Una mañana soleada, D'Agosta salió de la estación de tren de Cremona. Se había levantado un fuerte viento que sacudía las hojas de los plátanos de la gran plaza que se abría frente a ellos. El casco antiguo de la ciudad quedaba al otro lado: un simpático batiburrillo medieval de edificios de ladrillo rojo que dominaba un laberinto de calles. Pendergast eligió una de estas últimas (el Corso Garibaldi) y se lanzó a caminar por ella con los faldones de su chaqueta negra al viento.
D'Agosta se apresuró a darle alcance con un suspiro de resignación, observando de paso que el agente no se había molestado en consultar ningún mapa. Pendergast se había pasado casi todo el trayecto en tren hablando de la historia de las canteras de mármol de Carrara, situadas cerca de allí, y de la extraordinaria coincidencia de que la fuente del mármol más blanco y puro del mundo quedase a pocas decenas de kilómetros río abajo de la cuna del Renacimiento, con lo que la elección de los escultores florentinos no había tenido que limitarse al mármol negro o verde. En cuanto a las preguntas de D'Agosta sobre el porqué de que hubieran viajado hasta allí para ver monumentos, las había sorteado con habilidad.
–¿Y ahora? –preguntó el sargento con mayor irritación de lo que pretendía.
–Café.
Pendergast entró en un café y se acercó a la barra de cinc. D'Agosta empezaba a mosquearse.
–Due caffé, per favore–dijo el agente.
–¿Desde cuándo tiene esa predilección por el café? Creía que era un adicto al té verde.
–Sí, normalmente sí, pero donde fueres… Y ahora estamos en Cremona.
Les sirvieron el café en las típicas tacitas de espresso. Pendergast removió la suya y se la bebió de golpe, a la manera italiana. D'Agosta lo hizo más despacio, mientras miraba a Pendergast y volvía a ver lo mismo: un brillo de entusiasmo.
–Por favor, querido Vincent, no crea que me hago el misterioso porque sí. En algunas actividades policiales puede resultar muy peligroso exponer teorías, ya que se corre el nesgo de que adquieran vida propia. Es como llevar gafas de colores: se convierten en la verdad que vemos, aunque esa verdad sea errónea. Por eso, mientras no disponga de pruebas, evitaré dar voz a mis teorías, sobre todo en presencia de alguien cuya opinión respeto tanto como la de usted; y por eso tampoco le he preguntado por las suyas.
–Yo no tengo ninguna.
–Eso cambiará durante el día de hoy. –Pendergast dejó una moneda de dos euros sobre la barra y salieron a la calle–. Nuestra primera parada será el Palazzo Comunale, un buen ejemplo de arquitectura civil medieval, que posee una notable chimenea de mármol de Pedoni.
–¡Vaya! ¡Hacía tanto tiempo que deseaba conocerla!
Pendergast sonrió.
Un paseo de diez minutos les condujo al corazón de la ciudad, y a una plaza irregular con una enorme catedral en uno de sus lados. El campanario era altísimo. Pendergast lo señaló al pasar.
–Dicen que es la torre medieval más antigua de Italia. Fue construida en el siglo XIII y tiene la altura de un edificio de trece pisos.
–Increíble.
–Y aquí tenemos el Palazzo Comunale.
Se acercaron a un palacio medieval grande y severo, hecho de ladrillo. El vigilante de la entrada les saludó con la cabeza. D'Agosta se preguntó si les habían dejado pasar tan fácilmente por la absoluta confianza que irradiaba Pendergast o por alguna otra razón. Le siguió por una escalera y varios pasillos de piedra que desembocaban en una salita desnuda. En el centro había una urna; arriba, en el techo, una araña veneciana de cristal enorme y erizada de bombillas que iluminaba la sala con la intensidad de un decorado cinematográfico; y no muy lejos, un vigilante armado.
La urna contenía seis violines.
–¡Ah! –dijo Pendergast–. Ya hemos llegado. Es la Saletta dei Violini.
–¿Violines?
–Sí, pero no unos violines cualesquiera. Estamos viendo toda la historia del violín en una sola urna, es decir, un microcosmos de la historia de la música.
–Ya –dijo D'Agosta, sin rehuir una nota de sarcasmo. Tarde o temprano Pendergast iría al grano.
–Ese de ahí, el primero, lo confeccionó Andrea Amati en 1566. Como recordará, el violín que toca Constance también es un Amati, pero muy inferior. Los dos de al lado fueron realizados por sus hijos, y ese otro por su nieto. El siguiente fue construido por Giuseppe Guarneri en 1689. –Pendergast hizo una pausa–. Y el último es obra de Antonio Stradivari en 1715.
–¿Como los Stradivarius?
–Exacto, el fabricante de violines más famoso del mundo. Inventó el violín moderno, y a lo largo de su vida hizo once mil, de los que han sobrevivido unos seis mil. Todos sus instrumentos figuran entre los mejores de la historia, pero hubo un período en que confeccionó una serie de violines que se distinguían por la esplendorosa perfección de su tono, unos veinte o treinta en total. Es lo que se llama su época dorada.
–Ya.
–Stradivari era un hombre lleno de secretos. El hecho de que hiciera unos violines tan perfectos como esos es un misterio que aún no ha sido resuelto. Tenía sus métodos y fórmulas en la cabeza, y nunca los puso por escrito; bien es cierto que esos secretos de valor incalculable fueron transmitidos a sus hijos, los continuadores del taller, pero murieron con ellos. Desde entonces no han cesado los esfuerzos por reproducir los violines de Stradivari. Varios científicos han tratado de averiguar sus fórmulas secretas, pero el misterio de Stradivari sigue en pie.
–Deben de valer un pastón.
–No hace mucho se podía comprar un buen Stradivarius por quince o veinte mil dólares, pero los supermillonarios han destrozado el mercado del violín, y ahora un instrumento de primera puede venderse por diez millones o más.
–¡Joder!
–Los mejores no tienen precio, sobre todo los de su época dorada. Fue en ellos donde Stradivari aplicó su fórmula magistral. ¿Por qué? Nadie lo sabe, Vincent. Es bastante humillante darse cuenta de que podemos mandar una nave a Marte, construir una máquina que efectúa un billón de cálculos por hora y dividir el núcleo del átomo, pero que aún no podemos fabricar un violín mejor que un hombre que trabajaba hace tres siglos en un simple taller.
–Bueno, es que era italiano…
Pendergast rió en voz baja.
–Una de las características más atractivas de los Stradivarius es que para mantener su tono hay que tocarlos. Están vivos. Si se dejan en una caja, pierden el tono y se mueren.
–¿Y estos de aquí?
–Los sacan y los tocan como mínimo una vez a la semana. Cremona sigue siendo el centro de la industria del violín, y sobran voluntarios.
Se volvió con las manos en la espalda.
–Bueno, ahora vayamos en busca de la auténtica razón de nuestro viaje a Cremona. Sígame de cerca, por favor. No se pierda.
Pendergast se internó en un laberinto de pasillos negros y escaleras angostas que les condujo a un callejón adyacente al palacio. Mientras se tomaban un minuto de descanso, inspeccionó con atención la callejuela y los edificios circundantes. Después, con gran celeridad de movimientos, condujo a D'Agosta por una serie de calles medievales cada vez más tortuosas, encerradas por antiguos edificios de ladrillo y piedra. Algunas eran tan estrechas que estaban oscuras, incluso a pleno mediodía. De vez en cuando, Pendergast se asomaba a una puerta o una bocacalle para otro escrutinio visual.
–¿Qué pasa? –se decidió a preguntar D'Agosta.
–Simple precaución, Vincent; la de costumbre.
Al final salieron a una calle tan estrecha que a duras penas habría cabido una bicicleta. Después de algunos recodos, terminaba en un escaparate pegado sin delicadeza a un arco medieval de piedra. El establecimiento parecía abandonado; una cinta adhesiva tapaba una fisura del escaparate, que se había vuelto opaco por la suciedad; todo ello quedaba protegido por una reja tan oxidada por el paso del tiempo que parecía imposible abrirla.
Pendergast deslizó la mano por ella y estiró una cuerda. Se oyó una campanilla dentro de la tienda.
–¿Si me dijera a quién venimos a visitar se le desbarataría toda la operación?
–Es el laboratorio y el taller del dottor Luigi Spezi, uno de los grandes expertos mundiales en los violines de Stradivari. De hecho Spezi también es una especie de hombre del Renacimiento, que une a su calidad de excelente músico las de científico e ingeniero. Sus recreaciones de violines Stradivari figuran entre las mejores del mundo. Le advierto, sin embargo, que tiene fama de ser algo maniático.
Al segundo estirón de la cuerda alguien rezongó al fondo:
–Non lo voglio. Va via!
Pendergast volvió a llamar con insistencia.
El cristal dejó entrever una silueta gris: se trataba de un hombre gigantesco y encorvado, con delantal de cuero, pelo largo y canoso y bigote gris, que movió las manos como si quisiera ahuyentar a Pendergast.
–Che cazz'! Via, ho detto!
Pendergast sacó una tarjeta, escribió una palabra al dorso y la introdujo por una hendidura de la puerta que servía de buzón. La tarjeta voló hasta posarse en el suelo. El hombre del delantal la recogió y enmudeció al leer lo que ponía en el reverso. Después miró a Pendergast, volvió a fijarse en la tarjeta y dio inicio al laborioso proceso de abrir la puerta y levantar la reja. Un minuto después, los dos visitantes se habían agachado para entrar y pisaban el suelo del taller.
D'Agosta miró a su alrededor con curiosidad. Las paredes estaban cubiertas en su totalidad por piezas de violín, no todas acabadas. Reinaba un agradable olor a madera, serrín, barniz, aceite y cola.
El dueño, con su delantal de cuero sucio, miró a Pendergast como si fuera un fantasma, antes de sacar unas gafas cubiertas de serrín para verle mejor.
–Bueno, doctor Aloysius Pendergast –dijo en un perfecto inglés–, ya tiene mi atención. ¿Qué quiere?
–¿Podríamos hablar en algún sitio?
Le siguieron al fondo del taller (cuya anchura era de unos dos metros y medio) y entraron en una dependencia mucho más espaciosa. Spezi les indicó que se sentaran en un banco largo, mientras él lo hacía en la esquina de una mesa de trabajo y les miraba fijamente con las manos enlazadas.
D'Agosta vio que en la pared del fondo había una puerta de acero inoxidable con una ventanita, en vivo contraste con el resto de la habitación. Detrás se veía un laboratorio inmaculadamente blanco, con varios ordenadores y pantallas bañados en una desagradable luz fluorescente.
–Gracias por acceder a recibirme, doctor Spezi –dijo Pendergast–. Sé que está muy ocupado. Descuide, no le haremos perder el tiempo.
Spezi, algo aplacado, inclinó la cabeza.
–Le presento a mi colega Vincent D'Agosta, sargento de la policía de Southampton, Nueva York.
–Mucho gusto.
El cremonés se inclinó para darle un apretón de manos de una fuerza sorprendente. Después volvió a su anterior postura y esperó.
–Le propongo un intercambio de información –dijo Pendergast.
–Adelante.
–Usted me cuenta lo que sabe de las fórmulas secretas de Stradivari y yo hago lo propio con la existencia del violín mencionado en mi tarjeta. Como es natural, mantendré lo que me diga en el mayor de los secretos. No pondré nada por escrito ni hablaré con nadie, a excepción de mi colega aquí presente, que es un hombre de una discreción irreprochable.
D'Agosta vio que los ojos grises y hundidos de Spezi les escrutaban. Parecía reflexionar (y debatirse internamente, quizá) sobre la propuesta. Al final asintió con sequedad.
–Muy bien –dijo Pendergast–. En primer lugar, voy a pedirle que responda a algunas preguntas sobre su trabajo.
–Bueno, pero primero el violín. ¿Se puede saber cómo…?
–A su debido tiempo. Dígame, dottore… Tiene delante a un perfecto ignorante en materia de violines. Explíqueme, pues, ¿por qué el sonido de un Stradivarius resulta perfecto?
Spezi se relajó. Evidentemente, se había dado cuenta de que no trataba con ningún espía ni con nadie de la competencia.
–No es ningún secreto. Yo los definiría como muy vivos. Es un sonido interesante. También destacan por su combinación de oscuridad y brillo y su equilibrio entre frecuencias altas y bajas. Producen un tono rico, pero al mismo tiempo de una pureza y una dulzura como la de la miel. Naturalmente, cada Stradivarius tiene su sonido; los hay más amplios, los hay más concentrados (hasta duros), algunos son débiles, decepcionantes… En algunos casos se han reparado y reconstruido demasiadas veces y ya no puede decirse que sean originales. Por ejemplo, solo quedan seis con sus mástiles originales. Siempre que un violín se cae, lo primero que se rompe es el mástil. En cambio quedan unos diez o veinte de sonido casi perfecto.
–¿Porqué?
Spezi sonrió.
–Ahí está la pregunta.
Se levantó para abrir con llave la puerta de acero, dejando a la vista dos grabadoras de disco duro y varias hileras de samplers, compresores y limitadores digitales. Las paredes y el techo estaban revestidos con paneles acústicos de espuma.
Una vez que estuvieron todos dentro, Spezi cerró la puerta, encendió un amplificador y manipuló los controles de una mesa de mezclas. Los altavoces de referencia, próximos al techo, empezaron a emitir un zumbido grave.
–El primer experimento científico digno de ese nombre con un Stradivarius se hizo hace unos cincuenta años. Conectaron un generador de sonido al mástil de un violín e hicieron que vibrase. Después midieron la vibración correspondiente del violín. La verdad es que fue un experimento absurdo, en el sentido de que no tenía nada que ver con cómo se toca un violín, pero, aunque fuera rudimentario, demostró que el Stradivarius tenía una respuesta fuera de lo común en la gama de dos mil a cuatro mil hercios, que es justamente la gama a la que es más sensible el oído humano. ¿Coincidencia? No. Más tarde, los ordenadores de alta velocidad permitieron procesar en tiempo real a alguien tocando un Stradivarius. Les pondré un ejemplo.
Se acercó a uno de los samplers digitales, eligió una muestra de audio con el teclado adjunto y envió el resultado al mezclador. El dulce sonido de un violín llenó la sala.
–Es Jascha Heifetz interpretando la cadencia del Concierto para violín de Beethoven con el Stradivarius Messiah.
Al lado de la mesa de mezclas había un monitor con una serie compleja de líneas en movimiento. Spezi las señaló.
–Lo de ahí es un análisis de frecuencias entre treinta y treinta mil hercios. ¡Fíjense en la riqueza de las frecuencias bajas! Son las que le confieren al violín su oscuridad y su sonoridad. Ahora fíjense en la gama de dos mil a cuatro mil, a la que me he referido antes: ¡qué viva, qué enérgica! Es lo que llena la sala de conciertos con su sonido.
D'Agosta se preguntó qué tenía que ver todo eso con Bullard o con los asesinatos. También se preguntó qué había escrito Pendergast en la tarjeta de visita que seguía en la mano de Spezi. En todo caso, estaba claro que esa tarjeta les había granjeado su colaboración.
–Las de aquí son las altas frecuencias. Observen cómo saltan, como si fueran llamas. Estas oscilaciones son las que le dan al Stradivarius su tono trémulo, y su respiración delicada y fugaz.
Pendergast inclinó la cabeza.
–Bueno, dottore, y ¿cuál es el secreto?
Spezi interrumpió la música pulsando el sampler.
–Hay más de uno. Es todo un abanico de secretos. Algunos los hemos descubierto, y otros no. Por ejemplo, conocemos con exactitud la arquitectura que usaba Stradivari. Gracias a la tomografía computerizada, podemos crear un mapa perfecto en tres dimensiones de uno de sus violines. Sabemos todo lo que puede saberse de los diseños de Stradivari para la caja, los filetes, los agujeros de resonancia… También sabemos qué tipos de madera usaba. Estamos en situación de conseguir una copia perfecta.
Se volvió hacia uno de los ordenadores y tecleó algo, haciendo aparecer la imagen de un hermoso violín en la pantalla.
–Aquí tienen: una copia perfecta al cien por cien del Stradivarius Harrison, hasta la última muesca y el último rasguño. La hice a principios de los ochenta, después de casi medio año de trabajo. –Les dirigió una sonrisa compungida–. Pero suena fatal. El verdadero secreto era la química, concretamente la receta de la solución en la que Stradivari bañaba sus maderas, y la del barniz. Desde entonces concentro todas mis investigaciones en ese aspecto.
–¿Y?
Spezi titubeó.
–No sé por qué me inspiran confianza, pero en fin… La madera que usaba Stradivari se cortaba en las estribaciones de los Apeninos, se echaba todavía verde al Po o al Adige, flotaba río abajo y se guardaba en unas lagunas salobres cerca de Venecia. Se hacía así por razones puramente prácticas, pero las repercusiones sobre la madera eran fundamentales: abría sus poros. Stradivari compraba la madera húmeda; no la curaba, sino que la bañaba en una solución hecha por él (que, en la medida de mis conocimientos, se componía de bórax, sal marina, goma, cuarzo y otros minerales y cristal veneciano de colores triturado), y luego la dejaba empaparse durante meses o años, absorbiendo los productos químicos. ¿Qué efecto tenían estos últimos en la madera? ¡Algo asombroso, complejo, milagroso! En primer lugar, conservarla. El bórax hacía que resultase más compacta, dura y rígida. Los polvos de cuarzo y cristal evitaban la acción de la carcoma, al mismo tiempo que llenaban los vacíos e imprimían brillo y claridad al tono. La goma provocaba unos cambios de gran sutileza, y actuaba como fungicida. Naturalmente, el auténtico secreto está en las proporciones, y esas no se las diré, señor Pendergast.
Pendergast asintió con la cabeza.
–En los últimos años he confeccionado centenares de violines con madera tratada del mismo modo, experimentando con las proporciones y el tiempo de exposición a las sustancias. Los instrumentos tenían un sonido amplio y brillante, pero duro. Se necesitaba algo más para mitigar las vibraciones y los armónicos.
Hizo una pausa.
–Aquí es donde interviene la auténtica genialidad de Stradivari. Encontró lo que buscaba en su barniz secreto.
Movió el ratón por la pantalla del ordenador y desplegó varios menús sucesivos hasta que apareció una imagen en blanco y negro: se trataba de un paisaje de una dureza espectacular, que a D'Agosta le recordó una cadena montañosa.
–Esto es el barniz de un Stradivarius bajo un microscopio de electrones con una ampliación de treinta mil. Como ven, no es la capa dura y lisa que se aprecia a simple vista, sino que existen miles de millones de grietas microscópicas. Cuando se toca el violín, las grietas absorben y mitigan la dureza de las vibraciones y las resonancias, y solo dejan escapar el tono más puro y más claro. He ahí el auténtico secreto de los violines de Stradivari. El problema es que el barniz que utilizaba era una solución química de una complejidad extraordinaria, que incluía insectos hervidos y otras fuentes orgánicas e inorgánicas. Ha desafiado todos los análisis, y además tenemos tan poco de lo que partir… No se puede arrancar el barniz de un Stradivarius. Cualquier extracción, hasta la más pequeña, destrozaría el instrumento. Para obtener la cantidad de barniz necesaria para analizarlo como es debido, habría que sacrificar todo un instrumento, con el agravante de que no podría usarse uno de sus violines inferiores, puesto que eran experimentales y la receta del barniz sufrió muchos cambios. Sería necesario destruir uno de los de la época dorada. No solo eso, sino que habría que cortar la madera y analizar químicamente la solución en la que la bañaba Stradivari, además de la superficie de contacto entre el barniz y la madera. Por todas esas razones, no hemos sido capaces de averiguar el procedimiento exacto.
Se irguió un poco.
–Otro problema: aunque se dispusiera de todas sus recetas secretas, seguiría existiendo la posibilidad de fracasar. Incluso sabiendo mucho más que nosotros, Stradivari hizo algunos violines mediocres. En la confección de un gran violín intervenían otros factores, algunos de los cuales, por lo visto, no dependían de él, como las características particulares del trozo de madera que usaba.
Pendergast asintió.
–Hasta aquí lo que podía contarle, señor Pendergast. –El rostro de Spezi había adquirido un brillo febril-. Ahora hablemos de esto.
Abrió la mano y alisó la tarjeta de visita arrugada, dando a D'Agosta su primera oportunidad de ver la anotación de Pendergast.
Era la palabra «Stormcloud».