Setenta y cinco

El coche superó la última curva y cruzó el acceso en ruinas de la fortaleza. El castillo se erguía ante ellos en toda su severa e inmensa majestad. Recorrieron una avenida de cipreses, con troncos grandes y estriados, y se detuvieron al pie de la muralla, en un aparcamiento. D'Agosta miró con gran recelo por su ventanilla. La altura del lienzo era de unos siete metros, con grandes contrafuertes inclinados en los que se apreciaban manchas de cal, musgo mojado y helechos. En la muralla interna no había rastrillo, solo dos batientes de madera con herrajes al final de una gran escalera de piedra.

Al salir del coche oyeron un zumbido y un crujido. Eran las puertas, que se abrieron como si hubieran recibido una señal invisible.

Al llegar al final de la escalera y cruzar el gran arco de la puerta, tuvieron la impresión de penetrar en otro mundo. Cien metros de césped, perfectamente liso, les separaban de la entrada principal del castillo. A un lado del césped había un estanque circular de gran tamaño, rodeado por una antigua balaustrada de mármol y adornado en su centro por una estatuilla de Neptuno a lomos de un monstruo marino. A la derecha vieron una pequeña capilla con cúpula de tejas, y más allá otra balaustrada de mármol por la que se asomaba un pequeño jardín, el cual descendía por la montaña hasta quedar interrumpido bruscamente por la muralla interna.

Oyeron otro crujido que hizo temblar el suelo. Al volverse, D'Agosta vio que los batientes de madera se estaban cerrando.

–No se preocupe –murmuró Pendergast–. Está todo controlado.

D'Agosta esperó fervientemente que no fueran palabras baldías.

–¿Dónde está Fosco? –preguntó.

–Sospecho que no tardaremos mucho en verle.

Cruzaron el césped y llegaron a la entrada principal del alcázar, que se abrió con un chirrido metálico. Al otro lado estaba Fosco, con un elegante traje gris perla. Tenía el pelo bastante largo, peinado hacia atrás, y una sonrisa en su cara tersa y blanca. Llevaba guantes, como era habitual en él.

–Bienvenido a mi humilde morada, querido Pendergast. ¡Ah, el sargento D'Agosta! ¡Cuánto me alegro de que se haya añadido a la reunión!

Tendió la mano, pero Pendergast no la cogió.

El conde la dejó caer. Sin embargo, conservó la sonrisa.

–Lástima. Esperaba poder tratar de lo nuestro en un ambiente cortés, como caballeros.

–Ah, pero ¿hay aquí algún caballero? Me gustaría conocerle.

La lengua de Fosco hizo un chasquido de desaprobación.

–¿Qué maneras son esas de tratar a alguien en su propia casa?

–¿Qué manera de tratar a alguien es quemarle en su propia casa?

La expresión del conde reflejó su desagrado.

–Veo mucha prisa por ir al grano, pero ya habrá tiempo, ya habrá tiempo. Pasen, por favor.

Les franqueó la entrada a un vestíbulo largo, antesala de la principal estancia del castillo, que no respondió a las expectativas de D'Agosta: tres de sus lados estaban ocupados por una hermosa galería de columnas y arcos a la romana.

–Fíjense en los tondi de Della Robbia –dijo Fosco, señalando unos adornos de cerámica pintada en las paredes sobre los arcos–. Pero estarán cansados del viaje. Les llevaré a sus aposentos, donde podrán descansar.

–¿Nuestras habitaciones? –preguntó Pendergast–. ¿Es que vamos a pasar la noche aquí?

–Naturalmente.

–Me temo que no es necesario ni posible.

–Insisto, insisto.

El conde se volvió hacia la puerta abierta del castillo, cogió una argolla y dio un sonoro portazo. Después, haciendo un gesto ampuloso y teatral, sacó de su bolsillo una llave gigantesca y la usó para cerrar. A continuación abrió una cajita de madera en la pared, y D'Agosta vio que contenía un teclado de alta tecnología, completamente fuera de lugar entre la antigüedad de los sillares. El conde tecleó una larga secuencia numérica. El resultado fue un ruido metálico y la aparición de una gran barra de hierro, que se deslizó por un soporte de hierro macizo y atrancó la puerta.

–Ya estamos a salvo de invasiones no autorizadas –dijo Fosco–. O de que se vaya alguien sin permiso, dicho sea de paso.

Pendergast no contestó. El conde les dio la espalda y, con su peculiar ligereza de movimientos, les condujo al otro lado de la sala, a una galería de piedra larga y fría, cuyas paredes estaban decoradas con retratos ennegrecidos por el paso del tiempo, así como con armaduras oxidadas, lanzas, picas, mazas y otras armas medievales.

–Las armaduras carecen de valor. Son reproducciones del siglo XVIII. Los retratos, por si no lo han adivinado, son de mis antepasados. Es una suerte que el tiempo los haya oscurecido, porque los condes de Fosco no son un linaje agraciado. Estas tierras nos pertenecen desde el siglo XIII, cuando mi distinguido antepasado Giovan de Ardaz se las arrebató a un caballero longobardo. La familia se otorgó a sí misma el título de «cavaliere» y adoptó como escudo de armas un dragón rampante con bastón en barra. En la época de los grandes duques fuimos nombrados condes del Sacro Imperio Germánico por la mismísima electriz palatina. Siempre hemos vivido con gran tranquilidad, cuidando nuestras viñas y olivares sin meternos en política ni aspirar a ningún cargo. Los florentinos tenemos un dicho: «Al clavo que sobresale le dan un martillazo». La casa de Fosco nunca ha sobresalido, y en consecuencia no hemos sentido martillazo alguno durante los muchos cambios políticos que ha habido.

–Aun así, conde, usted se las ha arreglado para sobresalir bastante en los últimos meses –repuso Pendergast.

–Lamentablemente, y no por mi voluntad. Mi única intención era recuperar lo que nos pertenecía por derecho. Pero, bueno, tiempo habrá de discutirlo durante la cena.

Salieron de la galería y entraron en un bonito salón con vidrieras y tapices. Fosco señaló una serie de paisajes de gran formato.

–Hobbema y Van Ruisdael.

La atmósfera cambió de pronto, tras una larga sucesión de habitaciones luminosas y amuebladas con buen gusto.

–Entramos en la parte original lombarda del castillo –dijo Fosco–. Se remonta al siglo X.

Las habitaciones eran pequeñas, prácticamente sin ventanas. La única luz entraba por aspilleras y minúsculas aberturas cuadradas casi a tocar del techo. Las paredes estaban encaladas, y no había muebles.

–No uso para nada estas salas lúgubres y antiguas –dijo el conde al cruzarlas–. Siempre están húmedas y frías. Lo que me resulta de gran utilidad, son los diversos niveles de sótanos y túneles, donde hago vino, aceto balsámico y prosciutto di cinghiale. En esta finca cazamos nuestros propios jabalíes; su fama está bien justificada. Los últimos túneles fueron tallados en la roca por los etruscos hace tres mil años.

Llegaron a una puerta de hierro macizo con un marco de piedra todavía más maciza. Aunque se hubieran adentrado tanto en el castillo, D'Agosta seguía observando gotas de humedad en los sillares.

–La torre del homenaje –dijo Fosco, abriendo la puerta con otra llave.

Al otro lado había una escalera circular ancha y sin ventanas, que subía en espiral de las profundidades y se enroscaba sobre sus cabezas hasta fundirse con la oscuridad. Fosco sacó una linterna de pilas de un aplique, la encendió y subió en primer lugar por la escalera. Al cabo de cinco o seis vueltas llegaron a un pequeño rellano con una sola puerta. Tras abrirla con la enésima llave, Fosco les hizo pasar a lo que parecía un pequeño apartamento habilitado en la antigua torre maestra, con ventanitas que daban al valle del Greve y a las colinas del sur de Florencia. La chimenea del fondo estaba encendida; el suelo de cerámica cubierto con alfombras persas. Delante de la chimenea había una agradable zona de descanso, con una mesa bien provista de vinos y licores y toda una pared de estanterías llenas de libros.

Eccoci qua! Espero que sus aposentos les resulten confortables. Hay dos pequeños dormitorios, uno a cada lado. ¿A que el paisaje es encantador? Me preocupa que no hayan traído equipaje. Haré que Pinketts les provea de todo lo que necesiten: maquinillas de afeitar, albornoces, zapatillas y camisas de dormir.

–Dudo mucho que nos quedemos a pasar la noche.

–Y yo dudo mucho que se vayan. –El conde sonrió–. Aquí cenamos tarde, a la europea. A las nueve.

Retrocedió con una reverencia y cerró la puerta de un sonoro golpe. D'Agosta, con el alma en los pies, oyó el roce de la llave en la cerradura y los pasos del conde, que se alejaron rápido por la escalera.