Ochenta

Cuando Pendergast salió de su habitación, ya amanecía por las minúsculas ventanas de la torre del homenaje. D'Agosta, sentado al lado de la chimenea, le saludó con un gruñido. Se había pasado toda la noche sin dormir dando vueltas en la cama, mientras que Pendergast parecía haber descansado.

–Magnífico fuego, Vincent –dijo el agente, mientras se alisaba la pechera del traje y se sentaba a su lado–. Estas mañanas de otoño siempre resultan un poco frías.

D'Agosta atizó el fuego con brusquedad.

–¿Qué, ha dormido bien?

–La cama era abominable; por lo demás, he podido descansar, gracias.

D'Agosta añadió otro tronco al fuego. Odiaba esperar sin saber nada. Por otra parte, no podía disimular del todo su irritación por el hecho de que Pendergast se hubiera acostado sin darle una explicación satisfactoria.

–Oiga, ¿cómo se enteró de lo de la sociedad secreta? –preguntó con cierta brusquedad–. No es la primera vez que le veo sacar un conejo de la chistera, pero este se lleva la palma.

–Deliciosa metáfora mixta. Antes de encontrar el trozo de crin del Stormcloud junto al cadáver de Bullard ya sospechaba que Fosco tenía algo que ver con todo esto.

–¿Cuándo tuvo las primeras sospechas?

–¿Recuerda que le hablé de un colaborador mío, un tal Mime? Le encargué una búsqueda por internet sobre las últimas actividades de todos los presentes en la última fiesta de Grove, y descubrió que hace seis meses Fosco compró discretamente una cruz florentina del siglo XVII, muy valiosa, a un anticuario de Via Maggio.

–¿La que le dio a Grove?

–Exacto, y recuerde que fue el propio conde quien tuvo a bien señalarme que si Grove hubiera vivido un solo día más habría visto aumentar su fortuna en cuarenta millones de dólares.

–Claro. Cuando alguien presenta una coartada sin que se la pidan, no hay que fiarse.

–El talón de Aquiles del conde es su locuacidad.

–Sí, y que es un bocazas.

–En suma, que empecé a buscar sus puntos débiles. Evidentemente era un hombre peligroso, y me pareció que necesitábamos todas las ventajas posibles por lo que pudiera ocurrir. No sé si se acuerda de lo que comentó el colonnello en la comisaría sobre las sociedades secretas. Dijo que estaban muy extendidas entre la nobleza florentina. Empecé a preguntarme si Fosco formaba parte de alguna de ellas y, en caso afirmativo, si se podía usar contra él. La aristocracia florentina es una de las más antiguas de Europa, con linajes que se remontan al siglo XIII. La mayoría de los títulos antiguos están relacionados con una serie de órdenes y corporaciones misteriosas, que en algunos casos son tan antiguas como las Cruzadas. Casi todas tienen documentos y ritos secretos. Los Caballeros del Temple, los Gonfaloneros Negros, los Caballeros de la Rosa… Hay muchas.

D'Agosta asintió sin decir nada.

–Algunas de esas sociedades se lo toman extremadamente en serio, aunque su función original esté obsoleta y solo queden normas y ceremonias vacías. Dada la pertenencia del conde a una de las familias más antiguas de la zona, era seguro que formaría parte de varias sociedades por derecho hereditario. Mandé un e-mail a Constance, que logró reunir varias posibilidades y aproveché mis contactos en Italia para seguir algunas de esas pistas.

–¿Cuándo?

–Anteanoche.

–¡Y yo pensando que dormía como un tronco en su suite!

–Dormir es una desafortunada exigencia biológica que nos hace perder tiempo y ser vulnerables. El caso es que encontré indicios sobre la existencia del Comitatus Decimus, la Compañía de los Diez. Se trata de un grupo de asesinos formado durante los años más tumultuosos del siglo XIII, mucho antes de que llegaran los Médicis al poder. Uno de los fundadores de la orden fue un barón francés, Hugo d'Aquilanges, que trajo a Florencia algunos manuscritos peculiares, llenos de referencias a la magia negra. Gracias a esos manuscritos, el grupo invocaba al diablo (o creía invocarle) para que les ayudase en sus asesinatos nocturnos. Juraban secreto con un pacto de sangre, y cualquier infracción se castigaba con la muerte inmediata. Otro de los fundadores fue el cavaliere Mantun de Ardaz da Fosco, que transmitió a sus descendientes la condición de miembro, juntamente con el título, hasta llegar al Fosco que conocemos. Al parecer la familia Fosco también tenía a su cargo la biblioteca del Comitatus.

»El documento que usó Fosco en la víspera de Todos los Santos para invocar al diablo en presencia de Bullard y los demás era uno de esos antiguos documentos. Ignoro si tenía planeado usarlo desde el principio, pero en un momento u otro debió de enterarse de que Beckmann sabía leer en italiano, y de que Grove, en su etapa universitaria, ya estaba versado en manuscritos antiguos. Por lo tanto no podía utilizar un manuscrito cualquiera, sino uno auténtico. Yo creo, sencillamente, que no pudo resistirse a la diversión. En ese momento no se dio cuenta de la gravedad de su acto, ni del castigo en el que incurriría al infringir el secreto. Le informo de que los miembros de la orden no son investidos como tales hasta los treinta años.

–Aún no me ha explicado cómo se enteró de que Fosco era uno de ellos.

–Uno de los datos reunidos por la investigación fue que en la ceremonia de investidura los miembros hereditarios de la secta son marcados con un punto negro, una especie de tatuaje hecho con un frasco de cenizas procedentes del cadáver de Mantun de Ardaz, que fue cuarteado y quemado como hereje en la Piazza della Signoria. El punto negro se aplica justo a la altura del corazón.

–Y ¿cuándo se lo vio?

–Al entrevistarle en el Sherry Netherland. Llevaba una camisa blanca abierta por el cuello. Entonces no supe qué quería decir. Parecía un simple lunar.

–Pero se le grabó en la memoria.

–A veces la memoria fotográfica es muy útil.

De repente Pendergast le indicó que se callara. Aguardaron cerca de un minuto sin moverse, hasta que D'Agosta oyó pasos y un golpecito en la puerta.

–Adelante –dijo Pendergast.

Fosco abrió la puerta y entró seguido por media docena de hombres armados. Hizo una reverencia.

–Buenos días a los dos. Espero que hayan pasado en lo posible una buena noche.

D'Agosta no contestó.

–¿Y usted, conde? –preguntó Pendergast.

–Yo siempre duermo como un bebé, gracias.

–Como la mayoría de los asesinos, curiosamente.

Fosco miró a D'Agosta.

–A usted le veo un poco paliducho, sargento. Espero que no esté enfermo.

–El que me enferma es usted.

–Sobre gustos no hay nada escrito –dijo Fosco, sonriendo, y volvió a mirar a Pendergast–. Lo prometido es deuda. He meditado su oferta y le traigo mi respuesta.

Metió una mano en su chaqueta y sacó un sobre muy blanco, que tendió a Pendergast con los ojos brillantes.

Para sorpresa de D'Agosta, Pendergast palideció al cogerlo.

–Exacto, la misma carta que entregó al príncipe Maffei, cerrada y sin leer. Creo que la palabra es «jaque», señor Pendergast. Le toca a usted.

–¿Cómo…? –empezó a decir D'Agosta, pero no terminó la pregunta.

Fosco hizo un gesto con la mano.

–El señor Pendergast no contaba con mi inteligencia. Le he explicado al príncipe Maffei que habían entrado ladrones en mi castillo, y que temía por la segundad del manuscrito más secreto del Comitatus, que tengo en custodia como bibliotecario de la orden. Le he pedido que lo guardara hasta que fueran detenidos los ladrones. Él, naturalmente, me ha llevado a su escondrijo más seguro, donde yo suponía que habría guardado la carta. Al desconocer lo que le había dicho usted sobre su contenido he optado por no mencionarla. El pobre viejo ha abierto su caja fuerte para guardar el manuscrito, y en efecto ¡había una carta nueva entre los manuscritos mohosos! He sabido que era la que buscaba, y me la he apropiado con un juego de manos. Cuando el príncipe Maffei vea que usted no vuelve, abrirá su caja fuerte, no encontrará nada y sospecho que empezará a preocuparse por el peso de los años y sus maltrechas facultades mentales.

Fosco se rió en silencio con el sobre en las manos, mientras sacudía su ancha frente.

Durante un momento de silencio, Pendergast contempló el sobre. Después lo cogió, lo abrió, echó un vistazo al papel que contenía y lo dejó caer al suelo.

–He dicho «jaque», pero quizá debiera haber dicho «jaque mate», señor Pendergast.

Fosco se volvió hacia los hombres de la puerta. Llevaban ropa basta de lana y cuero, y todos iban armados. Detrás estaba otro hombre con una chaqueta de ante sucia. Tenía el rostro pequeño y afilado, y les miraba con ojos inteligentes.

D'Agosta se acercó lentamente a su pistola. Al percatarse de ello, Pendergast le disuadió con un pequeño gesto.

–Exacto, D'Agosta. Su superior sabe que es inútil. Dos contra siete… Eso solo sale bien en las películas. Estaría encantado de verles morir a los dos aquí y ahora, como comprenderán, pero no pierdan la esperanza –añadió en son de burla–. ¡No está dicho que no puedan escaparse! –Se volvió con una risa en los labios–. Desármales, Fabbri.

El hombre de la chaqueta de ante se acercó con la mano tendida. Al cabo de un rato Pendergast cogió su Les Baer y se la entregó. D'Agosta hizo lo mismo, a su pesar y con muy malos presagios.

–Ahora regístrales –dijo el conde.

–Usted primero, señor Pendergast –dijo Fabbri con un fuerte acento italiano–. Quítese la chaqueta y la camisa y levante los brazos.

Pendergast obedeció y le entregó ambas prendas. Cuando el agente se quitó la camisa, D'Agosta reparó por primera vez en que llevaba una cadena con un pequeño y extraño colgante, un ojo sin párpados sobre la imagen de un fénix surgiendo de las cenizas de una hoguera.

Uno de los campesinos empujó a Pendergast contra la pared. Fabbri empezó a cachearle como un experto. Tardó poco en encontrar la segunda pistola, seguida por el estilete.

–También debe de llevar ganzúas –dijo el conde.

Fabbri registró el cuello y las mangas del agente hasta extraer un pequeño kit de herramientas enganchado con velero. También aparecieron otras cosas: una jeringuilla con su aguja y algunas probetas.

–¡Menudo arsenal lleva en su traje! –dijo Fosco–. Fabbri, por favor, déjalo todo en esa mesa.

Fabbri sacó un cuchillo y empezó a abrir y registrar a fondo el forro del traje de Pendergast. Aparecieron más objetos: unas pinzas y algunos paquetitos de productos químicos, que Fabbri dejó sobre la mesa.

–La boca, regístrale la boca.

Fabbri abrió la boca de Pendergast y buscó entre sus dientes y debajo de la lengua.

La indignación de D'Agosta iba en aumento. Cada vez que aparecía una nueva herramienta, sentía decrecer sus esperanzas. Sin embargo, Pendergast tenía muchos trucos escondidos en la manga. Seguro que podría salvarles.

Fabbri indicó a Pendergast que se moviera un poco y se agachara, a fin de poder examinarle el pelo. El agente obedeció sin bajar los brazos y se colocó de espaldas al semicírculo formado por los campesinos y el conde, que examinaba los artículos de la mesa con murmullos de interés.

Al quedar con Fabbri de espaldas y Pendergast de frente, D'Agosta se llevó una sorpresa enorme.

Acababa de ver que Pendergast, con un movimiento casi imperceptible de los dedos, había sacado una minúscula pieza de metal situada entre el anular y el meñique de su mano izquierda. Se las arregló para esconderla al principio del cacheo.

–Bueno –dijo Fabbri–, ahora baje los brazos y colóquese aquí.

Pendergast siguió sus instrucciones, pero al mismo tiempo, con un movimiento tan fugaz que D'Agosta no estuvo seguro de haberlo visto, guardó la piececita de metal detrás de la solapa de la chaqueta de Fabbri, usándole como escondrijo.

A continuación Fabbri examinó sus zapatos; cortó los tacones con un cuchillo y lo clavó en varios puntos de las suelas con un excelente resultado: apareció otro juego de ganzúas. Fabbri frunció el entrecejo y volvió a registrar el traje del agente.

Al final se dio por satisfecho. La ropa de Pendergast estaba hecha jirones.

–Ahora el otro –dijo Fosco.

Repitieron la operación con D'Agosta, que quedó desnudo y sometido a la misma humillación de que le cachearan a fondo y le deshicieran todas las costuras.

–Les dejaría desnudos –dijo el conde–, pero las mazmorras de este castillo son muy húmedas y no me gustaría que se resfriasen. –Señaló su ropa con la cabeza–. Vístanse.

Así lo hicieron.

Fabbri les obligó a volverse y les esposó las manos en la espalda.

Andiamoci.

El conde dio media vuelta y salió del apartamento, seguido por Fabbri, Pendergast y D'Agosta. Los últimos fueron los seis rufianes.

Salieron de la torre del homenaje por la escalera de caracol y volvieron a pasar por las habitaciones antiguas del castillo. Con el conde en cabeza, cruzaron el comedor y la cocina y llegaron a una despensa grande y ventilada. En la pared del fondo había un arco bajo el que desaparecía una escalera en la oscuridad. Bajaron por ella hasta llegar a un túnel profundo y abovedado con manchas de humedad y cristales de calcita en los muros. Después cruzaron en silencio varios almacenes y galerías de piedra en desuso.

Ecco –dijo el conde al llegar a una puerta baja.

Fabbri también se detuvo. Pendergast, que iba detrás mirando el suelo, chocó con él. Fabbri masculló una palabrota y le empujó, haciéndole caer sobre la fría piedra.

–Entren –dijo el conde.

Pendergast se levantó y agachó la cabeza para acceder a una pequeña habitación. D'Agosta le siguió. El impacto de una puerta de hierro y el giro de una llave metálica les dejaron a oscuras.

El rostro del conde apareció en la pequeña reja de la puerta.

–Aquí estarán a buen recaudo mientras me ocupo de los últimos detalles –dijo–. Luego volveré. Les advierto que tengo preparado algo especial, a la medida de los dos. Para Pendergast un final literario, inspirado en Poe; por lo que respecta a D'Agosta, el asesino de mi Pinchetti, usaré una vez más mi aparato de microondas antes de destruirlo y eliminar así la última prueba de mi participación en todo este asunto.

La cara desapareció. Poco después fue la luz tenue del pasillo la que se apagó.

D'Agosta se quedó sentado en la oscuridad, oyendo el eco de unos pasos que se alejaban. Pronto el silencio fue total, a excepción de un ligero goteo y de una especie de aleteo que atribuyó a los murciélagos.

Cambió de postura y se abrigó un poco más con los restos de su ropa. En ese momento oyó la voz de Pendergast, casi inaudible.

–Yo no veo ninguna razón para quedarnos más tiempo, ¿y usted?

–¿Lo que escondió en la solapa de Fabbri era una ganzúa? –preguntó D'Agosta.

–Naturalmente. Fabbri ha sido muy amable guardándomela. Estoy prácticamente seguro de que en este momento hay alguien vigilándonos al otro lado, Fabbri u otra persona. Golpee la puerta, Vincent, a ver si nos contesta…

D'Agosta lo hizo, gritando:

–¡Eh! ¡Dejadnos salir! ¡Dejadnos salir!

El eco se perdió lentamente en el pasillo.

Pendergast tocó el brazo de D'Agosta y le susurró:

–Siga haciendo ruido mientras fuerzo la cerradura.

D'Agosta profirió una retahíla de gritos y palabrotas. Un minuto después Pendergast volvió a tocarle el brazo.

–Ya está. Ahora présteme atención: es de suponer que el hombre que espera en la oscuridad tenga una linterna, y que la encienda a la menor sospecha. Voy a buscarle y me encargaré de él. Usted siga haciendo ruido para despistar y tapar el que haga yo cuando me arrastre por la oscuridad.

–Vale.

D'Agosta siguió gritando, pateando la puerta y exigiendo que les dejaran salir. Estaba todo tan oscuro que no podía ver los movimientos de Pendergast. Gritó y gritó.

De repente oyó dos golpes en el pasillo, uno más fuerte y el otro más sordo. Después, un haz luminoso penetró por la puerta.

–Muy bien hecho, Vincent.

D'Agosta agachó la cabeza para salir al pasillo. Fabbri estaba a unos seis metros, de bruces en el suelo de piedra y con los brazos abiertos.

–¿Está seguro de que se puede salir de esta mole? –preguntó el sargento.

–¿Verdad que ha oído chillidos de murciélagos?

–Sí.

–Pues tiene que haber una salida.

–Sí, pero para murciélagos.

–Si ellos vuelan, nosotros también, pero antes tenemos que conseguir el aparato, que es nuestra única prueba válida contra el conde.