El conde esperaba pacientemente su cena en el elegante comedor del ala principal del castillo Fosco. Los muros de la villa del siglo XV eran tan gruesos que no se oía nada salvo el suave zumbido mecánico de Bucéfalo, que aplicaba su pico artificial a un fruto seco en una percha blanca. Las majestuosas ventanas de la sala ofrecían un paisaje espectacular: las colinas de Chianti y el profundo valle del Greve. Fosco, sin embargo, estaba muy a gusto en una punta de la mesa, sentado en una silla de roble macizo, repasando (con deliciosa tranquilidad) los acontecimientos del día.
El ruido de unos pies arrastrándose por el pasillo le sacó de sus ensoñaciones. Poco después entró su cocinera, Assunta, con una gran bandeja; la dejó en la otra punta de la mesa y le enseñó los platos uno a uno: unos simples maltagliati ai porcini, rabo de buey alla vaccinara, fegatini a la brasa y un contorno de hinojo braseado en aceite de oliva. Platos sencillos en los que la buena mujer era una experta, y que Fosco prefería cuando estaba en el campo. ¿Que el servicio de Assunta no tenía el refinamiento y la sutileza del de Pinketts? Eso, por desgracia, no tenía remedio.
Le dio las gracias. Mientras ella se marchaba, se sirvió una copa del Chianti Classico de la finca, un vino fuera de serie. Seguidamente se entregó con entusiasmo a la cena. Tenía un hambre de lobo, pero comió despacio, saboreando cada bocado y cada trago de vino.
Cuando hubo terminado de cenar hizo sonar una campanilla de plata situada junto a su mano derecha, y Assunta reapareció.
–Grazie –dijo el conde, aplicando una servilleta enorme de hilo a las comisuras de sus labios.
Assunta hizo una reverencia un poco torpe.
El conde se levantó.
–Cuando haya retirado la mesa, tómese el fin de semana libre.
La cocinera le miró con curiosidad, sin levantar la cabeza.
–Per favore, signora. Hace meses que no va a Pontremoli a ver a su hijo.
La reverencia se hizo más pronunciada.
–Mille grazie.
–Prego. Buona sera.
El conde se volvió con gran agilidad y salió del comedor.
Después de la cocinera ya no quedaría ningún criado en el castillo. Sus hombres se habían ido tras cumplir con sus obligaciones. Hasta los que cuidaban de la finca tenían el fin de semana libre, y no volverían hasta el lunes. El único que quedaba en todos sus dominios era Giuseppe, el viejo perrero, de quien las circunstancias impedían prescindir.
De hecho Fosco no desconfiaba de su servidumbre, ya que todos tenían lazos antiguos con su familia (de hasta ocho siglos, en algunos casos), y su lealtad estaba más allá de cualquier duda, pero quería concluir lo que tenía entre manos sin que le molestara nadie.
Recorrió lentamente las enormes salas del castillo: el salone, la sala de los retratos, la de armas… Fue un paseo por el espacio, pero también por el tiempo. Primero las adiciones más antiguas, del siglo XIII; después el castillo original, construido hacía un milenio como fortaleza lombarda y desprovisto de electricidad, agua corriente o calefacción central. El laberinto de pequeñas estancias ciegas se volvió cada vez más oscuro y agobiante. Fosco se detuvo para descolgar una antorcha de un aplique y la encendió. Después se acercó a una antigua mesa de trabajo, recogió algo y se lo guardó en el chaleco, antes de tomar un pasadizo lateral y proseguir su camino descendente, que le condujo a un laberinto subterráneo de túneles tallados en la roca viva.
Los subterráneos del castillo de los Fosco, que eran vastísimos, servían en su mayor parte de almacén para productos de la finca, empezando por el vino, cuya producción ocupaba muchas salas: maquinaria de embotellado, cubas de fermentación, incontables barricas de roble francés… Otras dependencias servían para curar jamones de jabalí. Eran salas frescas y profundas, con una infinidad de patas todavía sin despellejar colgando del techo. También existía un sector para almacenar aceite de oliva o hacer el aceto balsamico. Sin embargo, la parte donde se encontraba Fosco, situada a gran profundidad bajo la fortaleza originaria, no ofrecía espacios tan grandes ni tan ventilados como los anteriores, sino sótanos estrechos perforados en las entrañas del precipicio de caliza, y escaleras de caracol que conducían a viejos pozos o a estancias con medio milenio en desuso.
Tomó una de esas escaleras. Hacía frío y las paredes estaban viscosas debido a la humedad. Caminó aún más despacio. Los escalones, cortados a mano, eran resbaladizos. Nadie le oiría gritar si se caía.
La escalera terminaba en un dédalo de angostas bodegas con vetustas paredes de ladrillo sembradas de nichos, cada uno de ellos con un esqueleto: un lejano antepasado o un aliado caído en alguna guerra de hacía mil años (lo más probable, en vista del gran número de esqueletos, era lo segundo). Casi no se podía respirar. La llama de la antorcha parpadeó cada vez más a lo largo del sinuoso recorrido.
Allí abajo, en el corazón del laberinto, las antiguas paredes eran cada vez más toscas. El conde pasó por varios sitios donde se habían derrumbado, dejando un montón de ladrillos y la roca al desnudo. Había tantos esqueletos que parecían abandonados de cualquier manera a las ratas, que habían mordido y dispersado los huesos.
Fosco llegó al final del subterráneo, donde la oscuridad era tan densa e impenetrable que la antorcha no servía prácticamente de nada. Dio otro paso y la movió con cautela hacia el último nicho.
El parpadeo de la llama reveló la figura del agente Pendergast con la cabeza apoyada en el pecho. Tenía el rostro lleno de arañazos y una docena de heridas que sangraban. Su traje negro, tan impoluto de costumbre, estaba sucio y hecho trizas, con la chaqueta tirada por el suelo, y los zapatos ingleses (hechos a medida) cubiertos de barro toscano. El agente parecía haber perdido la conciencia. Lo único que le impedía derrumbarse en el suelo a los pies de Fosco era una pesada cadena que le ceñía el pecho, y que a su vez colgaba de dos argollas de hierro (una de ellas con un candado) clavadas al muro de caliza. Pendergast tenía los brazos caídos, con una cadena en cada muñeca, para que no pudiera separarlas del fondo del nicho.
El primer movimiento de la antorcha de Fosco había sido de extrema prudencia. Sabía que su contrincante no debía ser subestimado, ni siquiera en un momento así, cuando era obvio que no estaba en situación de moverse ni de defenderse. El conde volvió a acercar la antorcha con mayor valentía.
Cuando la llama pasó ante su rostro, Pendergast se movió un poco y entreabrió los párpados. Fosco retrocedió al instante.
–¿Agente Pendergast? –dijo con gran suavidad–. Aloysius, ¿está despierto?
Pendergast no contestó, pero seguía con los ojos abiertos. Movió débilmente los brazos y flexionó las manos, cargadas de grilletes.
–Lo siento muchísimo, pero creo que las cadenas son necesarias. No tardará en comprenderlo.
A falta de respuesta, el conde siguió hablando.
–Me imagino que estará débil y que apenas podrá moverse. También es posible que experimente cierto grado de amnesia. El fenobarbital puede tener ese efecto. Me pareció la manera más fácil de traerle al castillo sin esfuerzos innecesarios. Permítame, pues, que le refresque la memoria. Usted y el bueno del sargento D'Agosta se cansaron de mi hospitalidad y quisieron marcharse. Como es natural, yo me opuse y tuvimos un enfrentamiento muy desagradable, en el que lamento decir que perdió la vida mi amadísimo Pinketts. Usted había dejado en custodia cierto papel que me vi obligado a recuperar. Después se produjo su tentativa de escapatoria. El sargento D'Agosta, siento decirlo, la coronó con éxito, pero lo importante es que usted, querido agente Pendergast, ha regresado. ¡Vuelve a estar a buen recaudo en el seno de Castel Fosco! E insisto en que se quede como invitado. No aceptaré una negativa.
Fosco dejó la antorcha con cuidado en un aplique de hierro.
–Le ruego me disculpe por la modestia del hospedaje, aunque debo decir que estas salas no carecen de encanto natural. ¿Se ha fijado en el entramado blanco que luce en las paredes de la cueva? Es nitrito, mi querido Pendergast. Si hay alguien sensible a la alusión literaria, debería de ser usted, y tendría que ayudarle a entender lo que vendrá.
El conde metió una mano en su cintura y sacó lentamente una paleta, como si quisiera subrayar sus palabras.
Al verla, los ojos de Pendergast, apagados y atontados por la droga, brillaron fugazmente.
–¡Ajá! –exclamó el conde–. ¡Conque lo entiende! Entonces no perdamos más tiempo.
Se volvió y apartó un montón de huesos, dejando a la vista una gran cantidad de cemento recién hecho. Después usó la paleta para aplicar una gruesa capa de cemento en el borde del nicho. Seguidamente se acercó a una de las montañas de ladrillos y los trajo de dos en dos hasta la hornacina para alinearlos con cuidado encima del cemento. En pocos minutos quedó formada la primera hilera de ladrillos. Fosco empezó a aplicar otra capa de cemento por encima.
–¡Qué maravilla de ladrillos! –dijo, mientras trabajaba–. Son de hace muchos siglos, y están hechos con la propia arcilla de la montaña. Fíjese, fíjese qué solidez. ¡A mí que no me vengan con esa birria de ladrillos ingleses! He puesto mucha cal en el cemento, casi dos partes por una de arena, pero es que quiero que su última morada sea lo más sólida posible. Quiero que dure siglos y siglos, querido Pendergast. ¡Que dure hasta que suenen las trompetas del Juicio Final!
Pendergast no dijo nada, pero sus ojos habían perdido ese velo producido por la droga y observaban la labor de Fosco con un estoicismo casi felino (aunque Fosco se preguntó si estoicismo era la palabra más indicada). Al terminar la segunda hilera de ladrillos, el conde sostuvo la mirada de su víctima.
–Hacía bastante tiempo que lo preparaba –dijo–. Mucho tiempo, si he de serle sincero. El día en que nos conocimos (en el servicio fúnebre de Jeremy Grove, donde contrastamos opiniones sobre la tabla de Ghirlandaio), me di cuenta de que era el adversario de mayor enjundia con quien me había enfrentado.
Aguardó, pero en vista de que Pendergast seguía sin hablar, ni mover nada salvo los párpados, siguió trabajando. Un arranque súbito de ira le dio suficiente energía para colocar la tercera, cuarta y quinta hileras de ladrillos.
Después de fijar en su sitio el último ladrillo de la sexta hilera, hizo otra pausa. Ya se le había pasado el enfado. Volvía a ser el Fosco de siempre. El muro, mientras tanto, llegaba a la cintura de Pendergast. El conde apartó los faldones de su chaqueta y se sentó delicadamente sobre el montón de ladrillos a descansar, con una mirada casi afable para su prisionero.
–Habrá observado que sigo el aparejo flamenco, alternando los ladrillos a lo ancho y a lo largo –dijo–. Queda bonito, ¿eh? No sé, quizá se me hubiera dado bien el oficio de albañil… Claro que construir un muro así lleva su tiempo. Considérelo mi último regalo. El de despedida. Piense que una vez colocado el último ladrillo la cosa no tardará mucho; entre uno y dos días, dependiendo del aire que se filtre por estos antiguos muros. No soy un sádico. Su muerte no se demorará más de lo necesario, aunque supongo que asfixiarse lentamente en la oscuridad no es precisamente el colmo de la clemencia. En fin, qué le vamos a hacer…
Siguió sentado para recuperar el aliento, y añadió con un tono casi pensativo:
–No crea que me tomo esta responsabilidad a la ligera, señor Pendergast; comprendo que emparedarle aquí significa privarnos de un gran intelecto, y que el mundo será más aburrido sin usted, pero también resultará más seguro, al menos para mí y mis semejantes, los que prefieren vivir libres de las restricciones ideadas por sus inferiores.
Echó un vistazo al interior del nicho, que con el muro a medias quedaba sumido en una profunda oscuridad. Lo único que reflejaba la linterna eran las facciones enjutas del rostro ensangrentado de Pendergast.
La mirada del conde se volvió interrogante.
–¿Qué, nada? Bueno, pues sigamos.
Se levantó.
Las siguientes tres hileras fueron puestas en silencio. Cuando Fosco colocó en su sitio el último ladrillo de la novena y empezó a aplicar cemento fresco por encima, Pendergast se decidió a hablar. El muro había llegado a la altura de sus ojos claros, lo que hizo que su voz resonase en el interior del nuevo sepulcro.
–No lo haga –dijo con una voz que había perdido la meliflua y casi perezosa precisión que la caracterizaba.
Fosco sabía que era un efecto secundario del fenobarbital.
–¡Pero si ya está hecho, mi querido Pendergast!
Y, tras limpiar el cemento sobrante, regresó a la montaña de ladrillos.
Cuando Pendergast volvió a hablar ya estaba puesta la décima hilera.
–Tengo que hacer algo, se trata de una tarea pendiente de gran importancia para el mundo. Un miembro de mi familia tiene la capacidad de provocar un desastre. Debe permitirme que se lo impida.
Fosco interrumpió su labor para escucharle.
–Déjeme terminar esa tarea y volveré. Entonces podrá… eliminarme como mejor le parezca. Le doy mi palabra de caballero.
Fosco se rió.
–¿Qué se cree, que soy tonto? ¿Quiere que me crea que volverá por su propio pie, como Régulo a Cartago, para perder la vida? ¡Bah! Y, aunque cumpliera su palabra, ¿cuándo vendría? ¿Dentro de veinte o treinta años, viejo y cansado de la vida?
No hubo respuesta en la oscuridad del nicho.
–En cuanto a la tarea a la que se refiere… Me intriga. ¿Un miembro de su familia, dice? Déme más detalles.
–Libéreme primero.
–Imposible. Además, ya veo que es hablar por hablar, y este trabajo me cansa.
Fosco acabó la décima hilera a mayor velocidad y empezó la undécima y última.
Pendergast volvió a decir algo cuando solo quedaba el último ladrillo por encajar y fijar en el muro con cemento.
–Fosco… –Su voz era débil, sepulcral, como si saliera de lo más hondo de la tumba–. Se lo pido como caballero y ser humano, no ponga el ladrillo.
–Sí, la verdad es que es una lástima. –Fosco lo sopesó en la mano–. Pero me temo que ha llegado el momento de despedirnos. Le agradezco el placer de su compañía durante estos últimos días. No le digo arrivederla, sino addio.
Y encajó la última piedra en su lugar.
Mientras retiraba los últimos restos de cemento, oyó (o creyó oír) un ruido procedente de la tumba, un gemido gutural o una exhalación. A menos que fuera simplemente el viento gimiendo por las antiguas catacumbas… Aplicó la cabeza al muro recién hecho y prestó atención.
No se oía nada.
Retrocedió y, tras arrimar con el pie unos huesos al muro, cogió la antorcha y caminó deprisa por aquella ratonera. Cuando llegó a la escalera de caracol, empezó a subir (una docena de escalones, dos docenas, tres docenas) hacia la superficie y el cálido sol de la tarde, dejando muy atrás un mundo agitado de sombras.