Ochenta y ocho

El voluminoso avión tembló al tocar la pista, levantó un poco el morro y tomó tierra con los inversores de empuje haciendo un ruido infernal.

Cuando desaceleró, una voz perezosa sonó por el sistema de megafonía.

«Les habla el capitán. Hemos aterrizado en el aeropuerto Kennedy. Nos dirigiremos a la terminal en cuanto recibamos la autorización. Hasta entonces se ruega que permanezcan sentados en sus asientos. Disculpen las pequeñas turbulencias que hemos sufrido. Bienvenidos a Nueva York».

Los pocos aplausos que brotaron del mar de rostros lívidos se apagaron enseguida.

–Pequeñas turbulencias, dice –murmuró el ocupante del asiento de pasillo–. ¡Sí, hombre! ¡Y una mierda pinchada en un palo! Yo no vuelvo a volar ni que me paguen una fortuna.

Se volvió hacia el ocupante del asiento de al lado y le dio un codazo.

–¿Qué, contento de volver a estar en tierra?

El codazo devolvió a D'Agosta al presente. Se apartó lentamente de la ventanilla, por la que había estado mirando fijamente sin ver nada, y al fijarse en su vecino dijo:

–¿Cómo?

El hombre resopló de incredulidad.

–¡No se haga el duro, hombre! A mí, en la última hora, me ha pasado toda la vida por delante como mínimo dos veces.

–Lo siento. –D'Agosta volvió a mirar por la ventanilla–. La verdad es que no me he dado cuenta.

D'Agosta salió con la maleta del control de aduanas y caminó con paso rígido por la terminal 8. Estaba rodeado de gente que hablaba con gran animación, se abrazaba y reía, pero él caminaba con la vista al frente, sin ver prácticamente a nadie.

–¡Vinnie! –dijo alguien–. ¡Eh, Vinnie! ¡Aquí!

Se dio la vuelta y vio a Laura Hayward, que le saludaba e iba a su encuentro por entre la multitud; una Laura Hayward guapísima, con traje azul, pelo negro y brillante y unos ojos de un azul tan profundo como el del agua en la costa de Capraia. Sonreía, pero la sonrisa no le llegó tan hondo como sus ojos perfectos.

–¡Vinnie! –dijo al abrazarle–. ¡Vinnie!

Los brazos de D'Agosta la rodearon enseguida. Sintió la agradable fuerza de su abrazo, el calor de su aliento en el cuello y la presión de sus pechos. Fue algo galvánico. ¿Era posible que solo hubieran pasado nueve días desde su último abrazo? Tuvo un escalofrío. Se sentía raro, como un nadador subiendo desde una gran profundidad.

–Vinnie –murmuró ella–, ¿qué puedo decir?

–No digas nada. De momento no. Ya habrá tiempo.

Hayward lo soltó lentamente.

–¡Madre mía! ¿Qué te ha pasado en el dedo?

–Locke Bullard.

Caminaron por la zona de recogida de equipajes. El silencio se alargó lo justo para volverse incómodo.

–¿Qué tal por aquí? –preguntó él por decir algo.

–Desde que llamaste ayer por la noche, poca cosa. Aún hay diez inspectores trabajando en el asesinato de Cutforth. Técnicamente. También me he enterado de que al jefe de la policía de Southampton le están lloviendo marrones por lo poco que avanza en lo de Grove.

D'Agosta apretó los dientes y quiso decir algo, pero ella le puso un dedo en los labios.

–Ya lo sé, ya lo sé, pero a veces este trabajo es así. Ahora que Buck ya no molesta, y que el Post tiene otras noticias, Cutforth ha desaparecido de las portadas. A la larga será uno de tantos asesinatos sin resolver. Como el de Grove, claro.

D'Agosta asintió.

–¡Qué increíble que fuera Fosco! Me ha dejado alucinada.

D'Agosta sacudió la cabeza.

–Esto de saber quién es el culpable pero no poder hacer nada es terrible.

Oyeron un pitido. La cinta más próxima empezó a moverse, con el piloto naranja encendido.

–Sí que he podido hacer algo –dijo él en voz baja.

Hayward le miró inquisitivamente.

–Ya te lo explicaré en el coche.

Diez minutos más tarde estaban en la autopista Van Wyck, a medio camino de Manhattan, con Hayward al volante. D'Agosta miraba por la ventanilla de al lado.

–O sea, que todo ha sido por un violín –dijo Hayward–. Tanto follón por un miserable violín.

–Bueno, no era un violín cualquiera.

–Me da igual. No justifica tantas muertes, y menos… –Dejó la frase a medias, como si vacilara en quebrantar un código tácito entre los dos–. ¿Dónde está?

–Lo envié por correo especial a una mujer que vive en la isla de Capraia, y que pertenece a una familia de violinistas. Se lo devolverá a la familia Fosco cuando le parezca bien y haya aparecido el nuevo heredero. No sé por qué, pero creo que es lo que habría querido Pendergast.

Era la primera vez que el nombre de Pendergast aparecía en la conversación.

–Ya sé que no podías explicarlo por teléfono –dijo ella–, pero ¿qué pasó exactamente? Quiero decir después de ayer por la mañana, cuando llevaste a la policía al castillo de Fosco.

D'Agosta no contestó.

–Venga, Vinnie, que te hará bien contarlo.

Suspiró.

–Me pasé el resto del día buscando por la campiña de Chianti, hablando con granjeros, con la gente de los pueblos… Con cualquiera que pudiera haber visto u oído algo. Luego pregunté si me habían dejado algún mensaje en el hotel, y no; pero es que tenía que asegurarme. Debía estar seguro al cien por cien…

Hayward esperó. Al cabo de un rato, D'Agosta reanudó su explicación.

–Y eso que en el fondo ya estaba seguro. Después de registrar todo el castillo… Y con la cara que me puso Fosco… ¡Qué horror! Si la hubieras visto… –Sacudió la cabeza–. Poco antes de medianoche volví al castillo. Entré tal como había salido. Me entretuve un poco en ver cómo funcionaba el aparato de micro-ondas, y luego… luego lo usé. Por última vez.

–Hiciste justicia con Fosco, y vengaste a tu compañero. Yo habría hecho lo mismo.

–¿Sí? –preguntó D'Agosta en voz baja.

Ella asintió con la cabeza.

D'Agosta, violento, cambió de postura.

–No hay mucho más que explicar. Esta mañana me he quedado en Florencia, yendo por los hospitales, los depósitos de cadáveres y las comisarías. Luego me fui al aeropuerto.

–¿Qué has hecho con el arma?

–Desmontarla, romper las piezas y repartirlas por Florencia en media docena de contenedores de basura.

Hayward asintió.

–¿Y ahora? ¿Qué planes tienes?

D'Agosta se encogió de hombros. No se lo había planteado.

–Ni idea. Supongo que volver a Southampton y apechugar con lo que haya.

Una sonrisa se insinuó en el rostro de la capitana.

–¿No me has oído? El que está apechugando es el jefe. Volvió de vacaciones y tenía tantas ganas de protagonismo que ahora paga las consecuencias. Braskie será su adversario en las próximas elecciones, y tiene las de ganar.

–Peor aún para mí.

Hayward cambió de carril.

–Tengo que decirte otra cosa. En Nueva York vuelven a contratar personal, así, que puedes trabajar otra vez en la ciudad. Puedes recuperar tu antiguo empleo.

D'Agosta negó con la cabeza.

–Qué va, he estado fuera demasiado tiempo. Ya ha pasado mi hora.

–No exageres. Están contratando por antigüedad, y con tu experiencia en Southampton y como enlace con el FBI… –Hizo una pausa para meterse por la rampa de la autopista de Long Island–. No sería en mi división, lógicamente, pero tienen vacantes en varios distritos del centro.

D'Agosta se tomó un momento para asimilarlo y la miró con dureza.

–Un momento, un momento. Recuperar mi antiguo puesto, vacantes en el centro… ¿Esto no tendrá nada que ver contigo? ¿No habrás hablado con Rocker, o algo así?

–¿Yo? Ya me conoces, como poli soy de las estrictas.

Sin embargo, su sonrisa pareció acentuarse fugazmente.

Las fauces del túnel de Queens-Midtown se abrían ante ellos, con su retícula de baldosas iluminada con fluorescentes. Hayward se metió hábilmente por el carril de peaje con pase automático.

D'Agosta la observó desde el asiento de al lado, fijándose en la armonía de sus facciones, la curva de su nariz y el pequeño surco de concentración que se le marcaba al maniobrar por el tráfico vespertino. ¡Qué placer volver a verla, estar con ella! Aun así no podía quitarse de encima la angustia que sentía. Era como un vacío que le acompañaba en todo momento, y que resultaba imposible de llenar.

–Tienes razón –dijo al entrar en el túnel–. Como si es el violín más valioso de toda la historia. No justificaba la muerte de Pendergast. Nada justifica algo así.

Hayward mantuvo la vista en la carretera.

–No sabes si está muerto.

D'Agosta no respondió. Ya se lo había repetido a sí mismo, no una vez, sino mil. Cuántas veces, con las circunstancias en contra, cuando parecían condenados a una muerte segura, Pendergast había logrado salvarles… En algunas ocasiones de un modo casi milagroso. Esta vez, sin embargo, Pendergast no había reaparecido. Esta vez la sensación era distinta.

Una sensación a la que se añadía otra que le provocaba un malestar casi físico: era la imagen de Pendergast en el claro, rodeado de perros, con los cazadores, los perreros y los batidores acercándose. «Solo puede pasar uno de los dos. Es la única posibilidad».

Se le hizo un nudo en la garganta.

–Tienes razón. No tengo pruebas. Como no sea esto…

Metió la mano en el bolsillo y sacó el colgante de Pendergast con su cadena de platino: un ojo sin párpados sobre un fénix que alzaba el vuelo desde unas cenizas humeantes. Estaba picado y medio derretido. Era la cadena que había recogido del cadáver quemado y humeante de Fosco. Se la quedó mirando. Luego cerró el puño y apretó un nudillo contra sus dientes. Tenía unas ganas ridículas de llorar.

Pero lo peor de todo es que sabía que era él quien debía haberse quedado en la colina. Eso era lo que más deseaba en el mundo, haberse quedado allí.

–De todos modos, a estas alturas ya se habría puesto en contacto conmigo. O contigo. O con alguien. –Hizo una pausa–. No sé cómo decírselo a Constance.

–¿A quién?

–Constance Greene, su pupila.

No volvieron a hablar hasta el final del túnel. Después de salir a la noche de Manhattan, D'Agosta sintió que Hayward le cogía la mano.

–Déjame donde sea –dijo angustiado–. En la estación de Penn, por ejemplo. Cogeré el LIRR a Southampton.

–¿Por qué? Allí no pintas nada. Tu futuro se encuentra aquí, en Nueva York.

Mientras el coche se dirigía hacia el oeste por las avenidas Park, Madison y Quinta, D'Agosta permaneció en silencio.

–¿Tienes algún sitio donde poder dormir en la ciudad? –preguntó ella.

Él negó con la cabeza.

–Pues… –empezó a decir ella, pero se calló.

D'Agosta salió de su estupor para mirarla.

–¿Qué?

Tenía la impresión de haberla visto sonrojarse a la luz de las farolas.

–No, nada, pensaba en voz alta –dijo ella–. Si vas a volver a la policía de Nueva York y vas a trabajar en la ciudad… No sé… ¿Por qué no te quedas en mi casa? Una temporadita, ¿eh? –se apresuró a añadir–. A ver qué pasa.

Al principio D'Agosta no contestó. Miraba las luces que desfilaban sobre el parabrisas.

De pronto comprendió que tenía que dejarse ir, al menos de momento. El pasado era irrecuperable. El día de mañana era una incógnita. No podía controlar ni lo uno ni lo otro. Lo único que podía controlar, y vivir, era el presente. Ser consciente de ello no aliviaba su dolor, pero le daba fuerzas para continuar.

–Mira, Vinnie –dijo ella en voz baja–, me da igual lo que digas. Yo no me creo que Pendergast esté muerto. Tengo la intuición de que aún está vivo. Es indestructible, en la medida en que pueda serlo una persona. Ha engañado mil veces a la muerte, no sé cómo, pero volverá a hacerlo. Estoy segura.

D'Agosta esbozó una sonrisa.

El semáforo de delante se puso rojo. Hayward frenó y se volvió a mirarle.

–¿Bueno, qué? ¿Vienes conmigo o no? No es galante obligar a una mujer a preguntar dos veces.

Él la miró y le apretó la mano.

–Creo que me gusta la idea –dijo sonriendo abiertamente–. Creo que me gusta muchísimo.