De cómo el rey Alfonso llamó a Cruzada a los señores de su reino para combatir a los infieles agarenos que querían volver a conquistar Castilla
Aquel día constituye uno de los recuerdos que se grabaron a fuego en mi memoria. Un jinete había llegado al borde de la crestería de Sierra Salvada. Tiró de las riendas de su corcel obligándole a cesar el trote largo que llevaba desde que había cruzado el Ebro. Desmontó, aseguró el caballo en el tronco de un haya joven y se asomó a un mirador natural. A sus pies se extendía un valle cerrado, más bien un circo, donde se alzaban varios poblados. En su parte más alejada se abría un angosto paraje: el camino compartía espacio con el cauce de un río y constituía una salida natural hacia tierras más alejadas.
Había llegado a la última etapa de un largo viaje que empezó en la corte del rey de Castilla. Para terminarlo, solo debía descender del alto que tan espléndido panorama le ofrecía y seguir el curso del río. Trató de hallar, entre los robles y hayas que crecían en la abrupta ladera, un sendero que le facilitara bajar hacia el valle. No tardó en encontrar una estrecha vereda, apenas suficiente para permitir el paso de su caballo. A trechos estaba cubierta por guijarros sueltos y la montura corría peligro de resbalar. Así que llevó por las riendas a su montura, al menos hasta que encontrara un camino en mejores condiciones. En efecto, pronto la senda descendente se hacía más factible y aparecían signos de población en sus orillas: chozas y bordas para el ganado y también alguna casería aislada.
Ya en el valle, el camino condujo al jinete hacia un poblado que parecía ser importante, ya que estaba rodeado por una muralla de piedra con la puerta abierta. Y entró para asegurarse de cuál era el mejor camino para ir a Quejana, destino final de su viaje. Dos guardianes le dieron el alto de inmediato.
—Soy correo del rey y llevo cartas para el señor de Ayala. Decidme qué camino he de tomar para llegar cuanto antes a Quejana.
—Yo os lo indicaré, señor —le dijo el más joven de los dos—. Seguidme, si lo tenéis a bien.
El soldado guio al jinete por la calle principal del poblado y, al final de la misma, llegaron a otra puerta, de la que partía un camino paralelo al curso del río.
—Gracias, amigo, por tu ayuda. No podré decir que en Orduña estén faltos de gente presta a auxiliar. Y ahora, decidme, ¿por dónde he de ir para llegar a Quejana?
—Lo tenéis muy sencillo, señor. Seguid este camino hasta que paséis el poblado de Amurrio y os acerquéis al de Luyando. Entonces ya estaréis en tierras de Ayala. Encontraréis un molino a vuestra derecha. Frente a él, al otro lado del camino, sale una amplia senda que llaman el camino de Respaldiza. Seguidla y en poco tiempo habréis llegado a una casa que hay a su vera. Es la casa que llaman del Laurel. De ella sale una senda, la senda de Quejana. Al final de la misma está la torre de los Ayala. No tenéis pérdida, mas si os desorientáis, cualquier persona que halléis os indicará su camino.
No necesitó el correo nuevas instrucciones. Aún no se había puesto el sol cuando avistó el torreón de Quejana. En su parte más alta ondeaba nuestro pendón, el pendón de los Ayala, señal de que, en aquellos momentos, su señor, Fernán Pérez de Ayala, mi padre, se encontraba dentro de él.
La llegada del jinete fue avistada enseguida. Se identificó en el portón de entrada con un grito:
—¡Abrid al correo real!
No tardó en serle franqueada la entrada. Se apeó de su caballo, lo confió a uno de nuestros criados y se dirigió a quien por su porte le parecía el jefe de la guardia.
—Llevadme ante don Fernán Pérez de Ayala, pues traigo cartas del rey para él.
—Seguidme entonces.
El jefe de la guardia le guio por un dédalo de escaleras y pasillos, hasta llegar ante la puerta de una antecámara.
—Esperad que anuncie vuestra llegada.
Tras esa puerta cubierta por un pesado cortinaje nos encontrábamos mis padres, dos de mis hermanos menores y yo. Tengo muy vivo el recuerdo de mis padres en aquella época. Él tenía a la sazón algo menos de cuarenta años. Era un hombre bien constituido cuyo rostro, atezado y poblado de una barba negra en la que ya se veían algunas hebras de plata, indicaba el mucho tiempo que pasaba al aire libre. Debajo de sus vestiduras se adivinaban unos miembros bien desarrollados por el continuo ejercicio de las armas. Para estar en casa, se cubría con una vestidura larga hasta los pies y sobre ella, un manto de lana recogido con el brazo izquierdo; solía llevar las manos metidas en guantes de piel de cordero.
Mi madre tenía dos o tres años menos que él y, aunque eran evidentes las señales de sus embarazos, mantenía el frescor en la piel de su cara. Sus ojos profundos se veían inundados en aquellos momentos por la inquietud que le había producido la presencia del correo real. Llevaba una toca castellana ajustada a la cabeza y al cuello que cubría prácticamente todo su cabello. Vestía igualmente un manto amplio de paño que le llegaba hasta los pies, en cuyos bordes se abarquillaban los pliegues de una roda brillante.
—Señor —dijo el correo, y avanzó hacia mi padre mientras le alargaba un pliego sellado—, vengo en nombre de nuestro rey don Alfonso de Castilla y León y traigo un mensaje para vos.
Mi padre rompió los sellos del pergamino, pasó una rápida mirada por el texto y se dirigió a nuestro mayordomo.
—Procura descanso y cena a este hombre que debe venir agotado del viaje.
Después volvió al mensaje real y repasó su contenido.
Alfonso, rey de Castilla, de León, etc. A todos los que ostentan señorío en nuestros reinos.
Sabed que el infiel benimerín amenaza a los hombres y las tierras de nuestros reinos. Ha desembarcado en las playas de Tarifa, ciudad a la que ha puesto cerco. Sabed que si Tarifa cae en sus manos, intentará conquistar primero Jerez y Sevilla y después todos los reinos cristianos.
Os conminamos en nombre de Dios a que unáis vuestras tropas en santa cruzada, predicada por nuestro Santo Padre, el Papa, a las que nuestros amigos y aliados, los reinos de Portugal y Aragón, han mostrado su adhesión.
Acudid con presteza a la ciudad de Sevilla, nuestro lugar de reunión antes de atacar a los enemigos de nuestra fe cristiana y de nuestros reinos. Os encomendamos gran presteza en cumplir nuestras órdenes.
Cuando levantó la vista de la carta del rey, se encontró la mirada ansiosa e interrogante de todos nosotros. Mi padre emitió un pequeño suspiro antes de explicarnos el contenido de la misiva.
—Sí, mujer. Hay campaña contra los moros en Andalucía y el rey nos convoca a cruzada contra el infiel. Habré de salir cuanto antes, así que ordena a los criados que me preparen todo el avío para esta empresa.
Mi madre estaba ya acostumbrada a las grandes ausencias, que por razón de guerra o de otras misiones obligaban al señor de Ayala a apartarse de su casa y de su familia. Se santiguó musitando una plegaria y llamó a las criadas. Yo sentí dentro de mí un cosquilleo provocado por mi imaginación, a la que vinieron las narraciones de mi padre sobre las luchas con los moros invasores.
Mi padre hizo leva entre los hombres más aptos para manejar un arma que había en las tierras de nuestro señorío y se puso en marcha al frente de ellos con dirección a Sevilla. Esta vez le había costado un tanto al señor de Ayala obedecer al rey. Nos dejaba en Quejana a su mujer, embarazada de cinco meses de quien sería mi hermano Diego, y a mí, con ocho años, junto a mis tres hermanas, que me seguían en edad y miraban a nuestro padre sin comprender por qué se había vestido con aquella formidable armadura que le daba un aspecto tan sombrío.
Unos días antes, yo había porfiado con él.
—Padre, ¿por qué no me lleváis con vos? Tengo ya casi nueve años. Ya soy mayor y no puedo quedarme aquí.
Mi padre sonrió al oír mi pretensión y verme tan decidido.
—Pedro, no tengas prisa por venir a la guerra. Aún no estás preparado para ello. Mas, no te preocupes, tendrás holgadas ocasiones para ejercer tus armas.
—¿Y no me lleváis ahora, padre? No tendréis que avergonzaros de mí.
Antes de contestarme me puso la mano en la cabeza.
—¿Quién va a defender a tu madre y a tus hermanas hasta que yo vuelva? Pedro, te necesito aquí, en Quejana, mientras esté fuera.
Llegado el día de la partida, el señor de Ayala desapareció de nuestra vista acompañado por su mesnada ayalesa. Le hubiera gustado hacer aquel largo viaje con Juan Núñez de Lara, señor consorte de Vizcaya por su matrimonio con María Díaz de Haro[1]. Pero el rey había encomendado a este la construcción de unas naves destinadas al bloqueo que la flota castellana había establecido en Gibraltar para impedir la ayuda de los benimerines de Marruecos. Por ello, el de Vizcaya no pudo partir hacia Sevilla sin cerciorarse de que las naves que se habían construido en sus astilleros estuvieran ya dispuestas para trasladarse a las aguas del estrecho.
En aquella época de luchas entre los señores que eran cabeza de linajes siempre había habido una buena entente entre los señores de Vizcaya y los de Ayala, a pesar de que ambos compartían límites territoriales. Las disputas por las lindes se desarrollaban civilizadamente, sin lucha, y no les era difícil llegar a un acuerdo, lo cual hablaba de las cualidades diplomáticas de mi padre en contraposición a la vida agitada que había llevado Juan Núñez de Lara.
Este, ocho años antes, se había aliado con el díscolo infante Juan Manuel para no acudir a la coronación del rey Alfonso en Burgos, lo que motivó la ira del monarca, quien, ante este desacato, quiso meter en cintura a los disidentes. El de Lara se hizo fuerte en su villa de Lerma, pero se vio obligado a rendirse y pedir clemencia al rey, que este le concedió. Pero poco le duró el arrepentimiento, ya que al año siguiente volvió a enfrentarse al monarca y de nuevo se refugió, esta vez con su mujer María Díaz de Haro, en Lerma. Tras cinco meses de sitio, cuando hubieron agotado las últimas reservas de alimentos, volvió a rendirse. Las crónicas dicen que ambos esposos salieron de la villa con los signos del hambre marcados en sus caras y sin apenas vestidos con qué cubrirse. A pesar de su reincidencia, Alfonso fue magnánimo con ellos y aquel mismo día les invitó a su mesa, donde los esposos pudieron saciar el hambre atrasada.
El rey restituyó su confianza al de Lara y, en una brillante ceremonia, le armó caballero y le nombró alférez mayor de Castilla, en cuyo cargo mantuvo su fidelidad en lo sucesivo. Todas estas vicisitudes tuvieron lugar un año antes de la invasión de los benimerines.
Juan Núñez de Lara condujo hasta Cádiz las naves construidas en Vizcaya, las dejó al mando del almirante Pedro de Moncada y se dirigió a Sevilla, donde ya estaba mi padre con sus hombres. Allí, mientras esperaban a todas las tropas convocadas, los dos tuvieron tiempo de departir sobre los esfuerzos realizados por el rey Alfonso para formar una gran alianza de ejércitos cristianos coaligados con el propósito de arrojar a los granadinos y benimerines al mar para siempre.
—Avisado ha estado el rey Alfonso en suplicar al papa Benedicto la declaración de Santa Cruzada para esta contienda. Las oraciones y la bendición del Papa han sido providenciales.
—¿Por qué decís esto? —preguntó mi padre.
—En primer lugar, nuestro rey Alfonso ha conseguido zanjar sus diferencias con el rey de Aragón y tener su ayuda para combatir a los benimerines. El rey Pedro de Aragón ha puesto su escuadra bajo el mando de Pedro de Moncada para patrullar junto a la castellana el estrecho de Gibraltar y así cortar la retirada de los benimerines a África. Además ha conseguido la colaboración de los navíos genoveses de Bocanegra. De esta manera, Abul Hasán está imposibilitado para recibir refuerzos desde su reino de Fez.
—Y según me dijeron cuando hice etapa en Burgos, también se han agregado a esta alianza caballeros ingleses y franceses.
—No andaba descaminado quien tal os dijo. El rey Alfonso ha reunido un gran ejército. Desde que hace más de ciento veinte años se dio la batalla a los almohades en Las Navas de Tolosa, no se había conseguido una alianza tal entre los reinos cristianos.
—Muy eufórico os veo.
—¿No estáis confiado, señor de Ayala?
—Sí, mientras las voluntades de cuantos hemos sido convocados en Sevilla se mantengan unidas. Pero vos sabéis tan bien como yo que las alianzas son muy frágiles y que las más de las veces se quiebran con más facilidad de la deseada. En general, rara vez resisten a la primera disensión.
Nada respondió el de Vizcaya y escrutó la cara de mi padre intentando ver una alusión a su voluble conducta anterior con el rey. Pero como el de Ayala mantenía su semblante sereno, Juan Núñez de Lara llevó su conversación hacia temas más ligeros.
—¿Sabíais que los bastardos del rey, los hijos de Leonor de Guzmán, están tomando cada vez más realce en la corte de Castilla?
—Ayala está algo más aislada de la corte que vuestras tierras, y esas noticias no llegan con la misma facilidad. Pero no me extraña lo que decís, pues al fin y al cabo los hijos mayores que el rey ha tenido con su favorita, Leonor Núñez de Guzmán, tienen ya edad de poder servirle en las mesnadas de Castilla.
—No quebranto ningún secreto, pues es pública y notoria y no nace de ahora la afición del rey Alfonso por las bellas mujeres. Siempre ha sabido conjugar su política con una buena compañía en su lecho. Cuando mi suegro, al que llamaban Juan el Tuerto, ya sabéis, el hijo del infante don Juan y de doña María Díaz de Haro, la primera de las señoras de Vizcaya de este nombre, se alzó en rebeldía contra Alfonso en compañía de su primo, el infante don Juan Manuel, el rey le ofreció a este matrimoniar con su hija Constanza, que así sería reina de Castilla. Don Juan Manuel, atraído por la idea de ser suegro del rey y colocar a su hija en el tálamo real, hizo las paces y dejó al Tuerto en la estacada, a merced de la venganza real. Y en efecto, en Toro pagó su desafección con la vida.
—Nunca llegó a celebrarse aquel casamiento.
—No. En cuanto Alfonso conjuró el peligro de la alianza de los dos Juanes, devolvió a Constanza a su padre esgrimiendo que, como eran primos en segundo grado, no podía matrimoniar con ella. Luego, no tardó en casarse con María de Portugal, la hija del rey Alfonso IV. El desprecio hecho a Constanza le sentó muy mal a don Juan Manuel y volvió a alzarse contra el rey, aliándose esta vez con Álvar Núñez de Osorio, que para entonces había sido apartado de la privanza del rey a petición de varias ciudades descontentas con su prepotencia.
—¿Álvar Núñez no fue muerto después?
—Sí, y hay quien afirma por lo bajo que fue por orden real.
—¿Es posible?
—Dice el refrán, señor don Fernán, que cuando el río suena… El caso es que don Juan Manuel, que había sido desnaturado por el rey, creyó más prudente salir de Castilla y ofrecer sus servicios al rey de Aragón, donde fue bien acogido. De esta manera pudo librarse de la persecución real.
—Pero ahora don Juan Manuel ha hecho las paces con el rey Alfonso y se ha puesto a su servicio. Arbitraria conducta la del rey que, por el mismo motivo, perdona a unos y ajusticia a otros. Porque, al fin y al cabo, durante la regencia que compartió don Juan Manuel con Juan el Tuerto, de idénticos pecados podría acusarse a ambos y después, idénticas deslealtades cometieron.
—No es tan extraña esta conducta, mi señor don Fernán. Don Juan Manuel es un hombre importante en Castilla, hábil en buscar alianzas y con una gran capacidad de convocatoria entre sus gentes, mientras que mi desgraciado suegro carecía de una fuerza importante y era mucho menos hábil e inteligente.
Juan Núñez dirigió una media sonrisa irónica a mi padre y, como este meneara la cabeza con ambiguo gesto, el otro prosiguió.
—Al rey Alfonso no le interesaba tener la enemiga de don Juan Manuel, así que en la primera ocasión le ofreció su perdón y el infante no dudó en aprovecharla. Ya le tiene a su lado y ahora solo le falta atraer a su alianza al rey de Portugal, aunque esto es más difícil: está muy molesto por su hija María, tras ser abandonada como esposa por parte de nuestro rey.
—La noticia del abandono de la reina María sí llegó a Ayala con todos los detalles. Ya se supo que, antes de matrimoniar con María de Portugal, Alfonso conoció en Sevilla a Leonor Núñez de Guzmán, una mujer de gran belleza perteneciente a una familia muy importante de aquella ciudad.
—Alfonso conoció a Leonor hace doce años, cuando esta tenía dieciocho, aunque ya era viuda. Al parecer, el rey se ofuscó con su belleza, le hizo la corte, desplegó toda su elocuencia, fue pródigo en obsequios, la cubrió de joyas y la asedió sin tregua. Al final, venció su resistencia, si es que la hubo, porque el rey sigue siendo un hombre apuesto y galán a quien ninguna mujer haría ascos. En estos momentos la favorita real, según dicen, es dueña de grandes riquezas gracias a aquellos regalos, especialmente cuando nacía alguno de sus retoños. Leonor posee tierras y señoríos que va traspasando a sus hijos. El rey se fía mucho de su opinión; hasta tal punto que pocas cosas se hacen en Castilla sin que ella no lo sepa previamente.
—A pesar de esto, Alfonso se casó con María de Portugal.
—Sí, sí —dijo Juan Núñez—, pero este fue un matrimonio político. La favorita ha seguido manteniendo gran influencia dentro de la corte. Una prueba de ello ha sido lo bien parados que han quedado sus dos primeros hijos.
—¿Los gemelos?
—Sí, Enrique y Fadrique, que nacieron al mismo tiempo. Como sabréis, el primero fue adoptado por un caballero asturiano, don Rodrigo Álvarez de las Asturias, el conde de Trastámara, que era un gran amigo del rey Alfonso. El conde tomó un gran cariño al chico, pues hay que reconocer que este se hacía querer, y cuando tuvo cinco años le cedió en encomienda los lugares de Gozón y Sobrescobio. Aún más, cuando el de Trastámara murió sin hijos dejó todas sus tierras y toda su hacienda al infante Enrique. Pues bien, Leonor ahora ha conseguido del rey que también le sea reconocido el título de conde de Trastámara, Gijón y Noreña.
—Y para Fadrique, ¿qué ha conseguido su madre?
—Nada menos que el maestrazgo de la orden de Santiago, que lo ostenta desde hace unos años, a pesar de ser todavía muy joven.
—¿Y los demás hijos de Leonor?
—Son aún muy pequeños, pero en la corte se les trata con todo tipo de consideraciones, como si fueran hijos legítimos del rey. A pesar de esta influencia, Leonor no ha querido intervenir para que el rey repudiara a la reina, cosa que le aconsejó el infante don Juan Manuel, ni siquiera durante los años que esta estuvo sin poder dar al rey un heredero.
—En esto Leonor Núñez de Guzmán fue muy inteligente. El repudio de Alfonso le hubiera traído la enemiga franca y declarada del rey Alfonso de Portugal, amén de su descrédito personal y posiblemente un motivo para ganarse la ojeriza de la nobleza castellana, a la que Juan Manuel no dudaría en asociarse. Inteligente de veras Leonor, cuya relación con el rey sigue tan apasionada o más que al principio. Llama la atención que no hay detrás de Leonor ningún gran poder político. Pertenece a una buena familia, pero nada más.
—Sí; tan entusiasmada es la relación del rey con su favorita que esta le ha dado siete hijos[2], mientras que con su esposa legítima, la reina María de Portugal, solo ha tenido dos: el infante Fernando, que murió con un año, y el infante Pedro, su actual heredero. Claro es que el atender a doña Leonor no le debe dejar mucho tiempo ni muchas ganas para cumplir con la reina.
Mi padre se limitó a sonreír esta observación maliciosa de Juan Núñez de Lara sin contestar directamente a sus palabras.