Sesenta y nueve

El sótano del cuartel general de los carabinieri se parecía más a lo que había sido anteriormente (una mazmorra) que a un sótano. Mientras seguía al coronel Esposito y a Pendergast por sus sinuosos túneles de piedra sin labrar, llenos de telarañas y de cal, D'Agosta casi se sorprendió de que no hubiera esqueletos encadenados a los muros.

El colonnello se paró ante una puerta de hierro y la abrió.

–Por desgracia, como ven, aún no hemos penetrado en el siglo XXI –dijo indicándoles que entraran.

La sala en la que penetró D'Agosta tenía archivadores y estanterías de pared a pared, con legajos atados con cordel. Algunos eran tan viejos y estaban tan enmohecidos que su antigüedad debía remontarse a siglos.

Un agente de pulcro uniforme azul y blanco, con una elegante raya roja en la parte exterior de las perneras, se levantó y se cuadró.

Basta –dijo el colonnello con voz cansada. Señaló unas sillas de madera colocadas alrededor de una larga mesa–. Siéntense, por favor.

Cuando estuvieron sentados, el colonnello dijo algo al agente, que trajo una docena de carpetas y las dejó sobre la mesa.

–Son los resúmenes de los homicidios que cumplen los requisitos que me indicaron: asesinatos sin resolver del último año, en que la víctima apareciera quemada. Ya los he repasado y no he encontrado nada de interés. Me preocupa mucho más lo ocurrido en La Verna esta mañana.

Pendergast cogió la primera carpeta, la abrió y extrajo el expediente.

–No sabe cuánto lo lamento.

–No más que yo. Hasta que llegaron ustedes todo estaba tranquilo. Ahora…

Esposito abrió las manos y sonrió con languidez.

–Casi hemos llegado adonde queríamos, colonnello.

–Pues recemos por que lleguen lo antes posible, sea donde sea.

Pendergast empezó a consultar los expedientes, que iba pasando a D'Agosta. Solo se oía el suave susurro del sistema de ventilación, que, en un vano esfuerzo por aportar aire fresco a las profundidades, desembocaba en el sótano por unos tubos de aluminio muy brillantes prendidos a las bóvedas. D'Agosta miraba los expedientes y la fotografía adjunta, esforzándose por entender el italiano, pero solo captaba lo esencial. De vez en cuando hacía alguna anotación, ya no para su propio uso sino para tener algo de que informar a Hayward en su siguiente llamada.

Tardaron menos de una hora en llegar al último.

Pendergast se volvió hacia D'Agosta.

–¿Qué tal?

–Nada que destaque.

El colonnello echó un vistazo a su reloj de pulsera y encendió un cigarrillo.

–No hace falta que se quede –dijo Pendergast.

Esposito hizo un gesto con la mano.

–¡No, si me encanta estar aquí abajo con el móvil desconectado! Arriba, con llamadas del Procuratore della Repubblica cada media hora (algo que, siento decirles, también se debe a ustedes), no es que se esté muy a gusto. –Miró a su alrededor–. Lo único que falta es una máquina de café. –Miró al agente–. Caffé per tutti.

Si signore.

D'Agosta suspiró y empezó otra vez a hojear expedientes, que a duras penas entendía. Esta vez se fijó en una foto en blanco y negro de un hombre en un edificio que parecía abandonado. El cadáver, con graves quemaduras, estaba encogido en un rincón de cemento agrietado. Era la típica foto policial, sórdida y repulsiva.

Pero había algo más que no cuadraba.

Pendergast advirtió rápidamente su interés.

–¿Qué ocurre?

D'Agosta le acercó la foto por encima de la mesa. Pendergast dedicó unos segundos a observarla y arqueó las cejas.

–Ya veo.

–¿Qué pasa? –preguntó el colonnello inclinándose hacia ellos con desgana.

–Este hombre. ¿Ve el charquito de sangre de debajo? Primero le quemaron y luego le pegaron un tiro.

–¿Y qué?

–Lo normal es disparar a la víctima y quemarla para ocultar las pruebas. ¿Conoce usted algún caso de quemaduras previas al balazo?

–Sí, muchos, para sacar información.

–De acuerdo, pero no en medio cuerpo. Las quemaduras de los torturados están localizadas.

Esposito miró la foto.

–No quiere decir nada. Pudo haber sido un loco.

–¿Podemos ver el expediente completo?

El colonnello se encogió de hombros y arrastró los pies hacia uno de los archivadores del fondo. Volvió con un gran fajo de papeles, lo dejó sobre la mesa y cortó la cuerda con su navaja.

Pendergast miró los documentos por encima, sacó uno y empezó a resumirlo en inglés:

–Cario Vanni, de sesenta y nueve años, granjero jubilado. El cadáver apareció en una casa colonica en ruinas de las montañas, cerca de Abetone. No se encontró ninguna prueba material en el lugar del crimen: huellas dactilares, fibras, cartuchos, pisadas… Nada. –Levantó la cabeza–. No parece la obra de un loco.

La boca del colonnello dibujó lentamente una sonrisa.

–Ni siquiera los carabinieri están a salvo de la incompetencia. Que no se encontraran pistas no significa que no existieran.

Pendergast pasó a la página siguiente.

–Un solo disparo en el corazón. ¿Y esto? El medico legale encontró unas gotitas de aluminio fundido que habían penetrado en la carne de la víctima.

Giró la página.

–Esto aún es más enigmático. Varios años antes de su asesinato, Vanni fue acusado de abusar de varios niños de la comunidad. Se salvó por un tecnicismo. La policía atribuyó el asesinato a una simple venganza. No parece que se esforzaran mucho por encontrar al asesino.

El colonnello apagó la colilla.

Allora. Una venganza. Alguien de la comunidad. El asesino quiso que el pedófilo de Vanni sufriera por todo lo que había hecho. Por eso le quemó antes de dispararle al corazón. Todo se explica.

–Eso parece.

Un largo silencio.

–Sin embargo –dijo Pendergast como si hablara solo–, es demasiado perfecto. Si usted, colonnello, quisiera matar a alguien de forma indiscriminada, ¿a quién elegiría? A alguien de esas características: el culpable de un crimen odioso por el que no hubiera pagado; un hombre sin familia, sin amigos importantes ni trabajo. Así la policía no pondría mucho empeño en descubrir al asesino, y los vecinos harían todo lo posible por obstaculizar la investigación.

–Demasiado enrevesado, agente Pendergast. En toda mi carrera, nunca he visto a un criminal capaz de unos planes tan sofisticados como esos. Además, ¿qué sentido tiene matar al azar? Parece salido de una novela de Dostoievski.

–Es que no se trata de un asesino cualquiera. Tenía una razón muy concreta para matar. –Pendergast dejó el expediente sobre la mesa y miró a D'Agosta–. ¿Vincent?

–Vale la pena investigarlo.

–¿Me facilitaría una copia del informe del medico legale? –preguntó Pendergast.

El colonnello murmuró algo a su subordinado, que acababa de volver con el café.

El policía se llevó la carpeta a una fotocopiadora y volvió poco después con la copia.

El colonnello se la dio a Pendergast y encendió un cigarrillo con una mueca de irritación.

–Espero que no me pida una orden de exhumación.

–Me temo que sí.

El suspiro de Esposito hizo que el humo saliese por los agujeros de su nariz.

Mio Dio. Lo que les faltaba. ¿Se da cuenta de lo que tardarán? Como mínimo un año.

–Inaceptable.

El coronel asintió.

–Esto es Italia. –Se permitió una sonrisita–. Claro que…

–¿Claro que qué?

–Que siempre podrían seguir la vía extraoficial.

–¿Como si fuéramos ladrones de cadáveres?

–Nosotros preferimos llamarlo il controllo preliminare. Solo se rellenan los papeles si se encuentra algo.

Pendergast se levantó.

–Gracias, colonnello.

–¿Gracias de qué, si no he dicho nada? –Hizo una reverencia burlona–. Además, eso queda fuera de mi jurisdicción. Así todos quedamos contentos, con la posible excepción de Cario Vanni.

Les llamó cuando estaban a punto de salir.

–No se olviden de llevarse unos panini y una buena botella de Chianti. Preveo una noche larga y fría.