En el que se cuenta cómo se formó Pedro López de Ayala en el estudio del obispo Barroso en Valladolid
Cuando volví de Aviñón, lo hice con el decidido propósito de no tomar la carrera eclesiástica, aunque sabía que con ello le daba un regular disgusto a mi tío abuelo, el obispo Barroso. Pero tanto él como mi padre respetaron mi decisión sin hacerme ningún reproche.
Ambos habían decidido que, para mis nuevas singladuras, lo mejor era, por un lado, introducirme entre los donceles de la casa del príncipe Pedro, lo que pude conseguir con buen éxito, y por otro, redondear la formación humanística iniciada en la corte de Aviñón con mis estudios en la escuela palatina del obispo Barroso, situada en Valladolid, a la sazón residencia de la corte, donde la teología y la filosofía habían sido sustituidas por otras materias más en consonancia con la formación de los caballeros de Castilla.
En la casa del heredero del rey, los donceles servíamos durante un tiempo como pajes y después se nos daba una formación militar. Éramos «moços acebtos de los que con él se criaban» y gozábamos de una gran confianza con el rey y el infante heredero. Allí yo iba a tener por compañeros a los jóvenes de las más importantes casas de Castilla.
Mi padre me volvió a ceder a Martín de Arceniega, que se encargó de darme seguridad en el viaje y después compañía en Valladolid. Le pareció que, aunque Castilla en aquellos momentos estaba más tranquila, no era cosa de arriesgarse a que su primogénito fuera víctima de una pandilla de merodeadores.
La residencia de los donceles estaba localizada en un antiguo palacio que había sido propiedad de los señores de Aza pero sumaba dos generaciones en desuso. Junto a él, el obispo Gómez Barroso había levantado su escuela palatina, a la que quería situar a la altura de los saberes más adelantados del siglo. Consciente de que en aquel momento volvían a renacer las culturas grecolatina, judeocristiana y árabe, el prelado procuró que el cuerpo docente de su escuela estuviera formado por los profesores más prestigiados del momento. La cultura clásica se había extraviado, hundida en el oscurantismo de siglos atrás, pero sobrevivió gracias a los libros custodiados en las bibliotecas monacales y a las traducciones de los manuscritos árabes copiados y difundidos por los monjes escribientes que evitaron su pérdida definitiva.
Por ello, el obispo Barroso cuidó mucho de mantener las mejores relaciones con la vecina Universidad de Salamanca y con todos los monasterios de España. Desaparecido años atrás el primer Estudio Superior de Castilla, el de Palencia, Salamanca se había convertido en el más importante centro cultural de los reinos de la Península. Esa universidad comenzó a ser una auténtica comunidad de maestros y escolares desde el concepto gremial, como una expresión corporativa, que fue decisivo para el funcionamiento de los posteriores centros universitarios.
Los donceles de aquella escuela disponíamos cada uno de una amplia habitación personal en la segunda planta del edificio, mientras que la primera estaba ocupada por varias aulas y una gran biblioteca dotada de innumerables libros y pergaminos.
Barroso había establecido el plan de estudios dentro de un régimen disciplinado que alternaba las horas de clase, normalmente en horario matutino, con el estudio en la biblioteca y en sus anejos. Aquellas empezaban en cuanto la luz diurna permitía la lectura de los escritos, y nos ocupaban hasta la hora del ángelus. Durante las horas vespertinas, en la biblioteca se había establecido la norma cartujana del silencio. Los estudiantes solo estábamos autorizados a hablar con el bibliotecario para solicitarle el préstamo de un volumen, consultarle algún concepto o resolver alguna duda. En el caso de que el archivero no pudiera solventar nuestras incertidumbres, la pregunta era trasladada al maestro.
Mi formación discurrió entre estas coordenadas. Me sentía cómodo en las clases de retórica y gramática, donde las bases sembradas por la educación recibida, tanto de mi antiguo ayo, Juan Fernández de Arroyabe, como de mis maestros de Aviñón, me permitieron una mayor comprensión de las ideas desarrolladas por los tutores de la escuela. No me fue muy difícil superar el periodo de formación de estas materias en un tiempo inferior al establecido en los programas docentes.
Sin embargo, no todos los libros que leí allí fueron tan serios como los palimpsestos de la biblioteca, ya que muchas veces me apetecía dedicarme a lecturas más ligeras, llenas de relatos fantásticos, como el Amadís o el Lanzarote, así como las obras de literatura burlesca, a las que dediqué mucho del tiempo de que disponía.
Mi versatilidad a la hora de elegir los elementos de mi educación académica me dio una formación universal y cierto ascendente sobre mis compañeros de estudio, quienes no dudaban en dirigirse a mí en demanda de ayuda.
En la escuela se encontraba también el infante Fernando de Aragón[3], con quien establecí una cordial amistad. Si yo puse a su disposición mis nociones de retórica y gramática, él, más experto que yo en el uso de las armas, me correspondió mostrándome sus conocimientos en el manejo de la espada y la daga. El infante Fernando había venido acompañado por maese Juan, su maestro de esgrima.
—Pedro, si quieres, le propondré a maese Juan incorporarte a nuestras lecciones de armas. Tú perfeccionarás las formas de ataque y defensa y para mí tu presencia haría menos aburridas las clases de esgrima.
—Sí, pero ¿cuándo practicaremos? El programa de la escuela no contempla el manejo de las armas en sus horarios.
—Después de los oficios religiosos del domingo hay tiempo libre suficiente para cruzar las espadas. No lejos de la puerta de la muralla sur hay una floresta donde podremos manejar los aceros sin llamar la atención de nadie.
Entre mi equipaje mi padre había incluido una espada y una daga, las dos de muy bella empuñadura. «Mantenlas quietas siempre en su vaina y no las desenfundes si no es por una causa mayor y noble», me había dicho antes de partir.
Aquella mañana de domingo, mientras Martín de Arceniega, mi escudero, ceñía las armas en mi cintura, pensé: «Supongo que padre pensará conmigo que, mientras llegue ese noble motivo, el que yo me ejercite con las armas entrará dentro de las causas nobles».
El lugar escogido por Fernando de Aragón no estaba lejos, apenas a unos minutos de buen andar. Al llegar, maese Juan, me pidió que le dejara sopesar y examinar mi espada.
—Es una hermosa espada, señor. Es ligera al peso pero está bien templada.
—Está hecha con el acero de las ferrerías de Bolueta, que se hallan cerca de Bilbao. Es un regalo de mi padre.
—¡Ah, don Fernán, claro! No me extraña; elegir un arma así revela buenos conocimientos del arte de manejarla. Os felicito por ello, señor. —Apenas hizo una pausa para agregar—: Señor de Ayala, poned este botón protector en la punta. Aunque no se trata de una verdadera lucha, no está de más que tomemos precauciones para no herirnos involuntariamente.
Acepté con un signo de asentimiento. Maese Juan nos pidió que nos pusiéramos en posición y ordenó movimientos de avance y retroceso. Después nos indicó que nos pusiéramos los petos protectores y pasó a ejercitarnos en ataque y defensa.
—Empezaré con vos, señor de Ayala, puesto que no conozco como tiráis. Vos, don Fernando, actuad como árbitro y dad la señal de salida.
Me situé frente al maestro, saludé y adopté la posición de «en guardia» frente a él con el brazo izquierdo doblado y situado hacia atrás y el derecho extendido dirigiendo la punta de la espada hacia el maestro. Este se había situado frente a mí en la misma posición.
—Atentos los dos —advirtió Fernando—. A la cuenta de tres, señores, podéis empezar. ¿Ya? Pues ¡uno, dos y tres!
Inicié un ataque tratando de tocar el cuerpo de mi adversario, con un pequeño salto hacia delante, pero el maestro supo parar esta primera embestida y, a su vez, iniciar una maniobra de ataque con una serie de movimientos rápidos buscando desbaratar mis paradas en mi defensa, cosa que no consiguió en unas cuantas ocasiones, pero al final sentí que la punta de su espada me había rozado el peto.
—¡Tocado! —exclamó Fernando.
Al oír esta voz, maese Juan dio un salto atrás y me saludó con un movimiento de su espada.
—Tiráis bien, señor de Ayala. Se nota que habéis practicado antes. ¿Quién ha sido vuestro maestro?
—Mi padre.
—Entonces, no me extraña vuestra destreza. La habilidad de don Fernán Pérez de Ayala es de sobra conocida en toda Castilla. Es uno de los mejores capitanes del rey. Ahora, don Fernando, os toca a vos. Si os parece, mediréis vuestras armas conmigo y después lo haréis con el señor de Ayala.
Maese Juan, mientras esgrimía con Fernando, nos iba señalando los movimientos de la lid con voces cortas y palabras concisas. Tampoco este pudo tocar con su espada el peto del maestro y, tras una finta, se vio desarmado.
—Recordad mis instrucciones, señor —advirtió maese Juan—. La espada debe manejarse con mano suave y puño fuerte. De esta manera, sus movimientos serán ágiles y vuestro contrincante no os desarmará nunca.
Al terminar su lección con el infante, quiso que nosotros dos cruzáramos nuestras armas. Interrumpió la lucha en varias ocasiones para corregirnos posturas de ataque y defensa. Esgrimimos nuestros aceros durante un buen rato y conseguí tocar dos veces el peto de Fernando.
—Bien, mis señores, creo que por hoy es bastante. Todos hemos hecho más ejercicio que el habitual y nos merecemos un descanso. —Y se dirigió a mí—: Os felicito, señor; tenéis una hábil esgrima, pero todavía aparecen defectos en ella. Si me lo permitís, y mi señor don Fernando está conforme, me agradaría indicaros cómo podéis libraros de ellos en próximas lecciones.
—No tengo inconveniente —exclamó Fernando de Aragón—. Antes bien, con Pedro, las clases de esgrima son más divertidas.
Tras despojarnos de nuestros petos, Fernando de Aragón me hizo otra agradable proposición.
—Hoy me has derrotado en dos ocasiones. Pero para que veas que no te guardo rencor, te invito a venir conmigo a la taberna de Juan el Curvo, que tiene un vino de Esquivias capaz de resucitar a un muerto.
—Señor, la taberna del Curvo no es lugar… —empezó maese Juan.
—Ya conozco tu opinión, así que ahórratela. Vamos, Pedro; yo sé lo que me digo —cortó bruscamente Fernando.
La taberna del Curvo, llamada así por la gran malformación que adornaba la espalda de su dueño, era un establecimiento situado muy cerca de las murallas, en una estrecha calle del núcleo antiguo de la ciudad. A él acudían carreteros, arrieros, jugadores de ventaja, soldados de fortuna y mozas del partido, cada cual buscando su propio provecho. No faltaban tampoco allí los ganaderos de la Mesta y los comerciantes de lana y trigo que buscaban entre sus paredes el lugar adecuado para cerrar un trato de compraventa o un flete para sus mercancías. Todo ello, amenizado por los tañedores de vihuela que el Curvo traía para entretener a la clientela. El patrón sabía que cuando su taberna vivía en animado bullicio, aumentaban las libaciones de los vinos que guardaba y criaba en las orondas barricas de roble de su bodega, caldos prestos a ser trasegados a las jarras de sus clientes para que estos apagaran su sed.
El Curvo conocía también que, junto a sus caldos de Esquivias, no faltaban quienes venían a buscar en su casa el placer lujurioso que las mozas consentidoras estaban dispuestas a otorgar a los que cubrían la tarifa de su comercio carnal. Fernando de Aragón, que conocía a la perfección esas actividades, desempeñó conmigo a la perfección su labor de mentor y me desveló no solo las posibilidades y secretos de aquella oferta, sino que me indujo a no dejar pasar oportunidad de satisfacer todas mis necesidades.