La capitana Laura Hayward estaba sentada en una silla de plástico naranja, con un vaso de poliestireno donde se le enfriaba el café. No podía obviar el hecho de que era la persona más joven y la única mujer de aquella sala llena de policías de alto rango. Las paredes de la sala de reuniones estaban pintadas con el típico color morado claro. Una de ellas tenía una foto de Rudolph Giuliani enmarcada con otra de las torres gemelas, sobre una lista de policías muertos en los ataques. Por lo demás ningún retrato, ni del actual alcalde ni del presidente del país.
Era un detalle que le gustaba.
Presidía la mesa Karl Rocker, el jefe de policía; una de sus grandes manos parecía pegada a una enorme taza de café solo, mientras su rostro, eternamente cansado, contemplaba el centro de la mesa. Tenía a su derecha a Milton Grable, capitán de patrulla del distrito donde había sido asesinado Cutforth y donde había surgido el poblado de tiendas de campaña.
Hayward miró su reloj. Eran las nueve en punto de la mañana.
–¿Grable? –dijo Rocker, abriendo la reunión.
Grable carraspeó y movió algunos papeles.
–Como sabe, señor Rocker, el campamento empieza a ser muy problemático.
La única reacción de Rocker, al menos la única que Hayward pudo apreciar, fue que sus ojeras se oscurecieron aún más.
–Son centenares de personas viviendo en la acera de enfrente del barrio más exclusivo de mi distrito, por no decir de toda la ciudad, y ensucian el parque, mean en los arbustos, cagan donde les da la gana… –Miró a Hayward de reojo–. Disculpe.
–Tranquilo, capitán –dijo ella sin florituras–. Conozco tanto la palabra como la función física.
–Ah, bueno…
–Siga –le apremió Rocker.
Hayward creyó ver una chispa de diversión en sus ojos cansados.
–Estamos hasta los huevos de llamadas de gente importante. –Otra mirada de soslayo a Hayward–. Ya sabe a quiénes me refiero, señor. Piden que se haga algo, lo exigen a gritos; y tienen razón. La gente del parque no tiene permiso.
Hayward cambió de postura. Su trabajo consistía en resolver el asesinato de Cutforth, no en escuchar a un capitán de distrito hablando de permisos.
–Esto no es una protesta política ni nada relacionado con la libertad de expresión –añadió Grable–. Son una pandilla de fanáticos azuzados por un tal reverendo Buck, que dicho sea de paso estuvo nueve años en la cárcel de Joliet por homicidio en segundo grado. Le pegó un tiro a un dependiente por unos chicles.
–¿En serio? –murmuró Rocker–. Y ¿por qué no en primer grado?
–Porque se llegó a un acuerdo. Lo que quiero decir, señor, es que no tratamos con un fanático cualquiera, sino con alguien peligroso. Y por si fuera poco el Post le da una enorme publicidad y hace todo lo posible para que no decaiga. Esto empeora día a día.
Hayward, que ya estaba al corriente de todo, desconectó a medias para pensar en D'Agosta y en Italia. Con un sobresalto que no acabó de entender, cayó en la cuenta de que ya habría tenido que llamarla para darle el parte. Él sí que era un policía de verdad, pero ¿de qué le servía? Los ascensos se los llevaba gente como Grable, ratas de despacho.
–No es un problema de distrito, sino de toda la ciudad. –Grable puso las manos sobre la mesa con las palmas hacia arriba–. Quiero un equipo de élite que entre en el parque y se lleve al reverendo de allí antes de que esto degenere en disturbios.
Rocker contestó con una voz ronca y tranquila.
–Para eso hemos venido, capitán, para encontrar la manera de evitar disturbios.
–Exacto.
Rocker se volvió hacia la persona de su izquierda.
–¿Wentworth?
Hayward no lo conocía. Nunca lo había visto. De hecho, no llevaba ninguna insignia en el traje que indicara su rango. Ni siquiera parecía policía.
Wentworth les miró con los párpados caídos y las manos unidas por las yemas. Antes de contestar, respiró hondo y despacio.
«Un psicólogo», pensó Hayward.
–Por lo que respecta a… al tal Buck –dijo Wentworth arrastrando las palabras–, responde a un tipo de personalidad bastante común. Como comprenderán, no es posible ofrecer un diagnóstico en firme sin haberle entrevistado, pero a juzgar por mis observaciones presenta una psicopatología marcada: posible esquizofrenia paranoide y complejo mesiánico en potencia. Hay muchas posibilidades de que padezca manía persecutoria. El cuadro se complica por su propensión a la violencia. Por mi parte, desaconsejaría rotundamente la intervención de un equipo de élite. –Calló pensativo–. Los demás son simples seguidores y reaccionarán como lo haga Buck: con violencia o bien colaborando. Se dejarán llevar por él. Lo esencial es apartar a Buck. O mucho me equivoco, o en su ausencia el movimiento caerá por su propio peso.
–Ya –dijo Grable–. Pero ¿cómo le apartamos si no es con un equipo de élite?
–Los hombres como Buck atacan cuando se les amenaza. Para ellos, el último recurso siempre es la violencia. Yo propondría enviar a uno o dos agentes (desarmados, que no intimiden, preferiblemente de sexo femenino y con atractivo físico) para que se lo lleven. Un arresto suave y sin provocación. Tendría que hacerse deprisa, con precisión quirúrgica. En un día se habría levantado el campamento, y sus seguidores estarían con el siguiente gurú o en el siguiente concierto de Grateful Dead, o lo que estuvieran haciendo antes de leer los artículos del Post. –Otra larga exhalación–. En vista de todos los factores, es lo que les aconsejo.
Hayward no pudo evitar poner los ojos en blanco. ¿Esquizofrénico, Buck? Sus arengas, tal como las reproducía punto por punto el Post, no delataban ningún proceso mental desorganizado, como los que caracterizaban la esquizofrenia.
Rocker se fijó en su expresión.
–¿Hayward? ¿Quiere aportar algo?
–Gracias. Yo, con todo respeto, estoy de acuerdo con el análisis del señor Wentworth, pero no con su consejo.
«Pobre ignorante», parecían decir los ojos deslavazados del psicólogo. Hayward comprendió con retraso su error: le había llamado «señor», no «doctor», un pecado capital entre universitarios. La hostilidad de Wentworth era palpable. Pues que se fuera a la mierda. Siguió hablando.
–No existe un arresto sin provocación. Cualquier tentantiva de entrar en el poblado y llevarse a Buck por la fuerza, aunque sea con buenos modos, no funcionará. Estará loco, pero es astuto como un zorro y se negará a venir. En cuanto aparezcan las esposas, la situación se pondrá muy fea para nuestras dos policías «preferiblemente de sexo femenino y con atractivo físico».
–Señor Rocker –la interrumpió Grable–, Buck infringe abiertamente la legalidad. Estoy recibiendo mil llamadas diarias de negocios y residentes de la Quinta Avenida: el Sherry Netherland, el Metropolitan Club, el Plaza… Tengo las líneas sobrecargadas; y le apuesto lo que quiera que si me llaman a mí, también están llamando al alcalde.
Se quedó callado para que lo asimilaran.
–Por desgracia, me consta que ya lo han hecho –dijo Rocker con una gravedad exenta de cualquier asomo de diversión.
–Entonces ya sabe que no podemos permitirnos el lujo de esperar. Tenemos que hacer algo. ¿Hay alguna alternativa que no sea arrestarle? ¿La capitana Hayward tiene alguna idea mejor? Porque me gustaría oírla.
Se apoyó en el respaldo con la respiración pesada.
Hayward no perdió la calma.
–Capitán Grable, esos negocios y residentes a los que se refiere no justifican que la policía actúe con prisas y precipitación.
«En otras palabras –pensó–, que les folle un pez».
–Para usted es muy fácil decirlo, porque es una privilegiada, pero yo los tengo encima cada día. Si hubiera resuelto el homicidio de Cutforth no tendríamos ese problema, capitana.
Hayward asintió sin delatar ninguna emoción. Primer punto para Grable.
Rocker la miró.
–Ya que ha salido el tema, ¿cómo van las investigaciones, capitana?
–Los del laboratorio están analizando algunas pruebas forenses nuevas. Seguimos controlando la lista de los que llamaron a Cutforth o recibieron su llamada durante sus últimas setenta y dos horas de vida. También estamos comparando la grabación de las cámaras de seguridad del vestíbulo de su edificio con los residentes y los visitantes conocidos. Por otro lado, como sabe, el FBI está siguiendo algunas pistas prometedoras en Italia.
Era poco, y Hayward se daba cuenta de que sonaba a poco. En el fondo estaban en pelotas.
–Bueno, y ¿cuál es su plan para ese tío, Buck?
Era Grable, quien la miraba belicosamente con la expresión del que sabe que tiene las de ganar.
–Yo aconsejaría un enfoque aún menos agresivo. No forcemos la situación. No hagamos nada para provocar un desenlace. Lo mejor sería mandar a alguien para hablar con Buck y exponerle la situación. Tiene a centenares de personas destrozando el parque y molestando al barrio. En el fondo es un hombre responsable, y por supuesto que tendrá ganas de solucionarlo. Seguro que querrá enviar a casa a sus seguidores para que se afeiten, caguen y se duchen. Yo lo enfocaría así, y además le ofrecería un trato: si él consigue que sus seguidores se vayan a casa, nosotros le autorizamos una manifestación. Hay que tratarle como a una persona racional, con zanahoria y sin palo. Luego, en cuanto hayan despejado el campamento, acordonamos la zona con el pretexto de que hay que volver a sembrar y autorizamos una manifestación para el lunes a las ocho de la mañana en la otra punta del parque de Flushing Meadows. Dudo mucho que volviéramos a verles.
Ante el brillo cínico de los ojos de Rocker, se preguntó si debía interpretarlo como que su propuesta le parecía bien o como que se la tomaba a risa. Rocker gozaba de buena fama entre las bases, pero todos coincidían en que era inescrutable.
–¿Que le tratemos como a una persona racional? –repitió Grable–. ¿A un asesino ex presidiario que se cree Jesucristo? Con gente así no se puede razonar. «Por favor, Jesús, ¿podrías pedir permiso para una manifestación?».
El psicólogo rió entre dientes y sostuvo la mirada de la capitana. Su expresión aún era más condescendiente que antes. Hayward se preguntó si sabía algo más que ella. Empezaba a sospechar que todo estaba cantado.
–¿Y si su plan no funciona? –le preguntó el jefe de policía.
–Lo dejaría en manos del… señor Wentworth.
–Doc… –empezó a decir Wentworth, antes de ser interrumpido por Grable.
–Señor, no tenemos tiempo de probar varios planes. Es necesario librarse de Buck ahora mismo. O se larga por las buenas, o se va esposado. Él sabrá. Lo haremos deprisa, al amanecer. Antes de que sus seguidores se enteren, le tendremos sudando en la parte trasera de un coche patrulla.
Silencio. Rocker miró a los presentes, algunos de los cuales aún no habían dicho nada.
–¿Señores?
Murmullos y gestos de aquiescencia. Al parecer, todos estaban de acuerdo con el psicólogo y Grable.
–Bueno –dijo Rocker levantándose–, seguiré a la mayoría. A fin de cuentas, no tenemos a un psicólogo en plantilla para no hacerle caso.
Miró rápidamente a Hayward, quien, pese a no saber interpretar del todo su expresión, creyó entender que no le era adversa.
–Enviaremos un grupo reducido, como propone Wentworth –añadió Rocker–. Solo dos agentes. Capitán Grable, usted será el primero.
Grable puso cara de sorpresa.
–Es su distrito, como bien ha subrayado; además, el que propone una acción rápida es usted.
Grable dominó rápidamente su sorpresa.
–Claro que sí, señor. Me parece muy bien.
–Por otro lado, como propone Wentworth, enviaremos a una mujer. –Rocker hizo un gesto con la cabeza a Hayward–. Usted.
Nadie abrió la boca. Hayward sorprendió una mirada entre Grable y Wentworth.
Rocker, sin embargo, la miraba a ella, como diciendo: «Ayúdame a que esto no se descontrole, Hayward».
–A Buck le gustará que sean dos policías de alto rango. Estará en consonancia con los aires que se da. –Rocker se volvió–. Grable, usted es el de mayor antigüedad. La operación, por tanto, es suya. Dejo en sus manos la organización de los detalles y del calendario. Se levanta la reunión.