De dónde y cómo el joven Pedro López de Ayala vivió sus primeros años de vida y de cómo inició su educación
Nací en la casa solariega de mis antecesores, ubicada en el pequeño lugar de Quejana, en el señorío de Ayala. Su territorio ocupa un valle acostado sobre las laderas de la cordillera de Sierra Salvada, en la parte más noroccidental de Álava, cerrado al este por los montes de Altube y al oeste por la peña Santiago, y que limita al norte con Vizcaya y al sur con la porción burgalesa más septentrional de Castilla.
Las estribaciones de las alturas que rodean Ayala forman minúsculos valles regados por infinidad de pequeñas corrientes de agua que van a confluir en los ríos Izoria y Nervión. Desde la más remota antigüedad, está cubierto por hayedos y robledales, alternando las zonas boscosas con campas y majadas dedicadas al pastoreo de bueyes, vacas y ovejas, mientras que en sus tierras de labor se cultivan cereales como el trigo y la cebada. Es rico también en árboles frutales: no faltan manzanos, perales, avellanos, nogales, castaños y emparrados, estos con su doble función de dar sombra a las portaladas de las caserías y proporcionar una uva agridulce en los últimos meses del verano.
Dos caminos principales cruzan Ayala. De norte a sur, el que une las poblaciones de Bilbao y Orduña, atravesando los pueblos de Amurrio, Luyando y Llodio en tierras alavesas y los de Miravalles, Arrigorriaga y Basauri dentro de Vizcaya; de este a oeste, el que baja de los altos de Altube cruza el camino anterior y recorre el valle del Izoria, pasando por Respaldiza hasta llegar a Arceniega. Estas dos rutas se ramifican en una red de estrechas veredas de montaña que se abren paso entre los estribos de las peñas Salvada, Altube y Santiago, por las que los caminantes pueden acceder a las tierras de los valles del Alto Ebro. Este tránsito, fácil en las estaciones más bonancibles, se torna difícil y penoso cuando las nieves invernales ciegan los caminos y los mantienen cerrados hasta los deshielos de primavera.
La agricultura y la ganadería de las praderías, la madera de los bosques de robles y castaños, los molinos de las orillas de los ríos proporcionan los medios suficientes a una población asentada fundamentalmente en las laderas de las montañas y en los pequeños núcleos de población de los valles.
Hasta el día de hoy, el valle de Ayala ha estado gobernado por una estirpe de señores cuyos orígenes, más o menos legendarios, se remontan a los tiempos primeros de la Reconquista. A este tenor, en las noches invernales, cuando las familias se reúnen al calor de la lumbre de los fuegos bajos de las chimeneas, no falta un anciano que recuerde la figura de mi antecesor, el primer señor de Ayala, el caballero don Vela, descendiente de la antigua familia de los reyes de Aragón y asentado en estas tierras por la donación que le hiciera el rey Alfonso VI de Castilla como premio a su participación en las guerras que mantuvo con el rey Sancho IV de Navarra.
Don Vela facilitó la afluencia de nuevos pobladores. Unos vinieron al valle procedentes de tierras vascongadas y le llamaron Jaun Velaco. Para los otros, los de tierras latinadas, era don Belaco. Murió con fama de santidad y desde entonces su sepultura, en la iglesia de Respaldiza, es muy visitada por la fama de milagrera que tiene entre los ayaleses.
A principios del siglo XIV, las luchas de banderizos eran frecuentes, bien para dirimir cualquier diferencia de lindes territoriales o simplemente por animadversión personal entre los jauntxos, palabra que en el leguaje vascón significa literalmente, «pequeño señor». Es el tratamiento que recibían los jefes de los clanes familiares.
Cuando quedó vacante la herencia del señorío de Ayala, su posesión se vio disputada, entre otros linajes, por los Yáñez de Guevara y los Pérez Motila. Este último apelativo derivó de la contestación que dio mi bisabuelo una vez que le preguntaron quién era, y él contestó «Motila», es decir, «Un muchacho».
Con motivo de la coronación del rey Alfonso XI en el monasterio de Las Huelgas de Burgos, fueron armados caballeros los hijos de mi abuelo, Pedro López de Ayala, Motila, que eran mi padre y mi tío Sancho. Este fue requerido por sus parientes para que tomara posesión del señorío de Ayala, por ser el primogénito. Mas sus rivales, los Murga y los Salazar, le hicieron la guerra y en ella murió Sancho García de Murga. Salazares y Murgas prometieron vengarse y una noche, en Llanteno, le tendieron una celada a mi tío, de resultas de la cual, a pesar de sus intentos por huir hacia Respaldiza, fue muerto cerca de esta población.
De esta lamentable manera vino a parar el señorío de Ayala a mi padre, Fernán Pérez de Ayala, el segundo de los hermanos. Treinta años después, era uno de los nobles de Castilla que gozó de la confianza del rey Alfonso. Mi padre fue el mejor hombre de todos los de su linaje. Durante toda su vida amó mucho a Dios y temió siempre ofenderle. Había nacido en Toledo en 1305, hijo de Pedro López de Ayala y Sancha Fernández Barroso. Según una costumbre familiar que se siguió al menos durante cuatro generaciones más, le pusieron el nombre de su abuelo, Fernán. Don Pedro López de Ayala fue adelantado mayor de Murcia hasta cerca de 1331, cuando murió en las luchas de la frontera árabe.
En contra de lo habitual en la época, mi padre no fue uno de tantos infanzones guerreros, cazadores y violadores de mujeres. Fernán Pérez de Ayala se educó en los palacios de los reinos de Castilla y de Aragón y de los papas de Aviñón, y acabó siendo un cortesano fino de espíritu y un sagaz diplomático. Un hombre que, sin desdeñar el arte de la guerra, gustaba de la lectura y aun de la escritura. Siempre afirmaba que estar en paz era más provechoso para las tierras y para los hombres que las guerras y, en virtud de ello, trató siempre de acudir a la concordia antes de desenvainar su espada, como pudo demostrar años más tarde cuando el rey de Castilla le envió a pacificar las Encartaciones.
Durante una de sus estancias en el palacio de la reina Leonor de Aragón, la que fue hermana del rey Alfonso XI de Castilla y segunda esposa del rey aragonés Alfonso IV, conoció a una doncella «rica hembra» que estaba al cuidado de la reina, llamada Elvira Álvarez de Cevallos, hija primogénita de Juana García Carrillo y de su marido Díaz Gutiérrez de Cevallos, almirante de Castilla durante el reinado de Fernando IV, y que después sería mi madre.
Toledana de origen portugués, mi madre era sobrina del obispo Pedro Gómez Barroso, un político, historiador y gran escritor que llegó a ser arzobispo de Sevilla. Ella aportó al matrimonio tierras, palacios y torres en la llamada Asturias de Santillana y proporcionó a mi padre una familia de once hijos, entre varones y mujeres, que se prolongó en cuarenta y seis nietos y ocho biznietos.
Fernán no solo mantuvo los cimientos del linaje de la casa de Ayala, sino que a lo largo de su vida amplió su hacienda y aumentó su influencia en la corte de Castilla. En 1332, el año en que yo nací, ya había tomado posesión de nuestra casa solariega de Quejana. Aquel año los cofrades de Álava, entre los que se hallaba mi padre, habían decidido disolver la Cofradía de Álava, organización política nobiliaria cuya existencia les estaba creando más problemas que satisfacciones.
Además de un hombre culto, mi padre era un experto en genealogía y buen conocedor del derecho consuetudinario ayalés. Escribió la genealogía de la casa de Ayala en 1371 y redactó el Fuero de Ayala en 1373, código normativo que tuvo una gran trascendencia en nuestra tierra.
Mi padre perteneció a la nueva nobleza que aparece en el servicio de Castilla; obtuvo donaciones en tierras y rentas y engrandeció nuestro blasón con la creación de mayorazgos y con una hábil política matrimonial. Así casó a tres de mis hermanas con vástagos de la nobleza castellana. A Mencía con Beltrán Vélez de Guevara, a Aldonza con Pedro González de Mendoza y a Leonor con Hernando Álvarez de Toledo. La alianza con los Guevara y los Mendoza respondía a una política de buena relación con los señoríos vecinos. Pero no se olvidó de consolidar sus relaciones con las tierras meridionales de Castilla y fraguó el enlace de mi hermana Leonor con Hernando Álvarez de Toledo. De todas estas alianzas, la más anudada fue la realizada con los Mendoza. A lo largo de una parte importante de mi vida tuve la suerte de tener muy cerca a mi cuñado Pedro, con quien mantuve una relación fraternal.
Por aquella época, mis padres habían decidido construir una mansión en Quejana, junto al cenobio de San Juan, habitado por monjas dominicas, que convirtieron en monasterio con la intención de que fuera nuestro mausoleo familiar.
Así es que yo vi la primera luz de este mundo en la que ya era nuestra casa solariega de Quejana, en el año 1332. Aprendí las primeras letras con Juan Fernández de Arroyabe, nuestro ayo y capellán de la familia, mientras mi madre vigilaba muy de cerca nuestros primeros pasos para iniciarnos en una religiosidad que llenaba entonces toda nuestra vida, basada en el amor y el temor de Dios.
Desde niño, admiré mucho a mi padre. No me cansaba de preguntarle por su vida militar y le escuchaba con atención cuando narraba los preparativos y la disposición de los ejércitos en el campo de batalla, las acometidas y los lances entre los caballeros, las luchas de los infantes, los toques de trompetas, el redoble de los timbales…
Una noche, cuando ya los hijos nos habíamos retirado a descansar, mi madre le contó a mi padre los comentarios de Juan Fernández de Arroyabe acerca de mí. Yo, que no había conseguido dormirme, pude escuchar toda su conversación. Según nuestro ayo, yo era un chico despierto y curioso, un alumno diligente y trabajador, siempre con ganas de instruirme.
—Maese Juan me ha dicho que, dentro de poco tiempo, habrá enseñado a Pedro cuanto puede aprender con él, y que, si queremos darle una educación apropiada para que sea algo más que un guerrero, tendríamos que pensar en sacarlo de casa para que complete su instrucción.
—¿Te ha señalado cuál sería el lugar adecuado para Pedro?
—Nos sugiere que confiemos a Pedro a nuestro tío, al obispo Gómez Barroso. Él sabrá mejor que nadie del sitio oportuno.
Mi padre nada tuvo que objetar al consejo del capellán.
Monseñor Pedro Gómez Barroso ocupaba a la sazón el obispado de Sigüenza y había fundado una escuela palatina regida por eclesiásticos procedentes de las Universidades de Salamanca y de Palencia, donde se encargaban de la formación de los hijos de las familias nobles de Castilla destinados no solo a ocupar puestos en la jerarquía de la Iglesia sino también en la vida de la corte castellana. En el tiempo que había ocupado la sede de Cartagena, Barroso mereció el aprecio del rey Alfonso XI, quien lo incluyó entre sus consejeros. Luego llegó a ostentar la dignidad de cardenal y en 1327 fue legado papal en la Corte de Castilla.
El parentesco del obispo con nuestra familia residía en ser hermano de mi abuelo materno. Mi tío abuelo, desde que yo era muy niño, me había dado muestras de su simpatía y, como supe más tarde, en más de una ocasión había manifestado a mis padres sus deseos de que me dedicaran al servicio de la Iglesia, donde me auguraba un brillante porvenir.
Tras esta conversación entre mis padres, el obispo Barroso anunció una de sus frecuentes visitas a nuestra casa. Cuando llegó, monseñor quiso que me llevaran a su presencia y me recibió con gran amabilidad y deferencia. Me hizo muchas preguntas a las que debí responder con bastante satisfacción por su parte ya que así lo manifestó a mis padres.
—Es un muchacho despierto e inteligente. Creo que tiene muy buenas disposiciones y podrá ocupar los puestos más altos donde quiera. Será uno de los mejores alumnos de cualquier institución docente. Estoy deseando tenerle conmigo.
—¿Qué proyectos tendríais para él?
—Mi deseo con respecto al muchacho es muy ambicioso y puede que para vosotros sea doloroso, pues supondrá que el chico esté alejado de Quejana durante bastante tiempo.
El obispo quería que yo me fuera con él a Aviñón para ingresar en una de las escuelas universitarias más acreditadas de la ciudad de los papas, donde pudiera hacer primero una licenciatura y después un doctorado en letras y leyes. Tanto para mi madre como para mi padre fue muy duro tomar la decisión de confiar al obispo mi educación, pero el interés que puso en desplegar ante sus ojos todo el extenso programa de formación que iba a seguir de allí en adelante acabó por convencerles. No quedaba más que hablar conmigo, disponer mi equipaje en un par de baúles y ponerme en camino.
Mi padre designó a Martín de Arceniega, uno de nuestros más fieles sirvientes, el papel de ser mi cuidador y paje durante el tiempo que estuviere fuera de casa.
—Confiad en mí, mi señor don Fernán. Velaré por vuestro hijo noche y día.
—Gracias, Martín. Sé que lo harás.
Ante la perspectiva de la próxima separación de su primogénito, mi padre aprovechó hasta el último segundo del tiempo que quedaba para formarme en el manejo de las armas, perfeccionar mi monta a caballo y prepararme para el trato con los que iban a ser mis compañeros de estudios.
A mí, la idea de abandonar Quejana me había desatado una reacción contrapuesta, ya que si, por un lado, salir de los escenarios conocidos de mi vida me producía una cierta turbación, por otro, las palabras del obispo, al describirme otros ambientes y otras personas más allá de mi valle natal, me atraían con gran fuerza.
Por ello, una tarde, me acerqué a mi madre con ánimo de calmar mis inquietudes y saber algo más concreto acerca de mi vida futura.
—Madre, ¿qué es lo que me van a enseñar en el lugar que me ha buscado monseñor Barroso que yo no pueda aprender aquí?
—Pedro, no basta con que seas un buen guerrero como es tu padre, o aún mejor que él. Debes saber y conocer mucho más aunque te parezcan cosas que no te servirán para nada. Para empezar, te enseñarán no solo a leer y a escribir, cosas que sabes porque tu profesor te ha instruido en ello sin salir de esta casa, sino a comprender todas las palabras de los textos que lees y a escribir de forma comprensible para todos. Después te instruirán profundamente en el conocimiento de la lengua latina y te iniciarán en la comprensión de los textos de la Biblia.
—¿Queréis que sea cura?
—¿Por qué lo dices?
—Como decís que he de estudiar latín y Biblia…
—Bueno, el que seas o no cura está en la mente de Dios. Pero sea o no ese tu camino, tú serás un caballero que debe saber algo más que montar a caballo y manejar las armas. Nuestro propósito es darte unos conocimientos que te permitan conocer e interpretar todas las leyes y los documentos importantes que en adelante lleguen a tus manos. Piensa que toda la correspondencia que se cruza entre los distintos reinos de la cristiandad se escribe en latín. En cuanto a los textos bíblicos, ten en cuenta que la Biblia es la palabra de Dios que todo buen cristiano debe conocer.
—¿Y además?
—Además, aprenderás el trívium y el quadrívium.
—¿Y eso qué es?
—El trívium, como su nombre indica, es el conjunto de tres artes que todos los hombres libres deben conocer para saber hablar con elocuencia. La gramática, que te servirá para ordenar bien las palabras al hablar y al escribir; la retórica, que es el arte de dar a las palabras la eficacia suficiente para hacer agradable y comprensible lo que dices y lo que escribes y, finalmente, la dialéctica, el arte de dialogar, argumentar, discutir y también de razonar. Todo esto te será de utilidad el día que quieras convencer a los demás de la bondad de tus palabras y de tus escritos.
—Y lo otro que me has dicho, ¿qué es?
—¿A qué te refieres? ¿Al cuadrivio?
—Sí, eso.
—El cuadrivio son cuatro disciplinas que constituyen los estudios que se imparten en todas las universidades, entre ellas la de Salamanca. Las cuatro son artes matemáticas: la aritmética, la música, la geometría y la astronomía.
Me quedé silencioso tras la explicación que me dio mi madre. Ella debió de notar mi desconcierto.
—Pedro, no te puede bastar con ser un buen guerrero. ¿De qué te servirá ganar una batalla si después, a la hora de hacer la paz, no sabes convencer no solo a tus enemigos sino tampoco a tus aliados? Pues para perder cuanto ganaste al precio de vidas y sangre en el campo de batalla. El buen guerrero ha de saber ganar las guerras en el combate contra sus enemigos, pero también ganar las paces a la hora de negociarlas. ¿Estás de acuerdo conmigo?
—Sí, madre, así será si así lo dices.
Unas semanas más tarde de esta conversación, el obispo Barroso se presentó en Quejana para recogerme y mantuvo una última conversación con mis padres.
—Quiero agradeceros vuestra disposición al confiarme la crianza y la educación de Pedro, vuestro primogénito. He pensado que vuestro sacrificio debe tener una compensación.
Ellos se miraron en silencio sin decir nada esperando que el obispo terminara de expresarse.
—El precio de la educación de Pedro, mientras esté en la corte del Papa, no será escaso, pero ya he pensado cómo organizar todo para que no desembolséis ni un solo maravedí.
—¿Cómo lo haréis, si nos permitís preguntároslo? —inquirió mi madre.
—Muy sencillo, querida Elvira. En estos momentos el arzobispado de Toledo tiene dos canonjías libres, una en la catedral de Palencia y otra en la de Toledo. He pensado proponer al señor cardenal, don Gil de Albornoz, que nombre a Pedro para que ocupe cuanto antes una de ellas. ¿Qué os parece?
—Pero, señor, eso obligará a nuestro hijo a tomar el estado clerical, y nosotros no…
—¿No deseáis que sea clérigo?
—No, no; no es eso, señor —replicó mi padre—. Pero dado que es nuestro primogénito, nuestros planes respecto a él eran otros. Aceptamos con agradecimiento vuestra proposición, aunque preferiríamos esperar unos años, para cuando Pedro tenga una edad que le permita elegir con más elementos de juicio.
—Si Pedro se decidiera en el futuro seguir la carrera eclesiástica, yo le auguraría un gran porvenir y estoy seguro de que podría ocupar cualquier sede episcopal en Castilla, sin excluir ninguna, sea Toledo, Sevilla o Burgos. Y estoy de acuerdo con vosotros en que esta determinación puede quedar para más adelante. Mientras tanto, sabed que para ocupar cualquier canonjía no hace falta haber recibido previamente las órdenes mayores. Y así podrá disfrutar de unas rentas que le servirán para cubrir holgadamente todos sus gastos personales mientras esté estudiando en Aviñón.
Durante mi estancia en la espléndida corte papal de Aviñón, adquirí un refinamiento en mis maneras, una reflexiva cortesía y un profundo conocimiento de los idiomas europeos, sobre todo el latín y el francés, que tan necesarios eran en la diplomacia. Sabiendo de mi innata curiosidad y del humanismo del que durante toda su vida hizo gala el futuro cardenal Barroso, es fácil intuir que recibí de él cuanto un joven como yo pudiera desear. Sobre todo, tener un fácil acceso a su biblioteca, donde se encontraban los volúmenes que contenían los textos de san Gregorio, de Boecio, de Séneca, o de otros autores clásicos en la formación que la Iglesia proporcionaba a sus elegidos.
Pero los planes del obispo con respecto a su sobrino nieto no tuvieron continuidad. Al terminar mi educación en Aviñón, le manifesté que mi deseo no era que la Iglesia tuviera en mí un purpurado, sino que más bien preferiría convertirme en un diplomático y un hombre de armas.