El reverendo Buck estaba dentro de su tienda de campaña, frente al escritorio. Los rayos de sol matinal entraban al sesgo por la red de la puerta y encendían las paredes de lona. En el campamento aún se sentían todos excitados y llenos de energía por el enfrentamiento con las fuerzas policiales, la misma energía que Buck sentía correr por todo su cuerpo. La pasión y la fe de sus seguidores había sido una fuente de sorpresa y aliento. Se notaba que el espíritu de Dios estaba con ellos. Y con Dios todo era posible.
El problema era que la policía no descansaría. Actuarían de forma contundente y rápida. El momento de Buck estaba a punto de llegar, ese momento para el que tanto había viajado y trabajado.
Pero ¿cuál? Y ¿cómo lo cumpliría exactamente?
Era una pregunta que llevaba muchos días creciendo en su interior, y recomiéndole. Al principio solo había sido una vocecita, un desasosiego, pero ahora nunca le abandonaba, ni con todos sus rezos, ayuno y penitencia. La senda de Dios no estaba clara. Sus deseos eran misteriosos.
Volvió a inclinar la cabeza y a rezar, pidiéndole a Dios que le mostrara el camino.
Entonces oyó el ruido de fondo de multitud de conversaciones fuera de la tienda, y al prestarles oídos comprobó que todas giraban aldededor de lo mismo: del intento frustrado de detención. ¡Qué raro que la policía solo hubiera mandado a dos personas! No querían mostrarse violentos para evitar otro Waco.
Waco. Las palabras en voz baja de la agente le habían hecho pensar, y zozobrar un poco. ¡Qué mujer! Treinta y cinco años o menos, guapísima, y con una seguridad que tumbaba de espaldas. El otro era un simple y presuntuoso bravucón, pura fachada, como tantos gilipollas con quienes había tratado en la cárcel, pero ella… Ella tenía detrás toda la confianza y el poder del diablo.
¿Qué hacer? ¿Resistirse? ¿Plantar cara? Buck tenía en sus manos un poder enorme, cientos de seguidores que creían en él de todo corazón; tenía poder de convicción, tenía al Espíritu consigo, pero la policía poseía la fuerza de las armas materiales, y estaba respaldada por el poder del Estado. Disponía de armas, gas lacrimógeno y cañones de agua. Cualquier resistencia por su parte daría lugar a una carnicería.
¿Qué quería Dios que hiciera? Inclinó la cabeza y volvió a rezar.
Alguien llamó en uno de los postes de madera de la tienda.
–¿Sí?
–Casi es la hora de su sermón matinal y de la imposición de manos.
–Gracias, Todd. Salgo en unos minutos.
Necesitaba una respuesta antes de poder comparecer una vez más ante su gente; la necesitaba, aunque solo fuera para él. En aquella crisis, la mayor hasta el momento, le pedían que fuera su guía espiritual. Estaba tan orgulloso de ellos, de su valor y convicción… Con qué acierto habían espetado «soldados de Roma» a los policías…
Soldados de Roma. Ahí estaba.
De repente su cerebro empezó a encadenar conexiones, como si fueran piezas de dominó o los engranajes de una gran maquinaria espiritual. Pilato. Herodes. El Gólgota. La respuesta que buscaba siempre había estado ahí, pero solo la fuerza de la fe le había permitido dar con ella.
Se quedó un poco más de rodillas.
–Gracias, Padre –murmuró, y al levantarse se sintió bañado en luz.
Ya sabía con exactitud cómo hacer frente a los ejércitos de Roma.
Apartó con el brazo la lona de entrada y caminó hacia la roca de las predicaciones, fijándose en lo hermosa que era la mañana y la tierra de Dios. Era tan preciosa la vida, un don tan efímero… Al subir por el camino que rodeaba la roca por detrás, recordó que el otro mundo sería mucho mejor y mucho más hermoso. Cuando llegaran los infieles a millares, sabría exactamente cómo infligirles la derrota.
Levantó las manos, aclamado por cien voces.