III

De cómo los ejércitos de los reyes cristianos de España trabaron batalla con los benimerines en las orillas del río Salado

Una vez que llegaron a Sevilla todos los jefes de las mesnadas cristianas, recibieron del rey Alfonso una orden de reunión para exponerles la situación del ejército cristiano y las disposiciones ante su encuentro con los benimerines. Allí mi padre se encontró con los maestres de las órdenes militares, los señores de Toral de la Vega, Cameros, Oropesa, Buitrago, Casafuerte, Santillana, Castrogeriz, Lantarón, Cerezo, Monzón, los representantes de los concejos y ciudades de Castilla y otros más.

La personalidad más destacada de todos aquellos caballeros era sin duda Gil de Albornoz, el arzobispo de Toledo, la cabeza mejor amueblada de Castilla. De joven, había realizado estudios de derecho en la Universidad de Toulouse durante diez años. A su regreso ocupó la sede de Toledo, convertido en canciller del reino. Desde este puesto fue siempre un leal consejero del rey Alfonso, con quien siempre mantenía una excelente relación.

Abierta la sesión, el rey rogó al arzobispo que la iniciara con un rezo.

—Señor Dios de los ejércitos, ayúdanos en nuestra lucha contra los infieles, tus enemigos. No nos dejes a su merced, antes bien guíanos en la batalla contra ellos y, si morimos en ella, recoge nuestras almas y llévalas contigo a tu gloria. Amén.

El amén con que los asistentes contestaron al unísono resonó como un trueno bajo la lona del pabellón. Después tomó la palabra el rey Alfonso.

—Como sabéis de sobra, desde hace once años los benimerines no han dejado de agredirnos, en alianza con los granadinos. Han reconquistado Algeciras y desde allí, Abu Malik, el hijo del jeque benimerín de Fez, Abul Hasán, tomó también Gibraltar. Desde entonces los benimerines han enviado sin cesar tropas a través del estrecho, lo cual nos hace pensar sin temor a equivocarnos que están preparando una invasión de Andalucía.

»Nuestra flota, forzado es reconocerlo, no ha sido capaz de cortar el paso del estrecho a las tropas musulmanas. El año pasado las naves aragonesas mandadas por el almirante Jofre Gilabert, que nos ayudaban en la guarda de las costas de Málaga, fueron dispersadas después de que su jefe cayera herido en combate. Más tarde los moros destruyeron la flota de Castilla que patrullaba el estrecho, con lo que nuestras costas quedaron abiertas de par en par ante nuevas invasiones norteafricanas.

—¿Qué respuesta hemos dado a los moros? —preguntó una voz.

—Se han cercado Ronda y Antequera, pero, a pesar de mantenerlas sitiadas largo tiempo, no hemos podido tomarlas por quedarnos sin provisiones. Se ha conseguido eliminar al príncipe Abu Malik. Quiso hacer razia en Lebrija, pero falló en su intento y tuvo que huir. El alcalde de Tarifa, informado de este ataque, siguió a los infieles en su huida hacia Arcos de la Frontera y avisó a los de Utrera y Sevilla. El maestre de Alcántara acudió a su llamada y todos juntos atacaron el campo mahometano. Abu Malik huyó a Jerez de la Frontera pero, cerca del río Barbate, los nuestros pudieron apresarle. Allí mismo fue empalado y muerto. Ahora Abul Hasán, su padre, quiere vengarle. Ha desembarcado en Algeciras y se ha puesto de acuerdo con el rey Yusuf de Granada para sitiar Tarifa. Dispone de un ejército muy poderoso y sabemos que tiene unas terribles máquinas de guerra que están destrozando las fortificaciones de la ciudad, poniéndola en peligro inminente de caer en manos de los moros.

»Bien —concluyó el rey—, esta es la situación. Ahora quiero escuchar vuestras opiniones sobre lo que hemos de hacer.

Un rumor se extendió por la sala. Dos fueron las opiniones que los asistentes brindaron al rey. Una, puramente defensiva, consistía en establecer una línea que reforzara las defensas de Jerez, Sevilla y Córdoba a modo de valladar que impidiera el avance de los benimerines sobre Castilla; y la segunda era presentar batalla a los invasores. El rey escuchó ambas y ofreció su valoración.

—Retirarnos a una línea de defensa significa dejar Tarifa a merced de los moros. Para eso no os he mandado venir. No quiero que Tarifa corra la misma suerte que Algeciras y Gibraltar.

—Pero, señor, con el estrecho abierto, las fuerzas de Abul Hasán y de Yusuf son más numerosas que las nuestras.

Alfonso entendió que la inferioridad numérica pudiera conducir a la derrota y se comprometió a estudiar la situación y dar una contestación inmediata. Acto seguido se retiró para escuchar a la Curia Regia. Fue allí donde el arzobispo Gil de Albornoz le hizo una sugerencia.

—Dirigíos al rey de Portugal y pedidle su ayuda. Para él también es peligrosa la invasión benimerín. Además, si la flota portuguesa se une a las naves castellanas y aragonesas, entre todas asegurarán el cierre hermético del estrecho.

Alfonso ya había pensado también en esa posibilidad, pero sabía que, desde que había abandonado a su mujer, la hija del rey portugués, sus relaciones con este se habían enfriado lo suficiente como para temer que le contestara con un desaire.

El arzobispo adivinó su pensamiento.

—Tenéis el mejor mensajero para el rey de Portugal. Nadie mejor que su hija, vuestra esposa, sería tan bien recibida.

Era la única posibilidad de encontrar una ayuda efectiva, así que Alfonso aceptó la idea de Gil de Albornoz y decidió acudir a su mujer para que llevara su embajada ante Portugal. Se dirigió a sus habitaciones, estancias que hacía mucho tiempo que no había pisado, y se hizo anunciar.

La reina María le recibió en un pequeño gabinete que utilizaba para leer y escribir. Su escritorio solo tenía un asiento, que ella ocupaba en aquel momento. María quiso someter a su esposo al desaire de permanecer de pie delante de ella.

—¿A qué debo el honor de que el rey, mi señor, haya acudido a mí tan de improviso?

El semblante hosco y el tono de sus palabras no dejaban lugar a dudas: la presencia del rey no era bienvenida. Si en algún momento Alfonso había pensado desplegar su fascinación personal, la mirada de su mujer terminó de disuadirle. Le planteó directamente el motivo de su visita y se preparó para la reacción de la reina.

—Durante estos últimos tiempos había pensado que mi destino en Castilla era vegetar como una mata de habas hasta el fin de mis días. Pero he aquí que mi señor, el rey, me requiere como embajadora, nada menos que ante la corte que fue mi propia casa. ¿Qué os hace pensar, señor, que he de aceptar tal cometido?

—Este es también un asunto importante para Portugal. Tú allí eres la hija del rey y aquí, la reina de Castilla.

—¿Reina de Castilla, yo? —preguntó con amargura María—. Si lo fui en algún tiempo lejano, duró muy poco. Ahora la reina de Castilla es esa mujerzuela que ha llenado tu casa de bastardos y con la que te revuelcas por la noche. Hace tiempo que ya no se mueve una hoja en los árboles de Castilla sin que ella lo autorice.

Alfonso, que a nadie hubiera tolerado un tono de voz y unas palabras tan desabridas, tascó el freno ante María porque necesitaba de ella. Capeó el temporal de las palabras de su mujer y esperó a que amainara.

—Os ruego que vayáis a Portugal y le pidáis a vuestro padre que nos preste su ayuda por mar y por tierra para nuestro empeño, que no es solo de Castilla sino de toda la cristiandad. Os acompañarán dos de mis mejores caballeros que os servirán de escolta y explicarán al rey lo que deseamos de Portugal para esta ocasión.

—¿A quién encargarás esa misión?

—A mi alférez Juan Núñez de Lara, señor de Vizcaya, y al señor de Ayala, Fernán Pérez de Ayala. Ambos protegerán tu persona durante el viaje.

—Sé de sobra cómo es el de Lara y también quién es el de Ayala.

—No tendrás queja de su protección. Son unos cumplidos caballeros. ¿Cuándo estarás dispuesta?

—¿Te parece bien dentro de dos días?

Antes de que mi padre y el de Lara salieran como escolta de doña María, el rey les hizo llamar.

—Fernán, te encomiendo lo más difícil, que le argumentes al rey de Portugal en favor de su ayuda para este asunto, ya que también a él le va mucho en que consigamos arrojar al mar a Abul Hasán. Y a ti, Juan Núñez, te corresponde explicarle nuestros efectivos tanto en tierra como en mar para que él calcule la cuantía de su ayuda. Espero que traigáis una respuesta concreta del portugués a nuestras peticiones.

Al día siguiente los dos caballeros, conscientes de su difícil cometido y tras asegurarse de que la reina estaba acomodada en su carruaje, se pusieron en marcha.

—¿Creéis que el portugués concederá al rey Alfonso su ayuda? —preguntó mi padre.

—Creo que sí —contestó Juan Núñez—. Estoy tan seguro que apostaría la cabeza contra un puñado de doblas de oro.

—El padre de la reina María se convertirá en el aliado de quien ha abandonado a su hija por otra mujer.

—¿Qué queréis, señor de Ayala? El portugués no tiene más salida que aliarse con Alfonso de Castilla si quiere conjurar la amenaza de un peligroso enemigo que ha cruzado el estrecho con ganas de hacer desaparecer a todos los reinos cristianos de la Península, como hizo en su día aquel moro Muza de quien hablan las crónicas.

—Será como decís, señor de Lara; en estos tiempos puede más la razón de Estado que el honor de padre. Mas no puede dejar de parecerme más digna la actitud de don Juan Manuel cuando se enfrentó al rey por la afrenta que hizo a su hija Constanza.

—¿A costa de perder el trono y dejar el reino a merced de los benimerines? No. Es posible que para Alfonso de Portugal no sea plato de gusto dar satisfacción a su yerno, pero le va su reino en ello.

El camino no fue largo. Alfonso de Portugal, sabedor de que llegaba su hija a verle, quiso acortarle el camino y salió a su encuentro, a pocas jornadas de la frontera de Castilla. Tras las primeras efusiones de afecto, María quiso exponer ya a su padre el motivo de su viaje, pero este se le adelantó.

—No me digas a lo que has venido porque lo adivino. El bellaco de tu marido te manda venir para que me pidas que le ayude en su lucha con los benimerines. ¿Acierto?

—Sí, padre, así es.

—Dame su mensaje.

—Es el que acabáis de decir.

—¿No te ha dado ninguna carta para hacer su petición?

—No. Solo me ha comunicado que los caballeros que me acompañan te indicarán sus dotaciones y necesidades.

—Tu marido, además de ser un sinvergüenza, es un insolente. Cree que Portugal es su cortijo, y su rey, un siervo al que puede mandar a su antojo. Ha puesto a dos caballeros para escoltarte, en eso ha cumplido bien. Los llamaré a mi presencia pues quiero reconocerles el cuidado que han tenido contigo y encargarles a mi vez una embajada.

Cuando mi padre y el de Lara estuvieron en presencia del rey, este, tras los protocolos de rigor, fue muy claro.

—Necesitaré una carta sellada con el sello de vuestro rey que pueda enseñar a todos los miembros de mi Consejo Real para que a ellos y a mí nos consten sus peticiones. Sin ella no daré un paso en su favor. Así que volved y pedidle lo que ha olvidado entregaros.

A ambos caballeros les sentaron muy mal esas últimas palabras, dichas en un tono frío y cortante. Con aquella orden quería humillar a Alfonso de Castilla haciéndole suplicar su ayuda. Mientras volvían a su alojamiento, Juan Núñez de Lara pensaba en la mejor forma de cumplir la exigencia impuesta.

—Alfonso de Portugal, al exigir a su yerno una petición en forma y maneras, consigue una pequeña compensación al deshonor de su hija. Pero, os repito, no tiene otro remedio que prestar sus tropas a esta alianza. Bien, habrá que volver grupas por el camino de Sevilla y participar a nuestro rey el requerimiento de su suegro.

—Estaba pensando en que, si a vos no os parece mal, mientras uno de nosotros hace de correo para el rey, el otro puede permanecer junto a la reina, como se nos ha ordenado.

Prefirió Juan Núñez quedarse en Portugal y confiar a mi padre las labores de correo, quien al día siguiente inició el regreso a Sevilla.

No le agradó nada a Alfonso la remolonería de su suegro, mas aceptó a regañadientes redactar y sellar la carta que le entregó a mi padre.

—Fernán Pérez de Ayala, ve cuanto antes y consigue la ayuda del ejército y de la flota portuguesa.

En Sevilla, ante la magna asamblea formada por los nobles, caballeros y prelados en torno al enviado del Papa, Alfonso XI abogó por socorrer a los de Tarifa y plantar batalla a los benimerines.

En esta ocasión mi padre, tras cumplir su encargo ante la corte lusa, fue el primero en alzar su voz.

—Señor, si no queréis abandonar Tarifa, hay que reforzar su guarnición. De esta forma, Abul Hasán y Yusuf se verán obligados a mantener una parte importante de su ejército en el cerco de la ciudad. Ello nos dará ventaja para atacar a los moros en cuanto lleguen los portugueses.

—Gracias, Fernán, por tu sugerencia. Escuchadme con atención y os diré lo que debemos hacer para derrotar a la morisma. El rey Alfonso de Portugal nos ha prometido la ayuda de su ejército. Sus barcos están ya en Cádiz junto a los aragoneses. Esta flota cerrará las entradas y salidas de Algeciras y cortará sus vías de aprovisionamiento.

»Con la ayuda del Papa y de Génova, en Castilla hemos armado una gran flota integrada al mando del genovés Egidio Bocanegra. Su misión será aliviar el cerco y aprovisionar Tarifa por mar, no solo de armas y alimentos, sino de tropas de refresco. Y ahora, puesto que ya está dicho todo, dispongámonos a salir mañana mismo. Cuando estemos a la vista de Tarifa, volveré a reuniros para tomar los últimos acuerdos.

Unos días más tarde, al llegar a la peña del Ciervo, punto de cita del ejército cristiano, se percataron de que los moros habían ocupado las alturas que dominaban el foso del río Salado. Alfonso se reunió con el arzobispo Gil de Albornoz, el infante Juan Manuel y todos sus capitanes a los que expuso el plan de batalla.

—Tú, infante Juan Manuel, irás en vanguardia con las mesnadas de la nobleza y las de los concejos andaluces. Yo me situaré en el centro de ella junto al arzobispo Gil de Albornoz, el concejo leonés de Zamora y las tropas de las ciudades de Castilla. Tú, Álvaro Pérez de Guzmán, irás en el ala derecha, y tú, Pedro Núñez de Guzmán, en la izquierda, junto a los vizcaínos, asturianos y leoneses. En la retaguardia irán las partidas de los concejos de Córdoba, Sevilla, Jaén y con ellos, los donceles de la casa de mi hijo Pedro. Su misión será llevar el socorro allí donde falta hiciere. Las tropas portuguesas con las gallegas, las de los concejos extremeños y las de las órdenes militares se enfrentarán a Yusuf, el rey de Granada.

Al amanecer del día 30 de octubre de aquel año de 1350 el ejército castellano recibió la orden de cruzar el río Salado. El rey, con el ejército de vanguardia, tuvo graves problemas ya que hubo que empeñar una dura pelea hasta conseguir cruzar el puente. Gracias a la oportuna llegada del ala derecha del ejército, pudo ser tomado, permitiendo el paso de las tropas.

Una vez cruzado el Salado, uno de los grupos de la vanguardia se desvió para tomar la tienda del sultán benimerín con intención de apresarle. Esta distracción de las tropas cristianas pudo costar cara, pues los moros aprovecharon para contraatacar por el centro, poniendo en un grave compromiso la situación del rey Alfonso, quien, viéndose en peligro, se volvió hacia el arzobispo Gil de Albornoz.

—Señor, nuestra suerte es que aquí sucumbamos. Acometámosles y muramos luchando.

El arzobispo cogió por las riendas el caballo de su soberano.

—Mi rey, teneos, que esta batalla está ganada.

Si no hubiera sido por la perspicacia de Pedro Núñez de Guzmán, que se dio cuenta del peligro que corría el rey y que lo auxilió con las tropas de los señoríos de Ayala y Vizcaya, Alfonso lo habría pasado mal.

Mientras tanto, los portugueses, ayudados por los castellanos de Garcilaso de la Vega, atacaron con brío al ejército de Granada y lo pusieron en fuga. Fue muy oportuna la intervención de las tropas enviadas por Alfonso la noche anterior en refuerzo de la guarnición de Tarifa, porque salieron de la ciudad arremetiendo a los benimerines por la retaguardia. Al mismo tiempo, estos se vieron también agredidos por las tropas que habían tomado ya la tienda del sultán. De esta manera todo el ejército musulmán se desmoronó como un castillo de arena y tuvo que buscar su salvación huyendo a la desbandada.

La situación personal de Abul Hasán se hizo crítica. En un momento de la batalla se encontró rodeado por nuestras mesnadas de Ayala. Mi padre se dio cuenta de que se podría coronar la jornada apresando al emir benimerín y trató de romper la protección de su escolta. Y lo hubiera conseguido si no fuera porque un grupo de bereberes, al mando de un oficial moro, auxilió a la decaída guardia de Abul Hasán, proporcionando a este un caballo para huir a Algeciras, donde logró poner mar de por medio en una falúa, a pesar de los intentos de los barcos de la flota cristiana por capturarlo.

Los últimos restos de las tropas granadinas se replegaron dentro de sus murallas. Los pocos benimerines que no cayeron muertos o prisioneros en la batalla siguieron a su emir en su huida, perseguidos de cerca por los castellanos.

Por desgracia, no se pudo sacar todo el beneficio de aquella victoria. La flota portuguesa regresó a Lisboa y, aunque el rey Alfonso trató de convencer a sus aliados para que prosiguieran la lucha, la escasez de las reservas de víveres de los ejércitos cristianos obligó a retirarse a Sevilla sin poder conquistar los últimos territorios en poder de los musulmanes.

—Si no cogemos ahora Algeciras y Gibraltar —dijo Alfonso—, tardaremos más de cien años en expulsar a los moros.

—Afianzada vuestra autoridad en Tarifa, señor, también tenéis el dominio del estrecho —observó Juan Núñez de Lara.

—No, para lo que dices nos hace falta apresar también Algeciras y Gibraltar —le contestó el rey.

—Pues vayamos a por ellas. Empecemos por Algeciras y, en cuanto esté en nuestras manos, Gibraltar caerá como una fruta madura.

El cerco de Algeciras fue una dura empresa para Alfonso. Requirió una cuidadosa preparación, tanto de las tropas de tierra como de los navíos de guerra, y a pesar de que todos los reinos cristianos volvieron a prometerle su ayuda, pasaron más de cuatro años antes de que la plaza se conquistara definitivamente. Culminada esta gesta, mi padre solicitó la licencia del rey para volver a Ayala. Alfonso se la concedió no sin cierto pesar.

—Fernán —le dijo Alfonso a mi padre poniéndole amistosamente un brazo sobre los hombros—, tú y los hombres que has traído contigo os habéis portado bravamente. Os echaré de menos. Espero volver a teneros a mi lado cuando os necesite.

—Volveremos cuando nos llaméis para entrar en Gibraltar, mi señor.

—Serás bien recibido, Fernán. Me alegra saber que vas a dejar al mayor de tus hijos entre los donceles del infante Pedro, mi hijo y heredero de Castilla.

—Para la casa de Ayala, mi señor, es un honor.

Mi padre desenvainó su espada para saludar al rey, se puso al frente de sus hombres e inició la vuelta a Ayala.

En cuanto llegó a nuestras tierras, mi padre retomó una operación de amplios vuelos que había ido posponiendo a causa de asuntos más urgentes. Se había propuesto ampliar el pequeño señorío que había recibido de sus mayores hasta la extensión que tenía dos generaciones antes. Su intención era crecer por el oeste, más allá de la orilla derecha del Nervión, y por el norte, hasta llegar al término de Baracaldo, en los confines meridionales del señorío de Vizcaya.

No se nos ocultaba que tener la posesión de los primeros tramos de ambas riberas del río Nervión era una excelente ventaja para el transporte de mercancías hasta el puerto de Bilbao y las anteiglesias situadas en sus últimos tramos. Lo que mi padre deseaba era adquirir las heredades y los derechos señoriales anejos a ellas que ocupaban todo el valle de Llodio, situado en la parte alta del río, las del valle de Orozco, regadas por los ríos Altube y Amauri, junto a las casas fuertes de Oquendo y Marquina y los palacios de Avendaño y de Burceña. Todas estas posesiones pertenecían precisamente a doña Leonor Núñez de Guzmán, la amante del rey Alfonso XI, que en su día las había adquirido. Mi padre había calculado ya cuánto iban a costarle aquellas propiedades y estaba dispuesto a hacer el desembolso. Fueron los propios administradores de Leonor Núñez de Guzmán quienes le sugirieron la forma de solucionar rápidamente el traspaso y venta de todos aquellos terrenos.

—Señor don Fernán, doña Leonor estará dispuesta a cederos las tierras de vuestro interés por la cifra que proponéis. Si os conviene, dadnos poderes para presentar vuestra propuesta a doña Leonor y nosotros nos encargaremos de formalizar los documentos de compraventa según vuestros deseos.

Mi padre aceleró los trámites de los poderes y unos meses más tarde tenía en sus manos el documento que atestiguaba aquella excepcional operación, que fue signada como testigos por Gil de Albornoz, el arzobispo de Toledo; el camarero mayor del rey, Diego Fernández, y el tesorero mayor del Reino, Fernando García.

Siempre pensé que la presencia de tan importantes firmas en aquel documento era debida a la creciente importancia que había adquirido nuestra casa de Ayala en aquellos tiempos.