En el que Enrique de Trastámara se pone a cubierto cuando aparecen los primeros chubascos
—¿Cómo está en estos momentos la guerra entre Francia e Inglaterra?
—Como sabéis, señor, están en juego los derechos dinásticos al trono francés. Con la muerte del rey Carlos se agotó la dinastía de los capetos. Entonces su sobrino Eduardo de Inglaterra se declaró su heredero e invadió el país pero no pudo derrotar totalmente a los franceses. Durante estos doce años ha habido guerra y treguas, sin que se pueda decir hoy quién predomina. A vos os toca decidir qué papel queréis que juegue Castilla en estos momentos.
María ya tenía al respecto una opinión completamente formada.
—Juan Alfonso, he aconsejado a mi hijo, el rey, que se mantenga al margen de esta disputa, quizá con una neutralidad más complaciente para con Francia que con Inglaterra. Al fin y al cabo, nuestro comercio con Flandes exige que todos los caminos que cruzan aquel país estén libres.
—Está bien pensado, mi señora. Por ahora esa será nuestra política con el exterior. Es más, si mi idea no os parece mal, cabría la posibilidad de establecer una alianza matrimonial con Francia —agregó Alburquerque.
—¿Ya me habéis buscado una buena candidata para esposa? —preguntó Pedro.
—Señor, cuando teníais solo un año, el rey Eduardo de Inglaterra entabló negociaciones con vuestro padre para fijar su alianza con Castilla a través de vuestro matrimonio con su hija Isabel. Vuestro padre lo rechazó por prematuro. Más tarde volvió a proponerse un enlace con otra de sus hijas, la princesa Juana. En esa ocasión se firmó no solo el compromiso matrimonial entre vos y Juana, sino una alianza entre ambos reinos que aseguraba nuestro comercio por mar con Flandes, pero Juana también murió y aquella alianza se deshizo.
—Y ahora, ¿qué otras vías tenemos?
—Hemos sondeado al rey Juan de Francia. Vuestro hijo Pedro —añadió Alburquerque dirigiéndose a la reina María— es un joven muy galán y no dudo que la corte de Francia estimaría en muy mucho el que desposara a una de sus infantas. Entre las familias nobles de Francia emparentadas con la casa real no faltan jóvenes que unen a su belleza otras cualidades no menos importantes que las harían dignas de compartir con vos el trono de Castilla.
—Pero te repito: ¿has encontrado ya alguna candidata para ser reina de Castilla?
—Sí, mi señor. Incluso me he permitido hacer algunas indagaciones a través de personas discretas con el fin de informar a vuestra alteza.
—¿Y hasta dónde has llegado?
—Señor, hemos encontrado varias candidatas. Una de ellas es Blanca d’Evreux, que fue reina consorte como segunda esposa del rey Felipe de Francia. Es una mujer muy bella y muy inteligente que supo enamorar profundamente a su esposo. Pero su matrimonio no duró más que seis meses, ya que el rey murió.
—Una mujer viuda y mayor que el rey no parece una buena candidata —apuntó la reina.
—Señora, sé que el rey de Francia está dispuesto a considerar un enlace entre nuestro rey y una hija de su hermano, el duque de Borbón. Si a mi rey y a vos os parece oportuno le pediré que envíe un embajador con sus deseos.
Madre e hijo intercambiaron una mirada y, tras breves instantes de silencio, el rey resolvió la gestión.
—Está bien. Oigamos a los embajadores del rey francés y conozcamos a quién se nos ofrece como aspirante a compartir mi trono… y mi cama.
Alburquerque no comentó las últimas palabras de Pedro, que de inmediato pasó a otros asuntos.
—Alburquerque, quiero convocar las Cortes de Castilla cuanto antes. Hay cuestiones pendientes muy importantes que no pueden esperar. Vas a informar a todos los compromisarios de la nobleza, el clero y las ciudades sobre todas las carencias internas que en este momento aquejan a Castilla, para que voten el numerario suficiente para hacerles frente.
En consecuencia, Alburquerque arregló una política que suponía en el exterior la alianza con Francia y la neutralidad con Inglaterra. En el interior, normalizar cuanto antes la precaria situación económica del reino, controlar los precios y salarios y fomentar el comercio, la agricultura y la ganadería. Además se dieron leyes para perseguir a los malhechores que infestaban las tierras de Castilla y dar seguridad a sus caminos. Se prohibió la mendicidad y la vagancia. Finalmente, para evitar los incidentes que se habían desarrollado en Cataluña en contra de los judíos, el rey no olvidó dar una normativa que condenaba su maltrato.
Las sesiones de las Cortes se celebraron en Valladolid durante el verano de 1351. La embajada del rey de Francia presentó el anteproyecto de las capitulaciones para el enlace real entre la princesa Blanca, hija mayor del duque Pedro de Borbón y sobrina del rey Juan II de Francia, y el rey Pedro I de Castilla.
Enrique entendió que el asesinato de Garcilaso a manos de los sicarios de Alburquerque era un mal presagio. Su estancia en la corte de Sevilla se había vuelto muy peligrosa. Tras advertir de sus planes a sus hermanos, decidió buscar refugio en otros lugares alejados de su hermanastro Pedro.
A Juana Manuel, su esposa, le pareció bien trasladarse a las tierras de Enrique en Asturias y esperar allí a que el panorama de la corte se aclarara para ellos.
—Tienes razón, Enrique. En estos momentos, las intenciones de Pedro respecto a ti no ofrecen ninguna duda. Debemos salir cuanto antes de aquí.
—Gracias por tu buena disposición para seguir mis planes. Necesitamos gente fiel que nos acompañe. Hoy mismo hablaré con Gonzalo Mexía y con Álvaro García de Albornoz. Ambos han demostrado con creces su devoción por nosotros y podremos confiar en ellos.
Tanto Mexía como Albornoz aceptaron las disposiciones de Enrique y Juana y se dispusieron a acompañarlos en su escapada, que se planeó para dos días después.
—Señor —le dijo Albornoz a Enrique—, si salimos todos a la vez es posible que llamáramos la atención. Mi proposición es que salgamos en dos grupos y que realicemos separados las dos primeras etapas hasta Écija. A partir de esta ciudad, podremos seguir viaje juntos.
—¿Adónde iremos, mi señor? —preguntó Gonzalo Mexía a Enrique—. Me temo que no podamos encontrar muchos sitios en Castilla seguros para nosotros.
—Así es —contestó Enrique—. Si nos quedamos cerca de la corte, a mi hermanastro no le costará mucho encontrarnos. Por eso nos refugiaremos en mis tierras de Asturias, donde cuento con buenos partidarios. Iremos a Gijón, allí ya estaremos seguros y determinaremos lo que mejor nos cuadre.
—¿Habéis pensado qué camino debemos seguir para llegar a Asturias?
—Evitaremos las vías y las cañadas reales. Nos va en mucho pasar desapercibidos hasta que estemos lejos de Sevilla y de Pedro. En cuanto a la ruta precisa, la elegiremos en cada momento en función de las circunstancias. A vosotros, ¿qué os parece?
—Creo que la mejor opción es seguir el antiguo camino romano que atraviesa Extremadura de sur a norte y nos llevaría directamente hasta Asturias —opinó Albornoz—. No es la ruta más cómoda, pero sí la más segura para nuestros propósitos de pasar inadvertidos.
—Pues pongámonos en camino y que Dios sea con nosotros durante este viaje.
Dos días más tarde, antes de salir el sol, Enrique con su esposa, sus dos fieles caballeros y una pequeña escolta iniciaron el viaje provistos de caballos para ellos y varias bestias de carga. Tomaron todas las precauciones posibles para no hacerse notar en el camino y, a la hora de renovar sus provisiones, acudieron a las aldeas que se encontraban al paso evitando las poblaciones más grandes.
Durante una etapa en Extremadura, antes de reiniciar la marcha de madrugada, Álvaro García de Albornoz se acercó a Enrique de Trastámara y le entregó un pequeño envoltorio.
—¿Qué es esto que me das?
—Dos caretas de cuero, mi señor. Una para vos y otra para doña Juana. Este mediodía pasaremos cerca de Medellín, ciudad afecta a Alburquerque, donde es posible que el ministro haya alertado a los suyos de nuestro paso. Cubríos con ellas y no tendrán la confirmación.
Con tales precauciones atravesaron por las rutas más desviadas la linde entre Extremadura y el antiguo reino de León sin ningún problema. Ya en Asturias, Enrique y su pequeño séquito no entraron en Oviedo, cuya población era partidaria del rey, y se dirigieron a Gijón, donde sus seguidores los acogieron calurosamente.
Una vez alojados en esa ciudad, Enrique revisó el estado de sus murallas y, como no le parecieron suficientemente seguras, ordenó reforzarlas en todo su perímetro. Quiso también apoderarse de Avilés para asegurarse la tenencia de las dos entradas principales que tenía Asturias por mar, pero tuvo que abandonar su asedio.
Fijaron en Gijón su residencia habitual y la presencia del de Trastámara tuvo la virtud de atraer a muchos fugitivos objeto de las iras de Pedro, que se acogieron a su asilo. De modo que esta ciudad se vio convertida en su pequeña corte.