Faltaba poco para medianoche cuando el conde Fosco puso fin a su paseo de cada tarde y volvió, algo cansado, al comedor principal del castillo. Tenía por costumbre no acostarse sin haber dado un pequeño y salutífero paseo, tanto en el campo como en la ciudad. Las largas galerías y pasillos de Castel Fosco brindaban una variedad casi infinita de deambulaciones.
Tomó asiento en un sillón, delante de la chimenea, y se calentó las manos con el fuego para quitarse la humedad del castillo. Decidió tomar una copa de oporto antes de irse a la cama, y quedarse un rato sentado pensando en el final de un día repleto de éxitos.
Que también suponía el final de una empresa coronada por el éxito.
Había pagado a sus hombres. Estos habían vuelto a las cabañas y casas de labranza de la finca. Tampoco estaba ya el pequeño destacamento de policía, con el sargento D'Agosta y todos sus aspavientos. Pronto se encontraría en un avión con destino a Nueva York. Los criados tenían el fin de semana libre. No volverían hasta la mañana siguiente. El castillo estaba sumido en un silencio vigilante.
Se levantó, se sirvió una copa de oporto de una botella guardada en un antiguo aparador y volvió a la comodidad de su sillón. Por espacio de unos días, los muros del castillo se habían llenado de ruido y ajetreo. Ahora, en comparación, su quietud parecía sobrenatural.
Bebió un poco de oporto y lo encontró excelente. Qué gran lástima no tener consigo a Pinketts, o mejor dicho Pinchetti, que siempre se adelantaba a todas sus necesidades… Una gran lástima, en verdad, pensar que yacía en una tumba anónima de la cripta familiar. Sería difícil, por no decir imposible, encontrarle un sustituto. De hecho, en honor a la verdad, estar sentado sin nadie a su lado en un edificio tan grande y tan vacío como ese hacía que Fosco se sintiera un poco solo.
Pero no (recordó), no estaba solo; tenía a Pendergast, o al menos su cadáver.
A lo largo de su vida, Fosco había tenido muchos adversarios, pero ninguno cuya exhibición de talento o de tenacidad pudiera compararse a la de Pendergast. De hecho, si no hubiera contado con la ventaja de jugar en casa (con todo lo que comportaba: topos en la policía y otros organismos, la madurez de unos planes largamente acariciados, medidas de emergencia que cubrían cualquier imprevisto), la historia podría haber tenido otro desenlace. Incluso así, conservaba un asomo de inquietud, y por eso había hecho que el paseo de esa noche diera un rodeo descendente (muy descendente, en verdad) para pasar por el actual domicilio de Pendergast. Se trataba de una simple comprobación, y de hecho encontró lo que esperaba: un muro reciente, pero perfectamente disimulado, en el que dio varios golpes y al que aplicó el oído susurrando el nombre del agente, pero sin obtener, naturalmente, la menor respuesta. Habían pasado casi treinta y seis horas. El agente estaba necesariamente muerto.
Bebió un poco de oporto y se arrellanó en el sillón, regodeándose en el feliz resultado. Claro que quedaba un cabo suelto, el sargento D'Agosta… Recordó su cara de rabia (una rabia impotente y asesina) al irse a la fuerza del castillo, pero ya se le pasaría. La rabia se convertiría en resignación, después en incertidumbre y por último, tarde o temprano, en miedo. Miedo, sí, porque a esas alturas ya debía de saber con quién se enfrentaba. Fosco no estaba dispuesto a olvidar. Cortaría el cabo suelto, remataría la faena y haría que D'Agosta pagara la deuda contraída con su disparo mortal a Pinchetti. Así, de paso, recuperaría su pequeño invento.
Sin embargo, no tenía prisa. No, ninguna.
Entre sorbo y sorbo de oporto, cayó en la cuenta de que los cabos sueltos no eran uno, sino dos. Viola, lady Maskelene. Se la imaginó cuidando las viñas, con sus recias extremidades tostadas por el sol mediterráneo. Su porte y movimientos tenían una mezcla de buena cuna, flexibilidad felina y sexualidad que le resultaba deliciosamente embriagadora. También tenía una manera de hablar llena de chispa, más que cualquier otra de sus conocidas. Estaba henchida de vitalidad. Allá adonde fuera aportaría calidez, incluido Castel Fosco…
Oyó un ruidito en la oscuridad, como un susurro de hojas secas en un suelo de piedra.
Se quedó con la copa en los labios.
La dejó lentamente en su sitio y se levantó para asomarse por la entrada principal del salotto. Al otro lado, solo la luna (y algún que otro aplique) bañaba la larga galería de un blanco resplandor, reflejado en las armaduras de las paredes.
Nada.
Se volvió, pensativo. El viejo castillo estaba infestado de ratas. Ya era hora de que el jardinero jefe volviera a tomar medidas.
Se acercó de nuevo a la chimenea con un escalofrío que no se justificaba solamente por el aire fresco.
Se quedó a medio camino. Había tenido una idea, algo que no dejaría de animarle.
Apartándose del fuego, se dirigió a la puertecita de su taller privado. Lo cruzó a oscuras, esquivando mesas de laboratorio y aparatos hasta llegar a la pared del fondo. Se arrodilló, palpó la superficie pulida del revestimiento de madera y accionó una pequeña palanca. Uno de los paneles de encima de su cabeza se entreabrió con un pequeño clic. El conde se levantó y lo abrió del todo. Dentro había una caja fuerte de grandes dimensiones empotrada en el muro. Introdujo un código en el teclado, que hizo que se abriese la puerta. Con cuidado y auténtica veneración, metió la mano y sacó la caja de madera en forma de pequeño ataúd que contenía el Stradivarius Stormcloud.
Se la llevó al comedor y la dejó sobre una mesa arrimada a la pared, lejos del calor del fuego. Volvió a su butaca sin abrirla, para que se acostumbrara poco a poco al cambio de temperatura. En comparación con el frío del laboratorio, delante del fuego se estaba muy a gusto. Bebió un poco más de oporto, pensando en lo que tocaría. ¿Una chacona de Bach? ¿Algún fragmento brillante de Paganini? No. Algo sencillo, limpio, refrescante… Vivaldi. «La Primavera» de Las cuatro estaciones.
Pocos minutos después volvió a levantarse, se acercó al violín, abrió el cierre de latón y levantó la tapa, pero no lo tocó. Necesitaba como mínimo otros diez minutos para adaptarse a la temperatura y la humedad ambientes. Lo único que hizo fue adorar con la mirada su acabado perfecto y misterioso, y sus líneas sensuales. Al contemplar el violín, se sintió embargado por una alegría prodigiosa y una gran sensación de plenitud.
Volvió a la comodidad de su sillón, donde se aflojó la corbata y se desabrochó el chaleco. El Stormcloud volvía a estar donde le correspondía: en el seno de la familia. Él, Fosco, se lo había arrebatado al olvido. Al final todo había valido la pena: los gastos, la ardua planificación, el peligro, las muertes… De hecho valía cualquier precio o esfuerzo. Al contemplarlo y ver cómo se reflejaba en él la luz roja de la chimenea, le pareció que no era de ese mundo, sino la voz –el canto– de otro mundo mejor, el próximo. Hacía mucho calor. Se levantó, cogió un atizador, empujó los troncos hacia el fondo y apartó un poco el sillón. «La Primavera». La dulce melodía resonó alegremente en su cerebro, como si ya la estuviera interpretando. Cinco minutos más. Se quitó la corbata y se desabrochó los primeros botones de la camisa.
El crujido de un tronco en la chimenea le sobresaltó, haciendo que se incorporara bruscamente y derramara oporto sobre su chaleco abierto.
Volvió a acomodarse lentamente, sin saber por qué estaba inquieto. Eran los nervios. La aventura le había desgastado más de lo que pensaba. Sintió un pequeño vuelco en el estómago y dejó la copa de oporto sobre la mesa. Quizá le hubiera convenido tomar algo más fuerte como digestivo: un poco de Calvados, una grappa… No, mejor aún, uno de los magníficos licores de hierbas que hacían los monjes de Monte Senario.
Tenía una sensación un poco rara en el estómago, como si estuviera descompuesto. Se levantó y se acercó pesadamente al aparador. ¡Cuánto le costaba levantar los pies! No era normal. Sacó una botellita de Amaro Borghini, se sirvió una copita del líquido marrón rojizo y volvió a su sillón. Ahora su estómago protestaba enérgicamente. Tomó dos tragos sucesivos de licor amargo. Justo en ese momento oyó otro ruido en la puerta, como un paso.
Quiso incorporarse, pero la debilidad se lo impidió. No había nadie. Por supuesto que no. Era imposible. Había dado el fin de semana libre a todos los criados. Se trataba de su imaginación, que le engañaba debido a la tensión de los últimos días. Ya no tenía edad para esos trotes.
Le ardía el estómago por la indigestión. Apuró la copa y cambió de postura para intentar ponerse cómodo. El calor empezaba a ser agobiante, pero no había nadie para apagar el fuego. ¡Maldición! Suspiró hondo entrecortadamente. Lo primero era calmarse. Cuando estuviera más tranquilo sacaría el Stormcloud y recuperaría el buen humor con una vigorosa interpretación de «La Primavera».
Pero nada, la calma no llegaba. El conde empezaba a sentir un peso extraño que parecía aumentar lentamente desde dentro, capa a capa. No era ninguna indigestión. Estaba enfermo. Se secó la frente con un pañuelo; notaba cómo su corazón latía demasiado deprisa. Seguro que se había resfriado en la cripta debido al esfuerzo de mover los ladrillos y que había empeorado al bajar por segunda vez al subterráneo, con su ambiente de humedad y de nitrito. Le convenía tomarse unas vacaciones. De hecho estaba decidido a salir el día siguiente. Se dijo que la isla de Capraia sería el lugar perfecto…
Acercó una mano temblorosa a la copa de amaro, pero el licor, de pronto, tenía un gusto peculiar, como de brea y vinagre caliente. Quemaba en la boca, y también en la mano. Se levantó gritando mientras la copa se hacía añicos en el suelo. Giró sobre sí mismo y estuvo a punto de caer, pero recuperó el equilibrio.
Porca miseria! ¿Qué le estaba pasando?
No podía respirar. Le picaban los ojos, se le secaba la boca y le latía mucho el corazón. Al principio pensó que podía tratarse de un ataque o un infarto (había oído que muchos infartos empezaban así, con la sensación de que pasaba algo muy raro), pero no tenía ningún dolor localizado en el pecho o en el brazo. La terrible opresión crecía y crecía por dentro hasta ahogarle. Era como si se le estuvieran retorciendo las tripas. Miró a su alrededor desesperadamente, pero no había nada que pudiera ayudarle o darle una explicación, ni la botella de oporto ni el violín ni los muebles ni los suntuosos tapices.
Sentía una comezón en las entrañas, un hervor. Sus ojos temblaban y parpadeaban solos. Su boca hacía muecas involuntarias y sus dedos se movían sin querer. Hacía tanto calor que era como tener encima una manta quemando. Su piel parecía recubierta de abejas. El miedo y el calor crecían al mismo ritmo: un calor insoportable, irresistible, que nada tenía que ver con el fuego de la chimenea…
De repente lo supo. Lo supo con certeza.
–¡D'Agosta…!
Su garganta se contrajo, impidiendo que dijera nada más.
Se volvió hacia la puerta cerrada del salotto, pero al dar el primer paso tropezó y derribó la mesita. Se puso de rodillas. Tenía espasmos en los músculos, pero un descomunal esfuerzo de voluntad le permitió avanzar a rastras.
–Bastardo.
El grito murió en su boca. Sus extremidades empezaron a cobrar vida propia, retorciéndose de un modo espeluznante, pero solo le faltaban unos metros. Con un impulso sobrehumano, cogió el pomo de la puerta. Quemaba. Sintió que le abrasaba la piel, pero se aferró tenazmente al tirador, se levantó un poco, lo hizo girar… Cerrado.
Se derrumbó al pie de la puerta entre convulsiones, con un alarido estrangulado. El calor no dejaba de aumentar, como lava corriendo por sus venas. Una nota aguda y penetrante, como el zumbido de un mosquito gigantesco, se había apoderado de su cabeza. Olía a quemado. ¿Qué era? De pronto el conde se puso rígido; su mandíbula se cerró involuntariamente, con tanta fuerza que los dientes se partieron, y todos sus pecados, todos sus excesos empezaron a desfilar horribles y borrosos ante él. Mientras el calor seguía aumentando (era insoportable, pero no dejaba de crecer, como una llamarada de agonía que superaba el poder de su imaginación), empezó a verlo todo más oscuro, más informe. Su mirada recorrió en zigzag la sala hasta posarse en la chimenea, donde, mientras la realidad se distorsionaba y se difuminaba, empezó a ver cosas… cosas más allá…
–Jesucristo de mi alma, ¿qué es esa forma oscura que sale del fuego?
Entonces, recurriendo al poco aliento que le quedaba (a pesar de que sus dientes se estuvieran moliendo, de la sangre que llenaba su boca y de la lengua inflada que se negaba a moverse), empezó a farfullar, entre gemidos y gárgaras, un padrenuestro:
–Pater noster….
Sintió que se le formaban ampollas en la piel, y que su pelo negro engominado se encrespaba entre hilillos de humo. Presa de atroces sufrimientos, clavó las uñas en el suelo de piedra y se las arrancó debido al esfuerzo que supuso pronunciar las palabras:
–… qui es in coelis….
Entonces, a pesar del ensordecedor zumbido de sus tímpanos, oyó una terrible carcajada, una risa gutural que parecía brotar del fondo de la tierra, y que no pertenecía al sargento D'Agosta ni a ninguna otra criatura terrenal…
–… sanctificetur….
En un último y supremo esfuerzo de voluntad, quiso seguir rezando, pero la grasa subcutánea de sus labios se estaba derritiendo bajo la piel.
–… Sanctiferrrrrrrr….
Y llegó un momento en que ya no fue posible emitir ningún sonido, ni tan siquiera un grito.