D'Agosta contempló el perfil impreciso de la isla que se destacaba a proa y a babor del ferry, azul y abrupta, temblando un poco bajo el sol de la mañana: Capraia, la más exterior de las islas toscanas, una cima perdida en la inmensidad del mar. Parecía irreal, como si perteneciese a otro mundo. Rotunda y obstinada, la proa de acero del ferry de la empresa Toremar cortaba las aguas turquesas hacia su destino.
Pendergast se encontraba al lado de D'Agosta. La brisa del mar despeinaba su pelo rubio, mientras la fuerte luz del sol hacía que sus delicadas facciones parecieran de alabastro.
–Una isla interesantísima, Vincent –dijo–. Hasta mediados de los años sesenta sirvió como cárcel para los criminales más peligrosos e inteligentes de Italia, capos de la mafia y fugitivos contumaces. Ahora es un parque nacional en casi toda su extensión.
–Qué sitio más raro para vivir.
–En realidad es la más atractiva de las islas toscanas. Hay un pequeño puerto, un pueblecito en un acantilado y una sola carretera, de menos de un kilómetro, entre los dos. Como no tiene playas, la isla no ha sido afeada por la construcción de edificios.
–¿Cómo dice que se llama esa mujer?
–Viola Maskelene. Lady Viola Maskelene. No he podido averiguar mucho sobre ella con tan poca antelación, porque no tiene vida pública. Parece ser que pasa los veranos en la isla y que se marcha a finales de octubre. El resto del año, si no me han informado mal, se dedica a viajar.
–Y ¿está seguro de que la encontraremos?
–No, pero prefiero arriesgarme a sorprender a nuestra presa.
–¿Presa?
–En un sentido puramente investigador. Se trata de una inglesa con mundo, y que ha viajado mucho. Como única bisnieta del gran amor de Toscanelli, es quien tiene más posibilidades de conocer los secretos de la familia.
–Puede que sea un hueso duro de roer.
–Probablemente. De ahí que lleguemos sin avisar.
–¿Qué edad tiene?
–Supongo, si mis cálculos no yerran, que se trata de una mujer madura.
D'Agosta le miró.
–¿Y la familia? ¿Cuál es su historia?
–Uno de esos novelones tórridos del siglo XIX, dignos de una ópera. La bisabuela de Viola Maskelene, una célebre belleza victoriana, contrajo matrimonio con el duque de Cumberland, que era un hombre treinta años mayor que ella, frío y de corrección irreprochable. Toscanelli la sedujo pocos meses después del matrimonio. Fue una aventura legendaria. Su unión produjo una hija ilegítima, en cuyo parto falleció la pobre duquesa. Lady Maskelene es nieta de esa niña.
–¿Y al duque? ¿Qué le pareció?
–Parece que a pesar de su frialdad era un hombre de buenos sentimientos. A la muerte de su esposa emprendió un proceso de adopción legal de la pequeña, que no heredó los grandes títulos ni las grandes fincas, pero sí un título menor y algunas tierras en Cornualles.
El ferry vibraba bajo sus pies. La isla parecía ganar peso y volumen al acercarse. Cuando dejaron de hablar, Pendergast se sacó la probeta del bolsillo y la levantó, haciendo que el sol se reflejase en las gotitas fundidas que había sacado del cadáver de Vanni durante la noche anterior.
–Aún no hemos hablado de esto.
–No, pero yo sí que he pensado.
–También yo. Quizá haya llegado el momento de que cada uno de nosotros enseñe una carta, Vincent.
–Usted primero.
Pendergast sonrió un poco y levantó un dedo.
–De eso nada. Como agente al mando, me reservo el derecho de elegir el orden.
–Conque haciendo valer sus privilegios, ¿eh?
–Ni más ni menos.
–Pues yo diría que estas gotas proceden de algún aparato cuyo mal funcionamiento llenó el cuerpo de Vanni de metal fundido y le quemó de una manera espantosa.
Pendergast asintió.
–¿Qué clase de aparato?
–El mismo que mató a los demás, aunque en el caso de Vanni parece que no funcionó y tuvieron que pegarle un tiro.
–Bravo.
–¿Y su teoría?
–He llegado a las mismas conclusiones. Vanni fue una de las primeras víctimas de un aparato mortal muy especializado. Todo apunta a que el asesino, a fin de cuentas, es de carne y hueso.
Tras bordear acantilados volcánicos batidos por el oleaje, el ferry accedió a un pequeño puerto. Las casas del muelle (una hilera de edificios en pésimo estado, con fachadas de estuco rojo y amarillo) estaban prácticamente adosadas a la montaña. El ferry hizo las maniobras necesarias para entrar en el puerto y, tras descargar un solo coche y algunos pasajeros, partió hacia su siguiente destino (la isla de Elba), dando a D'Agosta el tiempo justo para pisar tierra firme.
–Tenemos cuatro horas hasta que vuelva el ferry. –Pendergast sacó un papelito y lo leyó–: «Lady Viola Maskelene, Via Saracino, 19». Esperemos que la signorina esté en su casa.
Se dirigieron a una parada de autobús. Poco después apareció un viejo vehículo naranja que efectuó un giro difícil por la única calle y abrió sus puertas. Subieron. El autobús cerró sus puertas que chirriaron y, con una sinfonía de crujidos, emprendió el camino de regreso por una cuesta empinadísima, de auténtico terror, que parecía surgir directamente de las olas.
Tardaron pocos minutos en llegar al otro extremo de la carretera y en bajar al pueblo, tras otro chirrido de puertas. En un lado había una antigua iglesia de color melocotón, y en el otro un estanco.
Las callejuelas, de ángulos dispares, eran demasiado estrechas para circular en coche. Las ruinas de un gigantesco castillo dominaban el mar desde un promontorio. Detrás del pueblo se sucedían montañas cubiertas de matojos.
–Encantador –dijo Pendergast. Señaló una vieja placa de mármol pegada con cemento a la pared de un edificio. Ponía «Vía Saracino»–. Por aquí, sargento.
Era una calle de casitas encaladas, cuya numeración progresaba lentamente. Al final del pueblo, la calle se convertía en un camino de tierra y proseguía entre muros de piedra, que encerraban huertos de pequeños limoneros y viñas microscópicas. Olía a cítricos. Al otro lado de un recodo descubrieron una casa de piedra, un edificio cuidado y solitario que se asomaba a la inmensidad azul del Mediterráneo desde lo alto de un acantilado, a la sombra de las buganvillas.
Pendergast cruzó el camino de entrada, entró en el patio y llamó a la puerta.
Silencio.
–C'è nessuno? –exclamó.
Suspirando entre arbustos de romero, el viento traía la fragancia del mar.
D'Agosta miró a su alrededor.
–Por ahí hay alguien –dijo–. Un hombre cavando.
Señaló con la cabeza unos bancales de viña situados a unos cien metros. Alguien removía la tierra con una pala. Llevaba un sombrero de paja desastrado, unos pantalones viejos de trabajo y una camisa de tela basta abierta hasta la mitad del pecho. Al verles se irguió.
–Debo corregirle, es una mujer.
Pendergast se metió por el camino a zancada limpia. Al llegar a la viña, sortearon terrones recién levantados. La mujer se apoyó en la pala para esperarles.
Pendergast llegó hasta ella y le tendió la mano con su media reverencia de costumbre. Ella se quitó el sombrero de paja, sacudió una mata de pelo negro y brillante y estrechó la mano de su visitante.
D'Agosta se quedó de piedra. No se trataba precisamente de una mujer madura.
Era guapísima. Su cuerpo era alto, atlético y delgado, sus ojos de mirada intensa y color miel, sus pómulos marcados y su piel tostada por el sol sembrada de pecas. El esfuerzo todavía hacía palpitar las aletas de su nariz.
Al cabo de un rato, D'Agosta reparó en que Pendergast se había vuelto a levantar, pero sin soltar la mano de la joven, a quien miraba en silencio. De hecho ella hacía lo mismo.
Durante unos instantes, el silencio fue total. D'Agosta se preguntó si era la primera vez que se veían. Casi parecía que se reconociesen.
–Soy Aloysius Pendergast –dijo él al cabo de una eternidad.
–Y yo Viola Maskelene –repuso ella con un acento inglés sonoro y cálido.
Al final del apretón de manos, D'Agosta se dio cuenta de que Pendergast se había olvidado de presentarle, algo poco habitual en él.
–Y yo el sargento Vincent D'Agosta, de la policía de Southampton.
Lady Viola se volvió a mirarle como si no le hubiera visto, pero la sonrisa que le dirigió fue de lo más efusiva.
–Bienvenido a Capraia, sargento.
Otro silencio incómodo. D'Agosta miró a Pendergast de reojo. Su rostro expresaba una sorpresa impropia de él, como si acabaran de meterle una cucharada de helado por la espalda. ¿Qué pasaba?
–Bueno, señor Pendergast –dijo ella volviendo a sonreír–, supongo que ha venido a verme.
–Sí –se apresuró a decir el agente–. Así es. Queríamos…
Ella levantó un dedo.
–No es de personas civilizadas conversar a pleno sol en el calor de una viña. ¿Les parece bien que vayamos a mi casa y tomemos algo fresco en la terrazza?
–Claro, claro…
Lady Maskelene volvió a sonreír, con una deslumbrante exhibición de hoyuelos.
–Síganme.
Se alejó por la viña, pisando terrones con sus grandes botas. La terrazza se beneficiaba de la sombra de una pérgola cubierta de glicinias y bordeada de romero en flor y limoneros minúsculos. Era como estar al borde del mundo conocido, con el acantilado a pico sobre un azul sin fin, que se extendía de punta a punta del horizonte y se fundía imperceptiblemente con el mar. Solo lo interrumpía un pequeño arrecife negro que, situado a unos dos kilómetros de la costa, no hacía más que incrementar la sensación de distancia e infinito.
Lady Maskelene les hizo sentarse en sillas desvencijadas de madera, alrededor de una vieja mesa de azulejos. Después entró en la casa y salió al cabo de un minuto con una botella de vino sin etiqueta que contenía un líquido de color ámbar. También trajo vasos, una botella de aceite de oliva y una fuente de cerámica descascarillada con gruesas rebanadas de pan. Dejó los vasos sobre la mesa y la rodeó para servir vino blanco. Cuando llegó su turno, D'Agosta captó el olor de lady Maskelene: un perfume de vid, tierra y mar.
Pendergast bebió un poco.
–¿Es suyo, lady Maskelene?
–Sí. El aceite de oliva también. Trabajar tu propia tierra da muchísimas satisfacciones. No sé por qué, pero es maravilloso.
–Complimenti. –Pendergast bebió un poco más y mojó una rebanada de pan en un plato de aceite de oliva–. Excelente.
–Gracias.
–Permítame explicarle el motivo de nuestra visita, lady Maskelene.
–No –dijo ella en voz baja sin mirarle, contemplando el mar, el luminoso mar que casi azulaba el color avellana de sus ojos. Tenía en sus labios una extraña sonrisa–. No estropeemos todavía este… momento.
D'Agosta se preguntó a qué momento se refería. El fragor de las olas en el acantilado subía hasta ellos, con un tenue griterío de gaviotas.
–Tiene usted una villa encantadora, lady Maskelene.
Ella se rió.
–Tanto como una villa… Es una simple casa en la costa. Por eso me gusta. Tengo mis libros, mi música, mis viñas, mis olivos… y el mar. ¿Qué más puedo pedir?
–¿Música, dice? ¿Toca algún instrumento?
Un titubeo.
–El violín.
«Ahora empieza lo bueno», pensó D'Agosta. La estrategia de Pendergast estaba siendo oblicua, como siempre.
–¿Vive aquí todo el año?
–¡No, no! Me aburriría. No soy tan ermitaña como eso.
–¿Dónde pasa el resto del año?
–Dirijo una pequeña excavación en el Valle de los Nobles.
–¿Es arqueóloga?
–Egiptóloga y filóloga, que no es lo mismo. Nuestra materia de estudio no se limita a la tierra, la cerámica y los huesos. Ahora mismo estamos excavando la tumba de un escriba de la decimonovena dinastía, que contiene unas inscripciones hieráticas fascinantes. La saquearon en la antigüedad, como era de esperar, pero tenemos la suerte de que solo estuvieran interesados por el oro y las joyas. Los rollos y las inscripciones quedaron intactos. De hecho hemos encontrado al propio escriba en su sarcófago, con varios rollos misteriosos llenos de fórmulas mágicas que aún no hemos desenrollado ni traducido. Son de una fragilidad extrema.
–Fascinante.
–Y en primavera me voy a Cornualles, a la casa familiar.
–¿Primavera en Inglaterra?
La joven se rió.
–Me encanta el barro. Y los días de frío y lluvia. Y leer un buen libro delante de la chimenea, estirada sobre una alfombra de piel. ¿Y a usted, señor Pendergast? ¿Qué le gusta?
Pendergast disimuló su confusión bebiendo vino, como si la pregunta le hubiera tomado por sorpresa.
–Me gusta este vino. Es fresco, sencillo y sin pretensiones.
–Lo hago con cepas de malvasía, traídas a la isla hace casi cuatro mil años por comerciantes minoicos. A mí el sabor me hace pensar en la historia, en los minoicos cruzando un mar oscuro como el vino en sus trirremes, con rumbo a islas lejanas… –Se apartó el pelo negro de la cara riendo –. No tengo remedio. Soy una romántica. De niña quería ser Odiseo. –Miró a Pendergast–. ¿Y usted? ¿Qué quería ser de niño?
–Un gran cazador blanco.
Se rió.
–¡Qué deseo más raro! ¿Se le cumplió?
–Podría decirse que sí, pero en Tanzania, durante una cacería… de repente descubrí que ya no me llenaba.
Otro silencio. D'Agosta renunció a encontrar algún sentido a la estrategia de Pendergast y centró su atención en el vino. Era un poco seco, pero muy agradable. Y ¡qué maravilla de pan! ¡Qué denso y esponjoso! En cuanto al aceite de oliva, era tan fresco que casi resultaba picante. Mojó un trozo de pan, se lo metió en la boca y repitió la operación. No había desayunado. De hecho se tomaba el régimen con excesiva severidad. Miró su reloj con disimulo. O Pendergast se daba un poco de prisa o perderían el ferry.
Para su sorpresa fue ella quien sacó el tema.
–Hablando de historia, mi familia también tiene la suya. ¿Ha oído hablar de mi bisabuelo, Luciano Toscanelli?
–Sí.
–Tenía dos habilidades fuera de lo común: el violín y seducir mujeres. Fue el Mick Jagger de su época. Sus groupies eran condesas, baronesas y princesas. Llegó a tener dos o tres mujeres en un solo día, y no siempre en momentos distintos.
Se rió alegremente.
Pendergast carraspeó y cogió un trozo de pan.
–Pero tuvo un gran amor, mi bisabuela, la duquesa de Cumberland, que le dio una hija ilegítima, mi abuela. –Se quedó callada, mirando a Pendergast con curiosidad–. Vienen por eso, ¿verdad?
Pendergast tardó un poco en contestar.
–Así es.
Ella suspiró.
–Mi bisabuelo acabó como muchos hombres en una época en la que aún no se había descubierto la penicilina, con una gonorrea de caballo.
–Lady Maskelene –se apresuró a decir Pendergast–, le ruego que no crea que he venido a inmiscuirme en las intimidades de su familia. De hecho solo busco la respuesta a una pregunta.
–Sí, ya sé cuál es, pero antes quiero que conozca la historia de mi familia.
–No es necesario…
Lady Maskelene, ruborizada, se palpó los botones de la camisa.
–Quiero que la conozca previamente. Así no tendremos que volver a hablar del tema.
D'Agosta no salía de su asombro. «Quiero que la conozca previamente». ¿Previamente a qué? El mismo Pendergast parecía perplejo. Como no contestaba, ella siguió hablando.
–Pues eso, que mi bisabuelo cogió la sífilis, que se agravó hasta el punto de que las espiroquetas atacaron el cerebro. Su manera de tocar cambió. Se volvió rara. Durante un concierto en Florencia, el público le tiró cosas. La familia propietaria del violín se lo pidió, pero él no quiso devolvérselo y se escapó de ellos y de sus agentes. Viajaba de ciudad en ciudad, impulsado por su creciente locura y con la ayuda de un sinfín de mujeres. Los agentes y los investigadores contratados por sus familiares le perseguían sin descanso, pero de forma discreta, pues lo importante era mantener en secreto el nombre de la familia. Mi bisabuelo siempre les llevaba la delantera. De noche, cuando estaba en el hotel, tocaba. Eran interpretaciones dementes y hasta terroríficas de Bach, Beethoven, Brahms… De un virtuosismo técnico increíble, o eso dicen, pero frías, raras, distorsionadas… Los que le oyeron tocar decían que era como si el violín hubiera caído en manos del diablo.
Hizo una pausa.
–Siga –dijo Pendergast con gran educación.
–La familia propietaria del Stormcloud tenía mucho poder. Estaba emparentada con algunas casas reales de Europa, pero no consiguió echar el guante a mi bisabuelo, a pesar de que le persiguió por toda Europa. La persecución terminó en un pueblecito del sur del Tirol, Siusi, a los pies de los Dolomitas, donde le acorralaron. Como era de esperar, le traicionó una mujer, pero él se escapó por la parte trasera de un pequeño albergo y se refugió en las montañas, con su violín y la ropa que llevaba encima. Subió al gran Sciliar, ¿lo conoce?
–No –dijo Pendergast.
–Es un altiplano de los Alpes, una cuña entre las grandes cumbres de los Dolomitas, llena de barrancos y de precipicios. Dicen que las brujas lo usaban para celebrar sus misas negras. En verano solo suben los pastores más atrevidos, pero era otoño, y en el Sciliar no había absolutamente nadie. Por lo noche nevó mucho. Al día siguiente le encontraron congelado en una de las cabañas de los pastores. El Stormcloud no estaba. Alrededor de la cabaña no había huellas ni ninguna pista. Dedujeron que como estaba loco había tirado el violín a las cataratas del Sciliar durante la ascensión.
–¿Y usted lo cree?
–Preferiría no creerlo, pero sí.
Pendergast se inclinó. La calma casi meliflua que solía caracterizar su acento sureño dejó paso a una intensidad inhabitual.
–Lady Maskelene, he venido a decirle que el Stormcloud aún existe.
Ella sostuvo su mirada sin alterarse.
–No es la primera vez que lo oigo.
–Se lo demostraré.
Lady Maskelene siguió mirándole muy seria, hasta que sonrió con languidez y negó tristemente con la cabeza.
–Me lo creeré cuando lo vea.
–Lo recuperaré, y seré yo mismo quien lo deposite en sus manos.
D'Agosta estaba sorprendido. Habría jurado que el objetivo de la visita de Pendergast no era informar a esa mujer de la existencia del violín. De hecho, hasta le sorprendía que la hubiese mencionado. Claro que podía equivocarse…
Ella negó con más energía.
–Circulan multitud de imitaciones y copias del Stormcloud. A finales del siglo XIX se hacían a cientos y se vendían a nueve libras.
–Cuando le traiga el violín, lady Maskelene…
–Déjese de lady Maskelene. Cada vez que lo oigo pienso que ha entrado mi madre. Llámeme Viola.
–Como quiera… Viola.
–Eso está mejor. Yo le llamaré Aloysius.
–Con mucho gusto.
–Un nombre muy curioso e inhabitual, dicho sea de paso. ¿Su madre leía muchas novelas rusas?
–En mi familia los nombres inhabituales son una tradición.
Viola se rió.
–Como los nombres musicales en la mía. Pero hábleme del Stormcloud. ¿Se puede saber dónde lo ha encontrado? Suponiendo que lo haya encontrado…
–Se lo contaré todo cuando se lo traiga. En el momento en que lo toque… lo sabrá.
–Eso es mucho esperar. De todos modos, me encantaría oírlo antes de morir.
–También limpiaría el honor de su familia.
Ella se rió e hizo un gesto despectivo con la mano.
–Tonterías. Si quiere que le diga la verdad, odio que me llamen lady Maskelene. Todo eso de los títulos, el honor familiar… Son chorradas del siglo XIX.
–El honor nunca pasa de moda.
Miró a Pendergast con curiosidad.
–Está un poco chapado a la antigua, ¿no?
–No presto atención a la moda, si es a lo que se refiere.
Viola miró su traje negro de arriba abajo con una sonrisa divertida.
–Supongo que no. Eso está bien.
La expresión de Pendergast volvía a ser de perplejidad.
–Bueno… –Lady Maskelene se levantó. Sus ojos castaños reflejaron la luz del agua, mientras una sonrisa marcaba sus hoyuelos–. Tanto si encuentra el violín como si no, vuelva para explicármelo. ¿Puedo contar con que vendrá?
–Será un auténtico placer.
–Bueno, pues quedamos así.
Pendergast la miró con gran seriedad.
–A propósito, queda pendiente la finalidad de mi visita.
–La gran pregunta. Ah. –Ella sonrió–. Adelante.
–¿Cuál es el apellido de esa poderosa familia, la que fue propietaria del Stormcloud?
–Puedo darle algo más que una simple respuesta.
Viola metió la mano en su bolsillo, sacó un sobre y se lo mostró al agente. Llevaba una inscripción en primorosa letra inglesa: «Dr. Aloysius F.X. Pendergast».
Pendergast palideció al mirarla.
–¿De dónde lo ha sacado?
–Ayer, el actual conde Fosco (porque esa es la familia que era la propietaria del violín) me hizo una visita sorpresa, por decirlo suavemente; la verdad es que me dejó de piedra. Me advirtió que vendría usted, que eran amigos y que le entregara esto.
Pendergast alargó el brazo y cogió el sobre. D'Agosta vio cómo introducía un dedo por la solapa, la desgarraba y sacaba una tarjeta, en la que la misma mano generosa y fluida había escrito lo siguiente:
ISIDOR OTTAVIO BALDASSARE FOSCO
Conde del SACRO IMPERIO ROMANO,
Caballero de la Gran Cruz de la Orden del Quincunce,
Archimaestre vitalicio de los Masones Rosacruces de Mesopotamia
y
Miembro de la Royal Geographical Society,
desea contar con el placer de su compañía,
en su domicilio familiar de Castel Fosco,
el viernes 5 de noviembre.
CASTEL FOSCO
Greve in Chianti
FLORENCIA
La intensa mirada del agente se clavó en D'Agosta, y nuevamente en lady Maskelene.
–No es un amigo mío, sino un hombre enormemente peligroso.
–¡Cómo! ¿El viejo conde? ¿Ese gordinflón encantador?
La risa de Viola se apagó al ver la expresión de Pendergast.
–Es quien tiene el violín.
Le miró fijamente.
–Bueno, sería suyo de todas formas, ¿no? Si lo encontraran, quiero decir…
–Ha asesinado brutalmente, que sepamos, a cuatro personas para conseguirlo.
–Dios mío…
–No le cuente nada a nadie. Aquí en Capraia estará a salvo. Si Fosco lo creyera necesario, ya la habría matado.
Viola sostuvo la mirada del agente.
–Me está asustando.
–Sí, lo siento, pero a veces es bueno estar asustado. En dos o tres días todo habrá terminado. Le ruego precaución, Viola. Quédese aquí, y no haga nada hasta que yo haya vuelto con el violín.
Ella no contestó. Al cabo de unos instantes salió de su inmovilidad.
–Tienen que irse. Si no, perderán el ferry.
Pendergast cogió su mano. Se miraron largo rato sin decirse nada. Luego él dio media vuelta y cruzó muy deprisa la verja y el camino.
Apoyado en la baranda de popa, D'Agosta vio disolverse la isla en el horizonte tal como había aparecido: como la promesa de algo, de una vida nueva. Pendergast estaba a su lado. Desde que acabó la visita a la casa del acantilado, el agente no había dicho ni una sola palabra.
Contemplaba fijamente el rastro del ferry, enfrascado en sus pensamientos.
–Fosco sabía que usted lo sabía –dijo D'Agosta–. Por eso la ha salvado.
–Sí.
–O sea, que todo se reduce a un plan enrevesado para recuperar el violín, ¿no?
Pendergast asintió.
–Ya sabía yo que ese gordo cabrón tenía algo que ver. Me lo olía desde el primer día.
Pendergast no contestó. Su mirada permanecía ausente.
–¿Le pasa algo? –se atrevió a preguntar D'Agosta al cabo de un rato.
Pendergast salió de sus cavilaciones y le miró.
–No, gracias, estoy perfectamente.
La isla había desaparecido. En ese momento, como si fuera la señal esperada, el perfil bajo de la costa toscana empezó a dibujarse al este del horizonte.
–¿Y ahora qué?
–Aceptaré la invitación de Fosco. Una cosa es saber, y otra bien distinta disponer de pruebas. Si queremos echarle el guante, tendremos que quitarle la máquina que usó para los asesinatos.
–Entonces ¿por qué le ha invitado?
–Quiere matarme.
–¡Ah, qué bien! Y ¿usted piensa aceptar?
Pendergast le dio la espalda para seguir mirando el mar, cuya luminosidad hacía que sus ojos parecieran casi blancos.
–Fosco sabe que aceptaré, porque es la única oportunidad de obtener las pruebas que necesitamos para ponerle entre rejas. Si no la aprovechamos ahora volverá el mes que viene, o dentro de un año, o de diez… –Guardó silencio–. Es más, siempre será un peligro para Viola, lady Maskelene, por todo lo que sabe.
–Ya lo entiendo.
Pero Pendergast seguía contemplando el mar. Sus siguientes palabras fueron pronunciadas en voz muy baja.
–El desenlace, mañana en Castel Fosco.