A las nueve menos cinco, D'Agosta se apartó de la ventana y vio que Pendergast se levantaba tranquilamente del sofá, donde llevaba media hora sin moverse. Antes el agente había verificado que podía forzar la puerta con sus herramientas, pero como no parecía interesado por ninguna exploración volvió a cerrarla, y desde entonces esperaban.
–¿Qué tal la siesta?
Le pareció mentira que Pendergast pudiera dormir en esas circunstancias. Él estaba tan nervioso que tenía la impresión de que no podría dormir nunca más.
–No he hecho la siesta, Vincent. Estaba pensando.
–Toma, y yo. En cómo salir de aquí, ¿no?
–¡No creerá que hemos venido sin un plan viable de salida! Y si el plan saliera mal, siempre he creído en la improvisación.
–¿Improvisación? No me gusta la palabra.
–Estos castillos antiguos están llenos de agujeros. Sea como sea, huiremos con las pruebas que necesitamos y volveremos con refuerzos. Piense, Vincent, que no teníamos alternativa; o veníamos o nos rendíamos.
–La palabra rendirse no está en mi vocabulario.
–En el mío tampoco.
Llamaron a la puerta.
Cuando esta se abrió vieron a Pinketts vestido de librea. La mano de D'Agosta se acercó de forma inconsciente a la pistola.
Pinketts se inclinó ligeramente y dijo en su inglés amanerado:
–La cena está servida.
Subieron con él por la escalera, y a través de una serie de salas y pasillos llegaron al salotto que servía de comedor, una estancia acogedora, de techo alto y abovedado. La cubertería era de plata. La mesa tenía un centro de rosas recién cortadas, y estaba puesta para tres.
Fosco estaba al fondo de la sala, delante de una enorme chimenea con un blasón de piedra. En la reja solo había algunos troncos encendidos. El conde se volvió rápidamente, mientras un ratoncito blanco corría por su mano y subía por su manga.
–Bienvenidos. –Metió el ratón en una pequeña jaula en forma de pagoda–. Señor Pendergast, usted a mi derecha; usted a mi izquierda, señor D'Agosta, si son tan amables.
D'Agosta tomó asiento y apartó un poco la silla de Fosco. El conde siempre le había repelido, pero ahora casi no soportaba estar en la misma habitación que él. Era un desalmado.
–¿Un poco de prosecco? Lo hago yo.
Los dos declinaron la oferta con la cabeza. Fosco se encogió de hombros y, después de que Pinketts llenara su copa, la levantó.
–Por el Stormcloud –dijo–. Lástima que no puedan brindar. Háganlo con agua, como mínimo.
–Esta noche el sargento D'Agosta y yo haremos abstinencia –contestó Pendergast.
–He preparado una magnífica cena.
Fosco apuró su copa. En respuesta, Pinketts trajo una fuente con una montaña que a D'Agosta le pareció de fiambres.
–Affettati misti toscani –dijo Fosco–. Jamón de jabalí cazado en la finca. De hecho lo cazó un servidor. ¿No quieren probarlo? Finocchiona y soprassata, también de la finca.
–No, gracias.
–¿Señor D'Agosta?
D'Agosta no respondió.
–Es una pena que no tengamos un enano para que pruebe la comida. Me gusta tan poco comer solo…
Pendergast se inclinó hacia el conde.
–¿Qué tal si nos dejamos de cenas y vamos al grano, Fosco? El sargento D'Agosta y yo no podemos quedarnos a dormir.
–Insisto.
–Su insistencia es inútil. Nos iremos cuando queramos.
–No, no se irán, ni esta noche ni ninguna otra. Les sugiero que coman, porque será su última cena. No se preocupen, que no está envenenada. Les tengo reservado algo mucho más inteligente.
Las palabras del conde fueron recibidas en silencio.
Pinketts se acercó para servir vino tinto. El conde lo hizo girar en la copa, lo probó e hizo un gesto de aquiescencia, antes de mirar a Pendergast.
–¿Cuándo se dio cuenta de que había sido yo?
Pendergast tardó un poco en contestar, y lo hizo lentamente.
–Encontré crin de caballo en el lugar donde asesinaron a Bullard, y supe que procedía de un arco de violín. En ese momento me acordé del nombre del barco de Bullard, Stormcloud, y uní todos los cabos: comprendí que este caso no era más que una sórdida tentativa de robo mediante asesinatos e intimidaciones, y mis pensamientos derivaron hacia usted con toda naturalidad, aunque ya hacía tiempo que estaba seguro de que la pista no se agotaba en Bullard.
–Muy inteligente. No esperaba que lo descubriese con tanta rapidez. De ahí esas prisas de mal gusto por matar al viejo sacerdote. No saben cuánto lo lamento. Fue innecesario, y una tontería. Tuve un momento de pánico.
–¿Innecesario? –replicó D'Agosta–. ¿Una tontería? Estamos hablando de asesinar a un ser humano.
–Ahórreme el absolutismo moral. –Fosco bebió un poco de vino, pinchó varias veces con el tenedor un trozo de jamón, se lo comió y, recuperando el buen humor, miró a Pendergast–. Por mi parte, supe que usted sería un problema a los cinco minutos de haberle conocido. ¿Cómo imaginar que un hombre como usted pudiera trabajar para las fuerzas del orden?
A falta de respuesta, levantó la copa para hacer otro brindis.
–Nada más conocerle supe que tendría que matarle. Y aquí estamos.
Bebió un poco y dejó la copa sobre la mesa.
–Tenía la esperanza de que el idiota de Bullard se saliera con la suya, pero, claro, fracasó.
–El inductor fue usted, naturalmente.
–Digamos que su miedo le hacía sensible a la sugestión. En fin, que ha quedado en mis manos. Pero antes ¿no cree que debería felicitarme por la excelente puesta en práctica del plan? El violín se lo quité a Bullard, y como usted bien sabe, señor Pendergast, no hay testigos ni pruebas materiales que me vinculen a los asesinatos.
–Tiene el violín, y antes que usted lo tuvo Bullard. Eso se puede afirmar sin ningún género de dudas.
–Pertenece legalmente a la familia Fosco. Todavía conservo el recibo firmado por Antonio Stradivari en persona, y la cadena de propiedad es incuestionable. Ahora que Bullard está muerto, primero transcurrirá un tiempo prudencial, y después el violín aparecerá en Roma. Lo tengo planeado hasta el último detalle. Yo haré valer mis derechos, pagaré una pequeña recompensa al afortunado comerciante y el instrumento llegará limpiamente a mi poder. Bullard no explicó a nadie por qué tenía que sacar el violín de su laboratorio, ni siquiera a los de su empresa. No podía. –Fosco se rió irónicamente–. Ya ve que no existe ninguna prueba contra mí, señor Pendergast. Claro que en estas cosas siempre he tenido mucha suerte… –Mordió un trozo de pan–. Basta con pensar en la increíble coincidencia que existe en el fondo de este caso. ¿Sabe a qué coincidencia me refiero?
–Puedo imaginármelo.
–El treinta y uno de octubre de 1974, saliendo a media tarde de la Biblioteca Nazionale, me encontré con un grupo de estudiantes norteamericanos muy jóvenes; ya sabe, de esos que llenan Florencia todo el año. Era la víspera de Todos los Santos, el Halloween de esos muchachos, y habían bebido más de la cuenta. Yo, que entonces también era joven e inmaduro, los encontré de una vulgaridad tan abracadabrante que me divirtieron. Pasamos un rato juntos, y hubo un momento en que uno de ellos, concretamente Jeremy Grove, se encrespó por un tema religioso, diciendo que Dios era una chorrada para mentes débiles y todas esas cosas. Yo, molesto por su arrogancia, dije que no podía afirmar la existencia de Dios, pero que de una cosa estaba seguro: de que existía el diablo.
Fosco se rió en silencio, haciendo temblar su vasta delantera.
–Todos lo negaron rotundamente. Entonces les conté que algunos de mis amigos, aficionados a las ciencias ocultas, coleccionaban antiguos manuscritos, y que yo mismo tenía un viejo pergamino con fórmulas para invocar a Lucifer, ni más ni menos. Podíamos, pues, zanjar la discusión esa misma noche, que por lo demás, tratándose de Halloween, era perfecta. ¿Les apetecía probarlo? «¡Sí! –dijeron todos–. ¡Qué magnífica idea!».
–Y les montó un espectáculo.
–Exacto. Les invité a una sesión de espiritismo en mi castillo, y volví corriendo a prepararlo todo. Fue divertidísimo. Me ayudó Pinketts, que dicho sea de paso no tiene nada de inglés, ya que se llama Pinchetti y, por esas casualidades de la vida, tiene un enorme talento para los idiomas y además es un gran aficionado a las intrigas. Solo disponíamos de seis horas, pero nos las arreglamos bastante bien. Yo he sido toda mi vida un manitas. Siempre he construido aparatos y chismes, y tengo en mi haber algunas incursiones en los fuochi d'artificio, los fuegos artificiales. Aquí, en los subterráneos del castillo, hay innumerables pasillos, trampillas y paneles secretos. Los aprovechamos a fondo. ¡Qué gran recuerdo! Debería haber visto sus caras mientras recitábamos conjuros (pidiendo al Príncipe de las Tinieblas que les hiciera muy ricos a cambio de sus almas), les pinchábamos los dedos, firmábamos contratos con su sangre… Lo mejor fue cuando Pinketts puso en marcha la escenografía.
Se apoyó en el respaldo, tronchándose de risa.
–Les aterrorizaron. A Beckmann le asustaron tanto que ya no levantó cabeza.
–Fue una simple diversión. ¿Que hizo temblar sus patéticas certezas? Mejor. En suma, que nos separamos. Y ahora viene la maravillosa coincidencia, tan maravillosa que sospecho que estaba escrito: treinta años más tarde descubro con espanto que uno de esos filisteos había adquirido el Stormcloud.
–¿Cómo se enteró? –preguntó Pendergast.
–Llevaba casi toda mi vida adulta siguiendo la pista del violín, señor Pendergast. Recuperar el instrumento para mi familia se convirtió en el gran objetivo de mi vida. Como ya ha visitado a lady Maskelene, ya conoce su historia. Yo sabía perfectamente que Toscanelli no lo había tirado a las cataratas del Sciliar. Imposible. Por muy loco que estuviera, sabía mejor que nadie lo que representaba. Ahora bien, si no lo había tirado ¿qué había sido de él? La respuesta no es tan misteriosa como parece. Toscanelli murió congelado en una cabaña de pastores del Sciliar. Después nevó, y en la nieve no había huellas. Es obvio que alguien lo encontró muerto con el violín antes de la nevada, y se lo quitó. ¿Quién era ese alguien? Pues también resulta obvio: el propietario de la cabaña.
Pinketts retiró el plato del conde y volvió con unos tortelloni con mantequilla y salvia, que Fosco atacó con entusiasmo.
–¿Recuerda que le conté que me encanta hacer de detective? Tengo un talento especial. Partiendo del pastor, la pista del Stormcloud me llevó a su sobrino, a un grupo de gitanos, a una tienda en España, a un orfanato de Malta… Había viajado mucho. Me estremezco al pensar cuántas veces lo dejaron al sol, o en la parte trasera de un camión, guardado en una caja con un poco de paja, o en la sala de actos de algún colegio, sin vigilancia… Mio Dio! La cuestión es que sobrevivió, y que recaló en Francia, donde lo compró un colegio; formaba parte de una partida de instrumentos sin valor. A algún zopenco de la orquesta se le cayó al suelo, y lo llevaron a un taller de Angulema para arreglar una de las volutas, porque había saltado la madera. El dueño del taller lo reconoció y lo cambió por otro, que fue el que devolvió.
Fosco hizo un chasquido de desaprobación con la lengua.
–¡Me imagino el momento! Consciente de que no podía ser legalmente suyo, lo pasó de contrabando a Estados Unidos y lo puso discretamente en venta, pero tardó un poco en encontrar un comprador. ¿De qué servía comprar un Stradivarius si no podía tocarse como tal? ¿Si no se podía ser el legítimo dueño? ¿Si podían quitártelo en cualquier momento? A pesar de todo acabó encontrando un comprador: Locke Bullard. ¡Por dos millones de dólares! ¡Qué miseria! Me enteré cuando hacía tres meses que habían cerrado la operación.
El rostro de Fosco se crispó de rabia, pero volvió a aclararse de inmediato gracias a la llegada del siguiente plato en manos de Pinketts: una bistecca florentina que aún chisporroteaba. El conde cortó un pedazo de carne casi cruda, se lo metió en la boca y masticó.
–De hecho, aunque el violín fuera mío, yo no habría tenido ningún reparo en comprárselo a Bullard al precio que fuera, pero no tuve la oportunidad de hacerle una oferta. ¿Sabe por qué? Porque Bullard pensaba destruirlo.
–Para resolver de una vez por todas el misterio de las fórmulas secretas de Stradivari.
–Exacto. Y ¿sabe por qué?
–Sé que Bullard no se dedicaba a la fabricación de violines, y que tampoco le interesaba la música.
–Cierto. Pero ¿sabe a qué se dedicaba su empresa BAI? ¿Sabe qué hacían con los chinos?
Pendergast no contestó.
–Misiles, mi querido Pendergast. Bullard se dedicaba a los misiles balísticos. ¡Por eso necesitaba el violín!
–¡Venga ya! –intervino D'Agosta–. Es imposible que exista alguna relación entre un violín de hace trescientos años y un misil balístico.
Fosco no le hizo caso. Seguía mirando a Pendergast.
–Tengo la impresión de que sabe usted mucho más de lo que parece. Bueno, el caso es que gracias a un topo a mi servicio logré tener acceso a su laboratorio. Pobre, acabó con la cabeza destrozada, pero antes me explicó los planes de Bullard con el violín.
Se inclinó con los ojos brillando de indignación.
–Resulta que los chinos habían desarrollado un misil balístico que teóricamente era capaz de atravesar el escudo antimisiles proyectado por Estados Unidos, pero tenían el problema de que se estropeaban en la reentrada. Parece ser que para que un misil sea invisible en el radar no puede tener ninguna superficie curvada ni brillante. Fíjese en los cazas y los bombarderos invisibles, con esas formas tan raras y angulosas… ¡Con el agravante de que en este caso no se trataba de ningún bombardero a mil kilómetros por hora, sino de un misil balístico que reingresaba en la atmósfera diez veces más deprisa! Durante la reentrada en la atmósfera, todos los misiles de prueba se rompían por culpa de unas vibraciones de resonancia imposibles de controlar.
Pendergast asintió de modo casi imperceptible.
–Los científicos de Bullard se dieron cuenta de que la solución del problema residía en la fórmula de Stradivari para el barniz. ¿Se lo imagina? La clave del barniz de Stradivari, según parece, es que después de algunos años de tocar el violín aparecen miles de millones de fisuras y fallas microscópicas, demasiado pequeñas para ser apreciadas a simple vista, pero de una eficacia absolutamente espectacular para mitigar y redondear el sonido de un Stradivari. También es la razón de que haya que tocarlos cada cierto tiempo, ya que de lo contrario las fisuras empiezan a cerrarse. Bullard estaba diseñando un revestimiento de alta tecnología para los misiles chinos que tendría el mismo efecto: la aparición de miles de millones de fallas microscópicas que mitigarían la resonancia vibratoria de la reentrada. Pero debía averiguar con exactitud la base física que hacía que esas fisuras tuvieran ese efecto. Necesitaba saber cómo se distribuían tridimensionalmente en el barniz, cómo entraban en contacto con la madera, qué anchura, longitud y profundidad tenían y cómo estaban conectadas entre sí.
Fosco hizo una pausa para comer otro trozo de bistec y beber un poco de vino.
–Y para eso Bullard tenía que destrozar un Stradivarius de la época dorada. Le servía cualquiera, pero no había ninguno en venta, y menos para un comprador como él. Hasta que un buen día, en el mercado negro, va y aparece el Stormcloud. Ecco fatto!
El conde limpió sus labios rojos y grasientos con una servilleta mayor de lo normal, mientras D'Agosta le miraba con una mezcla de asco e incredulidad. Parecía imposible, descabellado.
–Ahora entenderá por qué he tenido que llegar a esos extremos, Pendergast. La colaboración con los chinos hacía que para Bullard el valor del violín ascendiera a más de mil millones, sin olvidar la perspectiva de ingresos aún mayores el día en que revendiera la tecnología a otros clientes, porque era indudable que se la quitarían de las manos. Había que recuperar el violín lo más pronto posible, antes de que lo destruyera. Ya lo había trasladado a su laboratorio italiano, donde las medidas de seguridad eran impenetrables. La solución se me ocurrió de pronto. Usaría la única palanca de que disponía: nuestro primer y único encuentro, treinta años atrás. ¡Obligaría a Bullard a ceder el violín por miedo!
–Y asesinando a los demás asistentes a la falsa velada demoníaca.
–Sí. Decidí matar a Grove, Beckmann y Cutforth y hacer que en todos los casos pareciera que el diablo se había llevado sus almas. El rastro de Beckmann se había perdido; por lo tanto, quedaban Grove y Cutforth. Solo dos. Tenía que ser lo más convincente posible. Bullard era un ignorante, un fanfarrón con pocos arrebatos religiosos. Necesitaba una manera de matarles tan excepcional, tan espantosa que desorientara a la policía y provocara toda clase de habladurías sobre el diablo, pero sobre todo que convenciera a Bullard. Lógicamente, el medio tenía que ser el calor. Fue así como inventé mi aparatito, pero eso es otra historia.
Hizo otra pausa para beber vino.
–La muerte de Grove la preparé a conciencia. Primero le llamé y le asusté diciéndole que había recibido una terrible visita. Le expuse mis temores de que Lucifer quisiera venir a buscarnos a causa de aquella ceremonia de nuestra juventud, y le dije que teníamos que hacer algo. Su primera reacción fue escéptica. Así que Pinketts tuvo que crear algunos efectos teatrales en su casa: ruidos extraños, olores… Parece mentira que con cuatro cositas se pueda minar la seguridad del más pintado. Grove se asustó. Entonces le propuse que expiara sus pecados de algún modo. El resultado fue la famosa cena. También le presté mi querida cruz, y él me dio las llaves de su casa, los códigos de su sistema de alarmas… Todo lo necesario.
»Su muerte actuó como un ensalmo. Bullard me llamó casi enseguida por teléfono. Yo tomé la precaución de realizar todas mis llamadas con una tarjeta imposible de localizar, y seguí con el papel de conde aterrorizado. Le conté que me habían ocurrido cosas muy raras, que olía a azufre, que oía ruidos fantasmagóricos y que sentía extraños hormigueos en la piel. Todo lo que acabaría sucediéndole a él, naturalmente. Fingí estar convencido de que el diablo vendría a por nosotros. A fin de cuentas le habíamos ofrecido nuestras almas en el pacto de hacía treinta años. El había cumplido su parte del trato. Había llegado el momento de que nosotros cumpliéramos la nuestra.
»Después de preparar a Bullard, el siguiente paso era ocuparse de Cutforth. Hice que Pinketts comprara el apartamento contiguo al suyo, haciéndose pasar por un aristócrata inglés, y se ocupara de los… preparativos. Al principio Cutforth se lo tomó tan a broma como Grove. Se había convencido de que mi espectáculo de 1974 había sido un engaño. Sin embargo, cuando se divulgaron los detalles de la muerte de Grove, empezó a ponerse muy nervioso. Yo no quería que lo estuviera demasiado, solo lo justo para llamar a Bullard y meterle más miedo todavía. Cosa que hizo, como es natural.
Se rió sarcásticamente.
–Después de la muerte de Cutforth, la prensa sensacionalista y vulgar de su país me hizo el grandísimo favor de sembrar la alarma y alborotar a la gente. Fue perfecto. Bullard se derrumbó. Estaba descompuesto. Después llegó el colpo di grazia: ¡le llamé por teléfono diciendo que había conseguido cancelar mi contrato con Lucifer!
Fosco, encantado, dio una palmada que repugnó a D'Agosta.
–Estaba desesperado por saber cómo lo había hecho. Le dije que había encontrado un manuscrito antiguo donde se explicaba que a veces el demonio aceptaba una ofrenda a cambio de un alma humana, pero que tenía que ser algo absolutamente excepcional, fuera de lo común, cuya pérdida envileciera el espíritu humano. Le dije que yo había sacrificado mi Vermeer.
»El pobre Bullard estaba fuera de sí. Dijo que él no tenía ningún Vermeer ni nada de valor, salvo yates, coches, casas y empresas, y me suplicó que le asesorara sobre qué comprar y qué dar al diablo. Yo le dije que tendría que ser algo único en el mundo, de valor incalculable, un objeto que al desaparecer empobreciera al mundo; le dije que no podía darle ningún consejo (él, naturalmente, no podía saber que conocía la existencia del Stormcloud), y le expresé mis dudas de que el diablo pudiera codiciar alguna de sus posesiones. ¡Le dije que yo había tenido mucha suerte de poseer un Vermeer, porque seguro que el diablo no habría aceptado un Caravaggio!
Fosco se rió de su ocurrencia.
–También le dije a Bullard que era muy importante que el diablo lo recibiese cuanto antes. Faltaba poco para que se cumplieran treinta años desde nuestro pacto original. Grove y Cutforth ya estaban muertos. No quedaba bastante tiempo para comprar algo tan excepcional como lo requería la situación. Le recordé que el diablo podría leer en su corazón, que a ese viejo caballero no hay quien lo engañe y que más le valía ofrecer algo que estuviera a la altura de su requerimiento, porque en caso contrario su alma ardería eternamente.
»Fue cuando cedió y me dijo que tenía un violín excepcional, un Stradivarius conocido con el nombre de Stormcloud, y me preguntó si serviría. Yo le contesté que no podía hablar en nombre del diablo, pero que esperaba por su bien que así fuera, y le felicité por su suerte.
Fosco hizo una pausa para meterse en la boca otro trozo de carne sanguinolenta.
–Como comprenderán, volví a Italia mucho antes de lo que les anuncié, incluso antes de que llegara Bullard. Una vez aquí cogí un viejo libro de magia de mi biblioteca y se lo di a él con instrucciones de seguir el ritual y poner el violín dentro de un círculo interrumpido. Él debía rodearse de un círculo continuo que le protegería, pero era necesario que no hubiera ningún criado en casa, y que las alarmas estuvieran apagadas, porque al diablo no le gustaban las interrupciones. ¡Pobre ingenuo, me hizo caso! Para interpretar al diablo envié a Pinketts, que les aseguro que es todo un diablillo, y que acudió con todos los efectos especiales y el atuendo necesarios. Mientras él se llevaba el violín, yo usé mi maquinita para eliminar a Bullard.
–¿Por qué recurrió a la máquina y a la escenografía? –preguntó en voz baja Pendergast–. ¿Por qué no le pegó un tiro, si ya no era necesario aterrorizar a su víctima?
–¡Pensando en ustedes, mi querido amigo! Era una manera de que interviniese la policía y prolongar así su estancia en Italia, donde sería más fácil borrarles del mapa.
–Está por ver que resulte tan fácil como cree.
Fosco emitió una risa muy jovial.
–Es evidente que cree tener algo con lo que negociar. De lo contrario no habría aceptado mi invitación.
–Correcto.
–Pues sea lo que sea no bastará. Dese por muerto. Le conozco mejor de lo que pueda imaginarse. Le conozco porque nos parecemos. Nos parecemos mucho.
–No sabe cuánto se equivoca, conde. Yo no soy un asesino.
D'Agosta se sorprendió al ver que Pendergast se había ruborizado un poco.
–No, pero podría serlo. Lo lleva dentro. Se lo noto.
–Usted no nota nada.
Fosco, que ya había terminado el bistec, se levantó.
–Me considera un hombre malvado; todo esto le merece el calificativo de sórdido, pero piense en lo que he hecho: he salvado al violín más perfecto del mundo de la destrucción. He impedido que los chinos invalidasen el escudo antimisiles que proyecta Estados Unidos, y ¿a qué coste? Las vidas de un pederasta, un traidor, un productor de música popular que llenaba el mundo de bazofia y un desalmado que destruía a todo aquel que tocaba.
–No ha incluido nuestras vidas en ese cálculo.
Fosco asintió con la cabeza.
–Sí, es cierto, ustedes y el pobre cura. Deplorable. De todos modos, si he de serle sincero, por ese instrumento sacrificaría cien vidas. Existen cinco mil millones de personas, y un solo Stormcloud.
–No vale ni una sola vida humana –se oyó decir D'Agosta.
Fosco le miró con las cejas arqueadas de sorpresa.
–¿No?
Se volvió y dio una palmada. Pinketts apareció en la puerta.
–Tráeme el violín.
Pinketts volvió al cabo de un rato con una vieja caja de madera en forma de pequeño ataúd, oscurecida y abrillantada por los años, que depositó sobre una mesa cercana a la pared, antes de retirarse a un rincón del fondo.
Fosco se levantó para acercarse a ella. Sacó el arco, lo tensó, le pasó colofonia un par de veces y después, con gran cuidado y lentitud, sacó el violín. A D'Agosta no le pareció nada del otro mundo. Se trataba de un simple violín, más antiguo que la mayoría. Parecía increíble que les hubiera hecho dar tantas vueltas y hubiera costado tantas vidas.
Fosco se lo puso debajo de la barbilla y se irguió en toda su estatura. Transcurrido un momento de silencio, en el que el conde suspiró y entrecerró los ojos, el arco empezó a moverse lentamente por las cuerdas, haciendo brotar unas notas cristalinas.
Era una de las pocas melodías clásicas que D'Agosta reconocía, porque de niño se la había oído cantar a su abuelo: el Jesus bleibet meine Freude de Bach. Una melodía sencilla, de notas cadenciosas que se escalonaban con gran dignidad, llenando el aire de hermosas vibraciones.
La sala parecía otra, como si estuviera bañada por una especie de luminosidad trascendente. La trémula pureza del sonido dejó a D'Agosta sin respiración. La melodía lo llenaba como una presencia dulce y cristalina, cuyo lenguaje iba más allá de las palabras y estaba hecho de pura belleza.
El final de la melodía fue como verse arrancado de un sueño. D'Agosta se dio cuenta de que por unos instantes se había olvidado de todo: Fosco, los crímenes, el riesgo que corrían… Y todo lo recordó de golpe, agravado por el minuto de olvido.
Fosco bajó el violín en silencio y susurró con voz temblorosa:
–¿Lo ve? No es un simple violín. Está vivo. ¿Ha entendido ya, señor D'Agosta, por qué resulta bellísimo el sonido de un Stradivarius? Porque es mortal. Porque es como el corazón de un pájaro volando. Nos recuerda que todo lo bello está condenado a morir. De algún modo, la profunda belleza de la música reside en su propia fugacidad, en su fragilidad: respira, y todo es luz; luego muere. Fue el genio de Stradivari: captar ese momento con madera y barniz. Inmortalizó la mortalidad.
Miró exaltadamente a Pendergast.
–La música, en efecto, siempre muere, pero esto… –Levantó el violín–. Esto nunca morirá. Vivirá cien veces más que nosotros. Ahora, señor Pendergast, dígame que he hecho mal en salvar este violín. Dígame que he cometido un crimen, por favor.
Pendergast no abrió la boca.
–Ya lo digo yo –dijo D'Agosta–: es usted un cruel asesino.
–Claro, claro –murmuró Fosco–-. De un filisteo siempre puede esperarse que defienda la moralidad absoluta. –Limpió cuidadosamente el violín con una tela blanda y lo guardó–. Es precioso, pero no está en su mejor momento. Hay que usarlo más. Lo he estado tocando cada día, primero un cuarto de hora y ahora media hora. Aún se está curando. Dentro de seis meses volverá a ser el de siempre, y se lo prestaré a Renata Lichtenstein. ¿La conocen? Es la primera mujer que ha ganado el concurso Chaikovski. Solo tiene dieciocho años, pero ya es un genio que pasará a la historia. Sí, este violín dará gloria y renombre a Renata, y cuando ella ya no pueda tocarlo mi heredero se lo entregará a alguien más. Así será durante siglos, de un heredero a otro.
–¿Tiene usted un heredero? –preguntó Pendergast.
La pregunta sorprendió a D'Agosta, pero no a Fosco, a quien pareció alegrar.
–No, un heredero directo no, pero no tardaré en tener un hijo. Acabo de conocer a una mujer encantadora. El único inconveniente es que es inglesa, pero al menos puede presumir de tener un abuelo italiano.
Se le ensanchó la sonrisa.
D'Agosta vio palidecer a Pendergast.
–Si cree que estará dispuesta a casarse con usted, se engaña de manera grotesca.
–Sí, ya lo sé: el conde Fosco está gordo, asquerosamente gordo, pero no subestime el poder de una lengua con encanto para conquistar el corazón de una mujer. Mi tarde con lady Maskelene en la isla fue maravillosa. Ambos pertenecemos a la aristocracia, y nos entendemos. –Se limpió el chaleco–. Hasta es posible que haga régimen.
La respuesta fue un breve silencio, roto por Pendergast.
–Ya nos ha enseñado el violín. ¿Sería posible ver el aparatito al que se ha referido, el que ha matado como mínimo a cuatro personas?
–Con muchísimo gusto. Estoy muy orgulloso de mi invento. No solo se lo enseñaré, sino que les haré una demostración.
D'Agosta se estremeció. ¿Una demostración?
Fosco hizo una señal con la cabeza a Pinketts, que salió de la sala llevándose el violín y regresó al poco rato con una gran maleta de aluminio. Fosco quitó el cierre y levantó la tapa, descubriendo media docena de piezas de metal sobre un fondo de gomaespuma gris. Después de enroscarlas se volvió hacia D'Agosta y le hizo una señal.
–¿Me haría el favor de acercarse, sargento? –preguntó tranquilamente.