IX

De cómo Elvira Íñiguez de la Vega y María de Padilla aparecieron en escena en medio del primer desencuentro entre Pedro de Castilla y Enrique de Trastámara

Entre los que huyeron de Pedro se encontraba la familia de Garcilaso de la Vega, tras ser asesinado este por orden de Alburquerque. La mujer de Garcilaso lloró la muerte alevosa infligida a su marido y pronto comprendió que, mientras tuvieran cerca al rey, sus vidas corrían peligro. En cuanto supo que Enrique se había refugiado en sus posesiones de Asturias, decidió arrostrar las dificultades de un largo viaje y pedirle protección. Enrique recibió a la viuda de Garcilaso con gran amabilidad en razón a la amistad que su padre, el rey Alfonso, había tenido con su marido y a la fidelidad con que este le había correspondido. Ofreció a su hijo, también llamado Garcilaso, un lugar de confianza en su ejército, por todo lo cual la madre se deshizo en agradecimientos.

La viuda de Garcilaso de la Vega venía acompañada por su hijo y una doncella, Elvira Íñiguez de la Vega, una joven de unos dieciséis años extraordinariamente bella e hija de un pariente de su marido, Suero Fernández de la Vega. La muchacha había perdido a sus padres siendo muy niña y fue recogida en casa de Garcilaso, donde había sido tratada como una hija. A Enrique no le pasó desapercibida la figura esplendente de la joven Elvira y preguntó por ella a la viuda de Garcilaso.

—Es mi dama de compañía y goza de toda mi confianza. Además de ser muy inteligente, tiene un gran talento natural.

—Por vuestras palabras parece que la consideráis digna de un rey.

—Así es, mi señor. No desluciría sentada en el trono de cualquier reino de la cristiandad.

—Yo también, desde que la he conocido, la valoro en lo que vale, que es mucho. ¿Aceptaríais que se convirtiera en mi pupila? Ello os liberaría de toda atención respecto a ella, estaría bajo mi cuidado.

La viuda de Garcilaso tardó un tiempo en comprender la oculta intención de Enrique.

—Señor, vos ya tenéis esposa. Perdonadme si, pensando en ella, os digo que vuestra proposición respecto a Elvira no puede incluir que compartáis vuestra cama con una mujer que no es vuestra esposa, ya que sería una ofensa para ella.

La viuda de Garcilaso se quedó mirando a Enrique un tanto asustada por su osadía, pero este solo dibujó una sonrisa maliciosa.

—Señora mía, mi esposa aún no es mujer para según qué menesteres.

Juana Manuel apenas había cumplido entonces los trece años.

Enrique proporcionaría morada a Elvira Íñiguez de la Vega en una de las mansiones que había heredado de su padrino Rodrigo Álvarez de las Asturias. Se trataba de una casa-torre construida en piedra caliza, situada a tiro de piedra de Gijón, en el camino que unía esta villa con la de Candás. Rodeada de tierras de labor, estaba atendida por una familia de siervos de la tierra compuesta por los padres y cinco hijos, que vivían en una casita adjunta a la casa-torre. El padre y tres varones atendían el cultivo de las tierras y los cuidados del ganado, mientras que la mujer con sus dos hijas llevaban el cuidado de la casa.

En aquella casona instaló Enrique a Elvira, a la que no dejaba de visitar asiduamente. En ella, el de Trastámara encontró, además de una belleza físicamente muy atractiva, una mujer reflexiva e inteligente, dotada de una discreta conversación sobre cualquier tema que se suscitara.

Elvira Íñiguez de la Vega no había opuesto ningún reparo a las proposiciones de Enrique. Bien aleccionada por la viuda de Garcilaso, sabía que ser la amante del conde de Trastámara podía ser un seguro de vida para ella y quién sabe si algo más.

No era Elvira una mujer para quedarse en casa todo el día. Acompañada de la viuda De la Vega, gustaba de pasear por los alrededores de su casona y hablar con los aldeanos de la región. Su trato llano y la simpatía con que acogía a cuantos se le acercaban, despertaron entre los lugareños una corriente de adhesión hacia ella, a quien empezaron a conocer como la Señora Joven de la Torre.

Fue Elvira quien aconsejó a Enrique que tratara de establecer alianzas con los señores de los clanes familiares astures. Como en todo el norte peninsular, la orografía había favorecido que el dominio de las tierras estuviera repartido entre los distintos linajes, cuyos cabezas detentaban todos los poderes locales.

—Señor —le había dicho Elvira a Enrique—, según cuentan las gentes de aquí, vuestro padrino, el anterior conde de Trastámara, fue un hombre componedor que medió con sus buenos oficios entre unos y otros, lo que, a la postre, fue muy beneficioso para él mismo. Creo que a vos también os beneficiaría una política similar.

A la hora de tratar con los señores locales, Enrique se acostumbró a consultar con ella y a apreciar el buen tino de sus palabras.

Pero Elvira, además de ser una buena consejera, sabía en qué forma debía entregársele cuando este le demandaba una noche de placer. Había aprendido a interpretar los deseos de Enrique cuando compartía su lecho y combinaba en dosis hábiles ternura y pasión. De esta manera, aquellas relaciones no tardaron mucho en fructificar. Alrededor de un año después de que Enrique la hiciera su amante, Elvira daba a luz a una niña, Constanza, la primera de los cuatro vástagos que llegaron sucesivamente a la casona de Candás. Dos años más tarde, nacería Alfonso Enríquez, el único varón hijo de Elvira, y en los tres años siguientes otras dos hijas, Juana y María.

La sucesiva aparición de esta prole bastarda de Enrique hizo pensar a Juana Manuel que su marido no había aprendido nada de los problemas surgidos por el enfrentamiento entre el hijo legítimo y los bastardos de su padre, el rey Alfonso, aunque él precisamente estaba siendo un protagonista destacado.

Nuevamente se habían convocado las Cortes de Castilla en Valladolid para el otoño de aquel año de 1351. Pedro, comprendiendo que para su lucha contra los Trastámara en particular y el resto de las facciones nobiliarias en general debía buscar la alianza de las ciudades, había aceptado un Ordenamiento de Menestrales que las favorecía, así como la inviolabilidad a los procuradores de las ciudades y villas. También mandó a los prelados que refrenaran la vida disipada y escandalosa de clérigos y legos. Finalmente proscribió a los nobles que toleraban el cohecho de merinos y adelantados en la administración de la justicia y a los que protegían a ladrones y bandidos. A todos ellos amenazó con la confiscación de sus bienes e incluso con su vida si así lo determinara la gravedad de sus desafueros.

Finalizadas las discusiones de las Cortes, Pedro permaneció un tiempo en Valladolid, de donde salió a finales del invierno de 1352. Su madre había rogado al rey Alfonso de Portugal que se entrevistara con su nieto. Pedro le propuso verse en Ciudad Rodrigo, donde recibió con toda cortesía a su abuelo, a quien alojó en el alcázar de esa ciudad, una edificación construida junto a las murallas sobre la vega del río Águeda. Alfonso agradeció a su nieto su acogida y le expresó su alegría por volverle a ver.

—La última vez que te vi, apenas eras un muchachito que no levantabas media vara del suelo. Pero ahora eres un hombre y el rey de un reino importante.

Pedro aceptó el cumplido esbozando una sonrisa. Pero Alfonso no había hecho el viaje para encomiar la apuesta figura del rey de Castilla.

—Sé que acabas de celebrar Cortes en Valladolid. ¿Has tenido problemas?

—No demasiados, señor. Los tiempos que corren son difíciles para todos y, a ellos igual que a mí, nos interesa no agravar más la situación de Castilla.

—Una medida prudente en tiempos de tribulación. ¿Me permites que te pregunte qué actitud tienen hacia ti los bastardos de tu padre?

—Desde que murió su madre andan muy revueltos buscándome las cosquillas.

—Me enteré de esa defunción, pero no me dieron noticias muy concretas. Parece que en vísperas de su muerte se sintió indispuesta y que murió de forma repentina —dijo el rey Alfonso y miró intencionadamente a su nieto.

También Pedro escrutó la cara de su abuelo tratando de conocer hasta dónde llegaba su información sobre su participación en aquella muerte.

—Sí, eso es lo que dijeron los físicos que la atendieron —dijo Pedro finalmente.

Alfonso acercó su asiento al sillón que ocupaba su nieto, puso una mano sobre la de este y le miró fijamente a los ojos.

—Pedro, como padre de tu madre, he de decirte que tuve siempre a tu padre por un rufián debido a la clase de vida que dio a mi hija. No se le puede negar que era un buen soldado y un gran estratega, como lo demostró cuando entró en liza contra los moros, pero por lo demás, repito, era un gran bellaco. Solo por circunstancias políticas accedí hace unos años a aliarme con él contra los benimerines, cuando dio la batalla en el río Salado. No conocí a su ramera, pero esta tuvo al menos un buen detalle. Hizo oídos sordos a cuantos la impulsaban a pedir a tu padre que repudiara a tu madre y convertirse ella en reina de Castilla. Y vive Dios que lo habría conseguido si se lo hubiera propuesto, le tenía sorbido el seso desde el primer día que la conoció.

—¿Adónde queréis ir a parar, señor? Ya me sé esa historia.

—Y yo sé que tu madre te ha propuesto al memo de Alfonso de Alburquerque como valido y que tú lo has aceptado. —Alfonso de Portugal no estaba dispuesto a callarse—. También sé que tienes hacia los bastardos de tu padre la inquina propia del hijo postergado. Pero si quieres mi consejo, primero deshazte de Alburquerque, que es tonto de capirote, un majadero y un sinvergüenza que está enredando a tu madre de mala manera, y después, fíjate en lo que te voy a decir, mantente en paz con los bastardos.

Pedro levantó la cabeza y miró a su abuelo sin dar crédito.

—¿Cómo? ¿Me estas proponiendo que haga las paces con esos hijos de perra?

—Sí, si quieres conservar en paz el trono de Castilla.

—No sé por qué dices eso. En estos momentos, toda Castilla está conmigo y me apoya.

—Sí, menos los que están detrás de Enrique y sus hermanos. Hoy por hoy a ningún reino cristiano le conviene una guerra interna y al tuyo, menos que a ninguno. Fíjate en la que están metidos franceses e ingleses a cuenta de un pleito dinástico desde hace más de dieciocho años.

—Pero eso ya se ha acabado.

—No, no se ha acabado. Francia no se ha resignado a que Ricardo de Inglaterra se haya apoderado de Calais y está preparando el desquite. A ti, como a mí, nos conviene la paz en nuestros reinos. Es la forma de poder tratar con unos y otros y, además, mantener el comercio con Flandes y con las ciudades del Imperio germánico. Haz la paz con los bastardos. Al final, saldrás ganando.

Los consejos de Alfonso tuvieron un efecto contrario a sus intenciones y Pedro comenzó a gritar visiblemente encolerizado.

—Para oírte tales tonterías, mejor habrías hecho no viniendo. ¿Cómo puedes tú decirme semejantes necedades? He prometido a mi madre, y parece que has olvidado que es tu hija y que ha sido ofendida por esa ralea de los Trastámara, que libraré a Castilla de esa casta de ratas. Y no cejaré en ese empeño.

—Veo que los deseos de venganza de tu madre te han obcecado a ti también. Yo ya te he advertido. Ahora que Dios os salve a ti y a Castilla.

Se levantó del sitial donde había permanecido durante la entrevista y salió de la sala.

Los movimientos de los hermanastros en su rebelión contra el rey Pedro pronto obligaron a este a intentar reducirles, olvidando las palabras de Alfonso de Portugal, si es que en algún momento las tuvo en consideración. Enterado de que Enrique se encontraba en Asturias, se dirigió allí con sus tropas bajo el mando de Alburquerque. Nuestras milicias ayalesas acompañaron al rey durante toda la campaña.

—Es la hora de estar junto al rey y expresarle nuestro apoyo con nuestra presencia —me había dicho mi padre.

—¿Dónde nos reuniremos con él?

—Alburquerque ha dispuesto que una etapa de la marcha se rinda en una propiedad que tiene en Astudillo, no muy lejos de Palencia. Nos acercaremos allá para unirnos a sus tropas.

Hecho el plan de marcha, encargué a Martín de Arceniega, mi escudero, que preparara todo lo necesario para aquella expedición.

—¿Adónde vamos, mi señor don Pedro? —me preguntó mi fiel criado.

—En expedición con el rey, Martín. Prepara todo mi equipaje, que vete a saber cuándo volveremos a ver Quejana.

Al día siguiente, mi padre y yo, rodeados ya de nuestros hombres, nos despedimos de nuestra familia. Mi madre, como siempre que salíamos de campaña, tuvo que reprimir su pena para no hacer más difícil la despedida.

El viaje no tuvo ningún incidente y pudimos reunirnos con Alburquerque una jornada antes de llegar a Astudillo. Este ya había mandado un correo a su mujer, Isabel de Meneses, para prevenirle de la llegada del rey y la de todo su cortejo. Ella preparó con detalle la recepción real, a quien dio la bienvenida en la puerta de su palacio acompañada por el personal de su servidumbre.

—Sed bienvenido a nuestra humilde casa, mi señor don Pedro. Ya tenéis vuestras estancias preparadas para que podáis descansar.

El rey agradeció la acogida de Isabel de Meneses y fue acompañado por el mayordomo de palacio a sus habitaciones, donde cambió su ropa de viaje por una de corte. Tras descansar unos minutos, el rey y los jefes de sus tropas acudimos al salón para que los familiares y deudos de Alburquerque presentaran sus respetos al monarca. Al pasar junto a una de las más jóvenes doncellas de Isabel, Pedro se inclinó ante Alburquerque y le preguntó en voz baja quién era aquella belleza.

—Es María de Padilla, hija de Diego García de Padilla y de María de Hinestrosa, quienes la han depositado como dama para la compañía de mi esposa. Es una muchacha dulce, piadosa, discreta, aunque con un atisbo de apasionamiento.

Desde el lugar en que se encontraba, mi padre podía ver de muy cerca el cortejo del rey a María y se inclinó hacia mí con un susurro.

—Fíjate con discreción en la conducta del rey. O mucho me equivoco o está iniciando el asedio a la doncella de la mujer de Alburquerque. Espero que no termine por llevarla al huerto.

—¿Y eso por qué?

—Porque podría tener más importancia que un simple devaneo real. Hay que tener en cuenta que Alburquerque está en relaciones con el rey de Francia para arreglar el matrimonio del rey con una sobrina de este, hija del duque de Borbón. No parece oportuno, por tanto, que en estos momentos enrede al rey Pedro con una damita de su propia casa.

A partir de aquel momento, pude comprobar que el rey ya no tuvo ojos más que para María de Padilla. Parecía una deliciosa mujer, con la belleza juvenil de la mocita que acaba de salir de la adolescencia. Su talla era pequeña, pero su cuerpo, grácil y bien proporcionado; tenía una cara con facciones agradables en la que destacaban unos ojos vivos y una boca reidora. Sus movimientos tenían gracia y elegancia, y al hablar revelaba un agudo ingenio que hacía más agradable, si cabe, su compañía.

Pedro, que a la sazón tenía dieciocho impetuosos años y un carácter ardiente, no tardó en enamorarse de la joven con una pasión fervorosa y viva.

Ella, salvados los primeros momentos de azoramiento al verse cortejada por el mismísimo rey, le correspondía con amplias sonrisas que iluminaban su cara, pues debía de ser muy agradable recibir aquellos galanteos. Además, Pedro era un joven bien plantado, de cabellos rubios casi blancos y con el cuerpo de atleta de quien ha hecho de la caza una de sus grandes aficiones.

Al caer la tarde, el rey ordenó a Alburquerque que a la hora de cenar situara junto a él, en el asiento de la izquierda de la cabecera de la mesa, a María de Padilla. A partir de aquel momento, ya no se separó de la doncella, a quien colmó de atenciones.

Al final de la cena y de muchas risas contenidas entre ambos, el rey Pedro se le acercó un poco más y le deslizó unas palabras al oído. El semblante de María, hasta entonces riente, se tornó serio, mas como el rey insistiera la vimos dulcificar sus facciones y asentir con un leve gesto de picardía. Aquella noche María de Padilla compartió por primera vez su lecho con Pedro I de Castilla e inició su vida de favorita del rey al que siempre fue fiel, por encima de todas las vicisitudes.

Al día siguiente muy de mañana, el rey se despidió de su amante y la dejó en el palacio de Astudillo tras advertir a la esposa de Alburquerque.

—Señora Teresa, guardad muy bien a doña María de Padilla, pues sabed que desde ahora será pupila de la casa del rey de Castilla.

—Descuidad, mi señor, que así se hará.

Apenas despuntaba el sol cuando Pedro dio a los suyos la orden de partir.