La mano que aguantaba la tarjeta temblaba.
Pendergast asintió con la cabeza.
–Quizá la mejor manera de empezar sea que usted mismo le cuente lo que sabe de su historia al sargento D'Agosta.
Spezi miró a D'Agosta con una expresión apenada.
–El Stormcloud era el mejor violín de Stradivari. Fue usado por una cadena casi ininterrumpida de virtuosos entre Monteverdi y Paganini, aunque no se detuvo en este último. Estuvo presente en algunos de los grandes momentos de la historia de la música. Lo tocó Franz Clement en el estreno del Concierto para violín de Beethoven, el propio Brahms en el de su Segundo concierto para violín y Paganini en la presentación italiana de sus veinticuatro caprichos. Un día, justo antes de la Primera Guerra Mundial, tras la muerte del virtuoso Luciano Toscanelli (a quien maldiga Dios), desapareció. Este murió loco, y hay quien dice que lo destruyó. Otros opinan que se perdió en la Gran Guerra.
–No es cierto.
Spezi se incorporó como un resorte.
–¿Qué quiere decir? ¿Que todavía existe?
–Unas preguntas más, dottore, con su permiso. ¿Qué sabe sobre la identidad del propietario del Stormcloud?
–Era uno de sus misterios. Al parecer siempre estuvo en manos de la misma familia, que decía habérselo comprado directamente a Stradivari. Su transmisión de padre a hijo fue puramente nominal, ya que siempre lo tuvieron en préstamo una serie de virtuosos; lo normal, en suma, ya que actualmente la mayoría de los Stradivarius pertenecen a ricos coleccionistas que los ceden a algún virtuoso durante largas temporadas. El Stormcloud no era ninguna excepción. A la muerte del virtuoso que lo tocaba (o si este tenía la mala suerte de ofrecer un mal concierto), la familia propietaria lo recuperaba y se lo cedía a otra persona. La competencia era enconada. Sin duda esa es la razón del anonimato de la familia: evitar el acoso de los violinistas aspirantes. El secreto sobre su identidad era una condición estricta para poder tocar el violín.
–Y ¿no hubo ningún virtuoso que rompiera ese silencio?
–Que yo sepa no.
–Y el último virtuoso que lo tocó fue Toscanelli.
–Toscanelli, sí; el grande y terrible Toscanelli. Murió devorado por la sífilis en 1910, en circunstancias extrañas y misteriosas. El violín no estaba al lado del cadáver, ni reapareció jamás.
–¿Quién debería haber sido el siguiente prestatario de ese violín?
–Buena pregunta. Tal vez un niño prodigio ruso, el conde Ravetsky, pero fue asesinado durante la revolución. Una gran pérdida. ¡Qué siglo tan brutal! Bueno, señor Pendergast, casi me muero de curiosidad.
Pendergast metió una mano en el bolsillo, sacó una bolsa de plástico transparente y la expuso a la luz.
–Un trozo de cerda del arco del Stormcloud.
Spezi acercó sus dedos temblorosos.
–¿Puedo?
–Le he prometido un intercambio. Suyo es.
Spezi abrió el sobre, sacó el pelo con pinzas y lo puso en la plataforma de un microscopio. Poco después apareció la imagen en una pantalla de ordenador.
–Sí, no cabe duda de que es crin de un arco de violín; aquí se ven restos de colofonia, y aquí el deterioro causado por el uso del instrumento en las escamas microscópicas del tronco. –Se incorporó–. Por otro lado, no es muy aventurado afirmar que a estas alturas el arco del Stormcloud no es el original. Incluso si lo fuera, la crin debió de sustituirse mil veces. Esto no es ninguna prueba.
–Soy muy consciente de ello. Solo ha sido el primer paso de una cadena de deducciones cuya conclusión es que el Stormcloud todavía existe. Está aquí, en Italia.
–¡Dios le oiga! ¿De dónde ha sacado esta cerda?
–Del lugar de un crimen, en la Toscana.
–Pero bueno, ¿quién lo tiene?
–Aún no estoy seguro.
–¿Cómo piensa averiguarlo?
–Primero necesito saber el nombre de la primera familia propietaria.
Spezi reflexionó.
–Yo empezaría por los herederos de Toscanelli. Corría el rumor de que tuvo una docena de hijos con un número casi tan alto de amantes. Es posible que quede alguno vivo. A saber. De hecho, ahora que lo pienso, creo que en Italia quedan una o varias nietas. Toscanelli fue famoso como seductor y bebedor de absenta, y en sus últimos años pecaba de indiscreto. Es posible que se lo dijera a alguna amante, y que ella se lo contara a sus descendientes.
–Excelente sugerencia. –Pendergast se levantó–. Ha sido muy generoso, dottore. Le prometo que cuando sepa algo más del paradero del Stormcloud se lo haré saber. De momento, gracias por habernos recibido.
Pendergast salió al laberinto de calles y lo recorrió con la misma cautela con la que se aproximó al taller de Spezi; sin embargo, cuando llegaron al café, su rostro expresaba satisfacción, y propuso una pausa y otro espresso. Cuando estuvieron de pie ante la barra, miró a D'Agosta y le sonrió.
–¿Qué, querido Vincent, ya tiene una teoría?
D'Agosta asintió con la cabeza.
–Al menos parcial.
–¡Magnífico! No me la cuente todavía. Seguiremos investigando en silencio un poco más. Pronto llegará el momento en que tengamos que compartir nuestras conclusiones.
–Por mí perfecto.
D'Agosta bebió un poco de líquido amargo, preguntándose si en algún lugar de Italia era posible conseguir una taza de café americano decente, en vez de ese brebaje negro y venenoso que desgarraba la garganta y removía el estómago durante horas.
Pendergast se bebió el suyo de golpe y se apoyó en la barra.
–Vincent, ¿usted se imagina qué habría sido del Renacimiento si el David de Miguel Ángel hubiera sido esculpido en mármol verde?