Setenta y uno

A Hayward no le gustaba nada esa sensación de déjà vu, pero fue la que sintió esa tarde, con la misma gente y en la misma sala, oyendo los mismos argumentos que veinticuatro horas antes. La diferencia era que esta vez tocaba poner el culo a salvo. Le recordó el juego de las sillas musicales: en el momento en que dejara de sonar la música, habría algún desgraciado de pie y con el culo al aire a punto para recibir una buena patada.

Y Grable no parecía escatimar esfuerzos para que ese culo fuera el de ella.

El capitán se había embarcado en una larga exposición sobre el arresto frustrado, en la que su actitud cobarde y errática se convertía, como por arte de magia, en compostura y heroísmo. El clímax de esa interminable historia era el momento en que se veía obligado a disparar un tiro al aire como advertencia a una tribu de salvajes. Gracias a ello pudieron irse sin percances y con la dignidad de la policía de Nueva York intacta, aunque hubieran fracasado en su objetivo de detener a Buck. Varios puntos de la exposición dejaban traslucir que todo el trabajo y todos los riesgos habían corrido de su parte, mientras que Hayward, en el mejor de los casos, había participado a regañadientes. Hasta se las ingenió para dar la impresión de callarse las críticas, como si su compañera hubiera sido un peso muerto durante toda la operación.

«Si fuera tan bueno en las operaciones como escaqueándose –pensó con rabia Hayward–, ahora no estaríamos aquí». Se planteó la posibilidad de pasar al contraataque, pero decidió que no quería jugar a ese juego. Si alegaba en su defensa que Grable se fue corriendo con el rabo entre las piernas, como un chucho, y que no solo disparó invadido por el pánico, sino que le quitaron la pistola… quizá pusiera los puntos sobre las íes, pero no saldría beneficiada. Por lo tanto, desconectó de Grable y su sarta de medias verdades y pensó en otra cosa.

La buena noticia era que Pendergast y D'Agosta parecían sacar provecho de su viaje. Mejor. Así Pendergast la dejaba un poco en paz y se dedicaba a amargarle la vida a algún alto cargo de la policía italiana. Sin embargo, extrañaba a D'Agosta más de lo previsto.

Ahora le tocaba hablar a Wentworth. La capitana hizo un esfuerzo de concentración. Wentworth se explayó sobre la psicología de las masas, trufando su exposición con citas sobre la megalomanía que leía en unas tarjetitas especialmente preparadas para la ocasión. Todo ello formaba una descomunal pantalla de humo de palabras y teorías sin sentido. El siguiente en tomar la palabra fue un pez gordo del barrio que dijo que el alcalde estaba muy disgustado, los ánimos crispados y toda la gente importante de la ciudad indignada por tanta inoperancia.

En definitiva, nadie sabía cómo sacar a Buck de Central Park.

Durante todas esas intervenciones Rocker mantuvo una expresión de fatiga en su rostro que le impedía delatar sus pensamientos. Llegó el momento en que sus ojos cansados la miraron a ella.

–¿Capitana Hayward?

–No tengo nada que añadir.

Quizá le hubiera salido un tono un poco brusco. Las cejas de Rocker se arquearon ligeramente.

–¿Es decir, que está de acuerdo con los demás?

–No he dicho eso. He dicho que no tengo nada que añadir.

–¿Ha averiguado algo nuevo sobre el pasado de Buck? ¿Alguna orden vigente de arresto, por ejemplo?

–Sí –dijo Hayward, que se había pasado parte de la mañana al teléfono–, pero no es gran cosa. Le buscan en Broken Arrow, Oklahoma, por quebrantar la libertad condicional.

–¡La libertad condicional! –Grable se rió–. ¡Qué chiste! En Nueva York ya ha acumulado las siguientes infracciones: agresión a la fuerza pública, resistencia a ser detenido, intento de secuestro… Vaya, que tenemos bastante para encerrarle varios años.

Hayward no dijo nada. En realidad, lo único que se sostenía un poco era lo de la libertad condicional. En cuanto a las demás acusaciones había decenas de testigos que podrían declarar, sin mentir, que Buck no se resistió a que le detuvieran, que la multitud se dividió como el mar Rojo para dejarles pasar y que Grable se fue corriendo, dejando la pistola en el suelo.

Rocker asintió con la cabeza.

–¿Y ahora qué?

Silencio.

Rocker seguía mirándola a ella.

–¿Capitana?

–Por proponer, propondría lo mismo que en la primera reunión.

–¿Incluso después de su… mmm… desagradable experiencia de esta mañana?

–Esta mañana no ha pasado nada que me haya hecho cambiar de opinión.

Las últimas palabras fueron recibidas con un largo silencio. Grable movía la cabeza como diciendo «algunos nunca aprenden».

–Ya. ¿Me equivoco o propuso ir sola?

–Exacto. Iría a ver a Buck y le pediría su colaboración para que los suyos se fueran a sus casas a ducharse y cambiarse. A cambio le prometeríamos autorizar una manifestación. Es cuestión de tratarle con respeto y avisarle a tiempo y sin engaños.

Grable resopló con desdén. Rocker lo miró.

–¿Tiene algo que decir, capitán Grable?

–Yo he estado en el parque, señor, y le digo que Buck está loco; es un ex asesino peligroso, con unos seguidores más fanáticos que los de Jonestown. Si la capitana va sola, sin varios hombres para protegerla, se la quedarán como rehén. O algo peor.

–Con todo respeto, señor, no estoy de acuerdo con el capitán Grable. Casi ha pasado una semana, y de momento Buck y sus seguidores se han comportado razonablemente bien, sin provocar disturbios. Creo que vale la pena intentarlo.

Wentworth se había sumado al movimiento de cabezas.

–¿Doctor Wentworth? –dijo Rocker.

–Considero que el plan de la capitana Hayward tiene muy pocas posibilidades de éxito. La capitana Hayward no es psicóloga. Sus pronósticos sobre el comportamiento humano son las opiniones de una profana en la materia, y no se basan en el estudio científico de la psicología humana.

Hayward miró al jefe de policía.

–Mire, no es que me guste darme aires, pero resulta que tengo un máster en psicología forense por la Universidad de Nueva York. Teniendo en cuenta que el doctor Wentworth, si no me equivoco, es profesor ayudante en la facultad de Staten Island, de la Universidad de Columbia, no es de extrañar que nunca hayamos coincidido académicamente.

Se produjo un silencio incómodo, durante el que la capitana creyó ver que Rocker disimulaba una sonrisa.

–Me reafirmo en lo que acabo de decir –dijo Wentworth con acidez.

Rocker siguió hablando con Hayward sin hacerle caso.

–¿Ya está?

–Ya está.

–Yo le aconsejo que tenga a punto un equipo de élite y otro de paramédicos para rescatar a la capitana Hayward cuando ocurra lo inevitable –dijo Grable.

Rocker se miró las manos y arrugó la frente. Después volvió a levantar la cabeza.

–Mañana es domingo. Había decidido aprovechar la calma relativa de ese día para entrar en el parque con grandes efectivos y detener a Buck, pero no me gusta nada dar un paso así antes de haber agotado todas las alternativas. Me inclino por brindarle una oportunidad a la capitana Hayward. Si puede sacar a Buck sin gases lacrimógenos ni cañones de agua, cuenta con mi apoyo. –Se volvió hacia ella–. Hágalo a mediodía. Si no funciona, seguiremos con lo planeado.

–Gracias, señor.

Una breve pausa.

–Hayward, ¿está segura de que su plan funcionará?

–No.

Rocker sonrió.

–Lo que me apetecía oír: un poco de humildad, para variar. –Observó a los demás y volvió a mirarla– Adelante, capitana.