Los oídos de D'Agosta se vieron sacudidos por una gran detonación. Era Pendergast, que había disparado sobre las cabezas de la gente.
Al volverse, el asesino vio que se acercaban y, tras un rápido vistazo a su víctima (hecha un ovillo en el suelo) y a la capilla, dio media vuelta y salió corriendo. Un grupo de monjes con hábitos marrones rodeó al hermano caído, entre rezos, exclamaciones y gestos.
Algunos monjes señalaban el fondo de la capilla.
–Da questa parte! È scappato di là!
Pendergast les miró.
–¡Sígale, Vincent!
Tenía el teléfono móvil en la mano y pedía un helicóptero con equipo médico.
Un monje se adelantó y cogió a D'Agosta por el brazo.
–Le ayudo –dijo en un inglés rudimentario–. Sígame.
Cruzaron una puerta a la derecha del altar y corrieron juntos por un pasillo oscuro, un claustro interior y otro pasillo de piedra que acababa bruscamente en la pared de la montaña. Hicieron un alto. Había un pasadizo lateral, perpendicular al camino por el que habían venido, con arcos y columnas tallados en la roca viva.
–Ha ido por aquí.
El monje se metió corriendo entre las paredes del antiguo pasadizo, decoradas con frescos. Al final había una puerta de hierro entreabierta. La abrió del todo, dejando pasar la luz del sol. Salieron juntos al exterior. A sus pies, una escalera de piedra bajaba vertiginosamente por la pared de roca, sin ninguna protección, salvo una baranda de hierro podrida.
D'Agosta se apartó de la roca y, tras un momento de vértigo, distinguió una figura vestida de cuero rojo que descendía por la escalera de piedra.
–Eccolo!
El monje se lanzó escalones abajo, con el hábito flotando a sus espaldas. D'Agosta le siguió; no se atrevía a correr demasiado. Los peldaños estaban tan pulidos por el tiempo y tan húmedos que resbalaban como si fueran de hielo. Era una antigua escalera en desuso, con partes tan erosionadas que tuvieron que saltar sobre intersticios de cielo azul.
–¿Sabe adonde ha ido? –preguntó D'Agosta sin aliento.
–Al bosque de abajo.
Llegaron a un rellano, con otro hueco que cruzaron lentamente. En ese punto no quedaba ni rastro de la baranda de hierro. La única protección se la brindaban algunos toscos asideros, bajo un viento frío y cortante.
Oyeron un disparo a sus pies.
En ese momento, el monje resbaló y se cogió a un asidero para recuperar el equilibrio. D'Agosta se pegó a la roca. Era un blanco perfecto. No podía ayudar ni dar un solo paso. Tampoco podía desenfundar la pistola; sus dos manos estaban aferradas a la piedra.
Otro disparo. Recibió varias esquirlas en la cara. Un rápido vistazo le permitió distinguir al asesino a unos treinta metros, apuntándoles en la escalera.
La situación era insostenible. No podía quedarse donde estaba en espera de que le pegaran un tiro. Soltó una mano y se arrimó desesperadamente a la montaña con los pies y las rodillas, mientras cogía la pistola y, afinando al máximo la puntería, disparó dos veces.
Fueron dos buenos disparos, con un margen de error de pocos centímetros. El asesino soltó un grito y se escondió. Entretanto, el monje se había recuperado y se había trasladado a un lugar más seguro. Fue D'Agosta quien notó que resbalaba esta vez. Iba a tener que soltar la pistola.
–A me!–dijo el monje.
D'Agosta le lanzó la Glock. El monje demostró buenos reflejos. D'Agosta se dispuso a saltar sobre el hueco. Justo cuando aterrizaba al otro lado, se oyó otro disparo.
–¡Agáchese!
Se pegaron a la escalera, protegidos –dentro de lo que cabía– por un pequeño saliente de piedra. Otro disparo. Más esquirlas.
«¡Madre mía! ¡No hay quien se mueva de aquí!», pensó D'Agosta. No podían avanzar ni retroceder. La única posibilidad era devolver los disparos.
El monje le pasó la pistola.
D'Agosta sacó el cargador para ver cuántas balas quedaban. Ocho. Lo deslizó a su sitio.
–Cuando yo dispare, corra. Capisci?
El monje asintió con la cabeza.
D'Agosta se levantó y, con un solo movimiento, apuntó y disparó tres veces, pero lo único que consiguió fue arañar la parte superior de la roca en la que se había parapetado el pistolero, que no podía levantarse ni contraatacar. El monje corrió por la parte expuesta del rellano y encontró un buen escondrijo justo al final, donde volvía a convertirse en una tosca escalera.
D'Agosta se agachó tras el saliente, metió el cargador de repuesto y corrió por la parte desprotegida hasta reunirse con el monje allí donde la escalera les servía de protección. Antes se detuvo a mirar por encima de una pared de roca, pero no se veía al pistolero por ninguna parte.
Se levantó rápidamente y reemprendió la persecución, seguido por el monje. Tras un largo descenso, llegaron bruscamente al final de la escalera. En la base del precipicio había una pequeña viña, y más allá un frondoso bosque.
–¿Por dónde? –preguntó D'Agosta.
El monje se encogió de hombros.
–Se ha ido.
–No. Le seguiremos por el bosque.
D'Agosta echó a correr medio agachado hacia los árboles por la hilera de vides. Tardaron poco en penetrar en el bosque y quedar rodeados por el silencio de unos troncos catedralicios que olían a resina y frío, y que se multiplicaban hasta perderse de vista. D'Agosta examinó el suelo, pero no vio ninguna huella en el mullido lecho de agujas de pino.
–¿Tiene alguna idea de adonde ha ido?
–No se puede saber. Se necesitan perros.
–¿El monasterio tiene perros?
–No.
–Podemos llamar a la policía.
El monje volvió a encogerse de hombros.
–Mucho tiempo. Para perros, dos o tres días.
D'Agosta contempló el interminable bosque.
–Mierda.
En la capilla seguía reinando la confusión. Pendergast se había inclinado junto al cuerpo yacente del monje, a quien hacía masajes cardíacos y practicaba la respiración artificial. Varios monjes se habían arrodillado en semicírculo, en una iniciativa que parecía corresponder al jefe de la orden. Otros se mantenían a una distancia más que prudencial, entre murmullos atónitos. Cuando D'Agosta, completamente exhausto, regresaba a la capilla, oyó el ruido lejano de un helicóptero.
Se arrodilló y cogió la mano enjuta del anciano sacerdote, que tenía los ojos cerrados y el rostro ceniciento, siempre con el murmullo de fondo de los monjes rezando, reconfortante en su mesurada cadencia.
–Creo que ha tenido un ataque al corazón –dijo Pendergast, presionando el pecho del anciano–. A consecuencia de la herida de bala, aunque ahora que llega el helicóptero quizá se salve.
De repente el monje tosió, agitó una mano y abrió los ojos, clavando su mirada en Pendergast.
–Padre –dijo el agente en voz baja y sosegada–, mi dica la confessione più terribile que Lei ha mai sentito.
Pareció que los ojos, llenos de sabiduría, pero también de muerte, lo entendieran todo.
–Un ragazzo americano que ha fatto un patto con il diavolo, ma l'ho salvato, l'ho sicuramente salvato.
Suspiró, sonrió, cerró los ojos y respiró por última vez larga y entrecortadamente.
Poco después aparecieron los paramédicos con una camilla, y en una vorágine de actividad hicieron lo posible por estabilizar a la víctima. Uno de ellos le conectó un monitor cardíaco, mientras otro comunicaba la falta de señales vitales al hospital y recibía órdenes. Se llevaron rápidamente la camilla. Pocos segundos después, el ruido del helicóptero volvía a alejarse. Todo había acabado. De repente la iglesia parecía vacía, con vaharadas de incienso y la nota extrañamente pacífica de los rezos, en contraste con lo que había sido una acción de acongojante violencia.
–Se ha escapado –dijo D'Agosta sin aliento.
Pendergast le puso una mano en el brazo.
–Lo siento, Vincent.
–¿Qué le ha dicho al cura?
Pendergast vaciló un poco.
–Le he pedido que se acordara de la peor confesión que había oído en su vida, y ha contestado que se la hizo un joven americano que había hecho un pacto con el diablo.
A D'Agosta le dio un vuelco el estómago. Conque era verdad. Al final era verdad.
–Luego ha dicho que estaba seguro de haber salvado su alma. Tenía la certeza de haberla salvado.
D'Agosta tuvo que sentarse. Durante un momento inclinó la cabeza, mientras recuperaba la respiración. Luego miró a Pendergast.
–Sí, muy interesante, pero ¿y los otros tres?