Empieza el SEGUNDO TIEMPO señalándose su comienzo por el mismo procedimiento de iluminar la escena, que adquiere la tonalidad de antes, pero viéndose alumbrado, además, el interior de la vivienda por los dos candelabros que hay encima de la cómoda. Ya hemos dicho que falta la parte derecha de la fachada. De modo simultáneo, se intensifica la luz de la calle y la del interior, va perdiendo fuerza la de la platea hasta llegar a la oscuridad, y se oye la voz, creciente, de
GUMERSINDO
¡Óiganme!
Esto no puede quedar así…
¡Ustedes no deben, no pueden, condenarme sin oírme!
¿Por qué nadie habla?
Respóndanme.
Díganme algo.
¡Incrépenme!
Llámenme canalla, crápula, cualquier cosa, pero díganme algo, por amor de Dios.
(En este momento irrumpe en el saloncito, saliendo de aquella parte del pequeño «hall» que la fachada existente nos impide ver. Continúa dirigiéndose a personas que sólo en hipótesis están allí.)
¡Por amor de Dios, Dulce!
(Suplicante.)
Dulce…
Comprende, Dulce.
Fue una locura, pero la vida era intolerable.
Era intolerable para mí.
No podía soportarla.
Y quiero saber algo de mis hijos.
Tengo derecho a una explicación.
¿Y qué hace ese señor doctor don Federico, dentro de mi casa?
Debiera contentarse cortejando a mi mujer fuera de mi casa.
De esta casa; de este hogar.
Respetar el techo de lo que un día fue hogar. Cállate; no digas nada.
Quiero saber dónde estuvieron ustedes.
Quiero saber de dónde han vuelto ustedes.
Quiero saber; saberlo todo.
¡Terminó este maldito silencio!
¿Dónde está Lolita, Dulce?
Te lo pregunto por última vez.
¿Dónde está Lolita?
¿Y Ricardín?
¿Qué se ha hecho de Ricardín?
(Rabioso y sarcástico.)
¡Ah, comprendo! Es natural.
Internaste a mis hijos para poder despacharte más a placer con tu amante…
¡Pero esto no quedará así!
Sois demasiado listos.
Me hiciste la vida intolerable, para conseguir que yo abandonase mi casa y mis hijos…
¿Para qué?
Contesta.
¿Para qué?
(Furioso.)
Y usted no se meta en esto, doctor Federico. El señor no tiene nada que ver con todo esto.
¡Cállese!
No.
Hable.
Diga algo.
¡Hable!
¡Ah! ¿No quiere hablar?
Pues yo lo descubriré todo.
¡Todo!
Aunque tenga que demoler la casa entera, teja por teja, ladrillo por ladrillo, piedra por piedra…
De cuanto ustedes hayan hecho habrá quedado un tufo, un rastro, una perfidia, una carta, una confesión, una mancha; ¡algo!
Y esta es mi casa.
Pueden salir.
¿Han oído?
Pueden salir.
A la calle.
¡A la calle!
Miserables.
Metidos a «snobs».
Metidos a «blasés».
Metidos a intelectuales.
¡Váyanse al infierno ustedes y Chopin!
Y la Señora del Mar,
y Rabindranath Tagore,
y Geraldy,
y las momias,
¡y el diablo que os lleve a todos!
¡Egoístas!
¡Cínicos!
¡Hipócritas!
(Empieza a revolver en los cajones de la cómoda. Reúne papeles y otras cosas que va metiendo en uno de ellos, para llevarlo después hasta el banco de mármol que utilizó en el primer tiempo.)
¿Han visto ustedes?
(Dirigiéndose a los espectadores.)
¿No lo han visto?
(Coloca el cajón en el suelo.)
¡Después de todo lo que he llegado a hacer por Dulce!
Presentarse ante mí con ese sujeto, en mi propia casa, ¡a mi propia cara!…
¡Sinvergüenza!
Lo que me vale es que ustedes están presenciándolo todo y ven claramente que yo no tengo la culpa.
¡Ah. pero yo he de descubrirlo todo!
Aún hay justicia en este mundo.
Y he de demostrar todo lo que aconteció en esos siete años.
En tanto que yo sufría, ella estaba aquí, escuchando las serenatas y los madrigales del doctor Federico.
¡Doctor Federico!
Doctor, ¿en qué?
Aquí todo el mundo es doctor.
¿Doctor en qué?
Usted, señor, ¿lo sabe?
¡Ni yo!
Doctor en poemas de Geraldy.
Doctor en bombones con relleno de almendras o licor.
¡¡Doctor!!
(Furisoso.)
Ante mí.
¡Delante de mí!
¡¡En mi propia casa!! .
(Volviéndose hacia donde se supone que estaban, aunque sólo en la mente de Gumersindo, Dulce y Federico.)
¡Cínicos!
¡Malvados!
¡Miserables!
(Sacando papeles del cajón que tiene a sus pies y dejándolo en el suelo.)
Deudas, deudas… ¡Deudas!
¡Cómo sabía contraer deudas!
Es verdad que el dinero no era mío…
Era de su padre.
¡Pero ella tenía el deber de pensar en el porvenir de nuestro hijos!
¡Deudas!
(Coge un tarjetón.)
«Boletín del Instituto Polifacético de Cultura».
«Alumno: Ricardo Tavares».
Ricardín; mi niño.
«Tercer trimestre».
«Gramática: Ocho y medio».
Buena nota, ¿verdad?
(Ya interesado, sosegado y tierno.)
«Historia: Nueve».
«Inglés…».
(Conmoviéndose.)
Miren… Ricardín, hablando inglés.
«Inglés: Nueve y medio».
¡Cómo pasa el tiempo!… ¿No es cierto?
No sé si a todos los padres les ocurrirá lo mismo, pero yo tengo la impresión de que mis hijos han crecido repentinamente.
¡Hablando inglés!
(Ríe quedamente, conmovido.)
¡Ricardín hablando inglés!
Es el fin del mundo.
(Prosigue leyendo el «Boletín».)
«Ciencias: Diez».
Talento.
Salió al padre.
(Sublevándose al recordar.)
Pero aquella patineta me hacía la vida insoportable.
¡Fuuuuuuuuuiniiiiiniii!
¡Fuuuuuuuuuiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!
¡El día entero!
Después la escarlatina,
las paperas,
la viruela,
el sarampión,
la coqueluche,
¡y el diablo que cargue con todo!
(Furioso.)
El rapaz parecía tener un contrato de exclusiva con el representante de todos los microbios.
(A un espectador; ya más sosegado.)
Su hijo, ¿tiene patinete?
(Volviendo a mirar el «Boletín».)
«Canto orfeónico: Tres».
(Furioso otra vez.)
Esto es.
Si lo estoy diciendo.
Qué manía de enseñar canto orfeónico en las escuelas… ¡Cosas de melómanos!
¿Para qué sirve el canto orfeónico?
(Leyendo el «Boletín».)
«Matemáticas: Cero».
¡Ah! Es natural.
¿Es que es posible que nadie sea capaz de estudiar con las malditas reuniones de Dulce?…
Y, además…, ¡matemáticas!
¡Quieren meter tal cantidad de cosas en el meollo de una pobre criatura!…
(A un espectador.)
Caballero: ¿recuerda usted, por casualidad, la fórmula de las ecuaciones de segundo grado?
¿No la recuerda?
Claro…, es natural.
Permítame que yo intente…
AB más o menos de la raíz cuadrada de… ¡Del diablo que cargue con no sé qué!
No es nada de eso.
La culpa no es del chico.
Yo soy partidario de la pedagogía con gran base psicológica…
Es preciso comprender al niño.
Estimular al niño.
Prestarle apoyo, darle confianza, cariño, ternura, protección.
De haber estado yo en casa, Ricardín —óiganlo ustedes bien— nunca, nunca hubiera sacado cero en matemáticas.
¡Canto orfeónico!
¡Al diablo!
(Coge otros papeles.)
Telegramas…, telegramas…, telegramas…
Una carta.
¡Esto es lo que yo estoy buscando!
Una carta de Federico a Dulce.
Radiografías…
Cuentas…
Recetas…
Un retrato…
(Contempla la fotografía y empieza a reír sin parar, con risa nerviosa, interminable. La incredulidad asoma a su rostro.)
No es posible.
No es posible.
¡No es posible!
Lolita casada.
¡Mi hijita casada!
(A una espectadora.)
¿Lo ve usted, señora? ¿Es o no es verdad?
Todo lo han hecho sin consultarme a mí.
A mí.
Al padre.
A fin de cuentas yo soy el padre.
Quizá no sea un padre tan bueno como el señor…, o como el señor…
Pero soy un padre.
Si es una niña aún. ¡Santo Dios!
Casaron a una criatura de diez…
(Corrigiéndose precipitadamente.)
… de diecisiete años.
Seguramente Federico fue el padrino de boda.
Es insinuante, obsequioso, hábil, sutil, refinado.
¡Y Dulce es tan infantil…!
Se deja arrastrar por el primer cretino que aparece. ¡Si lo sabré yo, que soy su marido!
¿Y si el marido de mi Lolita no fuese cabal?
¿Si la abandonara? ¿Si huyese?
Sí… Porque hay de todo en este mundo.
El señor comprende, ¿no es verdad?, hasta qué punto llevo razón. ¡Ocurren tantas cosas!
Después un sujeto estrangula, pega dos tiros a su mujer y pasa a ser un asesino, un criminal, un enemigo de la civilización, condenado por cielo y tierra.
Dulce tendrá que rendirme cuentas de lo que haya sido de mi Lolita.
¡Claro…! La niña estaría perturbando a la Asociación Femenina…
(Su indignación crece por momentos.)
¡Claro! Perturbaba sus amoríos con el doctor Federico.
No podría comer bomboncitos de licor, con la chiquilla al lado, y…
¡Claro…!
Entrega a Lolita al primer imbécil que pasa.
(Vuelve a mirar la fotografía.)
Lo malo es que yo no conozca al marido de Lolita.
(Baja a la platea y va a consultar con una espectadora. Le enseña la fotografía. Además del retrato, lleva consigo algunas cosas más y papeles.)
Tiene cara de buena persona, ¿no es así?
Y todo sin consultarme.
(Lee en un pedazo de papel.)
«Tu risa cristalina tiene facetas desconocidas…».
Esto es mío.
¡Lo escribí hace ya tanto tiempo!
(Leyendo en otro papel.)
«Tres camisas; dos toallas…».
La cuenta de la lavandera.
(Súbitamente se ilumina su fisonomía con alegría. Encontró su propio retrato y lo enseña a todo el mundo.)
Mi retrato.
Vean ustedes mi retrato.
Vean el retrato de un hombre feliz.
Mi vera efigie.
Mi vera efigie… de tiempos atrás.
(Vuelve a tener en las manos la carta.)
Esto.
Esto es.
Esto es lo que yo quería enseñarles a ustedes.
La carta de Federico a Dulce.
(Sublevado.)
¡Cínicos!
(En este momento GUMERSINDO está recostado al pie de la escalerilla del escenario. Empieza a leer la carta.)
«Mi querida Dulce:»
(A los espectadores.)
¿Oyen ustedes bien?
¿Ha oído usted, señor?
¿La señora?
Muy agradecido.
«Mi querida Dulce:»
¡Querida!
¿Comprenden ustedes?
«Debiera existir un diccionario de silencio, de palabras inexistentes; palabras nunca pronunciadas, palabras nunca dichas».
¡Diccionario de silencio!
¡Diccionario de sinvergüenza!
¡El muy canalla!
«Hace siete años que Gumersindo la tiene sin noticias suyas, y usted, querida Dulce…».
Querida Dulce, ¿comprenden?
«… y usted, querida Dulce…»
¡Querida Dulce…!
«… siempre buena, siempre dedicada al recuerdo del crápula aquél…»
El crápula soy yo.
«… que se fugó con una cualquiera y que dilapidó todo su dinero; todo el dinero que pertenecía a usted, Dulce, en las ruletas de Montecarlo…».
Quien perdió no fui yo.
Fue Eurídice.
«Solamente yo conozco su dedicación, lo que ha sufrido por Gumersindo y el gran amor que siente usted por él».
¿Amor por mí?
Ja.
¡Ja!
¡¡Ja!!
«Llegó el momento de pensar en nosotros. Piense un poco en nosotros, Dulce. Su constante, Federico».
(Plenamente furioso.)
¡Pensar en ellos!
¡Cínicos!
¡Egoístas!
¡Hipócritas!
Pensar en ellos mismos cuando yo, yo, iba derrotado, mientras soportaba estoicamente las pérdidas de la ruleta, cuando Eurídice me abandonaba dejándome triste y solitario.
Pensar en ellos mientras yo sufría el hambre, la tortura moral, la desgracia de no poder ver a mis hijos…
¡Pensar en ellos!
¡Llegó la hora de pensar en ellos…!
¡Miserables!
(Algo tranquilizado, relee la carta.)
«Solamente yo conozco su gran amor por Gumersindo…»
(Creyendo descubrir algo importante, revelador.)
Esta carta fue escrita…, fraguada, ¡esto es!, fraguada, para que yo la encontrase y creyera lo que en ella se dice.
Supusieron que yo regresaría alguna vez, escribieron la carta y ¡vale!:
El imbécil será burlado.
El idiota tragará la píldora.
(Relee.)
«Solamente yo conozco su gran amor por Gumersindo».
¿Dónde estaba ese amor cuando yo vivía aquí? ¿Dónde?
(Continúa la lectura de la carta.)
«No llore más, Dulce. Ese bandido no merece ni una sola de sus lágrimas. Olvídelo. Ya ha sufrido usted bastante, mi querida Dulce».
(Furioso.)
¡Fíjense en los consejos de ese miserable!
Olvídelo.
¡Olvidarme a mí…!
Piensa que es fácil.
Ella tiene que acordarse, tiene que acordarse, ¡y mucho!, de todo lo que me hizo,
de lo que yo sufrí,
de la tortura por que pasé.
(Obsesionado, relee la carta.)
«Solamente yo conozco… su gran amor… por Gumersindo…».
(Conciliatorio.)
Bien.
No, no digo que ella no me amase.
Pero compréndanlo:
¿Cuál es el deber de una mujer que ama, cuando el hombre que ella ama se apasiona por una cualquie…
(Corrigiéndose precipitadamente.)
… por otra mujer?
¡Luchar!
Hacer algo para no perderlo.
Tratar de reconquistarlo.
¿Fue eso lo que ella hizo?
No.
Se encerró en su orgullo.
Quiso remontarse.
Procuró olvidar aturdiéndose en reuniones monótonas, en exposiciones sombrías, en los conciertos de la Sinfónica o de la Filarmónica.
(Lamentándose.)
Yo necesitaba una mujer que me dijera: «Gumersindo, esto es una locura. Esto es una locura, Gumersindo».
(Sublevado.)
Ella no movió un solo dedo para salvarme.
Permitió que yo mismo me enterrara.
Renunció.
Infame,
cobarde,
inmoralmente.
Consecuencia:
Me enterré hasta aquí.
(Humilde y nostálgico.)
Hasta el cuello.
Ahora he regresado.
Estoy de vuelta.
Estoy de vuelta de todo.
No es demasiado tarde para volver a empezar.
¡Sería tan maravilloso!
Tener a Lolita a mi lado.
Tener a mi lado a Ricardín…
A Ricardín… ¡hablando inglés!
Haw do you do, father?
(Irritándose.)
Pero ella…
No quiere hablar.
No quiere explicar nada.
Nada absolutamente.
¡No le da la gana!
¿Y el tal doctor don Federico?
Ese canalla siempre allí, como un perro fiel.
(Calmándose, coge un papel.)
Receta…
(Va cogiendo otras cosas.)
Radiografía de pulmón…
Receta de estreptomicina…
Doctor Martino, especialista…
El niño Ricardo Tavares…
(Preocupándose; asustado.)
Ricardín…, enfermo…
(A un espectador.)
Usted, ¿es médico, señor?
Doctor, ¿para qué se administra la estreptomicina? ¿Eh…?
(Afligiéndose.)
Doctor, ¿es algo de cuidado?
(Enseñándole la radiografía al espectador.)
Observe esta radiografía.
Es suya.
De mi niño.
Diagnostique…, por favor.
¿Es grave?
¿Es grave, doctor?
(Mira angustiado y asustado a su alrededor.)
¿Por qué están callados?
¿Por qué me miran así?
(Va reconstituyendo los hechos, lleno de angustia, mientras repasa otros papeles.)
Una cuenta…
«Sanatorio del Guadarrama…»
(Leyendo.)
«Cuenta del niño Ricardo Tavares…»
Ricardín…
La sierra del Guadarrama…
La Mujer Muerta…
¡Qué nombre extraño para una montaña…!
La Mujer Muerta…
Mi niño…
¡No!
Sierra de Guadarrama.
Frío.
Debe hacer mucho frío…
Mucho frío…
Estreptomicina…
Ricardín…
(Con angustia creciente.)
¿Por qué me miran así?
Yo no tengo la culpa de nada.
Yo no hice nada.
Ustedes lo han visto.
Yo ni siquiera estaba aquí.
¿Por qué no salvan a mi hijo?
(Gritando desesperado.)
¿Por qué están mirando?
¡Corran!
Ricardín está enfermo…
¡Enfermo!
¡Mi hijito está enfermo!
(Mira con desvarío y habla muy quede.)
Mi hijo está enfermo.
Sanatorio…
Estreptomicina…
Frío…
(Observa sus manos, en las que todavía tiene papeles, telegramas…)
Telegramas…, telegramas…
(Lee, asombrándose y velando su cara una nube de tristeza y dolor.)
«… nuestro más sincero… pésame… fallecimiento inolvidable… Ricar…»
(Deja caer los brazos con desaliento y contempla la platea desfallecido, pasando a un estado de absoluta alucinación.)
Señora, ¡por favor…! No me mire así…
Yo no tuve la culpa.
Frío…
Hace mucho frío…
Dicen que, a veces, hasta nieva en los campos del Jordán.
(Alzando el tono para dirigir la palabra al escenario.)
¡Basta!
¡No tosas más, Ricardín!
Papá va en seguida.
Toma tu medicina…
(Volviéndose furioso hacia la platea.)
¡Bandidos!
¡Ladrones!
¡Eurídice, no juegues más en esa ruleta!
Son una partida de bandoleros.
(Dirigiéndose de nuevo, emocionado y lastimero, al escenario.)
¡Voy…! Voy Ricardín…
Pero no tosas más, Ricardín.
¡No tosas más, por el amor de Dios!
(Repentinamente se imagina que ve aparecer a Dulce en la salita y sube delirante de alegría al escenario.)
¡Dulce…! ¡Dulce!
¡Has vuelto, Dulce!
Yo lo sabía, Dulce…
Sabía que volverías.
¿Qué maleta es esa?
¿Vienes a recoger tus cosas?
Dulce…
Lo sé todo.
Ya sé que Lolita se casó.
Ya sé que Ricardín… ha muer…
Y sé que tú siempre me has guardado fidelidad… siempre…, siempre.
No te vayas, por favor.
(Suplicante.)
¡No me dejes solo, por el amor de Dios!
No me abandones…
(Cantando quedamente.)
Do not forsake me, oh, my darling,
on this our wedding day…
Do not forsake me, oh my darling,
wait, wait along…
(Hablando.)
¡No me abandones…! Yo te necesito, Dulce. Necesito tus palabras, tus cuidados…
(Dulcemente.)
«Gumersindo; aféitate, Gumersindo.
Gumersindo, ponte otro traje.
Gumersindo, descansa un poco…»
(Suplicando; casi en sollozos.)
Yo necesito tu pureza.
¡Tu grandeza de alma!
No me dejes, Dulce… ¡No me dejes!
(Otro tono.)
Dulce: Pide a Ricardín que deje de toser.
(Dirigiéndose de nuevo al hijo que él cree estar viendo.)
No tosas más, Ricardín.
¡No tosas más, por el amor de Dios!
(Estalla en desesperación y se revuelve enfurecido hacia la platea.)
¡Ladrones…! ¡Bandidos…!
Esa ruleta es una engañifa.
¡Quiero que me devuelvan el dinero de mi hijo!
¡Es una pandilla de ladrones!
¡No, Eurídice; no juegues más!
Todos son culpables.
Vosotros matasteis a mi niño.
¡Todos!
¡Asesinos!
(Desesperado; exasperado.)
¡Basta!
¡Paren!
¡No arrastren más piedras, por el amor de Dios! No es preciso.
No es preciso construir las pirámides, no. Ricardín, óyeme…
Óyeme, Ricardín…
¿Tienes frío?
¿Mucho frío?
Dulce; el «sweter» de Ricardín…
El azul.
Azul de Goya.
Hijo mío…, habla un poco.
Habla inglés, hijo mío…
Papá quiere oírte.
(Alucinado.)
¡Lolita!
¿Estuvo lucida la boda?
(Tararea la Marcha nupcial, de Mendelshon.)
“¡Tra, la, la, la… Tra, la, la, la…!
¿Marcha nupcial y todo?
(Gratamente sorprendido.)
¡Qué hermosura!
¿Te pusiste el traje de boda de tu madre?
¡El traje de novia de Dulce!
De nuestra boda…
¡Qué maravilla!
Y el sacerdote, ¿qué dijo?
«Cuida el hogar… Velar por los hijos. Construir un futuro de felicidad, de inmensa, de santa felicidad…»
Dulce, no me abandones.
No me abandones ahora, Dulce.
Podemos recomenzar.
Vida nueva.
¡Vida!
(Tararea la Marcha fúnebre, de Chopin.)
¡Basta!
¡La «Marcha fúnebre», no!
Yo quiero valses de Chopin.
¡Basta!
Podemos volver a empezar.
Ricardín se restablecerá.
¡Será maravilloso!
¡Será como antes!
Tan bueno, Dulce…
¡Tú y tus valses de Chopin…!
Y la declamadora:
«Ruega por los niños, Señora del Mar…» ¡Qué bonito, Dulce! ¡Fíjate qué lindo es!:
«Ruega por los niños…»
Será todo como antes… ¿Como antes?
«Sincero pésame…», ¿dónde he leído yo eso?
«… sincero pésame…»
¡Pésames! ¿Por qué, Dulce?
No, Dulce. ¡No es posible!
Los niños no mueren nunca.
No deben morir…
(Señalando a un espectador.)
¿Qué hace usted aquí? Dejó, abandonó a su esposa y a sus hijos en casa y se vino solo, ¿verdad?
¿Que su vida es un infierno?
¿Intolerable?
¡Ah! ¿También en su vida se interpuso una Eurídice, no?
Para salvar a los hijos es preciso terminar con todas las Eurídices del mundo.
¿Quién cuidará de sus hijos?
¿Quién va a mantener su hogar?
De acuerdo, ya lo sé; pero sus hijos no tienen nada que ver con todo eso.
¡Ah! ¡Sería todo tan fácil si no fuera por los hijos!
Si los niños no nacieran y… sobre todo, si los niños no se murieran…
(Desesperado. Completamente alucinado.)
Estas manos…
¡Estas manos no son mías!
¡Basta de valses de Chopin!
¡Basta de declamadora!
¡Basta de carcajadas!
¡Silencio!
Ricardín está durmiendo…
No lo despierten…
¡Silencio!
¡¡Silencio!! Que pare esa ruleta.
(Intentando aún justificarse.)
Ustedes vieron… Vieron que soy inocente de todo, de cuanto ocurrió.
Doña Gervasia hablando: patatí, patatá, patatí, patatá, patatí, patatá… Hablando, hablando, ¡hablando…!
Y las momias.
Y el do - re - mi - fa - sol…
Y Menotti.
Y Villa Lobos.
Y Prokofieff.
Y esto y aquello.
¡Y porque el azul de Goya, y el amarillento de «El Greco», y el indefinido de Toulouse Lautrec!
Y no sé qué más.
Patatí, patatá, patatí, patatá, patatí, patatá.
¡Esclavos! Avanzan.
Piedras enormes son arrastradas para la construcción de la gran pirámide de Cheops.
(Carcajada histérica.)
¿Para qué pirámides?
«Cuarenta siglos os contemplan».
¿Para qué los cuarenta siglos?
Y más angustia…,
y más confusión…,
y más guerras…,
y más bomba atómica…
(Transición. De nuevo se siente en la sala de juego.)
¡32… Encarnado!
¡27… Negro!
Faites vos jeux! Rien neva plus!
¡Hagan juego!
La atómica está cayendo sobre Hiroshima.
¡ ¡ ¡ Vuuuuuuuuuuiiiiiiiiiii, Boooouuumm!!!
¡Estalló!
Se acabó Hiroshima.
¡Hagan juego, señores!
¡Señores imbéciles, hagan juego!
(En este momento cree ver aparecer a Eurídice delante de la puerta de la casa y se dirige suplicante hacia ella.)
¡Eurídice!
Te necesito, Eurídice.
Yo te necesito.
Mi vida está en tus manos.
En esas manos tan puras, Eurídice.
Dios ama las manos puras más que las manos llenas.
¿Dónde está la línea de la vida, Eurídice?
¡Qué lindas son tus manos!
Yo te necesito, Eurídice.
Yo necesito una joya de esas que adornan tus manos.
La sortija menos costosa me salvará la vida.
La vida de mi hijo.
Te di todo lo que tenía, Eurídice.
Toda mi fortuna.
Toda, Eurídice.
Por ti lo dejé todo; a todo renuncié.
No quiero nada de más.
Sólo quiero el más insignificante de tus anillos. El menor de tus caprichos…, el más sencillo de tus collares, me salvará…
Óyeme, Eurídice:
Toda mi fortuna está en tus manos.
Manos suaves, tiernas, acariciadoras…
Manos que yo cubrí de sortijas y de pulseras. Manos de oración…, ternura… y amor…
¿Te acuerdas, Eurídice?
¿Te acuerdas de mi «Poema de las manos de Eurídice»?
En todo veía yo solamente tus manos.
En la caricia y en la ruleta.
¡Por favor, Eurídice!
Yo te pido el peor de todos tus anillos.
¡El peor!
(Encolerizado.)
¡Ah! ¿No quieres?
«… únicos, adorados recuerdos de un amor que ya murió…»
¡Cínica!
¡Canalla!
Tu collar.
¡Tu collar!
(Atenaza con sus manos él cuello de la EURÍCIDE imaginada, que sólo él puede «ver». Después, su gesto y su actitud acompañan la supuesta caída del cuerpo, mascullando.)
¡Muere!
¡¡Muere!!
¡Así…! Así…
¿Creíste que no me vengaría?
Pensaste que iba a quedarme sin mis joyas, hundiéndome en la ruina con los míos.
(Arrodillándose desesperado ante el supuesto cuerpo yacente.)
Eurídice.
¡Eurídice!
¡¡Eurídice!!
¡No, Eurídice…!
Yo no he querido matarte… Lo juro.
Juro que no quería.
Estas manos debieron desgarrarme, volverse contra mí…
Pero no tuve valor… ¡Soy un cobarde!
¡Un cobarde, Eurídice!
(Llora. Después, nostálgico, pronuncia.)
Manos de oración, ternura y amor…
(Risa histérica.)
Nadie.
Nadie descubrirá que yo te maté, Eurídice.
Nadie.
¿Crees que fue fácil burlar a la policía?
¡La «police»…!
Atravesar la frontera, huyendo como un perro perseguido.
Pero todo lo recuperé.
Arranqué de tu cuello, ¡de tus manos!, todas las joyas… Toda mi fortuna estaba en tus manos… Todas las joyas…, y ahora mira, con tus ojos abiertos, vidriosos, espantados… Están aquí, ¡en mis manos!
(Maquinalmente, saca de los bolsillos collares, sortijas, pulseras…, después van resbalando de sus dedos y cayendo al suelo, en el transcurso de la acción.)
Vine para reconstruir mi vida.
Vine para rehabilitarme, para levantarme de nuevo.
(En este momento se levanta del suelo. Una luz azulada va tiñendo el ambiente y remplazando la claridad, pues los candelabros apagan al propio tiempo su luz. GUMERSINDO habla con emoción y lágrimas crecientes.)
¡Dulce!
¡Has vuelto, Dulce!
Gracias.
Que Dios te bendiga.
Y la Virgen de los Dolores.
Yo quiero cubrir tus manos de joyas.
Yo quiero tus manos, Dulce.
Las manos que interpretaban Chopin.
Las manos que educaban a mis hijos.
Las manos que me consolaban y me daban ternura y amor…, sin pedir nada en cambio.
Yo quiero tus manos, Dulce.
Volvamos a empezar.
He vuelto para escuchar de nuevo la risa de Lolita, el do - re - mi - fa - sol, «La Señora del Mar», Stravinsky, Goya, las momias, los faraones, los valses de Chopin.
¡Dulce!
¡He vuelto, Dulce!
(Llora y ríe a un tiempo, cayendo de rodillas, como en oración.)
¡Bendita seas!
¡Has vuelto, Dulce!
Y yo, ¡he vuelto a ti!
¡He vuelto!
¡He vuelto a ti!
¡¡He vuelto!!
(Cae el telón rápido.)
FIN DE LA OBRA