su madre, Pedro consintió a regañadientes en que se mandasen heraldos para anunciar la celebración de su matrimonio con Blanca de Borbón. Este fue fijado para el 3 de junio de aquel año de 1353 en la iglesia de Santa María la Mayor de Valladolid, donde la ceremonia se realizó con toda la solemnidad requerida y con la presencia de todos los soberanos de los reinos de España y una gran parte de su nobleza.
En la noche de bodas, Pedro desbordó toda su fogosidad con su esposa, impulsado por dos pasiones contrapuestas: la atracción que sintió al conocer los encantos de su cuerpo por un lado, y el deseo de resarcirse con aquel lujurioso acto carnal del engaño que había experimentado por el retraso de la dote. En contra de lo que Pedro esperaba de Blanca, encontró a una mujer que supo corresponder cumplidamente a todos sus arrebatos.
Fue en la mañana del día después cuando Blanca, confiando en que, consumado el matrimonio y siendo ya marido y mujer, nada tenía que perder, reveló a Pedro que la causa del retraso en remitir la dote se debía a que el rey de Francia no disponía del capital suficiente.
—¿Qué me decís? ¿Que ni vuestro padre ni vuestro tío van a hacer honor a su palabra y que no cumplirán con los compromisos adquiridos? Nunca imaginé tal felonía por vuestra parte.
El rebrote de la ira del rey fue tan grande que habría agredido al mismísimo rey de Francia si le hubiera tenido delante. Pero se desquitó con Blanca, que, asustada ante su excitación, se refugió en un rincón del aposento sin encontrar palabras oportunas para aplacarle. Pedro salió de la estancia dando un portazo, dio voces llamando a la guardia y colocó dos soldados en la puerta con orden de que nadie entrara en ella. A partir de ese momento Pedro abandonó a Blanca de Borbón, negándose a convivir con ella.
Pidió a su madre, la reina María, que custodiara a su esposa en el castillo de Medina Sidonia. Después ordenó a Alburquerque que amenazara al rey Juan de Francia con la ruptura de relaciones entre los dos reinos y el encarcelamiento perpetuo de la princesa de Borbón si no enviaba la dote de su sobrina, y extendió su amenaza ante su ministro.
—Es mi voluntad que envíes un embajador a la corte inglesa para proponer un tratado de amistad. Debemos asegurarnos de que en los caminos de nuestro comercio con los puertos de los mares del norte no vamos a tener naves inglesas que lo entorpezcan
—Señor —intervino Alburquerque—, pensad en los intereses que compartimos con Francia. Un tratado así con Inglaterra equivaldría a un caso de guerra.
Las palabras de Alburquerque colmaron el vaso de la ira del rey.
—¿Acaso no sabes obedecerme? Yo no lo pienso así. Tu labor en este asunto de mi matrimonio ha sido nefasta para mi conveniencia y la de Castilla. A partir de este momento quedas degradado de todos tus cargos y títulos en mi reino. Ya no te necesito junto a mí. Quiero un hombre fiel e inteligente a mi lado, no imbéciles como tú, que niegan mi autoridad, abusan de mi favor y no saben cumplir mis órdenes. Sal de mi vista y vete de Castilla para toda tu vida.
Alburquerque, temeroso de las represalias del rey, abandonó apresuradamente aquella estancia.
—Ve a mi padre —le aconsejó la reina María—. En la corte de Portugal estarás a salvo de las furias de mi hijo. Ya te mantendré informado por si en algún momento las cosas se remansan y puedes volver.
Alburquerque se refugió en Portugal y solicitó la protección del rey Alfonso, ya que Pedro de Castilla no se conformó con alejarlo de su lado y expulsarle de su servicio, sino que además se había propuesto arrebatarle cuantas plazas tenía, no solo en Extremadura, sino a todo lo largo de Castilla.
—¿Estás seguro, Juan Alfonso, de que mi nieto no tiene alguna razón para mostrarte esa malquerencia que dices que te tiene? —desconfió, sin embargo, el rey Alfonso.
—Mi señor, llevo sirviéndole fiel y puntualmente desde el primer momento en que salí de Portugal y entré en Castilla.
—No son esas las noticias que tengo de la forma en que has llevado los negocios del rey y de sus rentas.
—Señor, puedo juraros sobre la cruz de Cristo que en nada me he manchado las manos.
—Es posible, Juan Alfonso. Si te muestras tan solemne, haré un esfuerzo por creer que no te has quedado con los dineros del rey. Pero tengo la sensación de que en el asunto de los tratos con Francia erraste totalmente y, en las conversaciones para formalizar la boda de mi nieto con la princesa de Borbón, obraste sin inteligencia. En fin, en razón a otros servicios que has prestado al rey Pedro, le escribiré para que deje de perseguirte con tanta saña.
Mientras tanto, el rey empezó por arrebatarle a Alburquerque la ciudad de Medellín. Su alcaide, al conocer sus intenciones y calibrar que no tenía posibilidades de defensa ante las fuerzas del rey, decidió enviar un mensaje a Alburquerque.
Señor,
Ante el ataque con que nos amenaza el rey don Pedro con fuerzas muy superiores a las que podemos tener para oponernos a él, os pedimos que vengáis en nuestro auxilio con las tropas que podáis allegar para ayudar a nuestra defensa. Y si ello no os es posible en los actuales momentos, mandadnos carta en la que nos exoneréis del juramento de fidelidad que, como habitantes de esta plaza, os tenemos prestado ha tiempo.
Nada pudo hacer Alburquerque para evitar que el rey entrara en Medellín. Más tarde, se dirigió contra la población homónima de Alburquerque, villa situada junto a la frontera de Portugal, también con ánimo de apoderarse de ella. Pero en esta ocasión sus defensores le plantaron cara. Salieron de la villa, se dispusieron en orden de batalla e infligieron al rey una tremenda derrota, consiguiendo que renunciara a seguir dando batalla por las ciudades que su exministro poseía a lo largo de la frontera de Portugal.
Cuando recibió la carta en la que Alfonso de Portugal intercedía por él, Pedro devolvió el mensaje a su abuelo condenando la conducta de su antiguo ministro y reiterándole la caída en su favor.
La prisión de Blanca de Borbón fue el detonante que hizo saltar la precaria paz interior de Castilla. Durante los años siguientes se vio anegada en un baño de sangre propiciado por las luchas intestinas de las facciones que ambicionaban el poder.
Por mi parte, permanecí en la corte de Valladolid el tiempo suficiente para ser testigo de la fallida boda real y después volví a nuestras tierras respondiendo a la llamada de mi padre, que deseaba mi presencia en Quejana. El señor de Ayala había recibido una petición de sus hidalgos para extender sus libertades a la hora de hacer testamento. Aunque mi padre estaba dispuesto a conceder la solicitud, quería hacerme partícipe de ella. En la carta que me había enviado a Valladolid me indicaba que, «salvo asunto de mayor enjundia al servicio del rey», consideraba imprescindible mi presencia en Ayala. Me presenté al monarca y le pedí permiso para ausentarme de Valladolid.
—No hay inconveniente en que vuelvas a tus tierras de Ayala para atender los justos deseos de mi buen amigo Fernán, tu padre. No obstante, como el rey de Francia ha amenazado con una ruptura total de las relaciones, volverás en cuanto solventes los asuntos de tu casa, ya que se anuncian tiempos difíciles para Castilla y yo quiero tenerte cerca para defender la frontera con Francia.
Me apresuré a disponer del permiso real preguntándome en cuál de los dos sentidos me había instado el rey a un rápido regreso. ¿Deseaba tenerme cerca porque me consideraba un hombre fiel o porque, pensando que durante mi viaje a Francia en compañía de Fadrique, de quien evidentemente el rey podía estar precavido, aquel podría haberme atraído al partido de los bastardos?
Al llegar a mi casa encontré a mi padre con más ganas de que le contara los detalles de mi viaje a Auvernia que de estudiar las contestaciones que debía dar a los hidalgos ayaleses.
—Dejemos estas quisicosas para mañana y cuéntame qué se dice en la corte sobre la espantada del rey Pedro a los dos días de su boda. Era un asunto de Estado que se trató durante mucho tiempo y que parecía haber quedado muy bien atado. No me explico su conducta.
—El rey se sintió engañado cuando volvimos sin la dote y mucho más cuando su esposa le confirmó que no había dinero ni en las arcas del Borbón ni en el tesoro real.
—¿No hubo otra cosa? Hasta aquí han llegado dos versiones. Una, que el rey no había querido dejar a su amante, María de Padilla. Esta posibilidad no me pareció muy sólida ya que nadie se iba a hacer de nuevas cuando estas relaciones son muy sabidas, puesto que el rey lleva enredado con ella desde hace más de un año. La segunda, que es la que creo más posible, es que Blanca, tanto en Auvernia como durante su viaje a Castilla, habría tenido amoríos con Fadrique, lo que supondría una clara traición de este para con el rey.
—¿Quién os ha contado eso?
—Supe que el señor de Noailles, uno de los acompañantes que os puso el duque de Borbón, pensaba pasar por Vitoria al volver a Francia. Así que le invité a pernoctar en nuestra casa. Él fue quien me indicó que algunas noches había visto rondar la habitación de la princesa a una sombra que parecía corresponder al hermanastro del rey. Tú que estabas allí ¿no te diste cuenta de nada?
Claro que no se me habían escapado ninguna de las atenciones con que colmó Fadrique a Blanca, a veces gracias a las advertencias de mi escudero Martín de Arceniega, pero fui fiel a mi máxima de que el secreto mejor guardado es el que no se confía a nadie, y en esta ocasión tampoco quise romperla ni siquiera con mi propio padre, a riesgo de que este me tomara por tonto. Mas este me conocía lo suficiente para descartar esa posibilidad así que, viendo que yo no soltaba prenda, planteó el asunto para el que me había llamado.
—Sé que conoces perfectamente nuestros usos y costumbres, el Fuero de Ayala, una serie de tradiciones que se han hecho ley para algunas particularidades, concretamente para el derecho de testar.
—Está determinado que los ayaleses tenemos el derecho a disponer de todos nuestros bienes a la hora de hacer testamento pudiendo apartar de él a todos nuestros herederos directos, si a nuestro juicio no existiera entre ellos una persona capaz de trabajar y administrar bien nuestras tierras.
—Bueno, es así, pero los hidalgos me sugieren que para dar más seguridad a esta disposición, se acepte y reconozca que se aplica a toda clase de bienes, aunque no estén radicados en el propio territorio de Ayala.
—Parece lógico, ¿no? ¿Qué es lo que te preocupa de esa petición?
—Sí, lo es; pero los hidalgos desean asegurar aún más: que el que vaya a testar haga público el apartamiento de los tales herederos. El testador no puede olvidarse de ello. Tiene que mencionarlos expresamente, aunque sea para excluirlos.
—De todas maneras, padre, estas costumbres están muy bien, ya que son muchos los años que llevan aplicándose y reformándose según su curso, pero habrá que pensar en fijarlas de manera clara. Me refiero a que va a llegar un momento en que todos nuestros usos y costumbres van a necesitar escribirse.
—¿Por qué?
—Porque puede dar lugar a que haya discusiones si lo que el fuero dice es rojo, naranja, rosa o bermellón, es decir, que surjan situaciones con perfiles de muy difícil diferencia y den lugar a distintas interpretaciones.
—Hasta ahora no las ha habido. Si en alguna rara situación han surgido esas diferencias que tanto temes, los interesados las han expuesto y los jueces las han dirimido sin obstáculo alguno.
—Por cierto —le dije a mi padre con una divertida sonrisa en mis labios—, me habéis llamado en mi calidad de primogénito para consultarme las disposiciones testamentarias que deseáis que se introduzcan en el Fuero de Ayala. Espero que ni yo ni mis hermanos seamos los primeros en sufrirlas apartándonos de vuestro testamento.
Rio el padre mi broma de muy buena gana.
—No es esa mi intención, no te preocupes; antes bien mi pensamiento va por otros derroteros. En su momento os haré saber a ti y a tus hermanos mis intenciones. Pero aún creo que falta tiempo hasta que Dios quiera llamarme. Volviendo a la situación en Castilla, ¿qué es lo último en la corte del rey?
—Parece que el rey Pedro ha pedido la anulación de su matrimonio con Blanca de Borbón.
—¿Al Papa? Pues con lo despacio que van las cosas en la corte papal, tendrá que esperar sentado.
—No; ha llamado a los obispos de Ávila y de Salamanca para que estudien todo lo referente a su casamiento y le contesten lo antes posible.
—Le dirán que no, naturalmente.
—Los obispos de primeras le han dicho que ven materia de estudio en este asunto y que le darán una respuesta bien pensada.
—No puede ser. El matrimonio se celebró con todas las bendiciones de la Santa Madre Iglesia.
—Sí, padre. Pero, a no ser que mis maestros de teología en la escuela del obispo Gómez Barroso me engañaran o estuvieren equivocados, ese matrimonio puede ser nulo por haberse hecho con engaño doloso.
—¿Por qué?
—Porque en las capitulaciones se especifican unas cláusulas que no se han cumplido.
—¿Y no puede confiarse en la buena fe del pagador?
—Es discutible, ya que el duque de Borbón y el rey de Francia sabían de antemano que no podían cumplir con el pago, lo cual puede interpretarse como un dolo explícito por su parte. Y ahora, ante los requerimientos del rey Pedro, ni siquiera se han dignado hacer una contraoferta.
—Entonces, ¿por qué el rey no ha devuelto a Blanca a su padre y en cambio la ha encerrado en el castillo de Medina Sidonia?
—Padre, ya sabéis el carácter impulsivo que tiene el rey. Se ha sentido burlado por los franceses y se lo ha hecho pagar a Blanca de Borbón, la parte más débil, porque es la que tenía más a mano. Pero me temo que su conducta le va a salir un poco cara. Durante el tiempo que la princesa ha vivido en la corte de Valladolid, se ha ganado con su discreción y trato no solo la simpatía de muchos nobles y caballeros de Castilla sino también la del pueblo. Es una mujer muy caritativa que en más de una ocasión ha salido acompañada de sus dueñas y una escolta de escuderos para repartir con sus propias manos limosnas y dádivas a los menesterosos en la puerta de la catedral de Valladolid.
—Mal asunto se nos presenta, Pedro. No faltará quien, para ponerse frente al rey, quiera amparar a la reina y haga bandera de ella.
No contesté a esta observación, pero no dejé de pensar que mi padre podría tener razón.