XI

En el que Fadrique realizó cumplidamente su labor de escolta de Blanca de Borbón durante el viaje que esta hizo a Castilla

El viaje de regreso a Castilla aún sufrió una demora más en su camino. Blanca de Borbón había pedido a Fadrique hacer escala en Aviñón para despedirse del recién proclamado papa Inocencio VI, el cardenal Étienne Aubert, antiguo obispo de la diócesis de Limoges y gran amigo de la familia Borbón.

El padre de Blanca quiso que, además de Fadrique y yo, se agregaran a la escolta de su hija dos señores franceses, el vizconde de Narbona y el señor de Noailles. Una vez compuesta así toda la comitiva, salimos por el valle del río Allier siguiendo el camino que unía las ciudades de Clermont y Aviñón.

No llevó demasiado tiempo cubrir ese itinerario. Fadrique desconocía esta región y se vio sorprendido por la belleza del paisaje salpicado de pequeñas ciudades donde, con gran facilidad, encontrábamos lugares con las suficientes comodidades para pernoctar.

Próximos a llegar a Aviñón, Fadrique rogó a uno de los caballeros franceses que se adelantara para avisar a la corte papal de la llegada del cortejo. Hacía muy poco tiempo que Inocencio VI ocupaba el solio pontificio en Aviñón. Era un hombre austero que se había propuesto corregir algunas situaciones que su antecesor, Clemente VI, no había podido domeñar.

La residencia pontificia de Aviñón era una sólida construcción gótica civil que, vista desde el exterior, tenía más aspecto de castillo que de palacio. Construido en emplazamiento elevado, con muros de piedra de más de cinco metros de grosor y coronados de almenas, su tamaño era muy superior al de cualquier otro edificio de la ciudad, incluida la catedral de Nuestra Señora que se alzaba cercana. Sobre el río Ródano se levantaba un puente de piedra con veintidós arcos que daba acceso a la ciudad. La ciudad se veía ceñida por unas murallas construidas por los papas franceses que en su día hicieron de Aviñón su refugio frente a las frecuentes algaradas a las que estaba sometida la ciudad de Roma con motivo de sus luchas políticas.

El pontífice recibió con grandes muestras de afecto a Blanca de Borbón, lo que movió a la joven princesa a sincerarse con el pontífice de cuantos escrúpulos había tenido anteriormente contra los matrimonios propuestos por su padre. Tranquilizó el Papa la atribulada conciencia de la joven, a quien aconsejó con su mejor saber y entender.

Toda nuestra comitiva permaneció varios días en la ciudad pontificia. La víspera de reanudar el camino hacia Castilla, Blanca visitó por última vez a Inocencio, quien, en su despedida, le expresó sus mejores deseos para su próximo matrimonio.

—Sé el interés que tuvo Clemente, mi ilustre antecesor, en vuestra boda y sé de su alegría cuando conoció vuestro compromiso con Pedro, el rey de Castilla. Espero que sigáis siendo una fiel hija de la Iglesia en vuestra nueva vida como soberana de aquel noble pueblo. Escribidme a menudo. Siempre me agradará tener noticias vuestras.

Al abandonar el palacio papal de Aviñón, Blanca dejaba atrás a la última persona querida que vería antes de abandonar Francia. No pasó desapercibido para Fadrique el gesto triste que durante los días siguientes mostró el bello semblante de la princesa.

Para ir desde Aviñón a Castilla se nos ofrecían dos posibles itinerarios. El primero continuaba por terreno francés a través de los caminos que discurrían a los pies de los Pirineos, atravesando las ciudades de Toulouse y Carcasona y entrando en Castilla por la villa de Fuenterrabía, en el extremo oeste de esa cordillera fronteriza; el segundo itinerario suponía alcanzar el extremo oriental pirenaico, cruzando las posesiones del rey Pere de Aragón en el sudeste francés para seguir, ya en tierra española, una ruta paralela al camino de los peregrinantes de Compostela.

Fadrique creyó más oportuna esta segunda vía, que nos aseguraba la protección del rey de Aragón durante una buena parte del viaje, puesto que ya estaba advertido de la presencia de la princesa de Borbón y prometida del rey de Castilla por los caminos del Rosellón y Cataluña. En tierras francesas, Fadrique mantuvo discreción en sus contactos con Blanca de Borbón. Ella era una ágil amazona que prefería montar a la jineta su jaca alazana, a la que dominaba sin esfuerzo, antes que esconderse en la silla de manos. Fadrique y yo le dábamos escolta a ambos lados de su montura. No parecía Blanca disgustada por nuestra conversación, especialmente por la de Fadrique, con quien departía con gusto sobre los temas más variados, aunque en ellos predominaba su curiosidad por conocer su nuevo país. Fadrique echaba mano de su carácter desenfadado y jovial para afianzar aquel trato ya cordial.

—Señora, creo que mi hermano, el hombre destinado a ser vuestro esposo, es en verdad un hombre muy afortunado.

—¿Por qué decís eso?

—Porque se dice que vuestro padre os había dado una total libertad a la hora de elegir al que fuera vuestro esposo.

—Sí, es cierto.

—Razón para considerar a mi hermano como afortunado puesto que le habéis elegido vos libremente.

El semblante de Blanca mudó a un cierto gesto de seriedad.

—Entiendo a qué os referís. Mas no creáis que mis negativas anteriores se debían a desprecio alguno hacia las personas que se propusieron a mi padre para esta alianza matrimonial. La razón era que, en aquellas ocasiones tenía un auténtico terror por la sola idea de unir mi vida a la de un hombre que no conocía.

—¿Acaso no eran de nobles familias y algunas muy cercanas a la vuestra? ¿Acaso nadie os informaba de sus virtudes?

—Sí, no faltó quien contara a mi padre, e incluso a mí misma, el dechado de bondades de cada uno de ellos. Todos eran apuestos, valientes y discretos. Todos habían ganado honores en las batallas que habían mantenido contra los enemigos de Francia. Todos eran hábiles jinetes capaces de domeñar cuantos corceles montaban, y habían resultado vencedores en cuantos torneos habían intervenido.

—Entonces, mi señora, ¿cuál era su problema? ¿Acaso su fortuna…?

—No, señor don Fadrique, no. Os juro que ni sus haciendas ni las rentas que ofrecieron por mí fueron importantes en mi decisión de rechazarles. Lo que me impedía aceptar a cualquiera de aquellos candidatos era el temor a que, a partir de la noche de bodas, iba a quedarme sola ante un hombre que iba a ser mi dueño, al que mi deber era entregarle mi cuerpo y mi alma sin reservas, y a que mi voluntad estaría supeditada ya siempre a la suya.

—Con el debido respeto, me parece que vuestro temor no tenía fundamento.

—No es cierto; en ninguna de aquellas tres ocasiones obré sin fundamento. ¿Conocéis cuanto ocurrió en las bodas de Camille, la hija mayor del duque de Blanchard? Camille fue violada en la primera noche de su casamiento.

—¡Violada! ¿Por quién?

—Por su propio marido, quien apenas se encontró por primera vez a solas con ella en la habitación nupcial, se lanzó igual que un macho en celo sobre la hembra que ha ganado en lid con otros rivales, desgarró sus vestidos desfogando no su amor, que dudo que lo tuviera en aquellos momentos, sino su pasión más animal. Camille vivió atormentada durante toda su vida por el recuerdo de su noche de bodas.

—¿Cómo sabéis eso?

—Desde muy niña, Camille fue amiga mía. Crecimos juntas y no teníamos secretos entre nosotras. Fue ella misma quien me lo contó sin ahorrarme detalle. Yo era entonces una joven muy impresionable y su brutal experiencia no me dejó dormir durante muchas noches. Quizá impresionada por ese relato, rechacé cuantas propuestas de matrimonio me hizo mi padre.

Fadrique, que no esperaba semejante confidencia, observó que aquella conversación había removido viejos dolores de Blanca y calló esperando a que ella misma abordara otros temas en su conversación. Pero la joven permaneció en silencio.

—Señora, siento mucho que mis palabras hayan derivado en recuerdos tristes para vos. Si lo hubiera sabido, habría puesto un nudo en mi lengua.

—No, señor don Fadrique, no os atormentéis con semejante pesar. Yo os agradezco vuestro interés hacia mi persona. Aquello sucedió en tiempo ya pasado. Creo que ahora debo olvidarlo y enfrentarme a lo que la vida me depare.

Durante toda la conversación, yo había permanecido silencioso, sin participar en la misma, aunque tomé nota mental de las confidencias de Blanca.

La comitiva había llegado a la ciudad de Perpiñán, punto de escala en el que Pere de Aragón había mandado que se nos diera alojamiento en el palacio de los reyes de Mallorca.

Aquella misma noche, antes de retirarnos a las habitaciones contiguas que nos habían asignado, Fadrique tuvo un momento para cambiar confidencias conmigo.

—¿Qué te parece la prometida de mi hermano?

—Como ya dije en otra ocasión, es una bella y discreta mujer, digna de un rey.

—Sí, estás en lo cierto. Tan es verdad que quizá no haya un rey digno de ella.

No repliqué a ese comentario de Fadrique, pero le pedí con la mirada una explicación, que murmuró más para sí mismo que para mí.

—Demasiado bella y demasiado discreta para convertirse en segundo plato de una cena real.

Desde mi habitación, pude oír después cómo Fadrique se desnudaba y metía en la cama, y también cómo el sueño le tardó en llegar. Le sentía dar vueltas y más vueltas en el lecho, mientras yo tampoco encontraba la postura que me permitiera dormir. Tuve la intuición de que bajo sus ojos cerrados desfilaban una y otra vez la figura, las sonrisas y las palabras de Blanca de Borbón.

Creo que en aquel momento Fadrique abominó de su papel de mensajero y escolta de la prometida de su hermanastro el rey, y se preguntó qué hubiera pasado si el sino le hubiere puesto delante a aquella mujer en circunstancia distinta. Fadrique reconocía que, entre las múltiples mujeres que se habían cruzado en su vida, no había habido ninguna que se pareciera a Blanca de Borbón. Aquello era una mala jugarreta del destino, pero Fadrique estaba acostumbrado a jugar con el azar y decidió entablar con él esta nueva partida como un reto más.

El sol caía sobre las campiñas del Rosellón apenas parapetado entre unas nubes de algodón que se mecían suavemente a impulso de los vientos. Fadrique había observado que a Blanca le gustaba quedarse sola contemplando ese movimiento celeste en las horas tranquilas de la tarde. Al día siguiente de llegar al palacio de Perpiñán, la joven había subido a la azotea de la torre del homenaje, desde donde se divisaba un hermoso panorama de la ciudad y del río Tet, que regaba sus orillas. Ordenó a su doncella que la dejara sola pero la muchacha debía de tener instrucciones para no hacerlo.

—Pero, tonta, estamos en el palacio del rey de Aragón. ¿Por qué no voy a estar segura? —insistió su señora.

La doncella se retiró, pero se quedó sentada en las escaleras que daban acceso a la terraza. Allí la encontró Fadrique.

—No os preocupéis por su seguridad. Yo le haré compañía. Vuelve a tus habitaciones tranquila.

Fadrique se acercó sigilosamente a Blanca pero el rumor de sus pisadas delató su presencia. Blanca levantó la cabeza en su dirección y esbozó una sonrisa al reconocer al caballero.

—¡Ah, sois vos!

—¿Os molesta mi presencia?

—No, no, en absoluto. Estaba admirando desde aquí el panorama que ofrece la ciudad y la campiña de su entorno —dijo Blanca, y se volvió de nuevo hacia el exterior.

Fadrique se colocó detrás de ella y durante unos minutos contempló el paisaje por encima de su hombro en un silencio solo alterado por los trinos de los vencejos que revoloteaban alrededor de la torre. Los rayos del sol poniente se deshacían en irisaciones al pasar entre los cabellos sueltos de Blanca que la brisa del atardecer mecía en pequeñas ondulaciones sobre su cara.

Fadrique acercó su cuerpo al de Blanca unos milímetros más, los suficientes para que cuando ella quiso retirarse del antepecho de la terraza se encontrara cara a cara con él. Ni uno ni otro rectificaron su postura. Fadrique pudo apreciar de cerca la limpidez de aquellos ojos claros y el rojo vivo, propio de un brote de rosa roja, de unos labios que tenía a su alcance. El instinto le llevó a juntarlos con los suyos en un beso, y al notar que no era rechazado, sino respondido con apasionamiento, lo completó con un estrecho abrazo, mientras su boca recorría febrilmente su cara, sus ojos, su frente y su cuello, y sus manos buscaban anhelantes todo su cuerpo.

Ninguno de los dos dijo nada mientras duró aquel momento de pasión desbordada. Cuando el abrazo se deshizo, Blanca animó su rostro con un mohín picaresco.

—Señor, ¿qué dirá vuestro hermano el rey si se entera de vuestra conducta, teniendo en cuenta que habéis fallado en vuestro deber de protegerme?

—Señora, besaros ha sido un maravilloso placer y el que me respondierais como lo habéis hecho, más maravilloso aún. Por obtener tal delicia, desafiaré cuantas veces haga falta las iras de mi hermanastro.

Como Blanca no dijera nada, Fadrique amplió su declaración.

—Vuestros labios son más dulces de lo que hubiera podido imaginar. Me habéis llevado al cielo pendiente de ellos. Mas si os sentís ofendida por ello, decídmelo y no volveré a ponerme jamás en vuestra presencia.

Blanca esbozó una sonrisa ante la excusa de Fadrique.

—No creo, señor, que merezcáis la pena del destierro que estáis dispuesto a infligiros. Antes bien, lo contrario. Os ruego que, ya que confesáis que tan agradable os es mi persona, que no os apartéis de mí hasta que me dejéis en manos de vuestro hermano, el rey.

Ya bajo el crepúsculo continuó un parlamento amoroso en el que él suplicaba, pedía y ofrecía, y ella dudaba, se resistía, pero al final concedía. Al separarse, Blanca citó a Fadrique.

—Esperad a la hora en que os envíe a mi doncella para que os guíe hasta mí. Ella es fiel como un perro y discreta como nadie.

Bajo la luz de un cielo ya tachonado de estrellas, Fadrique fue introducido en el camarín de Blanca de Borbón y descubrió el cuerpo juvenil de aquella bella mujer que le hizo vivir un encuentro de mutuo ardimiento con el rumor de las hojas de los árboles al ser movidas por el aura de la noche.

En aquel mes de enero del año 1353, Blanca entró en Barcelona. El rey de Aragón Pedro el Ceremonioso hizo honor a su sobrenombre y salió a su encuentro en cuanto tuvo noticia de su proximidad. La acompañó al palacio del Tinell, que fue su residencia durante el mes que estuvimos en Cataluña. Fadrique me liberó de acompañar a la princesa en Barcelona, ya que prefería quedarse solo con Blanca, sin separarse de ella salvo rara vez.

Sin embargo, había que seguir el camino de Castilla y abandonar las amabilidades que Pere de Aragón nos había prodigado en el Tinell. La víspera del día señalado para la marcha, Blanca y Fadrique dieron solos un largo paseo a caballo. A su regreso pude captar en ambos una expresión derrotada: era evidente que sus horas de libertad se iban acabando.

El día de la partida se iniciaba con una fría mañana. La tristeza del ambiente se contagió a los semblantes de Blanca y Fadrique, que apenas me contestaron cuando les deseé los buenos días. Dos jornadas más tarde, salíamos de los dominios del rey de Aragón y penetrábamos en Castilla. Imaginé que Fadrique cabalgaba mientras hacía balance de la misión que estaba a punto de terminarse. Es probable que nunca hubiera entendido por qué el rey Pedro le había encargado escoltar a su prometida desde Francia hasta Castilla, cuando esta era una encomienda más apropiada para un hombre de su máxima confianza.

Pienso que, mientras estuvimos en Perpiñán, conseguir los favores de Blanca había significado para él una especie de venganza contra su hermanastro. A pesar de las paces que los bastardos habían acordado con el rey, Fadrique no había dejado de sospechar que la muerte de su madre se debía a una decisión expresa del mismo Pedro de Castilla. Sin embargo, en las demás ocasiones que tuvieron durante aquel viaje para renovar la pasión de sus reencuentros, Fadrique modificó totalmente sus sentimientos hacia Blanca, hasta tal punto que la venganza había desaparecido dejando paso a un intenso gozo que cada vez era vivido con más deseo por parte de él, y correspondido por ella.

Así, durante el viaje a Valladolid, donde se hallaba la corte de Castilla y donde se había estipulado el encuentro de la princesa de Borbón con su prometido, Fadrique fue aplazando la llegada con los motivos más peregrinos, con cada vez más frecuentes y más largas jornadas de descanso. Unas veces era el frío de aquel invierno; otras, la necesidad de tener vehículos más cómodos que las grupas de sus monturas para Blanca y sus doncellas. A pesar de estas demoras, para Fadrique el camino a Valladolid era cada vez más corto.

En el castillo de Monzón de Campos, a las puertas de Palencia, la comitiva tenía previsto hacer un alto en su camino. El tramo anterior había sido muy duro ya que, al atravesar la meseta castellana, habían soplado unos vientos fríos y cortantes que nos habían obligado a enfundarnos todas nuestras ropas de abrigo. Blanca, mal que bien, se defendía de las bajas temperaturas con un grueso sobretodo que le cubría de la cabeza a los pies y estos se los había envuelto su doncella con unos chapines de cuero forrados de una gruesa capa de lana.

Aun así, el frío se colaba por las rendijas de la puerta del carruaje y hacía tiritar a la princesa de Borbón. En una ocasión en que yo cabalgaba a su lado arrebujado en mi más gruesa capa, me había llamado para que me acercara.

—¿Tenemos aún muy lejos el castillo de Monzón? —me preguntó.

—No más de una legua, mi señora. Si no fuera por las curvas del camino y por esta neblina que nos envuelve, veríamos ya su torre del homenaje tras aquel altozano.

—No se ve nada. ¿Estáis seguro de que no nos hemos perdido?

—Tranquilizaos. En breve llegaremos a Monzón de Campos, donde tendrán preparado un buen fuego en la chimenea para desentumecernos de este frío que nos agarrota y un buen asado que nos caliente por dentro y repare nuestras fuerzas.

Fadrique, que, mientras Blanca hablaba conmigo, había encabezado la comitiva, al vernos en conversación se acercó al carruaje por el costado contrario al que yo ocupaba.

—¿Cómo va vuestro viaje, mi señora?

—Cansada y aterida de frío a pesar de todos los abrigos que llevo puestos.

—Enseguida vislumbraremos entre la niebla la torre del homenaje del castillo de Monzón. No falta casi nada para llegar.

Como si las palabras de Fadrique hubieran sido un conjuro, en aquellos momentos se abrieron los portones de la muralla de la fortaleza y salieron dos jinetes que se dirigieron al galope a nuestro encuentro. Fadrique y yo también azuzamos a nuestras monturas para converger con ellos.

—Bienvenidos seáis, señor maestre de Santiago y señor de Ayala, al castillo de Monzón. Soy el conde de Monzón. Llevadme a presencia de la princesa de Borbón para que le presente mis respetos.

—Acompañadnos, entonces, señor —respondió Fadrique.

Ambos le condujimos adonde se encontraba Blanca de Borbón. El conde desmontó y le besó la mano, a lo que la princesa respondió con una inclinación de cabeza.

—Señor maestre de Santiago —dijo el conde tras cumplimentar a Blanca—, apurémonos. El castillo está mejor dispuesto para acogeros que este descampado.

Pocos minutos después toda la comitiva traspasábamos el foso del castillo por el puente levadizo. A la princesa, apoyada en el antebrazo del conde, le fue presentada la esposa de este, quien la acompañó a la estancia asignada, dotada de una gran chimenea en la que un buen fuego de brasas caldeaba el ambiente y donde Blanca sintió que resucitaba.

Tras descansar durante un buen rato, Blanca de Borbón, acompañada de su doncella, salió de su aposento y paseó por un corredor que circundaba el interior del castillo. En su recorrido, coincidió con Fadrique, que se hizo el encontradizo.

—¿Sabéis cuántas etapas nos faltan para llegar a Valladolid? Ya no debe de estar muy lejos.

—Llegaremos dentro de tres días.

Con la excusa del aire frío que se colaba en el corredor, Fadrique la invitó a pasar a una camareta donde ardía un alegre fuego en la chimenea y Blanca accedió con una sonrisa de aprobación.

—Así que apenas faltan tres días para que termine nuestro viaje —quiso confirmar ella.

—¿Lo lamentáis? Estas últimas jornadas han sido muy monótonas, y las leguas recorridas han debido de cansaros sobremanera.

—Vuestra compañía ha hecho más ligeros todos los inconvenientes desde nuestra salida de Auvernia. Echaré de menos vuestra presencia a partir de que lleguemos a Valladolid.

—Yo también, princesa. Me he acostumbrado a teneros cerca de tal manera que en más de un momento he deseado que este viaje fuera eterno. Sentiré vivamente dejaros con mi hermanastro, pues para mí será el fin de una ilusión imposible, la de pensar que, en otras circunstancias, la vida para ambos pudiera haber sido distinta.

—No os entiendo.

—Pues no es difícil, mi señora. Os confieso que al principio del viaje fue para mí un motivo de orgullo masculino obteneros y poder gozaros. Pero no pasó mucho tiempo sin que la atracción y el placer se fueran transformando en una emoción mucho más profunda, hasta el punto de comprender que habría sido muy feliz si el destino os hubiera puesto en mi camino, no como la prometida de mi hermanastro sino como una mujer libre de todo compromiso.

Blanca guardó silencio ante la vehemencia de Fadrique, que continuó su desahogo.

—Si me lo pidierais, no terminaríamos este viaje en Valladolid, ni os entregaría al rey, sino que, arrostrando todas las consecuencias y todas las iras de Pedro, os llevaría más allá de mis tierras de Murcia, más allá del sol y de los mares a un lugar que, allá donde estuviere, sería para mí el paraíso puesto que vos ocuparíais, y donde seríais solo para mí, mi reina y señora para toda la vida.

—Fadrique, ¿seríais capaz…?

—Sí, señora, por obteneros, cometería la mayor locura, incluso robarle la prometida a mi hermanastro al pie del altar.

—Es una lástima que las cosas hayan llegado a este punto en que ya no hay retorno. No puedo pediros que cometáis esa locura. No conduciría a ninguna parte, lo sabéis tan bien como yo, aunque sí puedo deciros que guardaré dentro de mí el recuerdo de los maravillosos momentos que he vivido con vos durante todo este viaje. Yo también he deseado que no terminara jamás. Yo también os amo, Fadrique, y aunque llegue a ser la esposa del rey Pedro, mi sentimiento por vos no se borrará jamás.

Blanca se le acercó y él a su vez dio dos pasos hacia ella. Luego los dos se hundieron en un abrazo en el que sintieron sus corazones palpitar con un mismo latido. Fadrique llenó la boca, la cara, los ojos, el cuello de Blanca con besos vehementes, llenos del fuego de quien sabe que es la última vez, el último momento, que posee para vivir su amor.