Amordazado, vendado y con las manos esposadas en la espalda, D'Agosta se dejó llevar por uno de los dos hombres de seguridad. Oía el tintineo de las esposas de Pendergast a su lado. Parecían estar recorriendo un pasadizo subterráneo largo y húmedo. Apestaba a moho. Sintió que el frío y la humedad le calaban la ropa, a menos que fuera su propio sudor. Tenía el dedo corazón como si se lo hubieran metido en plomo líquido; palpitaba al mismo ritmo que su corazón, mientras la sangre bajaba chorreando por la parte baja de su espalda.
La situación tenía algo de irreal. En cualquier otro momento, la idea de haberse quedado sin la yema de un dedo le habría obsesionado, pero ahora su único pensamiento se centraba en el dolor. Había ido todo tan deprisa… Pocas horas antes casi se le habían saltado las lágrimas pensando que por fin veía su tierra, y ahora… Ahora tenía un trapo sucio en la boca, una venda en los ojos, los brazos atados y le llevaban derecho al paredón.
En el fondo le costaba creer que estuvieran a punto de matarle. Sin embargo, era lo que sucedería, a menos que se les ocurriera algo a él o a Pendergast. Por desgracia les habían registrado a fondo, y el arma más poderosa de Pendergast (su lengua) había sido silenciada. Parecía imposible. Impensable. La verdad, sin embargo, era que le quedaban pocos minutos de vida.
Trató de disipar la sensación de irrealidad, olvidarse del tremendo dolor e idear alguna escapatoria de último minuto, algo que les permitiera invertir la situación respecto a los dos hombres que les llevaban a la muerte, como si fuera lo más normal del mundo, pero no encontraba inspiración en nada, ni en su formación ni tampoco en las novelas policíacas que había escrito o leído.
Pararon un momento. D'Agosta oyó el chirrido de algo oxidado al abrirse. Después le dieron un empujón, oyó grillos y olió el aire húmedo de la noche. Estaban fuera.
Algo le obligó a avanzar, sin duda el cañón de una pistola. Iban por lo que, a juzgar por sus zapatos blandos, parecía un camino de hierba. Oyó el murmullo de las hojas sobre su cabeza. Sensaciones tan nimias e insignificantes… De repente, sin embargo, les prestaba un valor insoportablemente alto.
–¡Mierda! –dijo uno de los hombres–. Este rocío me estropeará los zapatos. Acabo de comprarlos por doscientos euros en Panzano. Son hechos a mano.
El otro se rió.
–Pues a ver si tienes suerte y consigues otro par, porque ese tío hace como uno al mes.
–Siempre nos toca bailar con la más fea. –Dio otro empujón a D'Agosta, como si fuera una manera de subrayar sus palabras–. Ya están empapados. ¡Mierda!
D'Agosta se dio cuenta de que estaba pensando en Laura Hayward. ¿Vertería alguna lágrima por él? Curiosamente, lo que más le apetecía era poder contarle cómo se había muerto. Le parecía más soportable que desaparecer sin más, sin llegar a saber…
–Un poco de betún y estarán como nuevos.
–El cuero, cuando se moja, ya no vuelve a ser como antes.
–¡Qué plasta con los zapatitos!
–Si hubieras pagado doscientos euros también te cabrearías.
La sensación de irrealidad aumentó. D'Agosta hizo el esfuerzo de concentrarse en el dedo. Mientras pudiera sentir el dolor, sabría que aún estaba vivo. Lo que temía era la desaparición de ese dolor…
Quedaban pocos minutos. Dio dos pasos seguidos y tropezó con algo entre la hierba.
Recibió un bofetón en un lado de la cara.
–Mira donde pisas, gilipollas.
El aire se había enfriado. Olía a tierra y hojas en descomposición. D'Agosta sintió una impotencia terrible. La mordaza y la venda le quitaban cualquier posibilidad de establecer contacto visual con Pendergast, hacerle una señal o lo que fuera…
–El camino de la cantera vieja es por ahí.
Se oyó un ruido de hojas, y un gruñido.
–¡Cuánto hierbajo!
–Sí, tío. Tú mira por dónde vas.
D'Agosta notó que volvían a empujarle. Estaban cruzando una zona de vegetación húmeda.
–Es aquí delante. En el borde hay muchas piedras. No tropecéis, que la bajada es muy larga.
Una carcajada, seguida de nuevos empujones por arbustos y hierba mojada. De pronto, D'Agosta sintió que le frenaban bruscamente.
–Tres metros más –dijo el que se encargaba de él.
Silencio. Algo húmedo y frío llegó a su nariz: el aire enrarecido de una mina.
–Primero uno y luego el otro, que a ver si la cagamos. Tú primero. Yo me quedo esperando con el mío. ¡Y date prisa, que me estoy helando!
D'Agosta oyó cómo empujaban a Pendergast. Luego un rumor de pasos húmedos por la maleza. El primer hombre le tenía bien sujeto por las esposas, mientras le encañonaba una oreja. Era el momento de reaccionar; tenía que hacer algo, pero ¿qué? Al menor movimiento sería hombre muerto. Le parecía mentira verse en esa situación. Su cerebro se negaba a aceptarla. Comprendió que en el fondo estaba seguro de que Pendergast realizaría algún milagro, de que se sacaría otro conejo de la chistera, pero ya no quedaba tiempo. ¿Qué podía hacer Pendergast al borde de un precipicio, amordazado, vendado y con una pistola en la cabeza? Perdió el último rayo de esperanza.
–No sigas –dijo a unos diez metros una voz ligeramente amortiguada por el follaje.
Era el segundo hombre hablando con Pendergast. D'Agosta percibió otro soplo de aire frío de la mina. Le zumbaban insectos en la oreja. Su dedo palpitaba.
Decididamente era el final.
Oyó el ruido de una bala al ser introducida en la recámara de una pistola.
–Venga, cerdo, haz las paces con Dios.
Una pausa. Lo siguiente fue el ruido de un disparo increíblemente fuerte. Otra pausa. Luego, desde muy abajo, distorsionado por el eco del conducto, el impacto de algo pesado con el agua.
Esta vez el silencio fue más largo. Finalmente se oyó la voz del sicario, un poco entrecortada.
–Vale, trae al otro.