En el que malos vientos empezaron a soplar en Castilla
A la muerte de Juan Núñez de Lara, la línea de sucesión de los señoríos de Lara y de Vizcaya señalaba como heredero a su hijo Nuño, un frágil niño de cuatro años. Y presa fácil para la ambición del rey, quien aprovechó su debilidad y decidió apresarle para hacerse con el señorío de Vizcaya.
En aquellos momentos, Nuño se encontraba en Paredes de Nava confiado a los cuidados de Mencía, la esposa de Juan de Abendaño, un jauntxo vizcaíno integrado dentro del partido de Enrique de Trastámara que a la sazón era alcaide del castillo de Unceta, en Orozco, al sur de Vizcaya. Mencía fue advertida del propósito del rey por un mensajero de Abendaño.
—Doña Mencía, debéis salir rápidamente de aquí, pues la vida de Nuño corre grave peligro. El rey Pedro quiere apresarle para que nadie le estorbe en sus propósitos por quedarse con sus tierras y su señorío. Escapad antes de que sea demasiado tarde.
Mencía no dudó un instante. Ordenó a uno de sus sirvientes que preparara el avío para salir en dirección a Vizcaya, donde confiaba en encontrar un lugar seguro para esconderse con Nuño. Ella con el niño y sus acompañantes cabalgaron sin descansar día y noche ya que los soldados del rey les pisaban los talones. En el camino Nuño, debido a las malas condiciones de la huida, fue presa de fiebres muy altas que añadieron una inesperada dificultad a su escapada.
El rey Pedro, informado de que Nuño iba camino de Vizcaya, se trasladó a Burgos para desde allí tomar las medidas más oportunas para cumplir sus intenciones. Nombró prestamero a uno de sus partidarios, Lope Díaz de Rojas, al que encomendó que ocupara el señorío. Rojas se entretuvo en sitiar el castillo de Unceta, con ánimo de apresar a Juan de Abendaño, pero este se unió a la escolta de Nuño, que proyectaba embarcar en Bermeo y buscar refugio en Bayona.
La fiebre contraída durante su huida había convertido al niño en una brasa, frente a la que poco conseguían los paños húmedos que Mencía le aplicaba en todo su cuerpo. Al final, cuando la expedición había remontado ya el monte Sollube y tenían a la vista el puerto de Bermeo, Nuño de Lara murió en los brazos de su cuidadora.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —preguntó uno de los servidores.
—Bajemos a Bermeo —contestó Juan de Abendaño—. Lo enterraremos allí, en la atalaya, un lugar frente al mar que no pudo ser para él camino de libertad.
Así lo hicieron. Cuando todos los que habían acompañado al pequeño señor de Vizcaya cumplieron su último y penoso compromiso con él, bajaron al puerto, aparejaron una embarcación y se refugiaron en territorio francés.
Tras la muerte de Nuño de Lara, como una medida de presión más, Pedro ordenó que pusieran a las dos hijas de Juan Núñez de Lara bajo su propia tutela. Tanto a Juana, la mayor, a quien a la muerte de Nuño correspondía heredar el señorío, como a Isabel, la menor. Mientras tanto, los vizcaínos se prepararon para resistir la embestida de las tropas del rey Pedro, ya que este había decidido invadir Vizcaya sin perder más tiempo e incorporarla a la corona de Castilla.
Pero el rey, calculando que el resultado de la lucha podría ser muy oneroso para él, cambió de planes. Pensó atraerse a Tello, el tercero de sus hermanastros bastardos, ofreciéndole a Juana de Lara en matrimonio para convertirle en señor consorte de Vizcaya. Este fue fácil de convencer, pues había una dote muy apetecible que le abría de par en par no solo el gobierno del señorío, sino la posesión de todas las prebendas anejas a él.
Vizcaya vivía un caos ya crónico, derivado de las constantes luchas entre jauntxos de los distintos linajes. Tello y Juana tuvieron que imponer treguas entre los litigantes y hacer reposar las armas, con gran contento de los mareantes de los puertos y de los comerciantes de las villas, principalmente de Bermeo y Bilbao, a quienes las luchas internas turbaban sus actividades comerciales.
Leonor de Guzmán, temiendo con razón que la enemiga de la reina madre desencadenaría contra ella las represalias del rey, había huido de Sevilla. Durante algún tiempo pudo esconderse en las posesiones de sus familiares, los Guzmán, pero no duró mucho tiempo esta protección.
—Esa ramera tiene que estar escondida entre sus parientes. Fuera de ellos, nadie más querrá acogerla en estas circunstancias —le dijo María a Alburquerque—. Manda a tus sirvientes más sagaces que husmeen en las casas de todos los Guzmanes. En una tiene que estar oculta como una rata en su madriguera. Quiero que la encierres donde esté a buen recaudo.
Las pesquisas de los esbirros de Alburquerque dieron resultado. Una criada de la familia Guzmán, resentida porque consideraba haber recibido un trato mezquino de sus señores, denunció que se encontraba en un cortijo en las cercanías de Sevilla.
Durante la vida de Alfonso XI, Leonor de Guzmán había ejercido en la corte el papel de reina sin corona. Mantuvo un séquito de palaciegos, desarrolló una intensa actividad económica que le produjo abundantes ganancias y, sobre todo, quiso afirmar el porvenir de sus hijos. Una de sus maniobras fue hacerse con el control de las órdenes militares, verdadero ejército interior de Castilla. De esta manera, consolidó el maestrazgo de la orden de Santiago para su hijo Fadrique mientras que las órdenes de Alcántara y Calatrava eran ocupadas por partidarios suyos.
Su movimiento más audaz lo forjó aprovechando los restos de independencia de que aún gozaba en el alcázar de Sevilla durante los primeros tiempos de su reclusión. Cuando intuyó que esta iba para largo y que la pequeña libertad de movimientos desaparecería en plazo breve, llamó a su hijo Enrique.
—Debes casarte inmediatamente con Juana, la hija del infante Juan Manuel de Villena, y así asegurarte su dote. Este es un trato que hicimos de mutuo acuerdo hace tiempo tu padre y yo con el de Villena. Ahora, muertos el rey Alfonso y el infante, la reina María ha ordenado a Alburquerque que obligue a los Manuel a olvidarse de aquel nuestro compromiso para casar a Juana con su hijo Pedro.
—¿Qué has pensado para impedirlo?
—Adelantarme a sus proyectos. Voy a invitar a Juana a venir al alcázar ahora que todavía me dejan recibir visitas. Tendremos preparado un preste para que os case y una habitación para que consuméis el matrimonio. Una vez que paséis juntos tres o cuatro noches, ya no se atreverán a separaros.
Cuando Alburquerque y la reina María se enteraron de la trama urdida por Leonor de Guzmán y su hijo, se sintieron burlados. Alburquerque, instigado por la rabia de la reina madre, sugirió a Pedro que encerrara a Leonor en una prisión más severa que el alcázar de Sevilla, y que la mantuviera como rehén en previsión de la futura conducta de sus hijos. La propia reina madre ordenó a la justicia real que, bajo acusación de conspirar contra la vida del rey y de ella misma, trasladara a la Guzmán a la cárcel del alcázar de Talavera de la Reina.
A la venganza de la reina María se unió el interés de su hijo Pedro por hacerse con la hacienda que Leonor había acumulado durante sus años de privanza con su padre, el rey, tanto en tierras como en dinero, y no perdonó medio alguno para hacerse con ellos.
Leonor de Guzmán estuvo confinada en Talavera más de un año, durante el que tuvo que sufrir toda clase de amenazas, maltratos, vejaciones y torturas por parte de sus carceleros, para al final ser ejecutada por orden expresa del rey Pedro. Este asesinato despertó el deseo de venganza en sus hijos. Alburquerque aconsejó al rey que les encarcelara a todos, pero esta decisión no pasó inadvertida a Fadrique y Enrique, los hermanos mayores, que fueron advertidos de las intenciones del primer ministro y llamaron a los demás para plantearles un plan de rebelión contra el rey.
—Debemos permanecer muy unidos a partir de ahora —les dijo Enrique cuando estuvieron reunidos—. Ya hemos visto cómo Pedro y su paniaguado de Alburquerque han asesinado a nuestra madre. Pero estos criminales no se contentarán con haberla matado y no tardarán en venir por nosotros. Es mucho el odio que nos tienen, así que debemos adelantarnos y presentarles batalla.
Los demás hermanos estuvieron de acuerdo, aunque Tello mostró una actitud menos decidida que sus hermanos mayores.
—¿Dónde está Pedro ahora? —preguntó Tello.
—En Sevilla —le contestó Enrique.
—Pues vayamos allá —repuso Fadrique—, apresémosle y venguemos la muerte de nuestra madre. En estos momentos el ejército de Castilla está diezmado por la peste que sufrió frente a los muros de Gibraltar, y Sevilla está desarmada. Es un buen momento para dar un golpe de mano.
—¿A qué esperamos, entonces? —apoyó Enrique.
Los conjurados pudieron reunir una lucida hueste de caballeros e infantes dispuestos a combatir contra Pedro. Cuando el rey se enteró, intentó frenar las acciones de sus hermanastros y les mandó un mensaje ofreciéndoles la paz a cambio de donaciones en dinero y tierras.
Tello fue de la opinión de aceptar la propuesta. Su parecer pesó más que el de sus hermanos mayores y optaron por posponer la acción contra el rey. Durante toda su vida, Tello siempre fue un personaje dubitativo e irresoluto con una voluntad débil y tornadiza, cobarde en el campo de batalla, en el que únicamente entraba cuando se encontraba bien protegido.
Este retrato de Tello se reveló perfectamente semanas después, cuando se encontró con Pedro en los pasillos del alcázar de Sevilla. El rey lo paró y le preguntó cínicamente cómo había muerto su madre.
—Señor, no tengo más padre ni madre que vuestra alteza.
Las medidas propuestas por Alburquerque y aprobadas por las Cortes supusieron la obra más sólida del reinado y un gran éxito personal del valido, que acrecentó su poder al máximo. Durante esas Cortes, Pedro I de Castilla se dirigió a ellas en los siguientes términos:
—Los reyes y los príncipes viven y reinan por la justicia, en la cual son tenidos para mantener y gobernar a sus pueblos, la cual deben cumplir y guardar.
Pero cuando el rey intentó limitar el poder de la nobleza, esta protestó y Garcilaso de la Vega le acusó de estar en contra de los fueros y leyes del reino, lo que le supuso ganarse la enemiga del rey y de su ministro.
Dentro de uno de estos contrafueros, Pedro gravó con fuertes impuestos a la ciudad de Burgos, lo que irritó a sus habitantes, que se negaron a pagarlo e incluso dieron muerte al recaudador que pretendió hacer efectivas aquellas tasas. El rey Pedro quiso castigar a los revoltosos, aunque Garcilaso de la Vega le aconsejó que no fuera a Burgos con Alburquerque para no excitar más los ánimos de sus habitantes. Pero ninguno de los dos hicieron caso de su advertencia. Entonces Garcilaso se puso de parte de los de Burgos, saliendo con los procuradores de la ciudad a recibir al rey para rogarle que no entrara en la ciudad.
—Eso, soy yo quien lo ha de decidir —les contestó el rey.
El rey Pedro, sin tener en cuenta que Garcilaso había combatido en la batalla del río Salado y en los sitios de Algeciras y de Gibraltar, junto a su padre, Alfonso, deslizó en los oídos de Alburquerque la especie de que sus protestas significaban un grave desacato a su autoridad real, que lo hacía merecedor de la muerte.
Alburquerque no necesitó más para complacer al rey. Citó a Garcilaso de la Vega en su residencia con la excusa de conocer su opinión sobre diversos asuntos del reino. Cuando terminó la conversación entre ambos, era ya noche cerrada. Alburquerque hizo que uno de sus criados acompañara a Garcilaso para guiarle con un farolito encendido por las calles de Sevilla.
Garcilaso agradeció al ministro la escolta de su criado, sin sospechar que la luz que este portaba era la contraseña para que tres sicarios, apostados en las inmediaciones de la casa, le mataran a traición por la espalda.