Tras unos segundos de atención, Pendergast se volvió hacia D'Agosta.
–Los perros que usa el conde para la caza del jabalí. Vienen de abajo, con los perreros.
–Dios mío…
–Están adiestrados para desplegarse en una línea impenetrable, acorralar a su presa y rodearla. No tenemos más alternativa que subir al otro lado de la montaña. Es nuestra única oportunidad de huir.
Dieron media vuelta y empezaron a trepar en diagonal por la cuesta, alejándose del castillo. Era una subida muy dura por la abundancia de zarzas entre los castaños y porque el suelo estaba húmedo, resbaladizo por las hojas. D'Agosta oyó los ladridos de los perros. A juzgar por la que armaban, debían de ser varias docenas. El eco reverberaba nítidamente de punta a punta del valle. Parecían acercarse.
Después de una parte especialmente abrupta del bosque, llegaron a una cuesta más suave, con viñas y hojas amarillas en el aire otoñal. Subieron sin aliento por una de las hileras de vides, tropezando con la tierra levantada y llenándose los zapatos de barro pegajoso.
No cabía duda: los perros les estaban dando alcance.
Al llegar al final del viñedo, Pendergast paró un segundo para reconocer la zona. Se encontraban en un pasillo entre dos crestas que se estrechaba hacia la cumbre, situada más o menos a un kilómetro. El castillo quedaba a sus pies, oscuro y severo en su peñasco.
–Venga, Vincent, que no hay ni un segundo que perder.
Al final del viñedo había otro castañar frondoso y empinado. Lo cruzaron a trancas y barrancas, desgarrándose aún más la ropa con las zarzas. De pronto apareció ante ellos un muro en ruinas que pertenecía a una antigua casa colonica infestada de zarzas. Dejaron atrás las ruinas y las edificaciones, y entraron en un claro cubierto de maleza. Pendergast hizo otra pausa para examinar el último tramo.
D'Agosta tenía el corazón a punto de explotar. El aparato de microondas era un peso muerto en su hombro. Mientras recuperaba el aliento, miró hacia abajo y vislumbró un grupo de perros corriendo y ladrando. Estaban estrechando el cerco. Ya era posible oír los silbidos y los gritos de los perreros.
Pendergast miraba atentamente la parte de la cuesta en que el pasillo, acercándose a la cumbre, se estrechaba.
–Veo un brillo metálico.
–¿Hombres?
Asintió con la cabeza.
–¿Alguna vez ha cazado jabalíes?
–No.
–Pues es como nos están cazando, como jabalíes. Allí arriba, donde se estrecha la garganta, seguro que hay cazadores parapetados. Calculo que no pueden ser menos de una docena. Tienen a tiro toda la parte superior de la montaña. –Asintió como si diera su aprobación–. Es la típica caza. Los perros levantan a los jabalíes y los hacen subir por un valle que se estrecha progresivamente hasta una cresta, donde los animales no tienen más remedio que quedar al descubierto. Entonces son abatidos por los cazadores.
–¿Qué hacemos?
–Lo contrario de los jabalíes. En vez de huir de los perros, seguiremos una trayectoria lateral.
Se volvió y corrió por la ladera en ángulo recto respecto al sentido de la cuesta, siguiendo las ondulaciones del terreno. Los ladridos se acercaban. El efecto del relieve sobre el eco hacía que parecieran llegar de todas partes.
Quedaba menos de un kilómetro de cuesta. Sacando fuerzas de flaqueza, D'Agosta pensó que si lograban llegar al otro lado podrían sacar ventaja a los perros y volver a descender, pero el bosque, cada vez más frondoso y vertical, obstaculizaba su carrera. Llegaron al borde de un barranco pequeño pero muy abrupto, con un torrente que se precipitaba por un lecho de rocas afiladas. Al otro lado, a una distancia de unos seis o siete metros, se erguía un precipicio cubierto de musgo. No se podía pasar.
Pendergast se volvió. Ahora los perros parecían estar muy cerca, hasta el punto de que D'Agosta oía el ruido de las ramas y distinguía los exabruptos de los perreros.
–No podemos cruzar este barranco –dijo Pendergast–. Eso significa que solo nos queda una posibilidad: seguir subiendo y tratar de infiltrarnos entre los cazadores.
Sacó la pistola que le había quitado al tirador que se cayó por el precipicio y miró el cargador.
–Quedan tres balas –dijo–. Vamos. Reanudaron el ascenso. A D'Agosta le parecía increíble seguir caminando, pero la adrenalina (y el horrible ladrido de los perros de caza) le impulsaba a hacerlo.
Al cabo de unos minutos, la frondosidad se aclaró y dejó que se filtrase más luz. Se pusieron en cuclillas y siguieron a rastras, lentamente. Más adelante, el bosque se convertía en una sucesión de prados y hondonadas llenas de maleza. El disgusto dejó a D'Agosta sin respiración. La maleza de las hondonadas era impenetrable; los prados, por su parte, eran pura hierba, con algunos árboles dispersos. Quedaba casi medio kilómetro de subida entre dos crestas rocosas, hasta llegar a una cima pelada. Era como una galería de tiro.
Pendergast dedicó como mínimo un minuto a examinar la cumbre, pese a la rapidez con que se acercaban los perros, y negó con la cabeza.
–Es inútil, Vincent; seguir subiendo sería un suicidio. Arriba habrá demasiados hombres, y seguro que han cazado jabalíes por estos montes desde que eran pequeños. No podemos pasar.
–¿Está seguro? De que haya hombres arriba, quiero decir…
Pendergast asintió observando la cresta.
–Desde aquí veo como mínimo media docena, y a saber cuántos se esconden detrás de las rocas. –Calló, pensativo. Luego dijo muy deprisa, como si hablara solo–: Por este lado y por arriba el cerco ya se ha cerrado. Hacia abajo no podemos ir. Sería imposible cruzar la línea de perros.
–¿Está completamente seguro?
–A esos perros no podría esquivarlos ni un jabalí macho de cien kilos atravesando la maleza a cincuenta kilómetros por hora. En cuanto el jabalí llega a la línea, los perros convergen hacia él y…
Enmudeció y miró a D'Agosta con los ojos brillantes.
–¡Claro, Vincent! Sí que hay una salida. Escúcheme, ahora bajaré directamente por la cuesta. Cuando llegue a la línea de perros, sus ladridos atraerán a los demás, y se agrupará toda la jauría. Mientras tanto, usted se desplazará lateralmente unos doscientos metros, lo más deprisa que pueda, y a continuación bajará lentamente por el monte. Repito, lentamente. Cuando oiga los ladridos de los perros al acorralarme (un sonido inconfundible), sabrá que he llegado a la línea y que me están rodeando. Cuando los perros se junten, la línea se romperá. Será el momento en que usted podrá pasar. No habrá ninguno más. ¿Me explico? Esté atento al momento en que cambien los ladridos. Cuando cruce la línea, vaya directamente a la carretera de Greve.
–¿Y usted?
Pendergast enseñó la pistola.
–¿Con tres balas? Imposible.
–Es la única manera.
–Pero ¿dónde nos reuniremos? ¿En la carretera de Greve?
Pendergast negó con la cabeza.
–No me espere. Vaya a buscar al colonnello y vuelva lo antes posible con el máximo de refuerzos. Insisto, el máximo. ¿Me entiende? Llévese la máquina, porque tendrá que convencerle.
–Pero…
D'Agosta se calló. Acababa de entender toda la gravedad del plan de Pendergast.
–Y un carajo –dijo–. Iremos juntos.
Los ladridos se acercaban.
–Solo puede pasar uno de los dos. Es la única posibilidad. ¡Váyase!
–De eso nada. Me niego. No pienso dejarle con los perros y…
–¡Vincent, por Dios, le digo que se vaya!
Fueron las últimas palabras del agente antes de volverse y bajar por la ladera.
–¡No! –exclamó D'Agosta–. ¡Nooo…!
Pero ya era demasiado tarde.
Se quedó paralizado, clavado al suelo por la incredulidad. La silueta negra y espigada de Pendergast brincaba por el monte como un gato, con la pistola en alto. De repente desapareció entre los árboles.
No le quedaba otra opción que seguir el plan. Empezó a caminar como un robot por la montaña. Después de unos trescientos metros en sentido lateral, cambió de dirección y se dispuso a bajar.
Se detuvo de golpe. Delante, al pie de un espolón rocoso, entre los árboles, había un hombre. Desde cualquier otro ángulo le habría ocultado el espolón. Miraba a D'Agosta sin moverse.
«¡Ay, mi madre! –pensó D'Agosta–. De esta no salgo».
Estuvo a punto de coger el aparato de microondas, pero se lo pensó mejor. No estaba armado. Al menos no se le veía ningún arma. Era mejor abordar esa situación con los puños. Se dispuso a abalanzarse sobre él.
De pronto vaciló. Aunque fuera vestido de campesino, no se parecía al resto de los esbirros de Fosco. Era muy delgado y muy alto, unos diez centímetros más que Pendergast, con una barba muy corta y una mirada extraña. Sus ojos no eran del mismo color. El izquierdo era marrón claro y el derecho intensamente azul.
«Quizá sea de por aquí –pensó D'Agosta–, o un cazador furtivo, no sé… ¡Pues vaya momento para salir a pasear! ¡No te jode!».
De repente se acordó de los perros, que seguían ladrando como antes, a intervalos regulares.
No podía perder más tiempo. El hombre le había dado tranquilamente la espalda, sin demostrar ningún interés. D'Agosta empezó a bajar despacio, esperando oír un cambio en los ladridos. Al mirar por encima del hombro, vio que el desconocido seguía sin moverse, pero que observaba atentamente hacia abajo.
Reanudó despacio y con prudencia su camino por el bosque. En ese momento, lo importante era Pendergast. Se escaparía. Tenía que escaparse. Tenía que…
Justo entonces oyó un ladrido histérico procedente de abajo, a la derecha. Era un sonido mucho más agudo y urgente que los anteriores. Prestó atención. Ahora eran dos perros los que aullaban, no, tres; al poco tiempo, se trataba de toda la jauría. Los oyó converger en un solo punto, con una confusión de penetrantes ladridos. Después oyó una detonación de arma de fuego y el grito de un perro. Los aullidos frenéticos se agudizaron aún más. Era un sonido terrorífico, que quedó interrumpido por una sucesión de dos disparos. Después oyó detonaciones más graves, de alguna vieja carabina de gran calibre. No veía nada por culpa de la maleza, pero tampoco hacía falta. Los ruidos hablaban por sí solos.
Era su oportunidad. Con la máquina pegada al cuerpo, corrió monte abajo con todas sus fuerzas, saltando por encima de las zarzas o arañándose con ellas. Corría y corría a pesar de los tropiezos. Al llegar a un pequeño claro, vislumbró a Pendergast por última vez a la derecha: una figura de negro muy pequeña, rodeada por una jauría enloquecida, a la que se acercaba como mínimo una docena de hombres desde abajo y por los flancos, apuntando al agente con grandes escopetas. El alboroto de los perros que le rodeaban (con algunos, los más atrevidos, acercándose para arrancar algún trozo de carne) era increíble.
D'Agosta siguió corriendo, siempre corriendo. De pronto la línea quedó a sus espaldas. El terrible y voraz aullido de los perros se situaba detrás y por encima de él. El pavoroso griterío de los perros y las voces agresivas de los perreros se diluían en sus tímpanos. La caza había terminado. La presa estaba acorralada, pero no era ningún jabalí, sino un ser humano: Pendergast. Y no escaparía. Esta vez no escaparía.