Un frío sol de noviembre iluminaba las lúgubres murallas de Castel Fosco, pero sin calentarlas. No había nadie en el jardín. La fuente murmuraba en soledad. Al otro lado del recinto, en la grava del aparcamiento, un remolino de hojas secas borraba las huellas del gran número de vehículos que había llegado por la mañana, y que se había ido. Ahora todo era silencio. Nadie circulaba por la estrecha carretera que descendía por la montaña. Arriba, en las almenas, solo un cuervo contemplaba en silencio el valle del Greve.
La camioneta del forense se había llevado el cadáver de Fosco a media mañana. La policía se había quedado un poco más para hacer fotos, tomar declaraciones y buscar indicios, pero sin encontrar nada de interés. A Assunta, que era quien había encontrado el cadáver, se la había llevado su hijo, lívida y deshecha. También se habían ido los pocos criados que quedaban, aprovechando las inesperadas vacaciones. No tenía mucho sentido quedarse; el pariente más próximo de Fosco, un primo lejano, estaba de vacaciones en la costa Esmeralda de Cerdeña, y aún tardaría varios días en llegar. Además nadie tenía muchas ganas de quedarse en un sitio que había recibido la visita de una muerte truculenta. En suma, que el castillo se había quedado solo en su sombra y silencio.
Un silencio que en ningún lugar era tan profundo como en los antiguos pasadizos que perforaban la roca muy por debajo del sótano del castillo. Allí abajo, ni el susurro del viento perturbaba las tumbas polvorientas y los sarcófagos de piedra de unos muertos olvidados.
El más profundo de esos pasadizos, labrado por los etruscos en la roca viva hacía casi tres mil años, se adentraba oscuramente en las profundidades hasta acabar en un túnel horizontal. Al final de ese túnel había un muro de ladrillo con un montoncito de huesos en la base. El túnel era oscuro, pero ni tan siquiera una antorcha habría permitido detectar que el muro solo tenía cuarenta y ocho horas, y que se había levantado para tapiar una tumba antigua, no sin antes desalojar los huesos de su anterior ocupante (un caballero lombardo desconocido) y dejarlos tirados en el polvo.
La antigua tumba del otro lado del muro de ladrillo tenía las dimensiones justas para albergar a una persona. En su interior, el silencio era total. Reinaba una oscuridad tan impenetrable que hasta el paso del tiempo parecía suspendido.
De pronto ese silencio fue roto por algo, un vago sonido, un paso amortiguado.
Después se oyó un ruido parecido al que produce una bolsa de herramientas al ser dejada en el suelo. Por unos instantes todo volvió a estar en silencio, roto a su vez por un sonido inconfundible: el roce del hierro en el cemento, y el brusco impacto de un martillo en un frío cincel.
Los golpes prosiguieron a un ritmo lento y metódico, como el tictac de un reloj. Transcurrieron varios minutos. De pronto el ruido cesó. Otro silencio, seguido por un sonido más tenue: el de la fricción de un ladrillo en el cemento. Entonces, tras algunos golpes más, apareció una lucecita en la tumba, una rendija luminosa que dibujaba la forma rectangular de un ladrillo en la parte superior del muro. Ese ladrillo fue extraído milímetro a milímetro, con un suave ruido de fricción. Al cabo de un instante ya no estaba. Un agujero recién practicado dejaba pasar una luz suave y amarilla, que penetró en la oscuridad de la tumba.
Momentos después aparecieron dos ojos en el rectángulo de luz y se asomaron con curiosidad, o tal vez con nerviosismo. Dos ojos: uno marrón y el otro azul…