Bryce Harriman tomaba notas en una vieja mesa a la luz de un farol Coleman. Era casi medianoche, y tenía delante al reverendo Buck. En el transcurso de la tarde había redactado un impresionante artículo (que no estuvo a tiempo para salir en la edición vespertina, pero lo haría en la de la mañana) sobre el intento frustrado de detener a Buck, jugosa mezcla de media docena de testimonios, en la que se narraba la llegada del chulo del capitán, su ataque de pánico, su huida y los esfuerzos del otro capitán (una mujer) para arreglar la situación después del plantón de su compañero. Un reportaje espléndido, que a la larga podía convertirse en algo más, ya que Harriman había empezado a tantear al Times y parecían dispuestos a hacerle una entrevista de trabajo. El nuevo artículo sería la traca final. En ese momento, gracias a Buck, Harriman era el único periodista con permiso para entrar en el campamento. Dos artículos en el mismo número: eso se llamaba dar la campanada. Tampoco faltaría al día siguiente, por si había follón con la fuerza pública de Nueva York.
Si lo había sería de los gordos, a juzgar por el ambiente del campamento. Desde el frustrado arresto los ánimos estaban encrespados, inquietos y beligerantes, como un barril de pólvora a punto de explosionar. Era medianoche y aún nadie dormía; todo eran voces estridentes rezando o discutiendo en la oscuridad. Quedaban muy pocos de los chavales a quienes vio en su primera visita al poblado. Una o dos noches durmiendo en el suelo sin conexión a internet ni televisión por cable les hizo batirse en retirada a la comodidad de sus barrios residenciales. Lo que quedaba era el núcleo duro, los auténticos fanáticos, que no escaseaban. Más de trescientas tiendas así lo atestiguaban.
Hasta el propio Buck había cambiado. Ahora exhibía una calma y una seguridad casi místicas. Miraba a Harriman como si fuera transparente, una ventana al más allá.
–¿Qué, señor Harriman? –dijo–. ¿Ya tiene lo que venía a buscar? Falta poco para medianoche, y suelo dar un mensaje antes de recogerme.
–Solo una pregunta más. ¿Qué cree que pasará? Porque supongo que se da cuenta de que la policía no se cruzará de brazos…
Pensó que la pregunta quizá afectase un poco a Buck, pero la reacción del reverendo fue reafirmarse en algo muy parecido a la serenidad.
–Pasará lo que tenga que pasar.
–Es posible que sea un poco feo. ¿Está preparado?
–Será feo, sí, y estoy preparado.
–Por su manera de decirlo, parece que sabe lo que va a ocurrir.
Buck sonrió sin decir nada.
–¿No está preocupado? –preguntó Harriman, más insistente.
Otra sonrisa enigmática. «¡Mierda, que las sonrisas no se pueden citar!», pensó.
–Puede haber gas lacrimógeno y polis con porras. Se acabó el juego.
–Yo confío en Dios, señor Harriman. ¿Usted en quién confía?
«Bueno –se dijo–, esto está listo».
–Gracias, reverendo. Me ha ayudado mucho.
–Gracias a usted, señor Harriman. ¿No quiere quedarse unos minutos para oír mi mensaje? Está a punto de pasar algo, bien lo dice usted. Por eso mi sermón de esta noche será un poco distinto.
El reportero vaciló. Pensaba salir de casa a las cinco de la mañana. Estaba bastante seguro de que la poli entraría en acción al día siguiente, y resultaba probable que lo hiciese temprano.
–¿Cuál es el tema?
–El infierno.
–Entonces me quedo.
Buck se levantó e hizo señas a uno de sus hombres, que se acercó, le ayudó a ponerse una sencilla vestidura y le acompañó al exterior. Harriman sacó la grabadora del bolsillo y fue tras ellos, procurando ignorar los fétidos olores del campamento. Sabía que se dirigían hacia un enorme montículo que sobresalía de la tierra al oeste de las tiendas, y que todos conocían ya como «la roca de los sermones».
Cuando Buck desapareció al otro lado de la roca, subió por la cuesta de hierba y reapareció en la cima, la agitación del campamento enmudeció. El reverendo levantó despacio las dos manos. Harriman, que lo observaba todo desde abajo, vio salir a centenares de personas de la oscuridad y rodearle.
–Amigos míos –dijo Buck–, buenas noches. Una vez más, os doy las gracias por uniros a mí en esta búsqueda espiritual. Durante estas charlas vespertinas he adoptado la costumbre de hablaros sobre ella, y de explicar por qué estamos aquí y qué debemos hacer, pero esta noche el tema será otro.
»Hermanos y hermanas, pronto os enfrentaréis a una gran prueba. Ayer, gracias a Dios, obtuvimos una magnífica victoria, pero los agentes de la oscuridad no se arredran fácilmente. En consecuencia, debéis ser fuertes. Ser fuertes y aceptar la voluntad de Dios.
Harriman, que escuchaba con la grabadora en alto, quedó sorprendido por el tono y la actitud de Buck. Su voz era tranquila, pero vibraba con una férrea convicción que nunca le había oído, ni siquiera en el primer sermón, ante el edificio de Cutforth. En los ojos brillantes del reverendo había algo extraño, una mezcla de entusiasmo y de resignación casi estoica.
–Ya os he hablado muchas veces de nuestro objetivo al reunimos aquí. Ahora, en vísperas de la prueba que pondrá fin para vosotros a todas las demás, debo dedicar unos momentos a recordaros contra qué luchamos y quién es vuestro enemigo. Recordad mis palabras, incluso cuando ya no esté entre vosotros.
«Que pondrá fin para vosotros». «Vuestro enemigo». «Entre vosotros». Desde su anterior visita a la tienda de Buck, Harriman había empezado a leer fragmentos de la Biblia. Se acordó de las palabras de Jesús: «Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde».
–Hermanos y hermanas, ¿por qué nuestros antepasados medievales, sencillos e incultos en muchos aspectos, eran mucho más temerosos de Dios que la humanidad actual? Ya lo dice la propia pregunta: porque tenían miedo de Dios. Sabían la recompensa que esperaba en el cielo a los pocos elegidos, y sabían también lo que esperaba a los pecadores, los malvados, los perezosos y los incrédulos.
»La culpa no es solo de la gente. Aún es más culpable el clero actual, que endulza la palabra de Dios, resta importancia a sus avisos y dice a su grey que el infierno es una simple metáfora o un antiguo concepto sin existencia real. El amor de Dios, nos dicen, es vasto e indulgente. Engañan a sus feligreses haciéndoles creer que lo tienen todo ganado. Como si el bautismo, algunas buenas obras y un par de comuniones fueran un pasaporte para el cielo. Y eso, amigos míos, es un trágico error.
Hizo una pausa para observar a la gente, que no decía nada.
–El amor de Dios es duro. En esta ciudad, como en todas las grandes ciudades, muere gente a diario. A centenares. Pues bien, ¿en qué momento creéis vosotros que esos desgraciados empiezan a entender el verdadero destino que les está reservado? ¿En qué momento se les cae la venda de los ojos y descubren que toda su vida ha sido una mentira, que no han hecho sino alejarse de la luz y adentrarse más y más en las tinieblas, y que en adelante ya no cabe esperar nada más que un tormento inimaginable? La respuesta no está clara, pero yo creo que como mínimo hay algunos que lo vislumbran en sus últimos momentos, y creo que en esos pocos se insinúa la sensación de que algo falla, y de que ese algo es muchísimo peor que el hecho de morirse.
»En los momentos finales, cuando el alma empieza a desprenderse del cuerpo, la tela de la realidad cotidiana se rasga por la mitad, y de repente ven el vacío que hay detrás. Después se produce una terrible opresión, un miedo invencible y un calor que va creciendo, pero ellos no pueden gritar ni escapar. No es un ataque pasajero de pánico, sino un simple anticipo de lo que vendrá, un peldaño en el tramo inicial de la larga escalera hacia el infierno.
»¿Y el infierno? ¿Cómo es? A nuestros antepasados les contaban que era un lago de fuego y azufre, donde estarían sumergidos toda la eternidad, un horno espantoso, cuyas llamas no dan luz, sino que hacen visible la oscuridad. En esos tiempos más sencillos bastaba con esa descripción.
Hizo otra pausa para mirar a la gente una por una.
–Ojo, no niego que ese infierno exista, pero no es el único. Hay innumerables infiernos, hermanos y hermanas. Hay un infierno para cada uno de nosotros. Quizá Lucifer no esté a la altura de Dios, pero fue un ángel poderosísimo, y como tal tiene poderes que superan nuestro pobre entendimiento.
»Hay algo que debéis recordar y no olvidar nunca: que Lucifer, el diablo, fue expulsado del cielo porque le dominaban la envidia y la maldad, y ahora, en sus celos implacables, en su sed infinita de venganza, nos usa de peones. Como el niño rechazado que odia a su rival, él nos odia por lo que somos: los hijos amados de Dios. ¿Quién de nosotros podría albergar la esperanza de captar toda la profundidad de su ira infinita? Para él, cada ser humano a quien corrompe, cada alma de la que se apodera, es un triunfo, un puño elevado hacia Dios.
»Conoce nuestras debilidades y nuestros deseos más mezquinos. Sabe cómo desencadenar nuestra vanidad, codicia, lujuria o crueldad. No tenemos secretos para él. Dispone de todo un arsenal de tentaciones a la medida de cada uno de nosotros. Ha sembrado nuestra senda con mil desvíos hacia la oscuridad. Y una vez que Satanás ha logrado atraer un alma hacia su reino, una vez que ha obtenido la enésima victoria, ¿creéis que se conformará con relegarla a un infierno genérico? Reflexionad, amigos míos. Reflexionad. Si conoce todas nuestras debilidades es que también conoce nuestros miedos, incluso los que desconocemos, y para completar su victoria, para hacer que el sufrimiento de su víctima sea infinito, cada persona sufrirá su propio infierno, diseñado especialmente para ella. Y lo peor de todo es que será un infierno que durará para siempre. ¡Para siempre!
»En algunos casos podrá ser un lago de fuego; en otros, pasar la eternidad en un ataúd negro, sin poder moverse, ver ni hablar, en una espiral interminable de locura. En otros, por ejemplo, podría consistir en asfixiarse eternamente. Imagináoslo, amigos; imaginaos que lleváis dos o tres minutos aguantando la respiración; imaginaos la necesidad desesperada de oxígeno. Imaginad qué indescriptible tortura. Pero en el infierno nunca se vuelve a respirar ni llega nunca el ansiado aire fresco. Tampoco existe la inconsciencia. Lo único que existe es el momento de máxima agonía prolongado eternamente.
«Máxima agonía prolongada eternamente». Contra su voluntad, y a pesar del calor de la noche, Harriman tuvo un escalofrío.
–También puede haber infiernos más sutiles. Imaginaos a alguien que siempre ha tenido miedo de volverse loco y que enloquece durante décadas, por no decir siglos. Luego el proceso empieza de nuevo, y así hasta el infinito. O imaginaos a una madre loca por sus hijos, a quien se obliga a asistir incesantemente a su degradación, a verles caer en la pobreza, la drogadicción, la depresión, los malos tratos y la muerte.
Interrumpió el sermón para acercarse al borde de la roca.
–Dedicad un momento a pensar en el peor infierno que se os pueda ocurrir, y comprended después que Satanás, que os conoce mejor que vosotros mismos, es capaz de prepararos uno muchísimo peor. Y que lo hará. Que ya lo ha hecho. Anticipadamente. Porque su amarga pena solo tiene un bálsamo posible: la desesperación, los ruegos, los gritos y los sufrimientos de sus víctimas.
Buck hizo otra pausa, respiró hondo dos veces y siguió hablando aún más quedamente.
–He dicho que existe un infierno para cada uno de nosotros. Ese infierno ya existe, y nos espera. Satanás nos ha preparado un infierno muy fácil de encontrar, con un ancho y cómodo camino. Nos resulta muchísimo más fácil dejarnos llevar inconscientemente por ese ancho y agradable camino que buscar la dura y escondida senda que conduce al cielo, pero debemos resistir la atracción del camino fácil. Es una lucha, amigos míos, una lucha a muerte, pero es la única manera, la única, de descubrir el arduo camino al cielo. Os pido que lo tengáis presente en las pruebas que estamos a punto de vivir.
Dicho esto, dio media vuelta y desapareció.