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De cómo Enrique de Trastámara negoció paces con el rey y de cómo pedro López de Ayala cumplió su primera embajada al lado de Fadrique

Después de las delicias de Astudillo, Pedro había pensado por un momento llevar con él a María de Padilla, pero un campamento militar no era buen escenario para iniciar sus amores. Algo cariacontecido dirigió su ejército a Gijón para sofocar la rebelión de Enrique, que había reforzado sus murallas y baluartes y dotado de armas a sus fieles. Pedro puso sitio a aquella ciudad en cuya defensa sobresalió el impulso juvenil de Juana Manuel, la esposa del bastardo.

Gijón opuso tal resistencia que el ejército real no pudo tomarla. Pero Enrique, al ver que las tropas que había traído el rey eran mucho más numerosas que las suyas, comprendió sus escasas posibilidades de victoria, muchas menos si Pedro conseguía pasar las murallas. Por tanto, mandó a Pedro emisarios de paz. Este la aceptó y envió a Alburquerque a parlamentar con su hermanastro.

Cuando Elvira Íñiguez de la Vega, la amante de Enrique, se enteró de quién iba a ser el interlocutor, quiso advertir al de Trastámara.

—Tened cuidado, mi señor, pues Alburquerque es un auténtico miserable. Mi padre, que le trató muy a fondo desde el mismo momento en que llegó a Castilla, le tenía en muy poca estima. Siempre lo definía como un hombre vano, inane y artero; decía que lo único sólido en su cuerpo era la coraza de su armadura. No he dejado de pensar que Alburquerque no le perdonó nunca su opinión y estoy segura de que fue ese odio la causa de su muerte en Burgos, víctima de sus sicarios.

—Gracias, Elvira, por tus advertencias. Descuida, que le trataré con toda la prevención del mundo.

Cuando Enrique recibió a Alburquerque, antes de que este pudiera empezar a hablar de las condiciones que debían contemplarse, el de Trastámara se adelantó a exponerle las suyas.

—Id y decidle al rey, mi hermano, que le recibiremos cordialmente. Pero antes deberá garantizarnos que no tomará represalias con ninguna de las personas que se acogen hoy a la protección de las murallas de Gijón y que, por tanto, esta ciudad, la vida y los bienes de sus habitantes serán respetados. Para evitar desmanes de las tropas reales, estas se abstendrán de entrar en Gijón y acamparán fuera de sus murallas. Además, el rey deberá olvidar lo que haya considerado ofensas por nuestra parte e, igualmente, me restituirá todos mis títulos y posesiones.

—Contad con ello, señor don Enrique —respondió sin pestañear Juan Alfonso de Alburquerque—. Tengo el poder real para decíroslo.

—Me alegro, pues así perderemos menos tiempo.

—Entonces, todo está discutido y aprobado.

—No todo, señor de Alburquerque. Quiero que el rey respete a mi hermano Tello el señorío de Vizcaya, como le corresponde en derecho de consorte, y que a mi hermano Fadrique le confirme el título de maestre de Santiago.

Alburquerque no se esperaba esta adenda pero intuyó que esas condiciones eran innegociables y asintió a lo que se le pedía. Pero Enrique aún no había terminado.

—Señor de Alburquerque, residen cerca de aquí y están bajo mi personal protección la viuda del caballero Garcilaso de la Vega, su hijo y su doncella doña Elvira Íñiguez de la Vega. Vuestra presencia permanente en Gijón, como comprenderéis, les es ingrata. Así que, mientras esta familia resida en ella, os abstendréis de poner vuestros pies en esta ciudad.

Un ramalazo de odio apareció en los ojos de Alburquerque. Pareció que su mano se iba a la empuñadura de su espada, pero la firme mirada de Enrique inmovilizó cualquier intención agresiva del privado del rey.

Tras esta primera negociación con los bastardos, Alburquerque recordó a Pedro que los mensajeros de Francia llegarían a Castilla en fecha próxima para concretar los acuerdos de su matrimonio con Blanca de Borbón. Cuando el rey regresó a Toledo, recibió a los emisarios de Juan de Francia.

La proposición de este monarca sobre la dote de su sobrina Blanca ascendía a 300.000 florines de oro, importe que se comprometía a pagar en plazos: 25.000 florines en la primera Navidad, otros 25.000 al salir Blanca de Francia y, finalmente, 50.000 florines cada año, pagaderos en el día de Navidad hasta llegar a completar el monto acordado.

Por su parte, Pedro concedería a su futura esposa las rentas de las villas de Arévalo, Sepúlveda, Coca y Mayorga en calidad de usufructo. Si dichas rentas eran menores que las de la reina madre María, el rey se comprometía a igualarlas con otras entregas. Finalmente, si Blanca moría sin hijos, se devolvería el total de su dote al rey de Francia.

Las negociaciones detallaban que el pago de la dote, así como el rico ajuar que Blanca llevaría a Castilla, fueran totalmente sufragados por el rey Juan. Estas negociaciones dejaban curiosamente al margen al duque de Borbón, padre de la novia. Se firmaron el contrato matrimonial y los tratados de alianza entre Francia y Castilla, así como sus respectivas ratificaciones por parte de ambos monarcas.

Entonces Pedro llamó a su hermanastro Fadrique, con quien en aquellos momentos se encontraba, si no en paz, al menos en una relación tolerable.

—Quiero que vayas a Auvernia —ordenó el rey— y que traigas hasta Castilla a Blanca de Borbón, la mujer que me ha sido prometida. Este arreglo de matrimonio, que han urdido entre Alburquerque y mi madre, no es precisamente plato de mi mejor gusto pero la política obliga.

Fadrique aceptó el encargo del rey sin comentarios, pero le preguntó por la composición del séquito que le debía acompañar.

—Por mí puedes acompañarte de quien más te cuadre.

—Entonces, mi señor hermano, haré que venga conmigo Pedro López de Ayala, el hijo de Fernán. Conoce muy bien el idioma de los franceses y es un joven discreto.

—Me parece bien, haz lo que te apetezca.

Inmediatamente Fadrique me advirtió de la representación en la que iba a participar para que me preparara para ir a Francia. Cuando mi padre supo de esta comisión, se alegró mucho.

—Será para ti una experiencia provechosa. Conocerás la Auvernia de Francia y al duque de Borbón en una embajada en la que no tendrás ninguna responsabilidad directa, ya que esta correrá a cargo de Fadrique, pero como agregado del hermano del rey tendrás la oportunidad de entrar en la vida de la nobleza francesa. Llévate contigo a Martín de Arceniega, que nos ha probado que es un excelente acompañante y amigo fiel y en tierras extrañas será una buena garantía.

Nos preparamos para hacer el viaje hasta L’Allier, pequeña ciudad a las orillas del río del mismo nombre, junto a Vincennes, residencia ancestral de los duques de Borbón. Tras unas semanas de viaje por las campiñas de Francia, llegamos al castillo del duque de Borbón.

Un poco antes, aunque Fadrique conocía el suficiente francés para llevar una sencilla conversación, me había pedido que le hiciera de intérprete.

—Tú dominas mejor el idioma de estos galos —me dijo—. Así que, en estas primeras reuniones con el duque de Borbón, prefiero que le traduzcas lo que yo le diga.

Asentí a la muestra de confianza. Ya en el castillo, Fadrique y yo fuimos cortésmente recibidos por Pedro de Borbón, el jefe de la familia y padre de Blanca.

—Sed bienvenidos, señor maestre y señor de Ayala. Os esperábamos con impaciencia desde que el correo de vuestro hermano, el rey Pedro de Castilla, nos anunció vuestra visita. ¿Habéis tenido buen viaje?

—Excelente, señor. Este es un bello país —traduje la contestación de Fadrique.

—Afortunadamente en estos momentos está más tranquilo que en otras ocasiones. Supongo que desearéis ver a mi hija Blanca. Ella ya sabe que llegabais hoy y está impaciente por conoceros.

Unos momentos más tarde, Blanca de Borbón hizo su entrada en la sala. Su padre la tomó de la mano y se acercó con ella a Fadrique.

Messieurs, he aquí a mi hija Blanca.

Fadrique y yo nos inclinamos para besar la mano de la futura esposa del rey de Castilla. Blanca era una bella joven de unos diecisiete años, descrita por todos los que la conocían como encantadora en su trato y prudente en su conversación. Sus ojos azules daban una apacible sensación de profundidad mientras sus cabellos rubios ordenados en dos trenzas enmarcaban con armonía su rostro. Tenía un cuerpo juvenil, pero sus formas de mujer se insinuaban ya bajo sus vestiduras talares. Desde su primer saludo a los caballeros castellanos, la princesa se reveló como una dama inteligente.

De aquella mujer no podía decirse que había aceptado el matrimonio como un recurso para dar salida a su vida. En tres ocasiones anteriores había rechazado casarse, a pesar de que los candidatos que se le habían ofrecido, bien por su padre, el duque de Borbón, bien por su tío, el rey de Francia, no eran en modo alguno despreciables y además todos ellos constituían unas buenas alianzas familiares. Aconsejada por el papa Clemente VI y bajo los ruegos que le formuló toda su familia, incluida su propia hermana Juana, a la que estaba muy unida, aceptó su destino de ser la mujer de Pedro de Castilla.

Fadrique, que conocía todas estas circunstancias, no podía explicarse ese comportamiento en una mujer tan bella e inteligente. Por ello, se propuso tratar de conocerla lo suficiente para desvelar aquella incógnita. Ya desde que salimos de Valladolid, su deseo de averiguar por qué Blanca se había resistido a cumplir los planes matrimoniales anteriores fue el tema de una de las conversaciones que mantuvo conmigo. Fadrique expresó su temor a que Blanca tuviera alguna tara que hiciera imposible el matrimonio.

Pero todas sus prevenciones se vinieron abajo en cuanto la conocimos y no dejamos de reconocer que quien había propuesto al rey de Castilla el matrimonio con aquella mujer sabía que hacía un ofrecimiento digno de un monarca.

El padre de Blanca nos llenó de finezas y agasajos. Había entendido la importancia de la embajada del rey de Castilla, compuesta por el hermano de este, maestre de una importante orden militar castellana, que además venía acompañado por el primogénito de una importante casa de aquel reino.

Dentro de este clima cordial Fadrique aprovechó las oportunidades de frecuentar la compañía de la princesa, y parecía que era bien aceptado por ella.

—¿Conocéis los vergeles de nuestro palacio, messieurs? ¿Os gustaría visitarlos? —nos preguntó Blanca de Borbón—. Os advierto que son la envidia de mi tío, el rey, que quisiera tener tan buenos jardineros como los nuestros en el palacio real. Ellos han conseguido que todos los rincones de nuestros vergeles sean auténticos edenes.

Fadrique y yo nos levantamos de nuestros asientos y escoltamos a Blanca. Ya en el exterior, lo primero que vimos fue una extensa rosaleda cuajada de rosas con un gran número de variedades de color, desde el blanco hasta el púrpura casi negro, pasando por todas las variedades del rojo, desde el bermellón más subido hasta el rosa más claro, sin que faltara tampoco ninguna tonalidad amarilla.

—Tenéis una rosaleda espléndida —ponderó Fadrique—. ¿Cómo habéis conseguido este sinfín de variedades?

—Nuestro jardinero es hombre muy experto en el cultivo de las flores. Continuamente está tratando de obtener especies nuevas. Tiene un invernadero en el jardín donde experimenta entrecruzando todas las variedades de flores.

Fadrique y yo escuchábamos a la joven con una gran atención. Al salir de la rosaleda, el camino bordeó unos arriates de lirios y violetas que, dispuestos en forma asimétrica, completaban la sinfonía de coloridos del jardín.

—Es una maravilla —repitió Fadrique.

—Ya sabéis que la rosa, la flor de lis y la violeta eran consideradas las flores más nobles por los antiguos romanos. Después de que los romanos de César vencieran a los galos de Vercingetórix, Fabio Críspulo, el cónsul romano delegado del poder de Roma, hizo traer de su villa de Actium simientes de todas las plantas para aclimatarlas en estas tierras. Dicen que lo hizo para que su destino en las Galias, que para él no dejó de ser siempre un destierro, se le hiciera más llevadero.

Los tres paseamos durante un buen rato, parándonos aquí y allá donde la joven quería llamar nuestra atención sobre un arbusto, un parterre o simplemente un árbol a la orilla del camino. Al terminar la visita, Blanca se despidió de nosotros para retirarse a sus aposentos con nuestro agradecimiento por el paseo. Cuando ella se fue, Fadrique fue explícito respecto a la joven.

—Una mujer maravillosa —exclamó Fadrique con vehemencia—. ¿No es así, Pedro?

—Sin ninguna duda —contesté algo sorprendido por el apasionado acento que Fadrique había dado a sus palabras.

Durante la estancia en Auvernia, Fadrique y yo nos vimos agasajados continuamente por el duque de Borbón, quien no despreciaba ocasión para expresar de todas las formas posibles al hermano del rey de Castilla sus muestras de amistad. Habían pasado ya dos semanas sin que el padre de Blanca de Borbón pareciera querer organizar el viaje de su hija a Castilla. Fadrique se impacientó, esa espera se prolongaba ya en exceso.

—Pedro, necesito tu ayuda como intérprete. He de hablar seriamente con el duque.

Le respondí que estaba a su disposición.

—Pues para luego es tarde. Acompáñame.

Ya en presencia del padre de Blanca traduje su inquietud.

—Señor duque de Borbón, no tengo palabras para expresaros nuestro agradecimiento por las atenciones que estáis teniendo conmigo y con todas las personas que me han acompañado desde Castilla. Pero recordad los motivos por los que hemos venido hasta Auvernia. El tiempo de nuestra permanencia aquí se va agotando y es hora de que se disponga todo para nuestro retorno a Castilla y llevar a vuestra hija a mi hermano, el rey Pedro, que, estoy seguro, la espera con impaciencia.

Pedro de Borbón sonrió al oír el mensaje de Fadrique.

—Señor, os pido perdón por este retraso, pero disculpad a un viejo padre su deseo de apurar este tiempo con su hija, ya que siente que, cuando se aleje de su casa, es posible que no vuelva a verla más en su vida. Por ello ruego a vuestra caballerosidad y con ella, a la de vuestro real hermano que me concedáis prolongar, siquiera durante unos días más, la presencia de mi amada hija Blanca en mi casa.

—De acuerdo, señor duque. Pero pensad que un día, más pronto o más tarde, deberemos partir para Castilla —le indicó con amabilidad, pero remató con firmeza—: Yo os rogaría, dado lo prolongada que ha sido ya nuestra estancia, que fuera más pronto.

—Gracias, messieurs. ¿Os parece entonces una semana más? Os prometo que dentro de siete días estaréis en el camino de regreso.

Fadrique asintió con una sonrisa y esperó a que nos quedáramos solos.

—El duque aún no ha concertado la entrega del ajuar y la dote de su hija. Me temo que tendré que plantearle este asunto directamente.

Pero no hubo necesidad. Tres días más tarde, Fadrique y yo recibimos una invitación del padre de Blanca para hablar con él en sus apartamentos privados.

Messieurs, ¿desearíais ver el ajuar de mi hija antes de que lo empaquetemos para el viaje?

Durante dos horas, las doncellas de la casa abrieron ante nosotros todos los baúles que formaban el equipaje de Blanca. Pudimos comprobar que no se había escatimado ni en cantidad ni en calidad para las prendas que llevaría la novia a Castilla. Ambos expresamos nuestra complacencia a Pedro de Borbón.

—Señores, he de confesaros algo que quizá hayáis intuido si es que no lo sabíais de antemano. El matrimonio de mi hija con vuestro rey ha sido un deseo de mi hermano Juan, nuestro monarca, que yo he aceptado con gran placer en bien de ella y de las relaciones entre nuestros dos países. Asimismo he de deciros que tanto el ajuar como la dote acordada son sufragados también por mi hermano, el rey.

—No, no lo sabíamos —respondió sorprendido Fadrique.

—El caso es que el rey Juan todavía no me ha entregado los 25.000 florines que os debía dar en el momento de salir. Me ha indicado que una situación imprevista le impide cumplir puntualmente lo pactado, pero empeña su palabra en que hará honor a su compromiso y a su responsabilidad antes de Navidad.

Fadrique miró fijamente al duque y su voz resultó exenta de toda cordialidad.

—Señor duque de Borbón, no sé lo que dirá mi hermano el rey de Castilla de este retraso. Pero no dudo que, si yo fuera él, pensaría que vuestro hermano y señor ha faltado gravemente a su compromiso y que su conducta no ha sido muy leal ni con vos ni con él. Y ahora, señor duque, preparad la salida de vuestra hija para dentro de dos días, a primera hora de la mañana. Nuestra estancia en Auvernia se ha prolongado más de lo prudente.

Blanca se encontraba en el jardín acompañada por el jardinero mayor del castillo. El verano estaba próximo a terminar y los caminos entre los parterres empezaban a cubrirse con un manto de hojas secas. La certeza de que vivía sus últimos días en aquellos amenos parajes de su Auvernia natal tiñó de melancolía el ánimo de la princesa de Borbón. Esta, creyendo que su jardinero estaba a su lado, se dirigió a él.

—Michel, tú que has estado en las tierras de España, ¿son siempre muy fríos los inviernos en Castilla?

Pero el jardinero se había separado de ella lo suficiente para no oírla y yo, que también había bajado al jardín, llegué a punto de escucharla.

—Mucho más que en vuestras tierras del Mediodía.

Blanca se volvió rápidamente y me incliné para saludarla.

—Espero no haberos asustado pero no he podido dejar de escucharos y responder a vuestra pregunta.

—No, no; solo la sorpresa de oíros de forma inesperada.

—Mis excusas, señora; ya os dejo.

—No os vayáis; a no ser que algo importante os reclame.

—Iba a acercarme a los establos. La fama de los caballos alazanes del duque de Borbón ha llegado hasta Castilla y me agradaría volver a verlos antes de salir de aquí.

—Mi padre siempre ha cuidado con esmero su cuadra. Aún recuerdo la pareja de ponis que nos regaló a mi hermana y a mí cuando cumplimos ocho años. Me encanta comprobar cómo, día a día, nuestros potrillos se convierten en magníficos caballos y entonces, tener la satisfacción de montarlos.

Agradecí a Blanca de Borbón su invitación y ella se dispuso a guiarme hasta las cuadras.

—Matilde —le pidió a su doncella—, lleva esta estola blanca a mi estancia, que no quiero que se manche con la suciedad de las cuadras. Búscame la gris y tráemela. El señor de Ayala hará esperar su visita a los alazanes del señor duque, ¿o teníais mucha prisa en ver esos caballos? —preguntó volviéndose hacia mí.

—Como decís, los caballos pueden esperar.

—Me alegro de esta circunstancia que nos ha hecho encontrarnos. Hace ya tiempo que buscaba la oportunidad de hablaros.

—Vos diréis —respondí sorprendido.

—Sé que conocéis muy bien al rey Pedro de Castilla; incluso me han dicho que de mancebos os educasteis juntos y que fuisteis paje de su casa.

—Sí, es cierto. ¿Cómo lo sabéis?

—Sois hijo de una familia importante en Castilla. Estas cosas son públicas. Deseaba que me hablarais del hombre con quien he de desposarme.

—¿Qué queréis saber de él? —puntualicé.

—Tenéis fama de hombre discreto, Pedro López de Ayala, y por tanto cuento con que no me descubriréis ningún secreto de Estado. Las cartas que llegaron en su día le describían como un joven apuesto, rubio, bien parecido, de piel blanca y porte majestuoso, con un cuerpo que no se rinde con el trabajo y un espíritu que no se altera ante ninguna dificultad. Que es frugal en el comer y beber, sabe jugar cañas con habilidad, gusta de tocar la vihuela y aunque cecea un poco al hablar, tiene bonita voz para cantar romances y cantigas. Que gusta de la caza, principalmente la cetrería, y maneja con fuerza y habilidad todas las armas de guerra.

No quise entrar en terreno resbaladizo y traté de evadirme en lo posible.

—Veo que os han informado muy bien del rey Pedro. No sé de él mucho más de lo que vos misma habéis dicho.

—Sí, quiero saber cómo es vuestro rey cuando no está en la guerra ni de caza, cómo es su comportamiento en la corte. No soy tonta ni gazmoña, señor de Ayala, a pesar de que en tres ocasiones he rechazado los matrimonios que me han propuesto. ¿Podríais decirme qué hay en Blanca de Borbón para que el rey de Castilla haya fijado sus ojos en ella como esposa?

Traté de hallar la respuesta adecuada. Ya no tenía duda de que Blanca no se dejaría engañar con corteses circunloquios llenos de palabras más o menos azucaradas. Así que decidí jugar la carta de la sinceridad.

—Señora, vuestra casa de Borbón está enraizada con los reyes de Francia. Sois sobrina del rey Juan y el enlace de mi monarca con vos anudaría con más fuerza la amistad entre Castilla y vuestro país, cosa muy conveniente para nuestros dos reinos. No teniendo el rey de Francia en estos momentos una hija que pudiera matrimoniar con el rey de Castilla, vos sois el mejor partido para este cometido. Saber de vos ha sido fácil, pues la situación del prelado Gómez Barroso cerca del Papa ha sido propicia para confirmar vuestras cualidades. Por medio de los diplomáticos de Francia y de Castilla se hicieron las negociaciones oportunas que han desembocado en que hoy estemos en vísperas de iniciar el camino de Valladolid.

—¿Es cierto, señor de Ayala, que mi futuro esposo tiene una coima real desde hace algo más de un año a la que está extraordinariamente aficionado?

La pregunta, directa, sin que Blanca mudara su sonrisa, hizo de nuevo tambalear mi aplomo, por lo que la joven al no encontrar una rápida respuesta siguió hablando.

—Vamos, señor de Ayala, estas cosas se saben desde el primer momento. Los señores y, tanto más los reyes, tienen siempre al menos dos o más mujeres. Una legítima, que es a menudo la moneda de cambio de un trato, de una alianza, y que está obligada a darles una descendencia legítima que asegure la continuidad de la corona o del señorío. Con ella se casan con todas las bendiciones y el ceremonial acostumbrado de la Santa Madre Iglesia. La otra es aquella o aquellas con las que mantienen sucesivas o simultáneas relaciones y cuya misión es dar placer y complacencia. Los papeles están asignados desde el principio y aquella mujer que cree que el casarse es otra cosa se llama a engaño. Por tanto, señor de Ayala, respondedme sin ambages: ¿tiene el rey don Pedro desde hace unos años por coima real a una dama de la familia de los Padilla?

No tuve más remedio que confirmar su conocimiento.

—Ahora me alegro de saberlo de una fuente tan segura como sois vos. De esta manera ya no puedo alegar ignorancia. —Blanca colocó su mano en mi antebrazo—. Puesto que os gustan los caballos, vayamos a ver si los alazanes del duque de Borbón son dignos de su fama.