De cómo don Fernán Pérez de Ayala volvió a incorporarse con el de Lara a la llamada del rey Alfonso para cerrar para siempre la entrada a España de los moros y del precio que este pagó por intentarlo
En el año 1354 nuevos vientos de guerra soplaron en Castilla. El rey Alfonso no había olvidado que el flanco sur de su reino seguía siendo permeable. Aunque, con la toma de Algeciras y algunas plazas vecinas, se había entornado la puerta del estrecho, mientras no consiguiera conquistar Gibraltar, que permanecía en manos musulmanas, eran posibles nuevas invasiones procedentes del norte de África.
Poco tiempo antes había comenzado una guerra entre Francia e Inglaterra[4]. Durante ella, Alfonso prestó su neutralidad complaciente con Francia y, para asegurarse de que las espaldas quedaban protegidas por el sur, había firmado una tregua con los musulmanes de Granada. Esta pausa estaba a punto de expirar y el rey no tenía intención de renovarla, pues entre sus proyectos figuraba sitiar y conquistar Gibraltar. Con este pensamiento rondando por su cabeza se dirigió a Juan Núñez de Lara, su alférez mayor.
—Juan Núñez, tenemos que terminar el trabajo que iniciamos en el Salado hace cuatro años. Voy a llevar a las próximas Cortes de Toledo una nueva petición de dinero que cubra los gastos de una campaña militar que nos permita reconquistar no solo Gibraltar, sino toda la costa que está frente a tierras de moros. No quiero dejar para más adelante este empeño, que ya debimos coronar cuando tomamos Algeciras.
—No dudéis ni un instante. Las Cortes os concederán ese dinero. Y aun me atrevería a decir que lo harán de buena gana pues, por Dios y mi ánima, que es el deseo de muchos de los nobles y prelados de vuestro reino. No nos faltará la presencia de los aliados que tuvimos entonces y la ayuda espiritual de las preces del Santo Padre de Roma.
Muy optimista se había manifestado el de Lara. En las Cortes convocadas en Toledo las cosas no fueron tan sencillas como había imaginado el señor de Vizcaya. Se discutió mucho y Alfonso tuvo que conceder a nobles y ciudades quizá algo más de lo que hubiere querido, pero al fin pudo reunir en Sevilla un fuerte ejército, entre las tropas de Castilla y las de sus aliados.
Mi padre había sido siempre uno de los nobles que, habiendo apoyado al rey cuatro años antes contra la coalición de benimerines y granadinos, creía que mientras el estrecho siguiera abierto Castilla no estaría indemne de nuevas invasiones.
—Y las paces que se firmaron con los de Granada —le preguntaba mi madre—, ¿no tienen ya ningún valor?
—Se romperán siempre que en Fez aparezca un emir con la idea de recuperar las tierras que hace cinco siglos tenían en esta parte del estrecho. Por eso me parece muy bien que el rey Alfonso quiera cerrar la puerta de Gibraltar para siempre. Tú sabes que en más de una ocasión he manifestado al rey que debería emprender la conquista de todas las tierras en poder de los musulmanes de Granada. —Y, mientras tomaba de una mano a mi madre, añadió—: La debilidad de los reyes nazaríes los sitúa siempre a merced de la política de los emires de Marruecos. De esta manera, mientras Granada no sea de Castilla, esta tendrá siempre a sus espaldas el peligro de las invasiones moras.
Tras esta conversación, mi padre no anduvo remiso en preparar la marcha. No había pasado una semana tras recibir la comunicación real cuando los hombres de Ayala abandonaban el valle de Quejana y se ponían en camino. Ya para entonces mi padre me había mandado una carta citándome en Burgos, a su paso camino de Andalucía, para que yo también me incorporara a la llamada del rey.
El viaje suponía atravesar de norte a sur todo el territorio de Castilla hasta acercarse a su objetivo, Gibraltar, en la punta sur de la península Ibérica, junto a la pequeña bahía de Algeciras, al abrigo de un abrupto peñón que llevaba su nombre y que había merecido entrar en la mitología como una de las rocas que los atlantes tuvieron que hender y separar para dar paso a las aguas del océano y formar un mar interior, el Mediterráneo, en medio de las tierras conocidas.
Cuando llegamos a las orillas de la bahía de Algeciras pudimos ver la gran extensión de tierra ocupada por las tiendas y pabellones de los ejércitos aliados. Nos dirigimos con nuestras milicias a ser recibidos por el rey Alfonso y su heredero, el infante Pedro.
—Sed bienvenidos, nuestros queridos amigos —nos dijeron cuando nos presentamos en la tienda real.
—No podíamos dejar de acudir a vuestra llamada, señores —contestó mi padre.
Los preparativos del sitio de Gibraltar se llevaron con la mayor presteza. Uno de los primeros cuidados que tomó Alfonso fue bloquear totalmente la entrada a los refuerzos desde la orilla africana. Para ello cercó la plaza con una parte de las naves castellanas mientras que el resto de su flota patrullaba frente a las costas de Gibraltar y del vecino reino de Granada.
Alfonso sabía que Gibraltar contaba con importantes medios de subsistencia para resistir un largo asedio. La peculiar situación geográfica de la plaza, en una pequeña península unida a la tierra por un largo y estrecho istmo arenoso, no permitía al ejército sitiador minar las murallas y situar a las tropas en sus aledaños, inundados permanentemente por el mar.
Yo quedé asombrado al contemplar las máquinas de guerra que se instalaron en el istmo. Allí se habían asentado los trabuquetes más eficaces y las catapultas más poderosas, capaces de dar el mayor alcance y fuerza a los grandes proyectiles de piedra destinados a demoler las murallas. También pude ver grandes ballestas para lanzar innumerables saetas sobre los defensores de la plaza.
Alfonso se había propuesto estrangular a Gibraltar por mar y tierra y reducir por hambre a sus defensores si necesario fuera. Pero, aunque el asedio era cada vez más firme y hubiera debido ser pájaro quien quisiera entrar en Gibraltar, ni los sitiadores consiguieron quebrar la fortaleza de los sitiados, ni estos tampoco que los castellanos abandonaran.
Una circunstancia imprevista alteró el curso de la contienda, que hasta entonces se mantenía indeciso. Fue Gutierre de Montcada, el comandante del cuerpo de ejército aragonés que había venido en ayuda de Alfonso, el que informó a este.
—Majestad, he recibido un correo de mi señor, el rey Pere de Aragón, con encargo de que os comunique una infausta nueva. Se han detectado brotes de una pestilencia más allá de los Pirineos, en nuestras tierras del Rosellón y la Cerdaña. Nuestro rey ha notificado a los gobernadores de todos sus reinos la presencia de la peste en aquellos territorios y les ha ordenado que adopten las medidas oportunas para que no se extienda por nuestro reino de Aragón. Esta pestilencia que nos amenaza es mucho peor que las que han asolado antes las tierras de Europa, puesto que su mortandad es mucho mayor.
—¿Se sabe de dónde viene?
—Parece proceder de los países de Oriente, de las regiones del Indostán. Ha entrado por la península de Crimea y ha saltado a Génova en unos barcos que recalaron allí, extendiéndose posteriormente a Europa.
Aquellas noticias llenaron de preocupación a Alfonso. Recordaba que en el sitio de Algeciras había tenido cuantiosas bajas porque sus tropas bebieron las aguas de un manantial contaminado por deyecciones fecales, y solo pudo conjurar aquella mortandad tras investigar durante mucho tiempo la causa y cegar las fuentes culpables de aquella epidemia. En esta ocasión Alfonso no se dejó sorprender. Dio instrucciones a sus jefes para que vigilaran y se cuidaran los manantiales que usaban los soldados y se sellasen las fuentes sospechosas.
No tardó Alfonso en comprobar que no era solo el reino de Aragón el afectado. En Castilla, la peste entró por Almería, en la costa de Levante, desde donde se extendió al resto de las poblaciones de la costa andaluza. Pero la epidemia no se detuvo y afectó luego al interior de la península. Tampoco Granada quedó indemne.
En Europa, la peste no perdonó a nadie. Su terrible mortalidad hizo desaparecer familias enteras; las casas, los castillos, los monasterios se vaciaron unos tras otros en poco tiempo despoblando ciudades y pueblos. Sus habitantes huían desatinadamente por los caminos extendiendo la epidemia por donde pasaban. Las tierras y casas vacías quedaron a merced de robos y saqueos. Aparecieron sectas de flagelantes que, atribuyendo la enfermedad al castigo divino, recorrían los caminos contribuyendo a la extensión de la peste. Hubo casos de locura y suicidios; quedaron muchas fincas baldías, oficios vacantes y los enfermos desatendidos porque también murieron médicos y cirujanos.
En Cataluña los judíos fueron acusados de envenenar las fuentes, lo que provocó una invasión de la judería de Barcelona, donde las masas incontroladas cometieron robos y destrozos en las haciendas y algunos asesinatos que pudieron ser castigados gracias a la enérgica actuación del rey Pere. A pesar de aquellas terribles noticias, Alfonso no quiso levantar el cerco de Gibraltar y así lo manifestó a sus capitanes.
—Me he prometido a mí mismo que entraré en Gibraltar. No volveré a Castilla hasta que no rinda la plaza.
—Señor, ¿y si se aparece la peste en el campamento? —preguntó mi padre.
—Aún no se ha presentado y, por pronto que lo haga, para cuando llegue ya estaremos dentro de Gibraltar. ¿No es así, Juan Núñez?
La interpelación del rey sorprendió a Juan Núñez de Lara, a quien la peste le hizo evocar la muerte de su mujer, doña María Díaz de Haro, ocurrida recientemente en Palencia y cuyas causas nadie supo explicar. Los tres físicos que la atendieron no se pusieron de acuerdo en el diagnóstico: solo uno de ellos se atrevió a calificar como un fuerte tabardillo la última enfermedad de la señora de Vizcaya. Juan Núñez contestó al rey con un gesto ambiguo que Alfonso interpretó como una aprobación a sus planes de mantener el sitio.
Poco más tarde el señor de Vizcaya fue llamado a la tienda real. Al entrar vio al rey postrado en su camastro, mientras su físico permanecía a su lado observándole con semblante preocupado. Alfonso le habló con voz débil.
—He mandado a mi hijo Pedro que presida el consejo de esta mañana. Yo no puedo reunirme hoy con vosotros. Pero tú ya sabes lo que debes hacer. Ve al consejo en mi nombre, adopta las disposiciones que creas oportunas y vuelve a darme cuenta de lo que hayáis acordado.
Al terminar la reunión de capitanes, que por la ausencia del rey fue muy breve, Juan Núñez de Lara volvió a la tienda real. Al entrar tropezó en la puerta con el físico y le ordenó que le esperara fuera mientras despachaba. Encontró a Alfonso soporoso, febril y muy fatigado, por lo que abrevió su informe y le pidió venia para retirarse.
—Señor, os veo muy cansado. Vendré cuando os encontréis más animado.
Tras abandonar la tienda real se dirigió al físico.
—¿Qué clase de enfermedad tiene el rey?
—Algo más que una fiebre corriente, mi señor don Juan. Su estado me hace temer que nuestro señor don Alfonso necesitará todo el apoyo del cielo para salir con bien de esta. Tiene unas calenturas muy fuertes. No he dejado de pensar que se trate de la peste negra que nos ha venido de Italia. Se han visto demasiadas ratas en el campamento y muchas pulgas entre los pliegues de las ropas. Y ambas cosas, según lo que yo sé, aparecen alrededor de la peste.
Desgraciadamente el físico tenía razón. El rey no fue el único en caer enfermo. Al principio poco a poco, y después más deprisa, soldados, oficiales, jefes y nobles resultaron afectos de aquella brutal pestilencia. Las muertes se producían por decenas entre las filas del ejército sitiador. Llegó un momento en que las máquinas de guerra, las catapultas, las ballestas y los trabuquetes quedaron inactivos por falta de servidores.
Cuando la epidemia remitía y ya se percibía su final, el 26 de marzo de 1350, día de Viernes Santo, un día infausto, el rey murió en su tienda. Cuando mi padre y yo penetramos en ella para ver el cadáver real me impresionó profundamente la extrema delgadez a la que le había conducido su enfermedad. El físico del rey se dirigió a todos los presentes.
—Es muy peligroso estar aquí, mis señores. Podríais contaminaros con los efluvios del cadáver. Por vuestro bien os ruego que salgáis de esta tienda.
La muerte de Alfonso desbarató el sitio de Gibraltar. A Juan Núñez de Lara le tocó organizar la retirada. El ejército castellano había sido diezmado y estaba derrotado, no por las fuerzas musulmanas sino por aquella espantosa epidemia, que costó la vida a tres de cada cuatro habitantes de los terrenos por donde había pasado.
En el último consejo de los ejércitos de Castilla, que fue presidido por el hijo del rey fallecido, el infante Pedro, mi padre se interesó por el ritual del entierro real y Juan Núñez de Lara satisfizo su curiosidad.
—He ordenado que introduzcan el cadáver del rey en un saco embreado para ser llevado cuanto antes a Jerez de la Frontera, donde dos físicos lo embalsamarán. No es cosa de recorrer el camino hasta Sevilla con un cadáver apestado.
Los físicos que lo embalsamaron plantearon otra incógnita que el alférez real hubo de solucionar.
—Señor, ¿qué hemos de hacer con las entrañas del rey? Ya sabéis que tenemos que despojar al cadáver de las mismas para hacer nuestro trabajo.
—Metedlas en una urna de plata y enterradlas en la capilla del alcázar. Preparad lo necesario para llevar a Sevilla el cadáver del rey, pues está dispuesto que debe dársele tierra allí.
La muerte de Alfonso XI marcó el final del sitio de Gibraltar. Esta terrible epidemia que apareció en todos los reinos de España causó tan grande pestilencia que fue llamada la Gran Mortandad.