La zona elegida para los preparativos del golpe contra Buck y los suyos era un aparcamiento de manutención que, al quedar detrás del arsenal, no podía ser visto desde las tiendas de campaña. Rocker, había movilizado ni más ni menos que tres divisiones antidisturbios de la policía de Nueva York, además de una unidad de élite, dos expertos en negociación de rehenes, varios agentes a caballo, dos unidades móviles de mando y un gran número de policías con cascos y chalecos antibalas para encargarse de las detenciones. En el despliegue había que incluir también varios camiones de bomberos, ambulancias y furgonetas de presos, que esperaban en la calle Sesenta y siete, a una distancia prudencial.
En el límite norte de la zona, Hayward comprobó por última vez el buen funcionamiento de su radio y su pistola. El número de policías de uniforme que se paseaban con porras y escudos anti-disturbios era enorme, por no hablar de una serie de especialistas en operaciones con cables colgando de las orejas, e incluso de algunos informadores confidenciales disfrazados de residentes del campamento. Aun así, no le pareció desproporcionado. Puestos a intervenir, mejor hacerlo de forma arrolladora; así, nueve veces de cada diez, la oposición se venía abajo. Lo peor que podía ocurrir era que vieran alguna oportunidad de plantar cara.
Lo malo era que esa gente creía tener a Dios de su lado. No eran conductores de autobús en huelga ni empleados municipales casados, con hijos y dos coches delante de casa, sino auténticos creyentes. Eran imprevisibles. La estrategia propuesta por Hayward resultaba más prudente.
¿O no?
Rocker salió de entre la gente y se acercó a ella para ponerle una mano en el hombro.
–¿Preparada?
Ella asintió. Rocker le dio una palmadita paternal.
–Si hay borrasca, use la radio. Entraremos deprisa. –Echó un vistazo al gran despliegue humano y material–. No sabe cuánto deseo que no haga falta nada de todo esto.
–Yo también.
Hayward reconoció a Wentworth en una de las unidades móviles de mando, hablando y gesticulando con un cable en la oreja. Se lo pasaba en grande jugando a policías. Al ver que la miraba, se volvió. Un fracaso no solo supondría una gran humillación, sino un grave traspié en su carrera. Wentworth había predicho que fracasaría. Si su misión gozaba del visto bueno, era exclusivamente por obra y gracia de Rocker. Se preguntó (como lo había hecho varias veces desde la última reunión) por qué se la jugaba. No era la mejor manera de ascender. ¿Cuántas veces había visto que los que seguían la corriente alcanzaban el éxito? Debía de ser esa la actitud de D'Agosta, y se le contagiaba.
–¿Lista?
Asintió con la cabeza.
Rocker le quitó la mano del hombro.
–Pues a por ellos, capitana.
Hayward lanzó una última mirada a la seguridad del aparcamiento y se metió por una pasarela que daba la vuelta por el norte al arsenal. Se sacó la insignia del bolsillo y se la puso en la chaqueta.
En pocos minutos aparecieron las primeras tiendas dispersas, y aflojó el paso para hacerse una idea de su número. Ya era mediodía. Había gente por todas partes, y olía a beicon frito. Cuando vieron que se acercaba a la primera línea de tiendas de campaña, varias personas se pararon a mirarla. Su sonrisa amistosa fue acogida con miradas hostiles. Se les veía bastante más tensos que el día anterior. Lógico. No eran tontos. Sabían que la cosa no quedaría en puras amenazas, y estaban esperando un nuevo ataque. Lo importante era demostrarles que ella venía en son de paz.
Eligió uno de los caminos torcidos, sintiéndose el blanco de todas las miradas y oyendo toda clase de susurros, en los que distinguió las palabras «Satanás» e «impura». Aun así conservó la sonrisa amable y el paso relajado. Recordó que su profesor de dinámica social había explicado que las multitudes se comportaban como los perros: si te notaban asustado, mordían; si te veían correr, te perseguían.
Ya conocía el camino, y tardó menos de un minuto en llegar a la tienda de Buck. El reverendo estaba sentado fuera, completamente absorto en la lectura de un libro. De repente apareció el mismo personaje exageradamente servicial de la otra vez, a quien Buck llamó Todd, y se le puso delante. Se estaba formando una multitud, pero no amenazadora, sino curiosa, silenciosa y hostil.
–Otra vez usted –dijo el hombre.
–Pues sí, otra vez yo –contestó ella–. Vengo a charlar con el reverendo.
–¡Han vuelto! –exclamó Todd a los demás, mientras le cerraba el paso.
–No, si vengo sola…
El murmullo de la gente era como un zumbido eléctrico. De pronto el ambiente se tensó. Hayward miró por encima del hombro y le sorprendió que la multitud hubiera crecido tanto. «Tú concéntrate en Buck», pensó. Pero este seguía en su mesa, leyendo sin mirarla. Alcanzó a leer el título: «El libro de los mártires. Edición del Reader's Digest».
Todd se acercó tanto que sus cuerpos estuvieron a punto de rozarse.
–No se puede molestar al reverendo.
Hayward sintió una punzada de algo que se parecía incómodamente a la duda. ¿Tan claro estaba que su plan funcionaría? A ver si al final tendría razón Wentworth… Levantó la voz para que la oyera Buck.
–Solo vengo para hablar. No traigo ninguna orden de arresto. Solo quiero hablar personalmente con el reverendo. Tampoco pido nada del otro mundo.
–¡Prevaricadora! –exclamó alguien entre la multitud.
Tenía que esquivar al ayudante que le cerraba el camino. Dio un paso y le rozó.
–Esto es una agresión –dijo Todd.
–Si el reverendo no quiere hablar conmigo, al menos déjele que me lo diga personalmente. Déjele decidir por sí mismo.
–El reverendo ha pedido que no se le moleste.
Mientras tanto el cuerpo de la capitana seguía en contacto con el de Todd, algo que le ponía los pelos de punta, pero intuyó que él estaba a punto de ceder.
No se equivocaba. Todd retrocedió un paso, pero sin apartarse de su camino. En ese momento se oyó otro grito:
–¡Romana!
«¿De qué iba esa chorrada sobre los romanos?».
–Solo le pido cinco minutos, reverendo –dijo ella en voz alta, asomando la cabeza por detrás de Todd–. Cinco minutos.
Por fin, muy lentamente, Buck dejó el libro sobre la mesa, se levantó de la silla y la miró. Fue una mirada que le produjo escalofríos. El día antes notó en él ciertas dudas sobre la que había armado. Entonces parecía posible persuadirle, pero ahora Buck estaba dominado por una frialdad y una calma desconocidas, una seguridad sin la menor fisura. La única emoción que creyó percibir fue una chispa de decepción. Tragó saliva.
–Disculpe.
Trató de esquivar al guardaespaldas.
Buck hizo una señal con la cabeza a Todd, que se apartó. Después el reverendo la miró, pero a juzgar por su expresión no estaba muy claro que la viera.
–Reverendo, me envían mis superiores para pedirles un favor a usted y los suyos.
«Sé lo más campechana que puedas –pensó–. Que no se sientan intimidados. –Era lo que le habían enseñado en el cursillo de negociación–. Que tengan la sensación de que deciden ellos».
Buck, sin embargo, no daba muestras de haber oído nada.
Reinaba un silencio de mal agüero. Hayward no se volvió, pero tenía la sensación de que la multitud debía de ser impresionante, probablemente casi todo el campamento estaba allí.
–Mire, reverendo, es que tenemos un problema. Sus seguidores están destrozando el parque. Pisotean las plantas y matan la hierba. Encima han estado usando la zona de lavabo, y los vecinos se quejan. Es un riesgo para la salud, sobre todo la de ustedes.
Hizo una pausa; temía que sus palabras estuvieran cayendo en saco roto.
–¿Puede ayudarnos, reverendo?
Esperó. Buck no decía nada.
–Necesito que me ayude.
Oyó murmullos de impaciencia a sus espaldas. La multitud crecía a ambos lados de la tienda de Buck, más allá de donde alcanzaba la vista de la capitana. La tenían rodeada.
–Voy a proponerle un acuerdo que me parece justo.
«Pregúntame cuál es, gilipollas», pensó. Era esencial que Buck hablara, que hiciera preguntas o abriera como mínimo la boca, pero nada, seguía mudo, mirándola como si no la viera. ¡Maldición! ¡Le había juzgado mal! A menos que hubiera sufrido algún cambio desde su última visita… En todo caso no era el mismo.
Por primera vez, Hayward se planteó seriamente la posibilidad de que saliera mal.
–¿Quiere que se lo explique?
Silencio.
Hayward no se dejó arredrar.
–Lo primero es el problema sanitario. No queremos que usted o sus seguidores se pongan enfermos. Nos gustaría que les diera un día libre. Solo uno. Deje que se vayan a sus casas, se duchen y coman caliente. A cambio autorizaremos que se reúnan con el beneplácito del ayuntamiento, no así, destrozando el parque, molestando al vecindario y ganándose la antipatía de toda la ciudad. Mire, le he oído hablar y sé que es un tío justo, que no engaña. Le estoy dando la oportunidad de legalizarse y ganarse el respeto de la gente, pero sin renunciar a su mensaje.
Hizo una pausa. «No hables demasiado. Déjale que se lo piense», se dijo.
Se había creado un clima de expectación. Todos esperaban las palabras del reverendo. Todo dependía de Buck.
Finalmente el reverendo se movió: parpadeó y levantó una mano muy despacio, al igual que un robot. El silencio incrementaba la tensión. De hecho era tan sepulcral que Hayward oía el canto de los pájaros en los árboles de al lado.
La mano de Buck la señaló.
–Centurión –dijo en voz baja, casi susurrando.
Fue como el chorro de una olla a presión. De repente se alzó un grito unánime:
–¡Centurión! ¡Soldado de Roma!
La gente se acercaba empujándose.
Para Hayward fue el primer momento de auténtico miedo. El fracaso se dibujaba claramente en su horizonte, pero en ese momento no era su carrera lo único en juego ni lo más importante. La exaltación de esa gente era peligrosa.
–Reverendo, si su respuesta es que no…
Pero Buck le había dado la espalda y, para contrariedad de Hayward, estaba entrando en la tienda, levantó la tela que cerraba la entrada y desapareció en el interior. El lugar que había ocupado se llenó de gente.
La había dejado a merced de la multitud.
Se volvió hacia ellos. Era el momento de salir corriendo.
–Vale, vale, que ya sé reconocer una negativa…
–¡Cállate, Judas!
Volvió a ver palos sobre las cabezas, y le pareció increíble que una multitud pudiera exaltarse con esa rapidez. Había fracasado estrepitosamente. Ya podía despedirse de su carrera. Eso seguro. En el fondo la única duda que persistía era si saldría entera.
–Me voy –dijo en voz alta, con firmeza–. Me voy y espero se me deje salir pacíficamente. Soy policía.
Se acercó a la pared humana, pero esta vez no se abrió ningún camino. Siguió adelante con la esperanza de que retrocediesen, pero nada. Varias manos salieron de la multitud para empujarla sin contemplaciones.
–¡He venido pacíficamente! –Lo dijo con todas sus fuerzas, tratando de que no le temblara la voz–. ¡Y pienso irme pacíficamente!
Dio otro paso en dirección a la pared humana y se encontró con Todd de cara. Tenía algo en la mano. Una piedra.
–No hagas ninguna tontería –dijo.
Todd levantó la mano como si quisiera tirársela. Ella se acercó enseguida mirándole a los ojos, como si fuera un perro peligroso. En las multitudes furiosas, la primera fila está reservada a los más locos. El resto se queda rezagado, esperando el momento en que el adversario está en el suelo sin poder defenderse, pero los de delante son los asesinos.
Todd retrocedió un paso.
–Bruja, Judas –dijo, amenazándola con la piedra.
Hayward repasó rápidamente sus opciones, mientras buscaba reservas de serenidad en su interior. Si sacaba la pistola sería el final. Podría ahuyentarles con un disparo al aire, pero no tardarían ni un segundo en volver a echársele encima, y entonces no tendría más remedio que disparar contra ellos, en cuyo caso podía darse por muerta. También podía llamar a Rocker, pero tardaría como mínimo diez minutos en movilizarse, y para entonces, con los ánimos definitivamente enardecidos, encontraría una inmediata resistencia. Además, cuando llegaran hasta ella… ¡No tenía diez minutos! ¡Ni siquiera cinco!
El único capaz de controlar a la masa era Buck, y estaba dentro de la tienda.
Retrocedió despacio, en círculo. Había tanta gente que ya no veía la tienda del reverendo. De hecho la estaban apartando de ella, como si quisieran ahorrarle lo más desagradable. Todo eran gritos de desprecio y cánticos.
Desesperada, se estrujó las meninges intentando recordar algo útil en su formación. Siempre le había interesado la psicología de masas, sobre todo desde los disturbios del caso Wisher, unos años atrás. Las multitudes no respondían a los mensajes del lenguaje corporal. Solo se escuchaban a sí mismas. No se podía razonar con ellas. Se volcaban con entusiasmo en actos de violencia, a los que en circunstancias normales ninguno de sus integrantes habría dado su beneplácito.
–¡Centurión!
Era el valiente de Todd, que había avanzado un paso más, mientras la gente se apretaba a sus espaldas. Más que enfadado, estaba histérico. No pensaban hacerle daño, no; lo que querían era matarla.
–¡Buck! –exclamó ella; pero era inútil, porque gritaban demasiado para que pudiera oírla.
Volvió a plantarles cara.
–¿Y os llamáis cristianos? –gritó–. ¡Habrase visto!
Mal pensado. Solo sirvió para enfadarles más. Sin embargo era lo único que le quedaba.
–¿Os suena lo de poner la otra mejilla? ¿Y lo de amar al prójimo?
–¡Blasfema!
Todd levantó la piedra, seguido por la multitud.
Ahora Hayward estaba asustada de verdad. Retrocedió y sintió que la empujaban por la espalda. Se le quebró la voz.
–En la Biblia pone que…
–¡Está blasfemando con la Biblia!
–¿La habéis oído?
–¡Que se calle!
Se encontraba en un callejón sin salida. Se le agotaba el tiempo, y lo sabía. Tenía que discurrir algo antes de que llovieran piedras. En cuanto hubieran tirado la primera, no pararían hasta el final.
El problema era que había agotado todas sus posibilidades. No quedaba nada que hacer.
Nada.