VI

En el que el reinado del hijo del rey Alfonso XI se inicia bajo el signo de la venganza

Cuando, muchos años más tarde de que ocurrieran los sucesos que se relatan en esta crónica, traté de ordenar en mi memoria todos aquellos acontecimientos, vine en ver que Pedro, el único hijo legítimo del rey Alfonso XI, había tenido una infancia muy alejada de lo que podía considerarse como normal. Y no solo porque su padre abandonara a la reina y se fuera con su concubina, situación esta habitual en todos aquellos tiempos, sino porque el abandono en que dejó a su mujer e hijo legítimo fue llamativo en contraposición con las atenciones, obsequios, agasajos y dádivas con las que colmó a su favorita y a sus hijos bastardos.

Pedro no tardó en percatarse de la situación de ostracismo en que se encontraban él y su madre, María de Portugal, la verdadera reina de Castilla. Esta vivía sola con su hijo y un pequeño séquito de fieles en unas apartadas estancias del alcázar de Sevilla, donde se dedicaba a cultivar con esmero en el alma de Pedro el rencor y la inquina contra su padre, y especialmente contra Leonor Núñez de Guzmán y los hijos habidos con esta, a los que María hacía culpables de todas sus desdichas.

A la vista de todas las circunstancias que vivió Pedro de Castilla durante su juventud, me he preguntado muchas veces cómo influyeron en él para que, durante su reinado, su conducta fuera tan iracunda y atrabiliaria, con la particularidad de que el nuevo rey alternaría rasgos de terrible crueldad con otros de una sensibilidad finísima.

Un día de finales de marzo del año 1350, la reina María se encontraba en su habitación del alcázar cuando una doncella entró en su cuarto y le anunció la llegada de un correo real.

—Señora, me manda a vos su alteza real, vuestro hijo Pedro, a quien Dios guarde, y el motivo es entregaros este pliego donde tenéis expresado lo que él desea deciros.

En aquel mensaje que Juan Núñez de Lara había puesto a la firma de Pedro se exponían los detalles de la muerte del rey Alfonso, sus últimas voluntades referentes a los pormenores de su entierro y honras fúnebres y le participaba que Pedro se había adelantado al cortejo fúnebre para recibir junto a ella el cadáver del monarca.

La reina trató de contener ante el mensajero la emoción producida por la noticia.

—Decid a mi hijo que cumpla la voluntad del rey como se le ha ordenado.

Un día después, Pedro llegó a Sevilla e inmediatamente fue a ver a su madre, que le recibió con nuevas esperanzas.

—Quiero con mis primeras palabras expresarte mi respeto y jurarte mi acatamiento como mi rey y mi hijo.

—Más que tu acatamiento necesito tu ayuda para hacer justicia y volver a llevar por buen camino las cosas que desde años están desordenadas en Castilla.

—Estaré siempre a tu lado, mi hijo y señor. Tus palabras me reconfortan. Tú ya sabes cuánto ha sido el desprecio en el que tu padre, maldito sea, me ha tenido sumida durante estos últimos años. Prácticamente desde el día en que tú naciste. Recordaré siempre que, recién parida, hube de mandarle tres emisarios con la noticia y, cuando por fin vino a verte, apenas estuvo contigo un instante. Ni aun entonces tuvo una palabra para mí, enmarañado como estaba en las redes que le tendió esa maldita zorra de la Guzmán.

—Yo me cuidaré de que de aquí en adelante se sepa quién es la madre del rey de Castilla.

Dos días más tarde, un heraldo de Juan Núñez de Lara anunciaba a la reina la llegada a Sevilla del cortejo fúnebre. El nuevo monarca salió a recibirlo a los arrabales de la ciudad.

En las honras fúnebres del rey se reunieron, junto al arzobispo de Sevilla, que iba a presidir sus exequias, los prelados de Córdoba, Jaén, Cádiz y Toledo, y los abades mitrados de los monasterios de Castilla, amén de todos cuantos pudieron desplazarse a aquella celebración.

La reina viuda recibió en la puerta de la catedral el féretro real, el cual acompañaba su hijo, el rey Pedro. En las gradas del altar se habían colocado los bastardos del rey Alfonso junto con los cabezas de las casas nobiliarias de Castilla. Sin embargo, un observador atento podía percibir que se había trazado una línea invisible que separaba al nuevo rey de sus hermanos bastardos y de los favorecidos por las decisiones de la favorita del rey difunto.

Desde la puerta de la catedral, el ataúd fue llevado a hombros por seis nobles de Castilla hasta el catafalco situado frente al altar mayor. El oficio de difuntos se desarrolló con la pompa que correspondía a un funeral real. A la derecha del altar presidieron la ceremonia el rey Pedro y su madre, bajo un dosel negro desde el que la reina viuda mantuvo un semblante serio, casi hierático, sin modificar su rictus en el tiempo que duraron los ritos fúnebres.

Sin duda, María de Portugal estaría pensando en los cambios que supondría en la corte de Castilla la muerte del rey Alfonso. Ahora tenía la oportunidad de cobrarse todos los desprecios y humillaciones que había aguantado durante más de veinte años, desde que llegó a Castilla para casarse con Alfonso. Era, pues, la hora de ajustar la cuentas a la zorra de la Guzmán y a sus despreciables bastardos.

María respiró hondo y trató de refrenar su ansia de venganza, un plato que debía comerse frío; nada obtendría adoptando decisiones precipitadas. Sabía que la concubina y los bastardos del rey habían conseguido por merced de Alfonso detentar un gran poder en Castilla y que ese poder les había proporcionado una gran y fiel clientela. Aunque también sabía que, muerto el rey, esta clientela no tardaría en disminuir su fidelidad puesto que había desaparecido el poder que la sustentaba. Debía pues, desarmar aquel ejército de fidelidades en torno a la Guzmán y crear en torno a sí misma otro más fuerte que lo desequilibrara; y además, descansar su confianza en un hombre fiel que acaudillara ese movimiento y que ayudara a su hijo Pedro a librarse de sus enemigos.

Fue pasando revista a los nombres cercanos a ella que habían descollado durante el reinado de Alfonso. Ya no podía contar con el infante Juan Manuel, pues aquel viejo y redomado pillo había muerto dos años antes. Sintió de veras no poder recurrir a él, pues, aunque en los últimos tiempos se había dedicado más a sus escritos didácticos que a la política del reino, estaba segura de que aquel gran enredador se hubiera puesto de su lado.

Su vista topó con Juan Núñez de Lara, el señor consorte de Vizcaya y primer alférez del ejército de Castilla, presidiendo la guardia de los nobles que rendían honores al cadáver de Alfonso. Sin duda, era un bravo guerrero que había demostrado su valor en la batalla del río Salado, en el sitio de Algeciras y en el reciente cerco de Gibraltar. Bien era verdad que hubo una época en la que Juan Núñez de Lara había tenido graves diferencias con el rey, quien hubo de reprimir su rebelión por la fuerza de las armas, pero Alfonso había acabado por reintegrarle a su servicio. María se entretuvo observándole mientras se desarrollaba el oficio religioso. ¿Fue una ilusión óptica? A la reina viuda le pareció ver en el rostro de Juan Núñez de Lara signos de agotamiento. Sus ojos estaban hundidos. A su alrededor, aparecían bolsas palpebrales que acentuaban la palidez de su rostro. Quizás el primer alférez no pasara por su mejor momento y María fuera capaz de haberlo percibido, reconsiderando si sería oportuno semejante encargo.

En el altar, los oficiantes salmodiaron el último responso por el alma del rey difunto. Se despidieron de la reina madre y de su hijo, el rey, desfilando ellos con respetuosas inclinaciones de cabeza. El cadáver del rey debía quedar expuesto en el catafalco durante un día antes de darle sepultura en la propia catedral. Dos nobles de Castilla y un piquete de soldados se turnarían cada dos horas en la última guardia al rey difunto. El pueblo podía satisfacer su curiosidad de ver por última vez a aquel soberano que durante casi cuarenta años había dispuesto omnímodamente de sus vidas y haciendas.

Dos días después de haber sepultado a Alfonso, su hijo Pedro fue coronado solemnemente en la misma catedral de Sevilla, en presencia de los mismos prelados que habían oficiado los funerales de su padre, y ante los mismos nobles y representaciones que habían acudido al entierro. Ya en la intimidad del alcázar, el nuevo rey y su madre departieron sobre el inmediato porvenir.

—Pedro, vas a necesitar un hombre fiel a ti, en el que no quepa ningún titubeo para trasmitir tus órdenes.

—¿Y quién puede ser esa persona? ¿A quién me aconsejas para confiar en que me ayude en el gobierno de Castilla?

Desde que conoció la muerte de su marido hasta aquel mismo momento, doña María no había dejado de buscar en su pensamiento al mejor candidato.

—Llama a Juan Alfonso de Alburquerque.

—¿A mi antiguo ayo? ¿A ese portugués?

—Ese portugués lleva muchos años afincado en Castilla. Es hijo de Alfonso Sanches, nieto natural de don Dionís, el que fue rey de Portugal, y sabes que estaba en mi séquito cuando vine para casarme con tu padre. Desde entonces, ha sido un buen consejero para mí y ha permanecido a mi lado cuando otros me hicieron el vacío. Su madre, Teresa, es una de las muy pocas amigas que me han sido fieles. Es un hombre inteligente. Estoy segura de que apreciarás enseguida sus buenas cualidades.

Pedro aceptó el consejo de su madre y llamó de inmediato a Alburquerque a su presencia.

—Juan Alfonso, te he convocado porque quiero que seas mi primer ministro.

—Os agradezco, mi señor, vuestra confianza. Decidme en qué y cómo puedo serviros.

—Necesito que me digas con toda fidelidad cuáles son los problemas más acuciantes que asolan Castilla y, además, cuáles son las soluciones que propones para resolverlos.

—Vuestro padre, el rey Alfonso, manejó el reino de Castilla con mano de hierro a su voluntad. Ahora, quienes sintieron su poder querrán sacudirse de encima la voluntad real.

—¿A quién te estás refiriendo?

—La muerte de vuestro padre está muy reciente y todavía no se han consolidado las banderías que os serán contrarias. Pero no os desvelo ningún secreto si os digo que ya debéis cuidaros de aquellos que os disputarán el poder más pronto o más tarde. Me refiero a los bastardos que Leonor Núñez de Guzmán tuvo con vuestro padre.

—¿Qué fuerza pueden tener los bastardos?

—Durante mucho tiempo han tenido una importante clientela gracias a la protección del rey Alfonso. Especialmente los mayores, Enrique y Fadrique, quienes se distinguieron en las guerras contra Granada y en la batalla del río Salado.

—¿Quiénes estarían a su lado?

—Gonzalo de Mexía, Álvaro García de Albornoz, Juan de Abendaño y Juan Rodríguez de Arellano son la gente más afín a Enrique de Trastámara. Su hermano Fadrique cuenta con partidarios entre los caballeros de la orden de Santiago, de la que hace tiempo, como sabéis, es maestre.

—¿Y los demás bastardos?

—El tercer hermano es Tello, pero en lo militar carece de virtudes definidas. Es de decisiones cortas y, con frecuencia, nada firmes. En más de una ocasión se ha vuelto atrás de sus compromisos más solemnes. El resto de los hermanos son de corta edad y no cuentan.

Mientras Pedro meditaba el informe de Alburquerque, María de Portugal jugó su propia baza.

—Alburquerque tiene razón. Los bastardos significan el mayor peligro para ti y para Castilla. Viviríamos más tranquilos si todos desaparecieran de la faz del reino.

Pedro dirigió una mirada inexpresiva a su madre y el primer ministro Alburquerque formalizó su primera propuesta de gobierno.

—Señor, si como primera medida apresáis a la madre, los hijos se librarán muy mucho de hacer movimientos en contra vuestra.

Meses más tarde, Pedro se encontró inopinadamente enfermo. Presentaba una profunda obnubilación subsidiaria a una fuerte calentura. Fueron llamados a su cabecera los mejores médicos de Sevilla sin que ninguno pudiera siquiera aliviarlo. El alcázar de Sevilla se convirtió en un ir y venir de nobles y prelados que se acercaban en demanda de información sobre el estado del monarca. También nos acercamos mi padre y yo. En una amplia sala cercana a las habitaciones reales un grupo de nobles hablaba en voz baja.

—¿Qué noticias tenemos de la salud del rey? —inquirió mi padre a uno de ellos.

—No muy buenas, mi señor de Ayala. Los físicos reales han llamado a la cabecera del rey a Moshe ben David, un médico que tiene mucha fama en la judería de Sevilla.

—¿Y cuál es su opinión?

—No parece que haya sido muy prometedora. Lo único que ha manifestado es su esperanza en que la juventud y la fortaleza del rey, quien en sus dieciséis años de edad no ha padecido nada grave, pudieran sacarle de este mal paso.

—Sí, sí, pero si el rey muere…

La observación de mi padre produjo un profundo silencio. No parecía pertinente hablar de la posible sucesión del rey en aquellos momentos. Muy pocos se atrevían a expresar sus preferencias en voz alta. Sin hermanos legítimos, la persona más cercana a Pedro en la sucesión era su primo hermano, el infante Fernando de Aragón, mi compañero de las clases de esgrima, aunque algunos, como Garcilaso de la Vega, barajaban las posibilidades del señor de Vizcaya, Juan Núñez de Lara, por descender de los infantes De la Cerda, que fueron pretendientes al trono de Castilla en su condición de nietos de Alfonso X el Sabio.

Pero si nadie se atrevió a conjeturar en voz alta lo que pudiera ocurrir al día siguiente de la muerte del joven rey, yo tuve más suerte. Mi amistad con Fernando de Aragón, nacida en la escuela del obispo Barroso, indujo al infante a intercambiar un aparte conmigo.

—Pedro, si el rey muere, la corona de Castilla me corresponderá a mí. Si tal ocurriera, y será así pues, según sus físicos, el rey está en las últimas, yo enderezaré a Castilla.

—Señor de Aragón —le dije—, ¿no es prematuro hablar así? El rey vive y, mientras lo haga, es mejor ser prudente y no dar cuartos al pregonero.

—Tú siempre tan precavido. No te apures por mis palabras. Solo lo he hablado con personas de mi total confianza.

Yo callé y meneé la cabeza con gesto de duda.

—¿Callas? ¿Qué significan tus gestos?

—Que el secreto mejor guardado es el que no se confía a nadie.

Pero no hubo tiempo para conspiraciones sucesorias. Pedro se restableció de su grave enfermedad y firmó un acuerdo de paz con los moros que supuso el fin de las hostilidades y la retirada de sus tropas de Gibraltar. Aún convaleciente, Pedro permaneció un tiempo más en Sevilla y regresó después a Castilla en compañía de su madre y de Alburquerque.

Cuando llegaron a oídos del rey Pedro los cabildeos de Fernando de Aragón se sintió muy agraviado. Su pretensión sucesoria a la corona de Castilla era una ofensa que no le perdonó nunca. Tampoco las intrigas de Garcilaso de la Vega a favor de Juan Núñez de Lara libraron a estos de sus rencores y, en definitiva, dieron lugar a que reverdecieran en Pedro I de Castilla las mismas apetencias de su bisabuelo Sancho el Bravo, quien también pretendió hacerse con las tierras y rentas de Vizcaya y con sus cuantiosos beneficios. Así que, cuando, poco tiempo después, Juan Núñez de Lara murió repentinamente, su fallecimiento dio pie a sospechar que había sido envenenado.

Con la excusa de celebrar con sus nobles la curación de la enfermedad que le había puesto al borde de la muerte, Pedro invitó a todos los allegados a la casa real. Sentó en la mesa presidencial, a su derecha, a Juan Núñez de Lara, y a Juan Alfonso de Alburquerque a su izquierda, y completó sus asientos con el arzobispo de Toledo, el tesorero del reino y su camarero mayor, mientras que Garcilaso de la Vega, mi padre y yo, con el resto de los nobles, llenamos las mesas laterales. El festín fue pantagruélico y los invitados, estimulados por los ofrecimientos continuos del rey, comieron y bebieron sin tasa.

—Comed y bebed, amigos míos, que es mejor celebrar una resurrección que un funeral.

No faltaron los que cayeron inánimes debajo de las mesas, incluso antes de que el rey se despidiera. Los invitados nos levantamos con él y algunos tuvieron necesidad de que se les ayudara a salir de la sala del convite. Entre ellos, Juan Núñez de Lara, que caminaba torpemente y usó como sostén a dos de sus escuderos para llegar a su cama.

Los estragos de aquel banquete apenas nos afectaron a mi padre y a mí pues habíamos sido muy morigerados al comer y beber. A la mañana siguiente nos levantamos en buenas condiciones físicas y decidimos regresar a nuestra casa de Quejana.

En el camino hicimos un alto en Toledo, ciudad de gratos recuerdos para mi padre, donde nos alojamos en casa de uno de sus parientes durante tres días. Al atardecer del último, mi padre y yo estábamos platicando con el dueño de la casa cuando entró uno de sus criados para anunciar que un caballero deseaba hablar con el señor Fernán Pérez de Ayala. Mi padre, sorprendido de recibir visitas tan fuera de su lugar, preguntó por la identidad del visitante.

—Señor, no me ha querido dar su nombre. Dice conoceros de antiguo. También dice que es muy importante hablar con vos.

El anfitrión se levantó de su asiento.

—Fernán, será mejor que os deje a solas. De todas maneras, si hay algo anormal, llamadme. Estaré cerca.

—Gracias. Pero tú, hijo, quédate. Quien desee hablar conmigo que lo haga delante de ti.

La persona embozada que entró en la habitación se sorprendió por mi presencia, pero mi padre no le dejó reaccionar.

—He pedido a mi hijo que se quedara. No tengo secretos para él. ¿Quién sois y qué queréis de mí?

El visitante retiró su embozo mostrándose como Garcilaso de la Vega. Titubeó un momento pero después se sentó en un sillón vecino.

—Siento ser portador de malas noticias, pero vengo a deciros que ha muerto Juan Núñez de Lara.

No pudimos reprimir una exclamación de sorpresa y mi padre apremió a Garcilaso a que diera más explicaciones.

—Recordaréis ambos que el señor de Vizcaya salió del convite del rey Pedro ayudado por dos de sus escuderos pues era incapaz de tenerse de pie. Fue llevado a su habitación y allí permaneció inconsciente durante varias horas. Al día siguiente se encontraba con un tan grande quebrantamiento que fue llamado el físico del rey, quien achacó sus males a los excesos en la cena. Mandó que se le administraran unos evacuantes y se le dejó descansar. Permaneció así durante dos días más, pero al tercero el de Lara tuvo un terrible acceso de agitación del que ya no salió y terminó muriendo.

Mi padre, que no había perdido palabra del relato de Garcilaso, mostró su pesar en voz baja.

—Juan Núñez siempre fue un descomedido. No extraña que haya tenido este final.

—Sobre todo, mi señor de Ayala, si se le ayuda desde fuera —dijo Garcilaso en voz aún más baja, como si no quisiera hacerse oír ni aun por el cuello de su camisa.

—¿Qué insinuáis, señor de la Vega? —preguntó alterado mi padre.

—Casi al final de la cena, en el momento del brindis, vi cómo Alburquerque cambiaba su copa subrepticiamente con la de Núñez de Lara. Aprovechó la llamada de atención que hizo el rey antes de brindar.

—¿Estáis seguro? —acerté a preguntar.

—Sí, no tengo duda.

—¿Por qué habéis venido a contarme todo esto? —reaccionó mi padre ante Garcilaso.

—Vos siempre habéis sido amigo de Juan Núñez de Lara. Pienso que habría que poner en guardia a sus hijos, pues es fácil que esta muerte pueda ir seguida de otras para quien ambicione quedarse con los dominios de los De Lara. Y ahora perdonadme. He arriesgado mi vida al venir aquí. Obrad en consecuencia y quedad con Dios, señores.

Garcilaso salió rápidamente de la estancia después de haber vuelto a cubrirse con su embozo.

—¿Qué hacemos, padre?

—No lo sé, Pedro, pero algo sí habrá que hacer.