Ochenta y uno

Rehicieron su camino por los subterráneos de oscura mampostería, antes de subir furtivamente por la antigua escalera que conducía a la despensa. Pendergast la examinó con gran cuidado e hizo señas a D'Agosta de que le siguiese. Cruzaron despacio el umbral de la cocina, una sala inmensa con mesas paralelas de pino engrasado y mármol, y una chimenea de grandes dimensiones llena de rejas y parrillas. El techo estaba plagado de utensilios de cocina de hierro colado, que colgaban de él con grandes ganchos y cadenas. Al lado, en el salotto, no se oía nada. No parecía haber nadie.

–Cuando Pinketts fue a buscar el arma –susurró Pendergast–, salió por esta cocina y no tardó más de un minuto. Tiene que estar cerca.

–Y ¿por qué tendría que estar en el mismo sitio que antes?

–Recuerde lo que dijo Fosco: piensa usarla una vez más. Con usted. Esta habitación solo tiene dos salidas, además de la del comedor: la despensa que acabamos de cruzar y esa.

Señaló lo que parecía la puerta de un viejo secadero.

En ese momento se oyeron pasos más allá del comedor. Pendergast y D'Agosta se escondieron detrás de la puerta, ocupando el mínimo espacio. También se oían voces hablando en italiano, incomprensibles, pero cada vez más próximas.

–Sigamos buscando –comentó Pendergast al cabo de un buen rato–. Pueden dar la voz de alarma en cualquier momento.

Se asomó al secadero. Era una fría habitación de piedra llena de prosciutti y salami, con anaqueles que crujían por el peso de enormes ruedas de queso reggiano y parmigiano añejo. Pendergast paseó la luz de la linterna de Fabbri por el interior. Uno de los estantes superiores devolvió un brillo de aluminio.

–¡Ahí!

D'Agosta cogió la caja.

–Demasiado voluminosa –dijo Pendergast–. Será mejor tirarla y montar el arma.

Abrieron la caja. Pendergast enroscó las piezas con cierta dificultad. Después entregó el aparato a D'Agosta, que se lo colgó de la cinta de cuero en el hombro y volvió deprisa a la cocina. Más voces, que provenían esta vez del comedor. El crepitar de una radio. Alguien exclamó con voz de pánico:

Sono scappati!

Un momento de ajetreo, seguido por pasos que se alejaban.

–Tienen radios –murmuró Pendergast.

Después de unos segundos, regresó corriendo a la cocina y cruzó el comedor. D'Agosta le seguía con el arma rebotándole en el hombro. Salieron a la galería central, con sus retratos ennegrecidos por el tiempo y sus lujosos tapices.

Se oían voces por delante.

–Por aquí –dijo Pendergast, señalando con la cabeza una pequeña puerta abierta.

Era la puerta de una antigua armería, con espadas, armaduras y cotas de malla oxidadas en las paredes. Pendergast descolgó una espada en silencio, la examinó, volvió a colgarla y bajó otra.

Las voces aumentaron de volumen. De repente un grupo de hombres pasó por delante de la puerta, corriendo a gran velocidad en dirección al comedor y la cocina.

Pendergast asomó la cabeza e hizo señas a D'Agosta.

Siguieron por la galería hasta penetrar en un laberinto de elegantes aposentos que desembocaba en las salas pequeñas, húmedas y casi ciegas situadas alrededor de la torre del homenaje. D'Agosta ya no oía más pasos, salvo los suyos. La suerte, al parecer, les sonreía. Nadie esperaba que se dirigieran al centro del castillo, sino a los muros exteriores.

Justo cuando se felicitaba, oyó una voz delante de ellos, una voz iracunda. Miró a su alrededor. La secuencia de habitaciones desnudas no ofrecía ningún escondrijo.

Pendergast se apresuró a colocarse detrás de la puerta, con D'Agosta acuclillado a sus espaldas. Un hombre apareció en el umbral con una radio en la mano. Pendergast levantó rápidamente su espada. El hombre gimió y se derrumbó en el suelo, manchando el pavimento de sangre.

Pendergast le quitó rápidamente la pistola, una Beretta de nueve milímetros. Luego dio la espada a D'Agosta y le indicó que le siguiese.

Tenían delante el paso a una escalera circular que descendía hacia la oscuridad. Se lanzaron por ella de dos en dos peldaños, hasta que Pendergast levantó una mano.

Subía un eco de pisadas. Alguien corría a su encuentro.

–Pero ¿cuántos rufianes tiene el gordo? –musitó D'Agosta.

–Supongo que todos los que quiera. No se mueva. Tenemos la ventaja de la sorpresa y la altura.

Pendergast apuntó con gran cuidado hacia la curva de la escalera.

Poco después apareció un hombre con ropa de campesino. Pendergast disparó sin vacilar, se arrodilló junto al cuerpo caído, cogió su pistola y se la lanzó a D'Agosta.

Alguien más gritaba desde abajo.

Carlo! Cosa c'è?

Pendergast bajó por la escalera como una exhalación, haciendo volar los faldones de su chaqueta destrozada, y se abalanzó sobre el segundo hombre, que salió disparado hacia atrás con una patada en la cabeza. Pendergast aterrizó con suavidad y se tomó el tiempo de coger la pistola de la mano de su víctima y guardarla en la cintura de sus pantalones.

Echaron a correr por un pasillo húmedo, en dirección opuesta a la escalera. D'Agosta oyó voces detrás. Pendergast apagó la linterna para no ofrecer un blanco fácil. Siguieron corriendo en una oscuridad casi total.

El túnel se bifurcaba. Pendergast se detuvo a examinar el suelo y el techo.

–¿Ve los excrementos? Los murciélago salen volando por aquí.

Tomaron por el túnel de la izquierda. De pronto apareció una lucecita a sus espaldas. Justo después oyeron un disparo, y el rebote de una bala en la piedra. D'Agosta se detuvo para contraatacar, frenando a sus perseguidores.

–¿Y el arma de microondas? –preguntó.

–No sirve de nada en una situación así. Es de efectos demasiado lentos, y no tiene el alcance necesario. Además, ahora no tenemos tiempo de averiguar cómo funciona.

El túnel volvía a bifurcarse. D'Agosta olió aire fresco, y distinguió poco después un vago resplandor. De repente, al segundo recodo, toparon con una reja de hierro macizo bañada por una luz intensa. D'Agosta vio que la reja se asomaba al precipicio de debajo del castillo. Al mirar al exterior reconoció la ladera empinada de la montaña, con un barranco muy profundo a la izquierda y una serie de cimas y riscos a la derecha.

–Mierda.

–Me esperaba algo así –dijo Pendergast. Examinó rápidamente los barrotes–. Antiguos, pero sólidos.

–¿Y ahora qué?

–A plantar cara. Cuento con su buena puntería, Vincent.

Pendergast se arrimó al último ángulo del túnel. D'Agosta hizo lo mismo. Los hombres se acercaban más deprisa. A juzgar por sus pasos, eran como mínimo una docena. D'Agosta se volvió, apuntó y disparó. Vio caer una silueta en la penumbra. Las demás se dispersaron, pegándose a las paredes de roca viva. De pronto se oyó una detonación, seguida por el tableteo de un arma automática: dos ráfagas cortas que acribillaron el techo y provocaron una lluvia de chispas y trocitos de piedra.

–¡Mierda! –dijo D'Agosta, encogiéndose sin querer.

–Vincent, manténgales a raya mientras veo si se puede hacer algo con estos barrotes.

D'Agosta se agachó lo máximo que pudo para asomar rápidamente la cabeza por la esquina y disparar. El arma automática contraatacó. Las balas volvieron a rebotar en el techo y percutieron dispersas por el suelo, no muy lejos de D'Agosta.

«Apuntan adrede para que reboten», pensó.

Sacó el cargador de la culata y lo examinó. Era una Beretta con cargador de diez balas, de las que quedaban seis, sin contar la de la recámara.

–Tenga, el cargador de recambio –dijo Pendergast, tirándoselo–. No desperdicie ni una sola bala.

D'Agosta le echó un vistazo. Estaba lleno. Disponía de diecisiete disparos.

Otra breve ráfaga de disparos de arma automática se desvió en el techo y mordió el suelo a poca distancia de sus pies.

«El ángulo de incidencia es igual al ángulo de refracción», recordó vagamente de sus clases de tiro. Disparó dos veces hacia la zona donde vio que rebotaban las balas. Siempre apuntaba hacia una zona de piedra lisa, estudiando el efecto con el máximo cuidado.

Oyó un grito. Un punto a favor de las matemáticas.

La respuesta fue una gran descarga de balas que rebotaban. D'Agosta rodó por el suelo justo a tiempo, mientras una docena de proyectiles golpeaba la parte del suelo de la que acababa de apartarse.

–¿Cómo va? –preguntó por encima del hombro.

–Más tiempo, Vincent. Déme tiempo.

Llovieron más balas y esquirlas.

Tiempo. D'Agosta no tenía más remedio que contraatacar de nuevo. Se arrastró hacia la esquina y asomó la cabeza. Un hombre había salido de la oscuridad y corría hacia una posición más próxima. La bala de D'Agosta le rozó y le hizo batirse en retirada con un grito.

Ahora era Pendergast quien disparaba a intervalos regulares. D'Agosta se volvió y vio cómo disparaba a la mampostería que afianzaba la reja.

Se produjeron más disparos, que agujerearon el suelo alrededor de D'Agosta. Este respondió con una de sus balas.

Pendergast había agotado las suyas.

–¡Vincent! –dijo.

–¿Qué?

–Tíreme su pistola.

–Pero…

–¡La pistola!

Pendergast la cogió, apuntó con cuidado y disparó a bocajarro en el cemento, donde estaban clavados los barrotes. Era un cemento viejo y blando, y los disparos estaban surtiendo efecto; aun así D'Agosta hizo una mueca, incapaz de no contar las balas desperdiciadas: una, dos, tres, cuatro… clic. Pendergast hizo saltar el cargador vacío y lo tiró. D'Agosta le dio el de recambio. Al otro lado de la esquina, el fuego se había intensificado. Disponían de muy poco tiempo antes de que se les echaran encima. Sonaron siete disparos más. Pendergast se puso en cuclillas y dijo:

–Vamos a darle una patada los dos juntos. A la de tres.

La reja recibió un fuerte golpe, pero no se movió.

Pendergast disparó dos veces más y se guardó la pistola en la cintura del pantalón.

–Otra patada. Ahora desde el suelo.

Se tumbaron de espaldas, levantaron las piernas y golpearon la reja al mismo tiempo.

Se movió.

Otra vez, otra… y se soltó, cayendo por el precipicio entre rocas y piedras.

Se asomaron al borde. Había como mínimo quince metros de pared de roca hasta el punto en que arrancaba la pendiente.

–Mierda –murmuró D'Agosta.

–No hay alternativa. Tire el aparato. Procure que caiga entre arbustos, o en el sitio más blando posible. Luego empiece a escalar.

D'Agosta se inclinó hacia el precipicio y arrojó el dispositivo de microondas hacia un espeso matorral. Después, haciendo de tripas corazón, se volvió y empezó a bajar por el borde. Se deslizó lentamente sin soltar el cemento de la reja, hasta que encontró un apoyadero para los pies. Entonces bajó un poco más y repitió la operación. Tardó poco tiempo en quedar con la cabeza por debajo del nivel del túnel y las manos en la roca.

De pronto Pendergast llegó a su altura.

–Baje en diagonal. Así verá mejor los apoyaderos y no será un blanco tan fácil.

La pared era de caliza estratificada, y a pesar de su terrible verticalidad ofrecía abundantes asideros y apoyaderos. Seguro que a un escalador profesional le habría planteado pocas dificultades, pero D'Agosta estaba aterrorizado. Sus pies resbalaban constantemente, y sus zapatos de suela de piel le ayudaban muy poco.

Siguió bajando con cuidado, alternando las manos y haciendo lo posible por no tocar las rocas afiladas con su dedo herido. Pendergast, escalador veloz, se encontraba mucho más abajo.

Oyeron un eco de disparos sobre sus cabezas, seguido por una descarga tremebunda que dejó paso al silencio, y luego a varias voces:

–Eccoli! Di la!

Al mirar hacia arriba, D'Agosta vio unas cuantas cabezas asomadas al vacío. De pronto apareció una mano con una pistola que le apuntaba directamente. Ofrecía un blanco perfecto. Era hombre muerto.

La pistola de Pendergast disparó desde abajo: la última bala. El tirador la recibió en la frente y se tambaleó, antes de emprender un vuelo silencioso hacia las rocas de abajo. D'Agosta apartó la vista y reanudó su descenso lo más deprisa que pudo.

Arriba, en la boca del túnel, algo volvía a moverse. Vio cómo otra figura se asomaba con cautela. Esta vez lo que llevaba en la mano era el arma automática. Reconoció la forma achaparrada de una Uzi.

Se pegó a la roca. Pendergast había desaparecido. ¿Dónde se había metido?

Oyó varias ráfagas cortas y el zumbido de las balas del Uzi. Justo cuando tanteaba el vacío con el pie, se percató de que solo le protegía un pequeño saliente de roca, y de que si volvía a moverse quedaría al descubierto.

Se lo confirmó otra ráfaga de disparos. Estaba acorralado.

–¡Pendergast!

No hubo respuesta.

Más tiros, que le clavaron esquirlas de piedra en la cara. Movió una pierna.

A la siguiente ráfaga sintió que una bala rozaba su zapato y retiró la pierna. Estaba respirando demasiado deprisa, a bocanadas, con las manos crispadas en el minúsculo asidero. Más disparos y fragmentos de piedra.

Estaban horadando el saliente de encima. Aunque no se moviera, acabarían cazándole. Sintió cómo un hilo de sangre resbalaba por su mejilla, debido a alguno de los cortes que le provocaron las esquirlas.

De pronto oyó un disparo, provenía de abajo. Después un grito. Se despeñó otro hombre acompañado por la Uzi.

Pendergast. Debía de haber llegado al pie del precipicio y se había apoderado del arma del muerto.

Empezó a bajar, resbalando varias veces de puro pánico. Los disparos desde abajo se multiplicaron. Era Pendergast, que le cubría, despejando la boca del túnel.

La pared empezó a perder su verticalidad. Los últimos seis o siete metros los bajó casi resbalando. De repente estaba de pie en lo más alto de un pedregal, empapado de sudor, con el corazón desbocado y las piernas como si fuesen de gelatina. Pendergast estaba en cuclillas detrás de una roca, disparando de nuevo hacia la boca del túnel.

–Coja el aparato y vámonos –dijo.

D'Agosta se incorporó, bajó corriendo hasta el matorral y recogió el arma. Tenía una muesca en uno de los bulbos, y presentaba un aspecto algo sucio y arañado, pero por lo demás no parecía haber sufrido daños. Se la colgó del hombro y corrió a esconderse entre los árboles. Pendergast se reunió con él poco después.

–Abajo, a la carretera de Greve.

Echaron a correr por la ladera, saltando sobre las raíces de los castaños mientras el ruido de disparos se amortiguaba.

De repente Pendergast dejó de correr.

En el silencio, D'Agosta oyó un sonido que llegaba desde abajo y se intensificaba. Eran ladridos de perros.

Muchos perros.